Paula estaba sentada en la cama, en el cuarto que había compartido con Leonel durante dos años. No estaba segura de poder dormir de nuevo en aquel dormitorio. Todo le recordaba a su marido. El olor de su colonia aún impregnaba las sábanas. Su ropa aún ocupaba el lado izquierdo del armario. Su foto de boda se alzaba, como un centinela, en la mesita de noche.
Si tan sólo pudiera llorar...
«Dios del cielo» rogó en silencio, «permíteme llorar.»
Pero estaba más allá del llanto. El dolor era demasiado intenso, aunque atemperado por el bendito entumecimiento que la envolvía.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Ricky la miraba con sus negros y grandes ojos de Terrier, como interrogándola.
Paula le rascó las orejas y susurró:
—Estaré bien. No te preocupes por mí.
Al ver que su ama prestaba atención a Ricky, Fred atravesó el dormitorio, se subió en la cama de un salto y situó su cuerpo regordete de Bull Dog junto a Rick.
—Oh, así que estás celoso, ¿eh? —Paula frotó las orejas del otro perro, y entonces oyó un suave ronroneo. Sentadas al pie de la cama, las gatas Lucy y Ethel reclamaban sus atenciones.
De los labios de Paula escapó un suspiro de alivio. Al menos, algo seguía siendo normal en su vida. Sus animales eran ahora, como lo habían sido siempre, una fuente de compañía y de consuelo. Se colocó ambos perros en el regazo y los abrazó con ternura. Una única lágrima le brotó de los ojos y se deslizó por su mejilla. Luego siguió otra.
Sentía los pulmones hinchados. El pecho le dolía. Le costaba respirar. Sus hombros empezaron a temblar. Y, por fin, las lágrimas afluyeron a raudales, llenando sus ojos, empapando sus mejillas.
Paula no sabía cuánto tiempo estuvo llorando, si fueron minutos u horas. Nadie invadió su intimidad, ni siquiera cuando lloró en voz alta, con fuertes sollozos que estremecieron su cuerpo.
Alzó la cabeza al oír que llamaban suavemente a la puerta.
—Somos nosotras —contestó Sofia—. Teresa, Donna y yo. ¿Podemos pasar?
—Por supuesto —Paula se enjugó las lágrimas y se sentó en el borde de la cama.
Sus tres mejores amigas entraron en el cuarto y rápidamente
formaron un semicírculo en torno a ella. Paula les dirigió una trémula sonrisa.
—Se han ido casi todos —dijo Teresa.
—Pedro, Benjamin y Peyton siguen aquí, naturalmente —añadió Sofia.
—¿Seguro que no quieres que me quede a pasar la noche contigo? — preguntó Teresa.
—No, de verdad. Estaré bien —echó una ojeada a la enorme cama en la que estaba sentada—. No dormiré aquí. Anoche dormí arriba, en la vieja habitación de tía Alicia.
—Me gustaría quedarme contigo unos días —Donna se sentó al lado de Paula—. Créeme, sé lo difíciles que van a ser para ti los próximos meses.
Paula le tomó la mano y se la apretó con fuerza.
—Sé que lo comprendes mejor que nadie. Pero...
—Insisto. A diferencia de Teresa y Sofia, yo no tengo marido e hijos en casa.
—Gracias —Paula asintió—. Será agradable tenerte aquí por unos días. Hasta que... —el llanto le obturó la garganta—. Hasta que... — un nuevo torrente de lágrimas brotó de sus ojos.
Donna abrazó a Paula, consolándola, mientras Sofia y Teresa permanecían lo más cerca posible. Las tres intentaron valientemente no llorar, pero fueron incapaces de evitarlo.
****
—Me quedaré hasta que vuelvas —dijo Pedro a Donna Fields.
—Gracias. No creo que deba quedarse sola —Donna le dio una palmadita en el hombro—. Va a necesitar a todos
sus amigos y a los de Leonel para superar esto.
Pedro abrió la portezuela del Corvette de Donna y esperó a que el coche se perdiera de vista antes de entrar de nuevo.
Una silenciosa quietud parecía envolver la casa.
— ¿Te apetece una taza de café? —le preguntó Paula.
Pedro se giró bruscamente para mirarla. No la había visto allí de pie, en el vestíbulo. Pensaba que seguía refugiada en su cuarto.
—No, gracias —contestó.
— ¿Y un té? Voy a prepararme uno.
—No me gusta el té.
—Oh. De acuerdo.
¡Maldición! De repente, Pedro comprendió que Paula se sentía tan incómoda corno él. Estaban los dos solos en su casa. La casa que había compartido con Leonel durante dos años.
Pero tenían que afrontar los hechos. Leonel había muerto, y ninguno podía deshacer lo sucedido Lo sucedido cuando Leonel fue emboscado por Carl Bates dos días antes. Ni lo sucedido en la consulta del médico cuatro semanas antes, cuando Paula había sido inseminada artificialmente.
—Tenemos que hablar —dijo mientras la seguía a la cocina.
—Sí. Supongo que sí —Paula llenó la tetera de agua y la colocó en el fuego.
—Me han pedido que ocupe el puesto de Leonel hasta las próximas elecciones.
Mordiéndose el labio inferior, Paula sacó del armario una taza de porcelana y luego buscó una bolsita de té.
— ¿Piensas aceptar? —la mano le temblaba ligeramente mientras introducía la bolsita en la taza.
—Sí —¿por qué Paula no se volvía para mirarlo?—. Creo que se lo debo a Leonel. El hubiera querido que te cuidase mientras dure el embarazo.
A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. La tetera comenzó a silbar. Los hombros de Paula se estremecieron, y las manos empezaron a temblarle. La taza se rompió al estrellarse en el suelo de madera.
— ¿Paula? —Pedro se acercó presuroso a ella, deteniéndola mientras se disponía a agacharse para recoger los fragmentos de porcelana—. Déjalo. Yo lo recogeré.
Paula lloraba con un llanto bajo y lastimero.
Maldición, se dijo Pedro. ¿Qué se suponía que debía hacer?
Deseaba tocarla, pero, ¿se atrevería? Tenía que estrecharla entre sus brazos.
¡Tenía que hacerlo! Se estaba derrumbando delante de él.
En el momento en que la tocó, tomándola entre sus brazos, Paula se fundió con él. Pedro sintió que todos los nervios de su cuerpo gritaban.
—Todo va bien, Pauly —le dijo, utilizando el apodo que le había puesto de niña—. Llora, desahógate y suéltalo todo. Yo estaré aquí contigo. No me iré a ningún sitio.
Paula se aferró a él. Sollozando. Temblando. Gimiendo. Y Pedro la abrazó tan tiernamente como pudo.
Por fin, ella alzó la cabeza de su pecho y vio miró con los ojos enrojecidos.
—Estaré bien —se retiró de su abrazo y dio un tembloroso paso atrás.
Cuando Pedro alargó la mano para sostenerla, ella lo rehuyó.
—Comprendo que deseas hacer lo posible por detener al asesino de Leonel —hizo una pausa, tomó aliento y prosiguió—: Si vuelves a Crooked Oak...
—Cuando vuelva a Crooked Oak —corrigió él.
—Sí. Cuando vuelvas, estoy segura de que nos veremos de vez en cuando durante el próximo año. No podremos evitarlo. La gente espera que nos... nos...
—Que nos hagamos amigos.
—Sí. Y yo lo deseo. Deseo que seamos amigos. Leonel lo habría querido así... Si te necesito, te llamaré. Pero tengo amigos que me ayudarán. Y, lo más importante, tengo a mi hijo.
—También es hijo mío.
—No —protestó Paula—. Es hijo de Leonel.
—Comprendo que pienses así, pero ambos sabemos que yo soy el padre biológico de esa criatura —Pedro colocó la mano sobre el vientre de Paula.
Ella se quedó paralizada.
—El acuerdo consistió en que donases tu esperma porque Leonel no quería que un desconocido engendrase a nuestro hijo —se quitó del vientre la mano de Pedro—. Leonel confiaba en que guardarías el secreto.
—Y si Leonel viviese, yo jamás faltaría a mi palabra. Pero ha muerto. No puede ser el padre de tu hijo.
—Sí, Leonel... ha... —las lágrimas empaparon las mejillas de Paula.
Pedro la agarró por los hombros.
—El hijo que llevas dentro es mío. Y, te guste o no, tengo la
responsabilidad de cuidar de ti.
<Estoy embarazada>
Pedro oía mentalmente la voz de Paula, diciéndole lo que él no deseaba oír. Había estado tan convencido de que el primer intento no tendría éxito, que pensaba que el destino no podía ser tan cruel.
Al llegar a la funeraria, la noche anterior, se había acercado
directamente a la viuda de su mejor amigo, y ella le había tomado la mano, apretándosela con fuerza.
—Te agradezco que hayas venido, Pedro —dijo con voz trémula—. Leonel te quería como a un hermano.
Pedro sintió una oleada de dolor cortante como un cuchillo. Pero no titubeó. Mientras sostenía firmemente la mano de Paula, deseó poder decirle algo que mitigara su angustia.
Pero no había palabras capaces de reconfortar a una mujer que acababa de perder a su marido.
—Leonel era el mejor hombre que he conocido—dijo—.Hubiera hecho cualquier cosa por él.
—Sí, lo sé.
Sus miradas se encontraron, intercambiando un mensaje silencioso sobre el secreto que ambos guardaban en lo más recóndito de sus corazones. Los dos habían querido mucho a Leonel. Los dos habían deseado darle aquello que tanto anhelaba y que no podía tener.
Paula condujo a Pedro a un rincón aparte, se acercó a él y le susurró al oído:
—Estoy embarazada. Lo supimos hace un par de días. Leonel intentó llamarte varias veces.
Pedro notó que sus músculos se petrificaban, y el corazón empezó a latirle desbocadamente. Su mente gritó: «No ¡Mil veces no! ¡No ahora!». Precisamente cuando Leonel no estaría para cuidar de Paula y del niño.
—Estaba fuera, en viaje de negocios.
Antes de que pudiera hacer más comentarios, el alcalde de Crooked Oak le puso la mano en el hombro.
—Una verdadera lástima. No existía ningún hombre mejor que Leonel.Todos lo echaremos de menos
Mientras Pedro permanecía con los familiares y amigos de Leonel en el cementerio, el viento de octubre azotaba los árboles cercanos, agitando las ramas medio desnudas y desprendiendo el moribundo follaje. Las coloridas hojas otoñales volaban por el camposanto cual raudas aves. Un trueno retumbó a lo lejos. y una ligera llovizna humedeció el dosel bajo el cual los más cercanos al fallecido se habían congregado para presentarle sus últimos respetos.
Pedro se hallaba aturdido desde que Benjamin, su hermano, le telefoneó para comunicarle que Leonel Chaves había muerto, asesinado mientras cumplía con su deber como sheriff del condado de Marshall.
Pedro vivía fuera de Crooked Oak desde que se graduó en el instituto, pero había mantenido su gran amistad con Leonel. Incluso había sido su padrino de boda.
Y Paula. La dulce, callada y gentil Paula. Había pensado que era la mujer perfecta para Leonel. Ambos eran excelentes personas.Paula le había pedido que se sentara a su lado, pero Pedro declinó el ofrecimiento con la excusa de que debían ser las mujeres quienes ocuparan los asientos disponibles. Permaneció de pie frente a ella, al otro lado del ataúd de Leonel. Paula se hallaba sentada muy rígida, con la cara pálida y las manos fuertemente cerradas en la falda. ¡Dios santo, cómo debía de estar sufriendo!
Todos sus instintos impulsaban a Pedro a acudir junto a ella y estrecharla entre sus brazos. Con solarla Asegurarle que no estaba sola. Prometerle que él cuidaría de ella.
Pero, ¿cómo reaccionaría si la tocaba? Y, lo más importante, ¿cómo reaccionaría él mismo? Saber que estaba embarazada hacía que todos sus instintos protectores salieran a la superficie.
Pedro conocía a Paula Chaves desde siempre.
Había sido una de las mejores amigas de su hermana Teresa. Pero, en aquel entonces, sólo la había considerado una muchachita callada y tímida que siempre se quedaba mirándolo con sus grandes ojos azules. Más tarde, varios años después, tuvo ocasión de volver a verla en la boda de Teresa, y comprendió que la muchachita tímida se había convertido en una atractiva mujer. De no haber estado Paula
saliendo con Leonel, la habría invitado a salir mientras se hallaba de visita en Crooked Oak.
Volvió a verla en su boda con Leonel, y Pedro recordaba haber sentido envidia de su mejor amigo, aunque no deseara caer en la trampa del matrimonio. El reverendo puso fin al sepelio con una oración La lluvia arreciaba y el viento soplaba con más fuerza. Pedro observó cómo Teresa, su hermana ayudaba a Paula a levantarse, mientras Sofia, la esposa de Benjamin, la tapaba con un paraguas conforme se dirigían hacia la limusina del gobernador.
Pedro permaneció en el cementerio hasta que la multitud se dispersó.
Los empleados de la funeraria esperaron mientras él se acercaba al ataúd de Leonel y, colocando la mano sobre el frío y húmedo metal, hacía una silenciosa promesa.
«Te prometo que cuidaré de Paula y del niño.»
Cuando se dispuso a marcharse, notó la mano de alguien en el hombro. Al girarse vio a Benjamin, su hermano.
—¿Te encuentras bien? —preguntó éste.
—Sí.
Los dos caminaron juntos hacia el coche alquilado de Pedro. La lluvia los caló hasta los huesos.
—Iré contigo —dijo Benjamin—. Creo que la limusina de Peyton va llena.
Los hermanos se subieron en el Taurus y permanecieron sentados en silencio varios minutos, hasta que los coches que tenían delante empezaron a moverse.
—Nunca pensé que el sheriff de un condado pequeño como el nuestro acabara siendo asesinado —dijo Benjamin sacudiendo la cabeza.
—Tienes razón. Por estos contornos no abunda la delincuencia. Y Leonel no eran de los que buscan el peligro.
—Era tan buena persona...
—El mejor —Pedro notó un nudo de emoción en el pecho.
Había querido a Leonel Chaves igual que a Benjamin y a Leonardo, como si fuera un hermano más. Habían sido amigos desde la escuela primaria. Pedro siempre había sido el jefe, el instigador, el que retaba a Leonel a que asumiera los riesgos con él.
—Ojala encuentren al hijo de perra que le disparó -dijo Benjamin—. ¡Maldito imbécil! Ese Carl Bates ha sido siempre un pedazo de escoria inútil.
—Bates no podrá ocultarse eternamente —repuso Pedro—.
Normalmente, los tipos como él acaban regresando a su casa en busca de ayuda. Puedes estar seguro. Al cabo de unos minutos, Pedro detuvo el Taurus junto a la casa de Paula, pero no paró el motor.
Benjamin se giró hacia él.
—¿A no piensas entrar? Paula esperará verte allí. La mitad del pueblo acudirá a la casa antes de que anochezca. Sé que para ella significará mucho que el mejor amigo de Leonel esté a su lado.
Pedro detuvo el motor.
—Tienes razón. Debo estar con Paula.
****
Paula sentía todo su cuerpo tan entumecido como sus emociones.
Teresa y Sofia le habían sugerido que se echara un rato, pero ella insistió en quedarse para recibir a las personas que acudieran a darle el pésame. Donna, que también era viuda, era la única de sus amigas que entendía exactamente por lo que estaba pasando. Lo que menos necesitaba en aquellos momentos era estar sola en el oscuro y silencioso dormitorio que había compartido con Leonel.
Paula lo vio en cuanto entró en la habitación. Alto, esbelto, con unos hombros anchísimos bajo la cazadora color café.
Su cabello, negro azabache, estaba empapado, y un mechón le caía sobre la frente.
Pedro Alfonso.
El mejor y más antiguo amigo de su esposo. El hombre al que ella había amado locamente en secreto durante su adolescencia. El hombre con el que había fantaseado más de una vez mientras hacía el amor con Leonel.
Paula tembló, estremecida por una oleada de culpa. No tenía ningún derecho a pensar en Pedro de ese modo. Ningún derecho en absoluto.
Había amado a Leonel. ¿Y quién no? Leonel Chaves había sido el hombre más gentil, amable y cariñoso que había conocido. Y le había brindado una vida estable y segura como marido. Paula pasaba de los treinta años cuando se casaron. Y no era de esas mujeres que se arriesgaban en lo concerniente a los hombres.
Leonel había representado para ella la seguridad, la estabilidad.
Pedro Alfonso, en cambio, le parecía peligroso. Que en sus fantasías soñara con ser devorada y poseída por él no significaba que lo quisiera realmente en su vida.
Pedro se dirigía hacia ella, buscándola entre la multitud con sus ojos negros. Paula notó un hormigueo en el estómago.
El corazón se le aceleró. Deseó gritarle que se marchara y no volviera nunca. No podría soportar tenerlo tan cerca.
Temía demasiado apoyarse en él.
Anhelaba, más que nada, sentir sus fuertes brazos estrechándola, oírle prometer que cuidaría de ella y que todo iría bien. Pero nadie, ni siquiera Pedro, podía enmendar las cosas. Su vida, segura y estable, había quedado destrozada sin remedio. El futuro junto a Leonel se había desvanecido.
Fuera como fuese, tendría que hallar fuerzas para criar a su hijo sola... El hijo que Leonel había deseado con tanta
desesperación.
En el instante en que Paula se llevó la mano al vientre, en un gesto protector, notó que Pedro la observaba más atentamente, trasladando la mirada de su rostro a su mano y viceversa. Aquella mirada la aterrorizó. Era protectora. Posesiva. Ansiosa.
—Ahí está Pedro —dijo Sofia, pasándole el brazo alrededor de la cintura—. Quizá pueda convencerte de que comas un poco y descanses.
—Ya te he dicho que estoy bien —replicó Paula.
Inclinándose, Sofia le murmuró al oído:
— ¿Sabe Pedro que estás embarazada?
Paula asintió solemnemente. Mordiéndose el labio inferior, trató de mantener la calma.
—Se lo dije anoche en la funeraria.
—Bien. Tiene que estar al tanto de la situación.
— ¿Qué situación? ¿Y a quién os referís? —preguntó Benjamin mientras se acercaba junto a Pedro.
Paula notó que las mejillas se le acaloraban y rezó por que nadie se diera cuenta.
—Pedro —carraspeó para aclararse la garganta—. Pedro, debes saber que quizá te ofrezcan el puesto de Leonel. Varias personas ya han comentado que les gustaría que volvieras al pueblo y te encargaras de la investigación del asesinato de Leonel.
— ¿Quieren que yo sea sheriff? —inquirió Pedro.
—Sí —confirmó Benjamin—. Algunos comisarios me han dicho que quieren que finalices el período de servicio de Leonel para que, de paso, entregues a su asesino a la justicia.
—Pero no puedo...
—Si aceptas el nombramiento, podrás estar cerca para cuidar de Paula y del niño... —terció Sofia, y se interrumpió bruscamente al sentir un codazo de Paula en los riñones.
—No necesito que nadie cuide de mí —Paula se dio cuenta,
demasiado tarde, de que había alzado en exceso la voz.
Varias personas volvieron la cabeza para mirarla. Temiendo que Pedro percibiera el miedo en sus ojos, ella retiró la mirada—. Lo siento, supongo que estoy agotada —dijo—. Quizá Sofia tenga razón. Debería echarme un rato —pasó junto a Pedro rápidamente, sin mirarlo. ¿Qué haría si se quedaba en Crooked Oak? No sería capaz de quedarse, ¿verdad? ¡No, no podía!
—Paula está trastornada —explicó Sofia a los presentes—. Todos ustedes saben cómo le ha afectado la pérdida de Leonel.
Los demás asintieron y no tardaron en volver a charlar entre ellos. El comisario Kelly alzó la mano y le hizo señas a Pedro para que se acercara a su grupo.
—Prepárate —comentó Benjamin—. Van a ofrecerte el puesto de Leonel.
—No puedo aceptar ese puesto No quiero ser sheriff del condado de Marshall.
—Pues tendrás que decírselo a ellos —Benjamin le dio una palmadita en la espalda—. Pero debo admitir que me extraña que no quieras volver al pueblo por un tiempo y solucionar lo de Leonel. Dejó un período de servicio inconcluso y una esposa embarazada que necesitará a alguien en quien apoyarse.
—No creía que estuvieras al corriente de su embarazo.
—Sofia me lo dijo esta mañana. ¿Y tú cómo lo sabes?
—Paula me lo contó ayer en la funeraria.
— ¿Ves? Te lo dijo porque sabe que va a necesitarte. Nos necesitará a todos en los meses venideros. Conociéndote, creí que considerarías un deber hacia Leonel detener a su asesino y cuidar de su mujer y su hijo.
—Le debo a Leonel la vida —admitió Pedro—. Pero no estoy seguro de que quedarme en Crooked Oak sea lo mejor para pagarle esa deuda.
Los dos hermanos se acercaron al comisario Dalton Kelly, que se hallaba acompañado de otros dos comisarios del condado. Dalton cortó un trozo de la tarta de manzana que estaba tomando y se lo llevó a la boca.
Rufus McGee estrechó la mano de Pedro.
—Celebro volver a verte, Pedro. Aunque lamento que sea en estas circunstancias.
Tras engullir la tarta con un sorbo de café solo, Dalton se limpió la boca con la mano y dijo:
— ¿Te ha hablado Benjamin de lo que queremos pedirte?
—Sí, acaba de comentármelo.
— ¿Y qué te parece, muchacho? —Rufus entornó los ojos y miró a Pedro directamente—. ¿Estás dispuesto a dejar por un tiempo el FBI y volver al pueblo para solucionar lo de Leonel? Te estaríamos francamente agradecidos si aceptaras.
— ¿Por qué yo? —Inquirió Pedro—. Creí que le ofreceríais el puesto a Richard Holman. Sé que Leonel confiaba plenamente en él.
—Richard es muy joven y no tiene suficiente experiencia —explicó Dalton—. Además, sólo sería un año, hasta las próximas elecciones.
—Todo el pueblo espera que regreses a casa —terció Rufus—. Quieren que seas tú quien capture a Carl Bates y lo ponga a disposición de la justicia. Y también esperan que cuides de Paula. Sí, sabemos que, en teoría, su delicado estado debería mantenerse en secreto, pero... —Rufus sonrió—. Leonel se sintió tan orgulloso cuando supo lo del embarazo, que se lo comentó a unos cuantos amigos. Y ya sabes cómo se propagan aquí las noticias.
Pedro sintió un doloroso nudo en el estómago.
—Necesitaré algo de tiempo para pensarlo —respondió—. Tendré que volver a Washington, y... No estoy seguro de que sea lo correcto, pero...
—Lo es, muchacho, lo es —aseguró Dalton—. Piensa en lo que hubiera hecho Leonel de haber muerto tú en cumplimiento del deber, dejando a tu asesino suelto y a una esposa embarazada. ¿No habría hecho cualquier cosa por ti?
¡Diablos!, se dijo Pedro. Estaba entre la espada y la pared.
Todo el pueblo sabía de su amistad con Leonel. Más aún, todos sabían que, cuando eran adolescentes, Leonel le había salvado la vida. Habían ido a nadar al estanque de la vieja cantera, y Pedro sufrió un fuerte calambre. Se habría ahogado de no ser por la rápida intervención de Leonel.
Aquel suceso había sellado su amistad para siempre.
Sí, haría cualquier cosa por Leonel. ¿Acaso un año de su vida era un sacrificio excesivo? Evidentemente, no.
Decidió que, cuando la gente se fuera, hablaría en privado con Paula.
La muerte de Leonel los había colocado en una situación incómoda, y lo que menos deseaba Pedro era complicarse la vida o causarle a Paula un dolor innecesario.
Pedro Alfonso había brindado a Paula Chaves y su esposo el mayor regalo: el hijo que ellos no podían tener por métodos naturales. Pero poco después de que Paula se quedara por fin embarazada mediante la fecundación in vitro, enviudó repentinamente. Y Pedro, el duro agente de la ley, se sentía en la obligación de ayudar a la bella esposa de su mejor amigo...
Pedro era el hombre al que Paula siempre había amado en secreto, el hombre que jamás sentaría la cabeza. Sin embargo, cuando el destino lo convirtió en el padre protector de su hijo, Paula comenzó a albergar sueños de felicidad eterna junto al atractivo sheriff...