martes, 4 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 15





Fueron al salón.


A hablar.


Pedro no podía creer que estuviese haciendo aquello, no podía creer que hubiese detenido el mejor beso de su vida. 


Había estado a punto de hacer suya a una senadora federal. 


Allí mismo, en la cocina.


Le había dado la sensación de que a ella le había gustado tanto como a él. Cinco segundos más, y ninguno de los dos habría sido capaz de detenerse.


En esos momentos, era difícil darle las gracias a su conciencia, que le había hecho recordar por qué Eloisa Burton había mandado a Paula Chaves a Savannah.


Había querido que Pau estuviese sana y salva. A su cuidado. Debía de tener algún problema y Eloisa la había puesto bajo su protección. No sabía nada acerca de la vida privada de Pau, así que tendría que controlarse hasta que tuviese algunas respuestas.


Así que, sí, lo mejor sería dejarla hablar, y escuchar. 


Después ya la besaría otra vez hasta perder el conocimiento. 


No había nada que le apeteciera hacer más.



*****


Pau se sentó en el salón de Pedro, segura de que jamás se había sentido tan nerviosa y cohibida. En cualquier caso, agradecía que Pedro la hubiese indultado. Si él no hubiese parado, ella misma habría roto todas sus reglas. No obstante, en esos momentos se sentía más desamparada que agradecida.


Se sentía muy desprotegida.


Desde que había decidido ser madre soltera, también había tenido cuidado de mantener a los hombres a raya. No merecía la pena tener una relación.


Esa noche, Pedro Alfonso había arrasado sus defensas. Y a pesar de haber parado el beso, seguro que sabía lo mucho que ella lo deseaba, que a pesar de estar allí sentada, muy erguida, bastaría con que la tocase para que ella se lanzase a sus brazos.


«Por favor, deja de pensar así. Supéralo», se dijo.


Al menos, Pedro no la bombardeó con preguntas nada más sentarse. Paula no quería hablar de si había o no hombres en su vida. Tenía que encontrar el modo de advertirle a Pedro que no se acercase a ella, pero como tendrían que seguir viviendo juntos, tenía que hacerlo con mucha delicadeza.


Decidió decírselo con muchos rodeos.


—El silencio aquí es algo increíble —dijo—. Al principio me resultó extraño. En mi apartamento de Brisbane se oyen siempre el tráfico, las obras de la calle, sirenas de día y de noche.


—Supongo que uno se acostumbra y termina por no oírlo.


—Cierto —Pau se giró hacia Pedro—. ¿Has vivido mucho tiempo en la ciudad?


Él negó con la cabeza, y después sonrió.


—Pero me gusta y, cuando voy, intento aprovechar al máximo.


—Supongo que sales por la noche.


Pedro sonrió con picardía.


—¿Quieres que te lo cuente?


Lo cierto era que sí, Pau sentía una gran curiosidad por saber cómo se divertía Pedro en la ciudad, pero no podía admitirlo.


En esos momentos, Pedro estaba demasiado a gusto, cómodamente sentado en su extremo del sofá, con las piernas estiradas y totalmente relajadas y el cuerpo girado hacia ella. Hasta estaba sonriendo.


—Está bien, ibas a hablarme de los hombres de tu vida. ¿Por dónde quieres empezar?


—Lo cierto es que no creo que deba empezar, Pedro. Debemos aceptar que ha sido un error besarnos y…


—Eso es una gran tontería, Pau, y tú lo sabes.


—¿Qué quieres decir?


—Que ha sido un beso fantástico y que vamos a repetirlo —le dijo él con los ojos brillantes—. A no ser que tengas un motivo muy bueno por el que no debamos hacerlo.



Paula apartó la vista. Tenía miedo de ruborizarse.


—Por ejemplo —continuó Pedro—, me gustaría saber si tienes un novio en Canberra, o en Brisbane, o donde sea.


—No. No lo tengo —admitió ella después de un rato.


—¿Estás segura?


—Por supuesto que estoy segura. Esas cosas no se olvidan. Hace bastante tiempo que no he salido con nadie.


No tenía por qué hablarle de Mitch, el primer hombre que le había roto el corazón, ni de Toby, el banquero que había filtrado su relación a la prensa y había estado a punto de terminar con su carrera.


—¿Y tú? ¿Tienes novia?


—No pertenezco a nadie —respondió él en voz baja.


La respuesta no complació del todo a Paula.


—Entonces, si no hay ningún hombre en tu vida, ¿cuál es el problema? —añadió él después de un silencio.


Ella dudó. Después de cómo lo había besado, no iba a ser fácil explicarle que no quería tener una relación.


—Has venido aquí a escapar de algo, ¿verdad? —continuó Pedro.


—Bueno, sí —admitió Pau—. Sobre todo, de los periodistas.


—¿Por algún motivo en especial? Pensé que a los políticos les gustaba la publicidad.


Por supuesto que tenía un motivo en especial, pero no quería contarle que estaba embarazada. Al menos, no de momento. No tenía ni idea de cómo reaccionaría.


—Por desgracia, los periodistas siempre se centran en las mujeres políticas.


—En especial, en las que son fotogénicas —sugirió él.


Pau asintió.


—Me temo que han dicho demasiadas veces de mí que soy guapa y tonta. Es insoportable.


—¿Por qué te metiste en política? ¿Fue realmente por casualidad?


—Bueno… sí. Más o menos.


—¿Como le ocurrió a Alicia en el País de las maravillas?


Pau no pudo evitar sonreír.


—En realidad, mi historia no es tan interesante.


—Pues a mí me interesa —la retó Pedro.


Ella pensó que tendría que hablarle de Mitch, pero tal vez así consiguiese mantener las distancias.


—Supongo que todo empezó cuando era joven —dijo—. Cuando iba al colegio en Monta Correnti. El padre de mi mejor amiga era el alcalde, y yo iba mucho a jugar a su casa. No estaba mucho en casa, pero cuando lo hacía, siempre era amable y divertido.


Bajó la cabeza antes de continuar.


—Siempre oí hablar bien de él, porque lo arreglaba todo en nuestra ciudad y ayudaba a las personas ancianas. Todo el mundo lo quería. Debió de ser mi primera inspiración.


—Pero decidiste dedicarte a la política en Australia.


—Sí. Cuando empecé la universidad, me di cuenta de que ciertos movimientos podían afectar al mundo de manera positiva. Todo eran buenos propósitos —rió—. Entonces, me enamoré perdidamente de un político.


Aquello ya no pareció divertir a Pedro.


—¿De quién?


Paula se preguntó si debería decírselo, pero finalmente respondió:
—¿Has oído hablar de Mitchell MacCallum?


—Por supuesto —dijo Pedro, claramente sorprendido—. ¿No me digas que fue él?


Pau asintió. Todavía sentía un escalofrío al decir su nombre en voz alta.


Se hizo un incómodo silencio en el salón. Pedro se sentó muy recto, con el ceño fruncido. Debía de estar intentando recordar todo lo que había oído y leído acerca de Mitchell MacCallum.


—Eso fue mucho antes del escándalo —le aclaró ella.


—Eso espero —respondió él muy serio.


Así que Pedro no tenía una buena opinión de Mitch. A Pau no le sorprendió. Cinco años antes, la prensa había descubierto que, a pesar de estar casado, utilizaba el dinero del ministerio para pagarle a su amante un ático en el puerto de Sidney.


—Sigue hablándome de MacCallum —le pidió Pedro.


Ella dudó, pero había empezado y tenía que terminar. 


Respiró hondo.


—Mitch y yo íbamos a la misma universidad y compartíamos casa. Éramos cinco en una enorme casa en Balmain. Él tenía un par de años más que yo, estudiaba Políticas y Económicas. Era brillante y carismático, y podría decirse que me convertí en su discípula.


—Una discípula que se acostaba con el profeta.


—Al final, sí —confesó ella, ruborizándose—. Al principio sólo pasaba horas escuchándolo en la universidad, o en alguna cafetería. Después empecé a ir a mítines con él. Todo me parecía muy intelectual, idealista y emocionante, y cuando terminé mis estudios decidí unirme a su equipo de campaña.


—¿Y qué ocurrió cuando él ganó?


—Me dio trabajo en su equipo.


—Seguro que te lo ganaste.


—Trabajábamos en programas muy interesantes y a Mitch lo invitaban a todo tipo de recepciones y fiestas benéficas. Yo nunca había tenido tanta vida social.


—Supongo que, a esas alturas, ya no seguirías compartiendo piso con otras personas.


—No.


Paula recordó el día en que Mitch y ella se habían ido a vivir solos. Había sido como anunciar públicamente que era su novia.


Ella había estado muy enamorada y había tenido la esperanza de que Mitch le pidiese que se casase con él, pero eso no podía compartirlo con Pedro.


—Viví con él unos tres meses —se limitó a decir—, y después… los líderes del partido de Mitch decidieron que tenía que dar una imagen más seria, que tenía que casarse.


Pedro frunció el ceño.


—¿Y? ¿Por qué no te casaste con él?


—Porque no me dieron la oportunidad —respondió ella, obligándose a sonreír—. Mitch se casó con Amanda Leigh, hija de un ex gobernador. Amanda procedía de una de las familias más influyentes del país.


—Así que entonces MacCallum te demostró cómo era en realidad —comentó Pedro con disgusto. Pero, de repente, cambió la expresión—. Pau, no puedo creer que permitieses que ese hombre te tratase así.


—No tuve elección. Me marché a Italia en Navidad para estar con mi familia y, cuando volví, ya estaba hecho. Mi supuesto novio se había casado. Él me dijo que, de todos modos, ambos sabíamos que no teníamos futuro. Aunque yo…


Se mordió el labio para no continuar. Pedro la miraba fijamente, sin decir nada.


—En cualquier caso… —añadió Paula enseguida—. He perdido el hilo. Te estaba contando cómo llegué al Senado. Dejé de trabajar para Mitch, pero el partido no quiso que me fuera, quería una candidata joven para el Senado. Era el momento preciso para dejar de compadecerme de mí misma, y una oportunidad excelente para hacer algo para ayudar a los demás, así que decidí intentarlo. Y me eligieron.


—Y has estado ahí desde entonces.


—Se ha convertido en mi modo de vida.


Pedro estaba frunciendo el ceño otra vez.


—¿Qué significa eso? ¿Tienes pensado vivir así para siempre?


—Tal vez los votantes no quieran que esté ahí siempre —rió ella.


Desde que habían empezado a hablar del futuro, Pedro había puesto gesto de preocupación. Paula se preguntó por qué. En sólo unos días, había conseguido traspasar la barrera que tanto tiempo le había constado erigir, pero tenía que dejarle claro que no podían tener nada serio juntos.


Pero antes de que le diese tiempo a hablar, se le adelantó él.


—Estás pálida y pareces cansada.


A Pau no le sorprendió. Se sentía emocional y físicamente agotada.


—Será mejor que te vayas a la cama.


Para su sorpresa, Pedro se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla, como habría hecho un hermano.


—Buenas noches.


Confundida, lo vio salir del salón.


Debía sentirse agradecida, porque no había tenido que contarle lo del bebé, pero no podía. Estaba confundida. Y un poco triste.


Volvió a su habitación e intentó leer, pero no pudo concentrarse, ya que Pedro aparecía una y otra vez en sus pensamientos


No quería tener nada que ver con hombres. Estaba allí para centrarse en su embarazo. Lo último que necesitaba era un posible novio en el interior de Australia.


Para intentar centrarse una vez más, hojeó su libro favorito acerca de madres solteras. Disfrutó de las fotografías: una madre amamantando a su bebé, otra riendo mientras bañaba al niño. La última fotografía era de una madre con sus hijos gemelos.


Gemelos. Eso sí que le daba miedo. En su familia había gemelos, pero no podía imaginarse que le tocase a ella. 


Sería demasiado difícil compatibilizar su carrera y dos bebés sin un compañero.


Estuvo despierta horas intentando no preocuparse por aquello.










lunes, 3 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 14




—Haz si quieres un filete —le dijo Pau a la hora de la cena.


Pedro le dedicó una de sus sonrisas.


—Me alegro de que te gusten, porque mi repertorio no es demasiado amplio.


—No importa.


El filete estaba perfecto, muy hecho por fuera y tierno por dentro, y lo acompañaron de una ensalada de lechuga, tomate y rábanos del huerto.


No hablaron demasiado mientras comían. Pau se preguntó si Pedro se habría arrepentido de haberle hablado de su familia. No parecía incómodo, aunque tal vez se le diese bien ocultar sus sentimientos.


Y tal vez ella estuviese pensando demasiado en Pedro.


—¿Quieres helado de postre? —le preguntó él mientras quitaba los platos de la mesa.


—No, no quiero postre —dijo Pau, tocándose el estómago.


—Es de chocolate —la tentó él, guiñándole un ojo mientras abría el congelador.


—No, gracias, no debo.


—Peor para ti.


Pau se preguntó si no le preocupaban sus triglicéridos. 


Aunque supuso que quemaría todo lo que comía trabajando en el campo.


Observó cómo se servía el helado y se cruzó de brazos para resistir la tentación. Para su sorpresa, Pedro se sentó de nuevo y le ofreció una cuchara.


—Si cambias de idea —le dijo sonriendo—, no me importa compartir.


«¿Compartir?».


Pau volvió a sus días de estudiante con Mitch, lo fácil que le había sido engatusarla y esclavizarla. Desde entonces, había cometido muchos errores con los hombres, en especial, con Toby. ¿Acaso no había aprendido la lección?


¿No debía rechazar semejantes confianzas con Pedro?


¿Pero qué había de malo en tomarse una cucharada de helado? Tardó sólo unos segundos en tomar una cucharada de helado del cuenco de Pedro.


Estaba frío, cremoso y delicioso.


—Está bueno, ¿verdad? —dijo Pedro, acercándole el cuenco.


—Umm —dijo ella, tomando una segunda cucharada.


—Aunque supongo que no tan bueno como los helados italianos.


—Parecido, creo yo.


—Así que no te sientes obligada a tomar sólo cosas italianas.


—Soy medio australiana. Mi padre es australiano.


—Ya lo suponía, llamándote Chaves de apellido. ¿Vive en Australia o en Italia?


—En Australia. En Sidney.


Pedro la miró como si quisiese hacerle otra pregunta, pero se estuviese conteniendo.


A ella le pareció justo darle más detalles, después de que él le hubiese contado tantas cosas de su familia.


—Mi madre era modelo —le contó—. Viajaba mucho cuando era joven y conoció a mi padre en un complejo vacacional del Gran Arrecife de Coral, donde él era profesor de buceo. Y no —añadió, imaginándose cuál podía ser la siguiente pregunta de Pedro—. Mis padres no se casaron. Mi padre se quedó aquí, en Australia, y mi madre se volvió a Italia. Yo viví con ella, casi todo el tiempo en Monta Correnti, hasta que empecé la universidad. Por entonces, mi padre había montado un negocio de construcción de barcos en Sidney y como yo quería estudiar Literatura inglesa, decidí venir, para estar cerca de él y conocer a su familia y su país.


—Debió de gustarle mucho tu decisión.


—Sí, mucho —admitió sonriendo. Para ella también había sido una gran impresión descubrir cuánto la quería su padre y cuánto la había echado de menos.


Pedro la estaba estudiando con la mirada.


—Y te quedaste —dijo—, así que debió de gustarte el país.


—Sí.


Tomó una última cucharada de helado, echó la cabeza hacia atrás y dejó que se le deshiciese lentamente en la boca antes de que se deslizase por su garganta.


Por el rabillo del ojo vio que Pedro la estaba mirando. Era evidente que había deseo en sus ojos y eso la hizo sentir calor.


«Caro Dio», pensó. Tomó su vaso de agua mineral y le dio un buen trago, y luego otro, hasta que lo vació.


—Voy a fregar los platos —murmuró, levantándose de un salto.


Pedro se terminó el helado muy despacio y después lamió la cuchara todavía más despacio. Cuando por fin acabó, se levantó sin prisa y se acercó a ella, que todavía no había empezado a fregar los platos. Seguía allí inmóvil, observándolo.


Él dejó el cuenco en la pila y su brazo la rozó. Paula sintió otra ola de calor. Pedro no se apartó.


Pasó una eternidad antes de que dijese en voz baja:
—Estoy invadiendo tu espacio vital.


—Sí —respondió ella en un susurro, sin conseguir alzar la voz más.


Pedro puso las manos a ambos lados de ella, atrapándola contra los cajones.


—Me gustaría quedarme así, Pau.


«No. No. No. No. No». Tenía que pararle los pies otra vez.
Intentó hablar, pero no pudo encontrar las palabras. Que Dios la ayudase, estaba hechizada y podía sentir el calor del cuerpo de Pedro a su alrededor.


Él ya la estaba acariciando. Estaba subiendo las manos por sus brazos. Y ella estaba temblando. Derritiéndose. La estaba abrazando, mientras exploraba con los labios la curva de su cuello.


Pau cerró los ojos y saboreó la increíble y dulce presión de la boca de Pedro sobre su piel.


No podía detenerlo. Hacía tanto tiempo que no se sentía así.


Demasiado.


Deseó más, así que arqueó el cuello y Pedro comprendió. Fue subiendo por el cuello hasta la mandíbula, mientras le acariciaba los hombros.


En cualquier momento, sus labios se tocarían y Pau ya no podría pararlo.


Ya era demasiado tarde.


El deseo no la dejaba pensar, sólo quería que la acariciara y que la besara. Estaba deseando que los labios de Pedro encontrasen los suyos.


Cuando ocurrió, Pau los tenía ya separados.


Pedro susurró su nombre:
—Paula.


Sólo una vez, contra sus labios. Luego los recorrió con la lengua y ella notó que se le doblaban las rodillas.


Pedro la sujetó y ella se perdió por completo, sumergiéndose en su sabor y en su olor.


Su beso también era perfecto, la textura de sus labios, su piel rugosa y su cuerpo fuerte y musculoso apretándose contra el de ella.


Pau se sintió optimista, cariñosa, loca de felicidad.


Cuando Pedro rompió el beso, se quedó destrozada. Habría deseado que durase eternamente.


Estaba claro que él se controlaba mucho más que ella. Le dio un último beso en la frente y la soltó. Sonrió.


—Sabes deliciosa. A helado.


—Tú también.


Estaba sonriendo como una tonta cuando, de repente, sintió una bofetada de sentido común. ¿Qué estaba haciendo? 


¿Cómo podía estar tan loca? Aquel beso había sido un tremendo error, y la manera en que había respondido a él, un error todavía mayor.


Pedro pensaría que podía seguir seduciéndola. Y no. Había ido allí a pasar sólo unas semanas. Era mayor que él y estaba embarazada, mientras que él era joven y viril, y estaba en forma.


—No debimos haber permitido que ocurriera esto —dijo.


Pedro sonrió enseguida.


—Por supuesto que sí.


—Pero… —Paula seguía siendo incapaz de pensar con claridad.


No podía empezar una relación con aquel vaquero. La prensa se cebaría con ella.


—Casi no nos conocemos —añadió con desesperación.


Pedro la miró durante unos segundos, pensativos.


—Supongo que tenía que haberte preguntado si hay algún hombre en tu vida.


—Sí, debías haberlo hecho —respondió ella—. Tenemos que hablar del tema, Pedro. Poner una serie de normas básicas.


Por suerte, él no se opuso. No obstante, si hablaban del tema, tendría que contarle que estaba embarazada y ya podía imaginarse a Pedro alejándose de ella, sorprendido y consternado, dejándola sola.


Sabía que no estaba bien, pero en ese momento deseó haberse dejado llevar por la locura sólo un poco más.