domingo, 26 de marzo de 2017
SUS TERMINOS: CAPITULO 8
—Dime una cosa, Paula… ¿vas a hablar de lo que te pasa? ¿O vamos a fingir que no te pasa nada hasta que lleguemos a mi casa y consiga sonsacártelo?
Paula alzó la barbilla y siguió caminando.
—No me pasa nada.
—Muy bien, como quieras —dijo él, con humor—. La opción de sonsacártelo me parece muy interesante.
—No hay nada que sonsacar.
—Yo diría que sí.
—Pues te equivocas.
Pedro se metió las manos en los bolsillos del pantalón y permaneció a su lado mientras ella fijaba la mirada en la calle Grafton.
Paula no quería hablar del asunto. Todavía no había analizado sus propios sentimientos. Sólo sabía que se sentía ofendida, molesta.
—Veamos, ¿qué puede ser? —se preguntó él en tono de broma—. Creo que no he tirado la comida. Y he usado los cubiertos adecuados…
—¿Los cubiertos adecuados? Sólo han servido dos platos —declaró ella—. Así no hay forma de equivocarse.
—Pero era una posibilidad —ironizó—. En cuanto a lo que me han contado de ti… casi todo lo han dicho por su cuenta, sin que yo preguntara. E incluso he cambiado de conversación en un par de ocasiones porque me ha parecido que iban a darme detalles demasiado jugosos y que te molestaría.
Paula pensó que tenía razón y hasta supuso que debía estar agradecida. Si se hubieran tomado otra botella de vino, sus amigas habrían divulgado tanta información confidencial que ella no habría tenido más remedio que exiliarse a otro país.
—Ni siquiera he mostrado interés cuando han afirmado que soy mucho mejor que ese Dylan —continuó Pedro—. Aunque supongo que el tal Dylan es el tipo que te engañó.
Paula se dijo que la discreción de Pedro en ese punto no tenía nada de particular. A fin de cuentas, ella había gemido tan lastimeramente ante el comentario, que nadie con un poco de sensibilidad habría insistido.
—Y hasta tú debes admitir que he estado encantador y que he sido un caballero. Me apetecía acariciarte por debajo de la mesa, pero me he contenido. Aunque es cierto que el hecho de que lleves pantalones y no una de esas falditas cortas que tanto me gustan, me ha facilitado las cosas.
Ella se detuvo en mitad de la acera, se giró y lo miró a los ojos con el ceño fruncido.
—Sí, eso es verdad, pero no has dejado de sonreírme ni de apartarme el cabello de la cara ni de tomarme de la mano por encima de la mesa. ¿Cuándo han empezado a gustarte esas demostraciones?
—¿Esas demostraciones? —preguntó.
—Sí, las demostraciones públicas de afecto —respondió ella—. ¿Cuándo has decidido cambiar las normas de nuestra relación?
Él se cruzó de brazos.
—No recuerdo que hayamos establecido ninguna norma.
—Pues las hay.
—Ah, ahora lo entiendo… Te has enfadado porque crees que las demostraciones de afecto no son propias de una simple aventura.
—¡En efecto!
Paula se sentía tan frustrada que habría dado una patada en el suelo de no haber sabido que parecería una niña de cinco años.
Pedro descruzó los brazos, se acercó a ella y bajó la voz.
—Mira, no sabía que tuviéramos normas; pero como tú pareces más familiarizada que yo con los comportamientos adecuados para una aventura, tal vez deberías informarme.
Hasta ahora, yo siempre había sido el típico hombre que, cuando le gusta una mujer, la invita a salir y la lleva a cenar o a tomar unas copas.
Paula intentó explicarse, pero no encontraba las palabras y eso la irritó un poco más. Pedro había sido tan encantador con sus amigas que se había ganado su adoración; y no contento con comportarse como el hombre más maravilloso y seductor de la Tierra, también quería ser un buen chico.
Al ver que Paula se mantenía en silencio, él volvió a arquear las cejas.
—Me habías tomado por una especie de gigoló, ¿verdad? Creías que me dedicaba a viajar por todo el país en busca de amantes…
Ella apretó los dientes. Él sonrió.
—Te odio cuando sonríes así…
—No, no es verdad.
Pedro se acercó tanto a ella que sus cabezas casi se tocaban.
—¿Sabes lo que pienso, Chaves?
Paula lo miró a los ojos y sintió que su pulso se aceleraba y que su temperatura aumentaba de repente. No estaba segura de querer saber lo que pensaba, pero suspiró y lo preguntó de todos modos.
—¿Qué piensas?
Pedro inclinó la cabeza como si estuviera a punto de darle uno de sus besos apasionados e incendiarios en plena calle Grafton, entre los transeúntes. Pero en lugar de besarla, mantuvo el contacto visual y dijo, con voz ronca:
—Que has olvidado algo fundamental: no todos los hombres del planeta son tan estúpidos como tu último novio —afirmó.
Paula ya estaba a punto de protestar cuando él sonrió de nuevo. Y fue una sonrisa tan clara y tan eróticamente devastadora, que ella dejó de pensar.
Era increíble que Pedro pudiera ser tan atractivo.
—Bueno, ya que hemos terminado nuestra primera discusión en mucho tiempo, ¿qué te parece si vamos a mi casa y hacemos las paces como se debe?
Cuando ella abrió la boca para responder, él dio un paso atrás, la agarró por la cintura y, para su enorme sorpresa, se la cargó al hombro.
—¡Pedro! ¡Bájame ahora mismo!
—No.
Pedro la echó un poco hacia atrás, de tal manera que el estómago de Paula descansaba ahora sobre su hombro, y cerró un brazo por la parte de atrás de sus rodillas para mantenerla inmovilizada. Acto seguido, empezó a caminar.
Mientras avanzaban, Paula pudo oír las carcajadas de la gente. Le sentó tan mal que empezó a patalear.
—¡Suéltame!
—No te resistas. Recuerda que acabamos de comer. Si no te calmas un poco, te pondrás enferma y vomitarás…
Paula pensó que vomitarle en la espalda de la chaqueta habría sido lo más justo.
—Pedro…
—Quéjate tanto como quieras, Chaves.
—No puedes llevarme así hasta tu casa. Te dará un infarto.
—Gracias por preocuparte por mi salud, pero pongo en tu conocimiento que gozo de un estado físico excelente —afirmó.
Paula debería haber sentido deseos de asesinarlo; pero en lugar de eso, se encontró en un tris de soltar una carcajada.
Era la situación más ridícula que había vivido.
Por fin, incapaz de contenerse, rió.
—Eres todo un caso, Pedro…
—Bueno, yo me tengo por un tipo adorable.
Ella volvió a reír.
—Por favor, bájame de una vez, tonto…
—Te bajaré cuando lleguemos a mi cama.
Paula movió la cabeza de lado a lado para comprobar si alguien había oído el comentario de Pedro; sabía que el rubor de sus mejillas no se debía únicamente a que estuviera boca abajo.
Cuando él giró al final de la calle Grafton, ella pensó que Pedro era mucho más resistente de lo que parecía. Ya lo había demostrado durante sus sesiones eróticas, pero no había prestado atención y ahora no podía hacer otra cosa que ponerse cómoda y echarle paciencia.
Apoyó un codo en su espalda, para poder descansar la barbilla en la mano, y se apartó la coleta de la cara. El conductor de un coche los vio y tocó el claxon; ella lo saludó, pero no se molestó en ver si le devolvía el saludo.
Pedro se detuvo en ese momento.
—Hola, Gabe, ¿qué tal estás?
Paula intentó ver a su interlocutor, sin éxito. Por el tono de voz de Pedro, debía de ser un buen amigo.
—Muy bien —respondió el hombre, con humor—. Acabo de pasarte los presupuestos de la galería por debajo de la puerta.
—Qué rapidez…
—Esta tarde pasé casualmente por allí y decidí echar un vistazo al sitio —explicó—. ¿Quién es tu amiga, por cierto?
—Puedes presentarme si quieres —dijo Paula—. O haz como si no estuviera aquí. Como prefieras…
Pedro se giró lo suficiente para que Paula y Gabe se pudieran ver.
—Te presento a Paula Chaves; es la diseñadora de interiores del proyecto del Pavenham —afirmó—. Paula, te presento a Gabriel Burke, nuestro contratista.
Paula miró a Gabe y extendió un brazo. El contratista estrechó su mano.
—Vaya, eres muy alto… —comentó ella.
—Al lado de este enano, sí —respondió Gabe, inclinándose hacia ella—. ¿Te está molestando?
A Paula le pareció gracioso que Gabe considerara un enano a su amigo. A fin de cuentas, Pedro medía un metro ochenta y tres.
—No te imaginas hasta qué punto —respondió.
—¿Quieres que te le dé una lección?
—¿Lo harías?
Pedro interrumpió su conversación.
—Si ya habéis terminado de coquetear…
—Me has impresionado, mequetrefe —dijo Gabe con humor—. Cuando éramos niños, no habrías podido cargarla de esa manera.
—Claro que no. Seguro que ya era demasiado grande para mí…
—¡Eh! —protestó Paula—. Quiero dejar bien claro que tengo el peso ideal para mi altura…
Los dos hombres estallaron en carcajadas y hasta la propia Paula soltó unas risitas. No podía hacer otra cosa. Pero su aventura con Pedro empezaría a parecer algo más serio si no dejaban de encontrarse con sus amigos.
—Encantado de conocerte, Paula Chaves—dijo Gabe—. Tengo la sensación de que volveremos a vernos.
Pedro se volvió a girar, sacando a Paula del campo de visión, antes de que pudiera responder.
—Seguro que nos veremos en la fiesta del mes que viene, si es que no nos encontramos antes en el hotel.
—No, dudo que nos veamos en el hotel; como ya no me necesitan allí, me estoy concentrando en el proyecto de las afueras de la ciudad —comentó Gabe—. Tendrá que ser en la fiesta…
—Ale ya habrá vuelto para entonces. Llega el día anterior.
—Sí, lo sé. Hasta luego, Paula…
—Hasta luego, Gabe.
Pedro empezó a andar hacia la plaza Merrion.
—¿Gabe y tú provenís de la tierra de los gigantes guapos?
Él le dio un azote en el trasero.
—Eh, ¿por qué has hecho eso…?
—Porque has mirado tanto a Gabe que hasta has notado su atractivo.
Ella sonrió.
—¿Ale es su novia?
—No, es mi hermana.
—¿Tienes una hermana?
—Sí, pero está fuera de la ciudad. La conocerás en la fiesta.
Paula no recordaba que la hubieran invitado a ninguna fiesta.
—¿A qué fiesta te refieres? Puede que yo no quiera ir a una fiesta… de hecho, puede que odie las fiestas.
—Tus amigas afirman que las fiestas te encantan. Pero convendría que en este caso te abstengas de llevar un vestido demasiado provocativo y de bailar encima de las mesas. Es el aniversario de bodas de mis padres.
Paula no pudo creerlo. Iba a presentarles a sus padres.
—¡Pedro, bájame ahora mismo!
—Ya hemos mantenido esa conversación.
Paula intentó liberarse.
—No voy a ir a ninguna fiesta contigo —afirmó—. ¡Y mucho menos a una fiesta en la que estarán tus padres!
—¿Por qué? ¿Es que rompe otra de tus normas?
—¡Sí!
—Mi padre se quedará fascinado con tus ideas para el Pavenham… pero te recomiendo que no se las vendas como hiciste con Mickey D. Quien, por cierto, también estará presente —le informó—. Tómatelo como una fiesta de trabajo.
Paula se sintió algo avergonzada por haber pensado que la invitaba a la fiesta para presentarles a sus padres.
—Pero pensarán que soy tu novia…
Él suspiró.
—Relájate un poco, Paula. Cualquiera diría que no quieres que te vean conmigo.
—No seas ridículo.
El comentario de Pedro le había parecido sinceramente absurdo. Salir en compañía de un hombre tan atractivo como él, que además era un Alfonso, no arruinaría precisamente su reputación.
—Pues dime cuál es el problema.
—Ya te lo he dicho. La gente pensará que somos pareja, pero no lo somos.
—¿Qué entiendes por pareja?
Paula decidió elegir las palabras con sumo cuidado, para no dejar ningún cabo suelto. Pedro le gustaba cada día más, y no quería decir nada que lo pusiera en duda; pero necesitaba puntualizar que la suya no era una relación amorosa, sino una simple aventura sexual, por tórrida y maravillosa que fuese.
—Tómate tu tiempo. No hay prisa —continuó él.
Ella le pegó un codazo en la espalda y él encogió los hombros de dolor.
—Eres todo un caso…
—Eso ya lo has dicho.
Paula soltó un suspiro largo y vio que estaban llegando a la casa. Teniendo en cuenta las circunstancias, Pedro caminaba muy deprisa.
—Una pareja son dos personas, Paula. En este caso, un hombre y una mujer —dijo él, aparentemente cansado de esperar una respuesta—. Da igual que duerman juntos. O más bien, que no duerman…
Paula lamentó haber dicho en su día que no recordaba haber dormido mucho cuando estaba con él. Aquella broma inocente se volvía ahora en su contra. Por lo visto, ella podía ser su peor enemiga.
—Una pareja también pueden ser dos personas que duermen juntas y que, no obstante, quieren conocerse un poco mejor; e incluso dos personas que disfrutan cuando se encuentran. Pero claro, la gente podría pensar que están saliendo juntas… Y corrígeme si me equivoco, pero nosotros no estamos saliendo.
Paula suspiró. Por fin lo había entendido.
—Exacto.
—Y no estamos saliendo juntos porque lo nuestro sólo es una aventura.
—¡Sí!
Pedro tardó unos segundos en volver a hablar.
—Y sólo es una aventura porque no quieres arriesgarte a que te hagan daño otra vez —sentenció—. ¿Verdad, Chaves?
—Quiero que me bajes ahora mismo, Pedro.
—Ya casi hemos llegado.
Paula pensó que ése era el problema, que no estaban llegando a ninguna parte. Pedro era un hombre muy peligroso para ella; si se encariñaba demasiado con él, le haría mucho daño. Pero no se lo podía decir. No, sin darle una explicación larga que no estaba dispuesta a dar.
Se conocía demasiado bien para arriesgarse con Pedro. El agua y el aceite no se mezclaban bien.
—Pedro, ya no estoy bromeando. Quiero que me dejes en el suelo y quiero irme a casa.
Pedro se detuvo un momento. El corazón de Paula latía cada vez más deprisa.
—¿Eso es lo que quieres de verdad? ¿Huir? —preguntó—. ¿Dónde está la mujer valiente que conozco?
—¿La mujer que conoces? Sólo han pasado diez días desde que volvimos a encontrarnos. En diez días no se llega a conocer a nadie.
—Ni llegaré a conocerte si te empeñas en impedírmelo.
—No saldría bien, Pedro.
Pedro se detuvo de nuevo y le acarició la parte posterior de los muslos mientras pensaba su réplica.
—Yo detesto esconderme,Paula.
—¿Y crees que es lo que estamos haciendo? ¿Escondernos el uno del otro?
—Es lo que parece, con toda esas normas tuyas. Te niegas a que nos vean juntos, a que salgamos con gente, a que vayamos por ahí… ¿Cómo lo llamarías tú? Ah, sí, demostraciones públicas de afecto —dijo con sarcasmo—. Pero lo llames como lo llames, eso es esconderse. Y yo no soy hombre que se esconda de nada.
Paula sintió una punzada en el corazón.
—Yo soy un hombre que disfruta de la vida, que sale a comer y a tomar copas, que zarpa con los amigos un fin de semana y acaba en el maldito Festival de las Ostras de Galway —continuó.
Ella se preguntó cómo había conseguido que se sintiera culpable. Al parecer, se había equivocado al suponer que el sueño de todo hombre era mantener una relación sexual sin ataduras ni compromisos emocionales.
—Pero claro, tú no eres de la misma opinión —siguió hablando—. Además, tú creías que lo nuestro era sexo, nada más, y que la atracción desaparecería por sí misma si nos acostábamos lo suficiente. ¿Verdad?
Pedro seguía acariciándole los muslos. Lo hacía sin darse cuenta, pero tan cerca de la entrepierna de Paula que ella empezaba a sentir oleadas de placer.
—Pero no ha sido así —continuó, sin esperar respuesta—. Dime, Paula… si te llevara al parque que está junto a mi casa, te tumbara en el césped, te desnudara, te besara y te acariciara hasta lograr que hagas esos ruiditos que haces cuando estás excitada, ¿insistirías en que te dejara en paz para poder marcharte a tu casa?
Paula no fue capaz de mentir:
—No, no querría que me dejaras —admitió.
Pedro la dejó finalmente en el suelo. Paula se apartó la coleta de la cara y miró aquellos ojos marrones con vetas doradas cuyo brillo podía volverla loca. Él le acarició el cabello con suavidad y sonrió.
—Entonces, tenemos dos opciones. Podemos dejar de acostarnos, aunque ni tú ni yo queremos hacerlo, o podemos avanzar un poco más en nuestra relación, mejorarla y convertirla en una especie de aventura pública, por así decirlo.
—¿Mejorarla?
Él asintió y apartó las manos de su pelo para acariciarle las mejillas.
—Sí. Sólo eso. Sin complicarnos más.
Paula pensó que ya se habían complicado demasiado, pero decidió aceptar el ofrecimiento.
—Muy bien. Supongo que puedo asumir una pequeña mejora.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Magnífico. Anda, ven aquí…
Paula pasó los brazos alrededor de su cuello y le apretó los senos contra el pecho mientras él la abrazaba; pero en lugar de besarla, Pedro la meció de un lado a otro, como si estuviera bailando con ella.
Después, apretó la cara contra su sien y le murmuró al oído:
—¿Lo ves? No ha sido tan difícil…
Paula sabía que se estaba arriesgando con él y que se podían hacer mucho daño, pero no se lo dijo. Prefirió dejarse mecer y que Pedro la llevara paso a paso, lentamente, hasta la entrada de su piso.
—Crees que me has atrapado, ¿verdad? —preguntó ella.
La carcajada de Pedro resonó en su pecho y Paula la sintió en los pezones, que se le endurecieron al instante.
—No, todavía no; aunque lo estoy intentando, Chaves. Pero debo admitir que eres todo un desafío…
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