domingo, 26 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 6





Pedro se quedó helado.


La dejó hacer durante unos momentos para ver hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Descruzó los brazos y apoyó las manos en la encimera mientras ella apretaba los senos contra su pecho. La cálida y suave boca de Paula, que mantenía los ojos abiertos, jugueteó con él, pero cuando le mordió el labio inferior, Pedro se dijo que ya había tenido suficiente: si se empeñaba en seducirlo, tendría que afrontar las consecuencias de sus actos.


Llevó las manos a su cintura, las bajó hasta su trasero y las cerró sobre sus nalgas. Paula sintió la erección de Pedro y sus ojos se iluminaron de inmediato. Él sonrió, inclinó la cabeza y la besó con tal pasión que ella gimió contra su boca, cerró los ojos al fin y se entregó a sus caricias.


Mientras se besaban, Pedro notó que sus pezones se endurecían y sonrió para sus adentros. Su querida Paula Chaves podía controlar las cosas durante el horario de trabajo, pero aquél era su territorio. Y si se excitaba tan rápidamente cuando la tocaba, él jugaba con ventaja.


Introdujo una mano por debajo de su camiseta y le acarició los senos. Después, metió una pierna entre sus muslos, pasó la mano libre por debajo de la minifalda y avanzó hacia su entrepierna con intención de acariciarla. Pero justo entonces, cuando estaba a punto de alcanzar su clítoris, ella se apartó.


Pedro sonrió con expresión triunfante.


—¿Ocurre algo?


Paula entrecerró los ojos y se lamió los labios, hinchados por los besos.


—No, nada en absoluto —respondió ella—. Pero deberías llevar un letrero de peligro.


—¿Yo? Eres tú quien ha insinuado la posibilidad de que tengamos una aventura.


Pedro alcanzó su copa de vino y echó un trago. Ella alzó la barbilla y lo miró con gesto de desafío.


—Porque sólo podemos tener eso, Pedro, una aventura. Tu mundo y el mío no encajan en absoluto. No esperes otra cosa.


Pedro la miró con desconcierto. No estaba seguro de lo que quería decir.


Pero antes de que pudiera preguntar, ella le dedicó la sonrisa traviesa de Galway, la que indicaba que estaba dispuesta a jugar a fondo.


Paula se giró, miró hacia el pasillo que se alejaba desde la cocina, se llevó las manos a la cremallera de la minifalda y preguntó:
—¿Por dónde?


El corazón de Pedro pegó un respingo.


—¿Adonde quieres ir?


Ella se bajó la cremallera, dejó caer la falda y se quitó la camiseta.


—Al dormitorio, por supuesto. Podríamos hacer el amor aquí, en la encimera, pero sospecho que el granito está demasiado frío.


—Paula…


Ella se quitó uno de los zapatos y preguntó:
—¿Sí, Pedro?


Pedro la miró con desconfianza. Si todo aquello era una broma, sería mejor que lo dijera de inmediato; porque después no sería responsable de sus actos.


—¿Así como así? —preguntó él—. ¿Otra vez? 


Ella se encogió de hombros y se quitó el otro zapato.


—Bueno, no es como si mantuviéramos una relación, ¿verdad? Tú mismo has dicho que nuestra atracción es un obstáculo para el trabajo… pues bien, apartémoslo del camino.


Pedro dejó la copa en la encimera, caminó hacia ella y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.


—No tienes que acostarte conmigo para conseguir el empleo, Paula —dijo—. Eso ya lo has conseguido con tu talento.


Paula cruzó los brazos por encima de sus senos y lo miró con cara de pocos amigos, pero Pedro se limitó a sonreír. 


Fingir que se había enfadado, estando medio desnuda, no resultaba demasiado creíble.


—Olvidaré lo que has dicho porque no me conoces. Sí, es verdad que tengo más talento del que se necesita para el proyecto del hotel… ya lo verás cuando te molestes en abrir mi portafolios —declaró—. Pero esto no tiene nada que ver con el trabajo. Esto es entre tú y yo, porque te deseo. Y a juzgar por el bulto de tus pantalones, tú también me deseas.


—Paula, yo…


—Sólo es eso, Pedro. Deseo, ansiedad. Nada más.


—¿Ansiedad?


Los ojos de Paula se oscurecieron.


—El sexo es el sexo, Pedro. No le des más vueltas.


Pedro sintió la necesidad de saberlo. Paula le estaba ofreciendo la posibilidad de hacer el amor sin compromisos, pero a él no se le ocurrió otra cosa que decir:
—Alguien te ha hecho daño, ¿verdad?


Ella soltó una carcajada. Pero fue evidente que Pedro había acertado, porque no pudo ocultar su rubor.


—¿Por qué te empeñas en buscar explicaciones retorcidas? ¿Es que me crees incapaz de acostarme con alguien por puro placer, Pedro? No veo qué hay de malo en ello. Soy una mujer adulta y no estoy saliendo con nadie, aunque supongo que eso no supondría ningún impedimento para ti.


La última frase de Paula confirmó sus sospechas.


—Ahora lo comprendo. Estabas saliendo con alguien y te engañó.


—Lo que me haya pasado es irrelevante, Pedro. Esto es diferente, algo entre tú y yo, nada más, como la última vez.


Paula se llevó las manos a la espalda, se desabrochó el sostén, se lo quitó y lo dejó caer al suelo.


—Al verte, he recordado lo bien que lo pasamos en Galway —continuó ella—. ¿Es que ya no te acuerdas? ¿Has olvidado lo que sentimos?


Pedro tragó con fuerza. Sus palabras roncas hacían tanto daño a su contención como la visión de las manos que Paula se llevó a la garganta, para bajarlas después hasta sus senos y su liso estómago.


—Me acuerdo de todo.


—Pues si lo recuerdas… ¿por qué no quieres perderte otra vez?


Pedro se preguntó si era eso, perderse, lo que ella deseaba. 


Y en tal caso, por qué quería perderse con él.


El destino le estaba haciendo un regalo extraño al ofrecerle a Paula después de tantos meses de abstinencia y trabajo. 


Porque era verdad que estaba tenso; se sentía como si todo el peso del mundo descansara sobre sus hombros, y a veces no encontraba más forma de relajarse que dedicar varias horas de golpes al saco de boxeo del gimnasio.


Paula le estaba ofreciendo una forma mucho más interesante de descargar su energía. Pero tenía la sensación de que, si aceptaba su oferta, la estaría utilizando.


Ella caminó hacia él, prácticamente desnuda, moviendo las caderas de un modo tan sensual que Pedro pensó que lo hacía de forma inconsciente. Cuando llegó a su altura, lo miró y le pasó un dedo desde la base de la oreja hasta el cuello de la camisa.


—Tienes tanta tensión acumulada, Pedro… en Galway no parecías tan tenso. Te ofrecí mi tila, pero no quisiste.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Paula volvía a ser la mujer traviesa y tentadora de siempre.


—Porque soy un idiota —declaró.


Pedro inclinó la cabeza, le lamió el cuello y apretó el pecho contra sus senos. Había tomado una decisión. Si Paula le ofrecía una aventura sin compromisos, él le daría unos cuantos recuerdos muy especiales.


La deseaba tanto que casi le resultaba doloroso. Y cuando ella frotó el estómago contra su entrepierna, se supo perdido.


—Es tu última oportunidad, Paula Chaves. Todavía puedes cambiar de opinión.


Paula acercó la boca a su oído y murmuró:
—Te deseo. Te quiero dentro de mí.


Pedro la alzó en vilo y la apretó contra la pared; ella cerró las piernas alrededor de su cintura. Mientras se besaban, él llevó las manos a su cabello, le quitó las gomas que cerraban sus trenzas y le pasó los dedos por el pelo hasta que quedó completamente suelto. Después, le acarició la cabeza, volvió a besarla y le mordió el labio inferior de un modo tan juguetón como ella cuando estaban en la cocina.


—Llevas demasiada ropa… —dijo Paula.


Pedro rió.


—Y tú.


No se podía decir que las braguitas de encaje de Paula fueran un gran obstáculo; sin embargo, estaban en mitad del camino y no se las podía quitar mientras ella mantuviera las piernas en esa posición.


Le acarició la cara, el cuello, los hombros y finalmente cerró las manos sobre sus senos y le frotó los pezones. Ella se arqueó hacia atrás y él sonrió.


—¿Te gusta?


—Hum…


Pedro movió la cintura hacia arriba, de tal manera que la cremallera de sus pantalones rozó el encaje que cubría el sexo de Paula.


—¿Quieres más?


—Sí…


—¿Sabes una cosa? De haber sabido que la única forma de acallarte era hacerte el amor, te lo habría hecho constantemente.


Pedro rió y la llevó al dormitorio. Paula cerró las piernas con más fuerza y se aferró a él.


—¿Insinúas que hablo demasiado?


—Insinúo que las palabras sobran a veces.


—Demuéstramelo.


Pedro la inclinó sobre la cama con la intención de posarla suavemente, pero no salió como esperaba; estaban tan juntos que su peso combinado los arrastró a la vez y tuvo que reaccionar a toda prisa para no aplastarla.


Los dos rieron.


—Te has resbalado…


—Sí. Supongo que «resbalarse» es el término adecuado para esto.


—No lo dudes. Yo me pongo muy resbaladiza cuando estoy contigo —ironizó.


Pedro se excitó un poco más al imaginar a Paula en un estado de excitación constante por culpa suya. La besó otra vez y le acarició el cabello. Ella llevó las manos a su camisa y empezó a desabrochársela; cuando ya había logrado su objetivo, Pedro contempló el rubor de su cara y fue incapaz de resistirse a la tentación de acariciarle el clítoris.


—Oh…


Paula le acarició el pecho, llevó las manos a la cremallera de sus pantalones y preguntó:
—¿Tienes preservativos?


—Sí, en el cajón de la mesita.


Pedro sonrió al ver que intentaba alcanzar el cajón y que no lo conseguía.


—Tendremos que movernos —añadió ella.


—Lo haré yo.


Pedro la posó de espaldas sobre la cama, sin soltarla, y se alegró de que las mujeres fueran tan flexibles. Pero seguía estando demasiado lejos del cajón, de modo que no tuvieron más remedio que separarse.


Gracias a ello, él pudo quitarse los pantalones y los calzoncillos y ella, las braguitas de encaje.


—Me lo pondré yo. Seré más rápido.


Ella sonrió, con ojos brillantes.


—Tienes mucha práctica, ¿eh? Pero no. Quiero ponértelo yo.


Pedro estuvo a punto de gemir cuando ella le quitó el preservativo, lo acarició suavemente y empezó a ponérselo con delicadeza.


Definitivamente, había perdido el control de la situación. Y sin embargo, había algo increíblemente sexy en estar con una mujer segura y perfectamente capaz de ponerse manos a la obra, en sentido literal.


Por fin, Paula alzó la barbilla, lo miró a los ojos y movió las caderas hacia delante, apretando su humedad contra el pene de Pedro. Después, se puso a horcajadas sobre él y descendió milímetro a milímetro, con una lentitud desesperante.


Sus cuerpos estaban finalmente conectados. Ella entreabrió los labios y empezó a jadear al cabo de unos segundos. Él contempló sus ojos y pensó que era una mujer magnífica; lo excitaba tanto que casi no lo podía soportar.


—Me estás matando, Paula…


Paula se inclinó hacia delante y lo besó durante unos momentos, sin cerrar los ojos.


—Ya sabes cómo lo llaman, ¿no? La petite morte… la pequeña muerte.


—Ahora entiendo por qué.


Pedro llevó las manos a sus senos y bajó una hasta su clítoris, que empezó a frotar. Ella aceleró el ritmo, y cuando él la miró a la cara y notó su rubor, la forma en que se mordía el labio y sus gemidos de placer, estuvo a punto de perder el control y alcanzar el orgasmo.


Mientras se esforzaba por contenerse, Paula lo miró a los ojos y sonrió. Pedro sintió una punzada en el corazón, la misma que había sentido minutos antes, cuando le insinuó claramente que quería acostarse con él. Era una especie de conexión profunda, que no había sentido con ninguna otra persona. Por eso recordaba la noche de Galway con tanta claridad; por eso era incapaz de olvidarla.


Ella le llevó una mano a la nuca y se movió con más fuerza. Pedro supo que le faltaba poco para llegar al clímax y volvió a llevar una mano a su entrepierna para acariciarla una y otra vez, hacia arriba y hacia abajo, hasta donde podía llegar.


—¡Pedro…!


Paula cerró los ojos y se estremeció de placer, sin dejar de moverse, hasta que él ya no pudo soportarlo por más tiempo y alivió su tensión con un gemido bajo y gutural.


Ella se tumbó y le apoyó la cabeza en el hombro. Pedro se dedicó a acariciar su piel suave en mitad del silencio, mientras su respiración se calmaba.


—Somos muy buenos en esto… —dijo Paula.


—Sí, lo somos.


De repente, Pedro notó su aroma a espliego y se dio cuenta de que estaba relajado. Más relajado que nunca. Y se sentía maravillosamente bien.


Ella alzó la cabeza, lo besó dulce y lentamente y declaró:
—Tengo que irme. Llegaré tarde.


Cuando intentó levantarse, él cerró los brazos a su alrededor y se lo impidió.


—¿Adónde vas?


—He quedado con unas amigas en el bar Temple.


Él frunció el ceño.


—No me digas…


—Sí —respondió ella, sonriendo como si no tuviera importancia—. Es el cumpleaños de Lisa y vamos a tomar unas copas.


—¿Ahora? —preguntó él, perplejo.


Pedro empezó a sentirse usado.


—Ya había quedado con ellas. Además, no sabía que acabaríamos en la cama… De hecho, estaba decidida a no hacerlo. Pero tengo que marcharme.


Pedro relajó un poco su presa.


—¿Y por qué has cambiado de opinión?


Ella le acarició la nariz y sonrió.


—No lo sé. Por lo visto, no puedo resistirme a la tentación de tocarte…


—Bueno, supongo que no puedo culparte por ello —declaró, sonriendo.


—¿Lo ves? Ahora eres el hombre que conocí en Galway. El Pedro de Dublín es un tipo tenso y estirado. No estaba segura de que me fuera a gustar.


Pedro se dio cuenta de que la estaba acariciando de forma inconsciente y pensó que ella no era la única que no se podía resistir a la tentación de tocar.


—Ya no estoy tenso.


Paula se quedó en silencio durante unos segundos y lo miró con sus ojos verdes, que no estaban de su color esmeralda habitual sino de un tono musgoso.


Pedro la volvió a acariciar y habló con voz rasgada.


—¿Qué ocurre?


—Este proyecto es muy importante para ti, ¿verdad?


—Sí, es verdad.


—¿Por qué?


Paula se acercó a él y se estiró un poco más, de manera que ahora tenía los senos apretados contra su pecho y los muslos contra sus piernas. Pedro pensó que si seguía así dos minutos más, no iría a ninguna parte.


—Porque sí —respondió.


—Eso no es una respuesta…


Pedro frunció el ceño.


—Si te doy conversación, ¿te quedarás aquí?


—No.


Él habría fruncido el ceño otra vez si no hubiera notado un fondo de arrepentimiento en su negativa.


—No puedo, Pedro, en serio. Cumple treinta años y es una ocasión especial para ella. Además, soy su mejor amiga; hemos pasado por muchas cosas juntas…


Pedro se preguntó qué habría querido decir con ese comentario. Sonaba como si alguien le hubiera roto el corazón; y de ser así, eso explicaría su empeño por fingir que no necesitaba relaciones amorosas.


—Pero no te preocupes —continuó ella—. Vamos a trabajar muchos meses en el Pavenham… ya habrá otra ocasión.


—Sí, por supuesto.


Paula lo besó otra vez, pero de forma más breve.


—Si quieres que volvamos a jugar, tendremos tiempo de sobra. Y quién sabe, hasta puede que me salga con la mía y te saque alguno de tus secretos profundos y oscuros…


Él sonrió y se dijo que podría ser divertido.


—El cuarto de baño está en esa puerta. Lo digo por si te apetece ducharte —comentó él.


Paula se levantó y le ofreció una vista perfecta de su cuerpo desnudo.


—Prefiero llevarme tu aroma conmigo, para no olvidarte con demasiada rapidez. Si me retraso demasiado, querrán saber por qué… y dudo que te apetezca que cuatro mujeres se dediquen a analizarte a tus espaldas.


—No, no me apetece nada.


—Lo suponía…


Paula salió del dormitorio. Él aprovechó y se puso los pantalones vaqueros, aunque sin molestarse en cerrar el botón, y la siguió. Cuando llegó a su altura, ella ya se había vestido y se estaba poniendo los zapatos.


Tenía el pelo tan revuelto y estaba tan ruborizada que sonrió al verla. En cuanto entrara en el bar, sus amigas adivinarían lo que había estado haciendo.


—Será mejor que te peines un poco —le aconsejó.


Ella sonrió y se puso de puntillas para besarlo.


—Lo sé. Alguien me ha enmarañado la melena…


Pedro la atrajo hacia así y la besó con pasión. Ella cerró los ojos, se dejó llevar y soltó un gemido, frustrada.


—Si te quedaras, te demostraría que estoy lejos de haber terminado contigo —declaró.


Ella le pasó la lengua por los labios como si quisiera saborearlo.


—Hum… lo sé.


—Quizás deberías venir mañana a desayunar. Así podré decirte lo que pienso de tus bocetos y luego… bueno, veremos lo que pasa.


Paula volvió a abrir los ojos y lo miró con malicia.


—Me encantan los desayunos.


Pedro sacudió la cabeza y le indicó la salida.


—Anda, márchate de una vez y abandóname. Ve a jugar con tus amiguitas. Estaré bien, no te preocupes por mí.


Paula se alejó y él la acompañó hasta la salida.


—Pobrecillo… —se burló.


Pedro le abrió la puerta.


—Vete…


Ella ya estaba a punto de salir cuando él carraspeó. Paula se detuvo, se giró, le puso las manos en el pecho y lo besó en la mejilla.


—Paula…


—¿Sí?


—¿Qué puntuación me das? De uno a diez… 


Paula se llevó las manos al pelo y empezó a recogérselo otra vez con las gomas.


—Prefiero no dar puntuaciones con un solo partido. Si quieres que te responda a esa pregunta, tendremos que jugar más veces.


Pedro sonrió.


—No te metas en líos…


—Lo intentaré.


—Hasta mañana



sábado, 25 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 5





—¿Por qué lo vas a ver fuera del trabajo? Recuérdamelo, por favor.


Paula apretó el teléfono móvil entre la oreja y el hombro para poder cambiar de posición su portafolio.


—Porque quiere hablar conmigo y no puedo hacerlo en otro momento —respondió—. No hay nada más, ya te lo he dicho…


—Pero no me suena muy convincente.


Paula se preguntó si sus tres mejores amigas se habían puesto de acuerdo, porque no dejaban de llamarla o de enviarle mensajes para hablar del mismo tema. Hasta cierto punto, era lógico que se preocuparan por su bienestar; las amigas estaban para eso y ella también se preocupaba por ellas. Pero empezaba a estar harta.


Respiró a fondo y giró en redondo, intentando averiguar en qué lado de la plaza Merrion estaba el despacho de Pedro


Cuando vio la estatua de Oscar Wilde, que se apoyaba en una roca detrás de una verja verde, arqueó una ceja y lo miró como preguntándole si podía indicarle la dirección.


Wilde permaneció en silencio.


—Sólo es trabajo.


—¿A las siete y media de la tarde? Terminaste de trabajar hace dos horas.


Paula se acercó a la verja y siguió andando.


—No es la primera vez que me reúno con alguien fuera del horario de trabajo. La gente tiene vidas complicadas… y por cierto, si no cortas pronto la comunicación, llegaré tarde a nuestra cita en el bar Temple y tendrás que esperar.


—A las nueve y media entonces, ¿no?


—Sí, a las nueve y media.


—Si te retrasas, sabré por qué…


—Seré puntual.


—Bueno, si ese hombre es tan atractivo como me pareció en el Festival de las Ostras, lo comprenderemos. Pero tendrás que darnos todo tipo de detalles…


En ese momento, Paula vio una placa dorada al otro lado de la calle que parecía prometedora.


—Seré puntual —repitió—. ¡Sólo es trabajo!


Paula lo decía completamente en serio. Se iban a ver en su despacho, no en su domicilio. Además, aquello era la vida real, no una aventura rápida en Galway; y era consciente de la diferencia.


—Que te diviertas…


Cruzó la calle, volvió a colocarse el portafolio y suspiró aliviada cuando leyó la placa.


—Ah, es aquí… Luego nos vemos. Adiós.


Guardó el teléfono en el bolso y llamó al timbre de la casa de estilo georgiano. Después, se alisó las trenzas, se cruzó de brazos e intentó adoptar una actitud tranquila.


Pedro abrió y llenó todo el espacio. Y ese verbo, «llenar», bastó para que Paula se estremeciera.


Por lo visto, aquel hombre estaba guapo con cualquier cosa que se pusiera. No era justo. Pedro se apoyó en el marco y la tela oscura de su camisa se tensó sobre su ancho pecho cuando abrió la puerta un poco más.


—Hola.


Fue un saludo inocente, pero a Paula le pareció tan inmensamente sexy que dedicó un momento a contemplar su cuello ancho, el hoyuelo de su barbilla, la curva sensual de una boca que hacía maravillas en ciertas situaciones, la línea recta de su nariz y, por último, sus ojos con motas doradas.


Tragó saliva, sonrió y dijo:
—Te he traído los bocetos.


Paula le extendió el portafolio, lo cual causó que el bolso se le cayera del hombro y tuviera que ponerlo otra vez en su sitio. Y como Pedro no aceptó el ofrecimiento, Paula tuvo que volver a colocárselo todo


—Entra, por favor —dijo él, apartándose—. Mi apartamento está en el último piso. Podemos subir y mirarlos allí.


Ella se llevó una buena sorpresa. No se le había ocurrido que su apartamento estuviera en el mismo edificio donde trabajaba.


—Tu despacho bastará —afirmó.


La expresión de Pedro no cambió en absoluto; pero sus ojos admiraron la minifalda y las piernas de Paula, que justo entonces se recordó con las piernas separadas y sintiendo el vello de Pedro contra su suave piel.


—Me temo que no es posible. El despacho se cierra de noche y, además, he preparado algo de comer. Venga, sube. Veremos esos bocetos.


Paula no podía protestar porque habría sonado inmaduro y él habría notado su preocupación, de modo que alzó la barbilla, entró en el edificio y esperó a que Pedro cerrara la puerta y abriera camino. Cuando empezaron a subir por las escaleras, disfrutó de la visión de su trasero y pensó que los vaqueros le quedaban muy bien.


—¿También vives aquí? Eso es dedicación…


La voz profunda de Pedro resonó en la escalera con barandilla de hierro forjado.


—Fue cosa de mi padre. Quería vivir cerca del trabajo.


Paula supuso que crecer a la sombra de un hombre tan famoso e influyente como Arturo Alfonso debía de haber sido difícil para él. De haber estado en su caso, ella habría elegido cualquier otra carrera con tal de librarse de semejante destino.


—Seguro que arriba tienes buenas vistas —comentó, sin apartar los ojos de su trasero.


—Podrás comprobarlo enseguida.


—¿Tu padre sigue viniendo a Dublín? ¿O se mantiene lejos de la ciudad ahora que se ha jubilado?


Pedro rió con suavidad.


—Bueno, su concepto de estar jubilado es bastante dudoso —le confesó—. Pero no, no suele venir a Dublín.


—Si te deja a cargo de la empresa, es que confía en tu buen juicio…


—Más o menos.


Paula se preguntó si el proyecto del Pavenham era tan importante para él porque quería demostrarle algo a su padre. Pero antes de que pudiera interesarse al respecto, él abrió otra puerta y ella se encontró en un espacio abierto y enorme que parecía interminable. Obviamente, el piso de Pedro no se limitaba al edificio de estilo georgiano donde estaba su despacho.


—¿Cuántos edificios tienes?


—Tres —respondió.


Pedro se acercó a la cocina y alcanzó una botella de vino que había dejado en la encimera.


—¿Te apetece una copa? —le preguntó.


—Sí, gracias. Este sitio es impresionante…


Paula dejó el portafolios en la encimera y echó un vistazo a su alrededor.


—Lo remodelé hace un año —explicó—. El edificio contiguo salió a la venta y decidí comprarlo. En los pisos inferiores hay una escuela de diseño.


Ella pensó que se había equivocado al suponer que Pedro estaba demasiado influido por su padre. Tenía ideas y gustos propios, lo cual lo hacía aún más sexy.


—Tu padre estará muy orgulloso de lo que has hecho…


Pedro se encogió de hombros y se dispuso a descorchar la botella. Paula no podía ver su expresión ni adivinar, en consecuencia, lo que estaba pensando; pero se dijo que interpretaba muy bien el papel de hombre fuerte y silencioso.


—Todavía no ha visto la casa. Como ya he dicho, no suele venir a Dublín.


Él sirvió dos copas y le ofreció una. Cuando Paula la tomó, sus manos se rozaron un momento y sintió una descarga eléctrica tan intensa que estuvo a punto de soltar un grito ahogado. Pedro entrecerró los ojos, como si hubiera sentido lo mismo.


—Gracias.


—De nada.


Paula caminó hacia la zona del salón y contempló las fotografías y los cuadros de las paredes, casi todos de paisajes y edificios. Entre ellos, aquí y allá, había algunas instantáneas del propio Pedro; en una, estaba esquiando; en otra, navegando; e incluso había una tercera en la que aparecía a punto de saltar desde un puente, con una cuerda elástica atada a los tobillos.


Pero su sonrisa fue lo que más le llamó la atención. Sonreía en todas las imágenes, y parecía tan feliz que se giró hacia la cocina para comparar su expresión con la frialdad que demostraba en ese momento.


Cualquiera habría pensado que ella no le caía bien, lo cual le extrañó. La gente la consideraba una persona agradable; y en cuanto lo sucedido en Galway, teóricamente debía contribuir a facilitar las cosas. Además, no estaban mezclando los negocios con el placer. Paula sabía que su corta aventura con Pedro era un asunto bien diferente a su relación con Pedro Alfonso. Aquello era un trabajo, sólo eso; y Pedro Alfonso, un hombre tan influyente que una palabra suya bastaría para destruir su carrera profesional.


—¿Te dan medallas por hacer todas esas actividades, como en los boy scouts?


Él sonrió y sus ojos brillaron.


—No, pero tampoco soy un boy scout.


Pedro se acercó, miró las fotografías y añadió:
—Aunque eso ya lo sabes.


Él alzó la copa de vino y echó un trago. Ella lo admiró durante unos segundos y fue incapaz de apartar la vista de sus labios cuando se los lamió. No había olvidado lo que Pedro le podía hacer con la lengua.


—¿Te gusta el vino? —preguntó él. Paula miró la copa, la agitó y contempló el líquido


—Tiene un color profundo. Y un aroma excelente… con un fondo a zarzamora y tal vez a roble, si no me equivoco.


Pedro arqueó una ceja y echó un trago.


—Está riquísimo…


—Ya veo que no eres una especialista en vinos.


—No, desde luego que no —afirmó, sonriendo—. Sé distinguir uno bueno de uno malo, y viniendo de ti, sabía que estaría bueno. Pero para sentir su efecto, necesitaría unas cuantas ostras…


Pedro la miró con humor al oír la indirecta sobre el festival de Galway.


—Te gusta jugar con fuego, ¿eh?


—Digamos que tengo una veta perversa.


—¿Y eres tan segura como pareces?


—Intento serlo; pero para ser una persona segura, hay que ser consciente de tus propias limitaciones… y yo lo soy —declaró, encogiendo un hombro—. Me limito a esconder mis puntos débiles cuando estoy en público.


—¿Sueles utilizar tu sexualidad para manipular a clientes difíciles?


La sonrisa de Paula desapareció.


—Me estaba preguntando cuándo saldrías con ésa. Has aguantado diez minutos. No está nada mal.


—Es lo que has hecho con Mickey D., Paula.


—Porque no tenía otra elección. Me dijiste que era un cliente muy difícil y me limité a aprovechar lo que tengo. Además, sólo estaba coqueteando… no es como si le hubiera ofrecido mi cuerpo en una bandeja de plata.


—Es tan viejo que podría ser tu padre.


Paula se apartó de Pedro y caminó por la sala.


—Podría, pero no lo es… Mi madre admiraba tanto a ese músico que seguramente consideró la posibilidad de acostarse con él en su día. Pero por suerte, se enamoró de mi padre y se quedó con él. Mickey D. no habría sido un buen padre para mí.


—¿Siempre coqueteas con los clientes cuando quieres venderles un proyecto?


Paula frunció el ceño, se giró y lo miró.


—¿Qué te disgusta tanto de mí, Pedro? ¿Que sea capaz de plantarte cara? ¿O que te encuentras en desventaja profesional frente a las mujeres porque no tienes pechos y no puedes utilizarlos para ganarte el interés de tipos como Mickey?


Él apretó los dientes.


—¿Por qué piensas que me disgustas?


—Ah, no sé… —ironizó—. Tal vez, el hecho de que siempre te pones de mal humor cuando estoy contigo.


Pedro frunció el ceño.


—Reconozco que posees la habilidad innata de irritarme y de despertar mi curiosidad al mismo tiempo; pero si tienes buena memoria, recordarás que eso no fue un impedimento en Galway. No me acuesto con mujeres que me disgustan.


Paula se quedó sin palabras.


—En su momento, te dije que no quería que lo sucedido entre nosotros fuera un obstáculo para nuestro trabajo —continuó él—. Pero lo es. Y lo seguirá siendo si te empeñas en convertir el Hotel Pavenham en un mundo de seducción. Será mejor que cambies de actitud… o tendrás que afrontar las consecuencias.


Paula sintió una oleada de excitación sexual, pero también de decepción artística.


—No te gustaron mis ideas, ¿verdad? 


Pedro sonrió.


—Te equivocas, Paula, no tengo nada contra tus ideas. De hecho, si los bocetos que tienes en ese, portafolios se acercan lejanamente al discurso que nos diste ayer a Mickey a mí, estoy seguro de que nos llevaremos bien.


Ella lo miró con confusión.


—Entonces, ¿cuál es el problema?


Pedro dejó de sonreír.


—Que no puedo trabajar con alguien que se comporta como tú con los clientes. Mi empresa tiene una reputación que proteger.


—¿Te parecí poco profesional?


—No. Pero tus métodos fueron…


—¿Demasiado parecidos a los de una prostituta? —espetó.


Él frunció el ceño.


—Yo no he dicho eso.


—¿Crees que me rebajé ante Mickey y que mi asociación contigo podría dañar la imagen de tu bendita empresa?


—Tampoco he dicho que te rebajaras, así que deja de achacarme palabras que no he pronunciado —respondió—. Lo que intentaba decir, antes de que sacaras conclusiones apresuradas, es que mi empresa tiene su forma de hacer las cosas y que todo sería más fácil si me advirtieras antes de usar tus métodos… poco convencionales.


—No sé si te entiendo.


—Habría preferido no estar presente mientras te insinuabas a ese tipo. Sólo te faltó bailarle la danza de los siete velos.


Paula apretó los dientes e intentó contener su ira, pero se mantuvo en silencio.


—¿Y bien? ¿No vas a decir nada?


Ella sacudió la cabeza. Pedro había acertado al afirmar que el proyecto del Pavenham era el sueño de cualquier diseñador. 


Quería aquel trabajo. Le gustaba tanto que no había dejado de esbozar y apuntar ideas desde la mañana anterior.


—Di lo que estás pensando, Paula. Quiero saber si podemos refrescar el ambiente antes de que empecemos a trabajar.


—Puede que no quiera trabajar contigo.


—Lo dudo mucho. Recuerda que ayer estaba presente cuando…


—¡Sí! —lo interrumpió—. ¡Ya te he oído!


Él tomó aliento.


—Iba a decir que estaba allí cuando te emocionaste con el proyecto. Tu cara se iluminó. Y ésa es precisamente la pasión que necesito para el hotel.


—Siempre que no derive mi pasión hacia el cliente, claro.


—Siempre que la pasión que le derives sea puramente profesional —puntualizó él.


En ese instante preciso, Paula tuvo una revelación.


—Te puse celoso…


Él apretó los dientes y se alejó hacia la cocina. Ella lo miró con perplejidad.


El hombre perfecto, el arquitecto rico y atractivo que seguramente se podía acostar con todas las mujeres que quisiera, estaba celoso porque ella había estado coqueteando con un impresentable como Mickey D.


Si veinticuatro horas antes le hubieran insinuado esa posibilidad, le habría parecido una idea completamente estúpida. Y ahora que lo sabía, sintió deseos de empezar a bailar por toda la habitación.


Pero naturalmente, se contuvo. Ya había decidido que no quería mezclar los negocios con el placer.


—No lo entiendo, Pedro. ¿Por qué sentiste celos? Tú y yo no mantenemos una relación.


—No, no la mantenemos —declaró él, tajante—. Pero si no te importa, me gustaría seguir creyendo que aquella noche en Galway fue especial para los dos y que no sueles tener aventuras parecidas todos los días.


Ella asintió.


—No, claro que no. Tú fuiste el primer hombre con el que tuve una aventura —se burló—. Felicidades, Pedro.


Él la miró con tanta intensidad y tanta energía que ella se pasó la lengua por los labios.


—Pero es cierto que fue una noche especial —añadió.


—Lo fue.


Paula respiró a fondo y soltó el aire. Sus senos subieron y bajaron al hacerlo y sus pezones se pusieron súbitamente sensibles con el roce del sostén.


—Sin embargo, ni mantenemos una relación ni yo quiero mantenerla. Sólo tengo veintisiete años y quiero concentrar mis energías en el trabajo. No tengo tiempo para relaciones serias.


—Lo sé. A mí me ocurre lo mismo —dijo él, sonriendo—. Y no soy mucho mayor que tú.


Ella inclinó la cabeza y lo miró durante unos segundos antes de hablar.


—Entonces, si no vamos a mantener una relación sexual increíblemente apasionada, tus celos carecen de sentido. ¿No te parece?


Él entrecerró los ojos, sin dejar de sonreír. Pedro no había admitido que su actitud con Mickey D. lo hubiera puesto celoso, pero tampoco lo había negado. Y por la tensión que se palpaba en el ambiente, ella no era la única que estaba excitada.


Por desgracia, esta vez no podía justificarse con el efecto supuestamente afrodisíaco de las ostras.


—Muy bien, perfecto.


Pedro alcanzó una zanahoria, se la llevó a la boca y la mordió. Al ver que Paula se acercaba a la encimera, se cruzó de brazos, la miró con desconfianza y dijo:
—¿Se puede saber qué vas a hacer?


—Nada, sólo es un experimento.


Paula le pasó los brazos alrededor del cuello, se puso de puntillas y lo besó.