miércoles, 8 de febrero de 2017
SEDUCCIÓN: CAPITULO 8
Bufando y mesándose los cabellos, Pedro se paseó por la habitación. ¿Qué demonios había pasado? ¿Por qué demonios la había invitado a dormir en su casa? ¿Qué habría hecho si ella hubiera aceptado su ridícula proposición? Y era ridícula, se mirase como se mirara. Paula estaba enamorada de un sinvergüenza que llevaba meses tomándole el pelo, o quizá años, y ella había decidido dejarle porque ese hombre no quería una relación con ataduras.
¿Y qué había hecho él?, se preguntó Pedro a sí mismo. Le había ofrecido exactamente lo mismo. No era de extrañar que Paula se hubiera puesto furiosa.
Pedro se acercó a la ventana. El amanecer de un nuevo día.
Después de romper con Ana, su madre le había dicho que ella veía cada día como un comienzo en su vida; el pasado, con sus equivocaciones, era inalterable; el presente y el futuro eran territorio virgen para hacer lo que uno quisiera. Él le había agradecido el esfuerzo por ayudarle, pero estaba tan lleno de ira y amargura que había rechazado esas ideas procedentes de una persona que jamás, en su opinión, había tenido un contratiempo. Por supuesto, había sido un arrogante. Quizá siguiera siéndolo. A Paula debía parecérselo.
Sonriendo burlonamente, se alejó de la ventana y miró en torno a la habitación, que había hecho decorar, al igual que el resto de la casa, al comprarla. Era una estancia decorada en colores café y crema, sin muchos adornos, pero lujosa.
Tal y como a él le gustaba. Y también le gustaba su vida.
Pedro se pasó una mano por el rostro. Al menos, le había gustado su vida hasta hacía doce meses, cuando entró en la empresa de su padre y una pelirroja de dulce sonrisa le saludó. Doce meses. Doce meses de preocupantes sueños, de salir con mujeres con las que no quería salir, pero que le proporcionaban una distracción y alivio sexual.
Sacudió la cabeza y comenzó a pasearse de nuevo. Visto así, no podía negar que había utilizado a esas mujeres; pero, por otra parte, ellas habían aceptado sus condiciones.
Sin embargo, con Paula no podía haber condiciones. Desde el primer momento, sabía que Paula era una mujer para toda la vida. Con lo que él no había contado era con lo difícil que le iba a resultar dejar que desapareciera de su vida ni con que estuviera desesperadamente enamorada de otro hombre.
¿Estaba celoso?
Sí, claro que lo estaba.
Después de lanzar una maldición, Pedro se golpeó la palma de la mano con el puño de la otra. Tenía que controlar sus sentimientos, casi no podía reconocerse a sí mismo. Lo mejor que podía hacer era dejarla marchar y seguir con su vida. «Ojos que no ven, corazón que no siente».
Algo dentro de su cuerpo se retorció y respondió a esa sensación con un gruñido. Estaba harto. Necesitaba un poco de aire fresco con el fin de despejarse la cabeza. No lograba razonar con lógica y la lógica siempre le había ayudado, hasta ese momento.
Fuera de la casa, sin distracciones, podría pensar.
Pedro respiró profundamente y trató de relajarse antes de mirar el reloj. Todavía faltaban un par de horas hasta que tuviera que despertarla. Para entonces, ya habría recuperado el sentido.
Se vistió sin molestarse en ducharse y, sigilosamente, salió de la habitación y bajó las escaleras. Una vez en el jardín, se detuvo. Había pensado en dar un paseo, pero le serviría igual sentarse.
Inhaló el perfumado aire de la mañana y caminó hacia un banco de madera al lado del muro de piedra que rodeaba la propiedad. Desde donde estaba se veía perfectamente la casa, bañada por la luz matutina. De repente, se dio cuenta de que aquel lugar, tanto la casa como el jardín y el campo que la rodeaba, era un lugar del que emanaba un sentido de permanencia.
¿Había sido ésa, subconscientemente, la razón por la que aquella propiedad le había atraído desde el primer momento que la vio?
Pedro frunció el ceño, no le gustaba la idea. No encajaba con la idea que tenía de sí mismo. Al igual que todo lo que le había ocurrido durante las últimas veinticuatro horas, le preocupó.
Poco a poco, sus pensamientos se fueron ordenando. El cielo se aclaró más, los pájaros le regalaron sus cantos y las flores perfumaban el aire.
Hacía fresco, pero él continuó sentado donde estaba, sin moverse, durante un largo tiempo.
La amaba. Hacía meses que se había enamorado de ella, pero se había negado a reconocerlo porque era lo último que quería que le ocurriera. Y ahora ya daba igual porque Paula, la tierna y dulce Paula, estaba enamorada de otro hombre.
Qué ironía de la vida.
Una hora más tarde, Pedro se levantó del banco y, con paso mesurado, volvió a la casa.
SEDUCCIÓN: CAPITULO 7
Paula, por fin, se dio cuenta de que el ruido que creía oír en sueños era real. Se incorporó en la cama quedándose sentada y aguzó el oído.
Los cachorros.
Encendió la lámpara de la mesilla de noche y miró el reloj.
Las tres y media.
Tras lanzar un suspiro, agarró el albornoz que había encontrado colgado de un gancho de la puerta del cuarto de baño antes de acostarse, se lo puso y fue a ver qué les pasaba a las perritas.
Los cachorros la recibieron con entusiasmo, tropezándose unos contra otros en su carrera por acercarse a ella. Riendo a pesar de lo cansada que estaba, les cambió el papel de periódico y les puso más comida, que inmediatamente desapareció.
—Teníais hambre, ¿eh? —comentó mientras las observaba.
La más pequeña de las perritas se acercó a ella, comenzó a mordisquearle los dedos de los pies descalzos y, al momento, tenía a su alrededor a las otras tres.
—Queréis caricias, ¿verdad? —sentándose en el suelo, Paula permitió a los cuatro cachorros subirse a su regazo—. Supongo que echáis de menos a vuestra madre. Quién sabe lo que os habría pasado si Pedro no hubiera visto la caja.
—Son las cuatro menos diez.
La voz de Pedro la hizo volver la cabeza hacia la puerta. Lo encontró apoyado en la pared y no sabía cuánto tiempo había estado observándola.
—Sí, lo sé —respondió ella, sintiendo la garganta seca. Pedro llevaba un pantalón de pijama oscuro y una bata de algodón sin atar. Su musculoso pecho estaba cubierto de vello negro y llevaba los cabellos revueltos. Estaba… magnífico—. Me han despertado los cachorros. Estaban aullando y tenían hambre.
—No deberías haberles hecho caso.
—No he podido evitarlo —la virilidad de ese hombre a unos metros de ella le recordó que no llevaba nada debajo del albornoz—. Además, tú también has bajado.
—Sí, es verdad.
Paula notó que Pedro la estaba mirando sin disimulo.
Cuando el más pequeño de los cachorros intentó colarse por el escote del albornoz, apresuradamente, Paula se quitó a las perritas de encima y se ató el cinturón de con fuerza.
Poniéndose en pie con cuidado, dijo nerviosamente:
—Siento haberte despertado.
—No lo has hecho.
Bajando la cabeza, Paula se ciñó aún más el cinturón.
—¿Te apetece una taza de té? —preguntó ella sin saber por qué.
Pedro tardó en contestar unos segundos.
—Sólo si va acompañada de una tostada. Estoy muerto de hambre.
Ella también tenía hambre, pero no de tostadas.
Tres de los cachorros se habían quedado dormidos, pero el más pequeño empezó a arañar los maderos y a gemir. Paula se acercó y tomó a la perrita en sus brazos; inmediatamente, el pequeño animal se acurrucó y cerró los ojos.
—¿Qué pasa? —dijo Paula mirando a Pedro con gesto desafiante—. La pobrecilla necesita unas caricias después de todo lo que ha pasado.
—¿Vas a mimar así a tus hijos cuando los tengas? —murmuró él con voz ronca.
—Si te refieres a si voy a abrazarlos y a acariciarlos, por supuesto que sí.
Aunque nunca tendría hijos porque nunca se casaría con Pedro.
Una vez en la cocina, con la perrita pegada a su pecho, Paula se quedó de pie, sin sentarse en el taburete, mientras observaba a Pedro llenar la tetera y poner dos rebanadas de pan en el tostador.
—¿Te importa que vaya al cuarto de estar? —preguntó ella—. Se me están quedando los pies fríos de pisar en las baldosas.
—Adelante. Llevaré ahí el té y las tostadas.
La mandíbula de Pedro mostraba una barba incipiente, su aspecto se distanciaba mucho del frío y bien arreglado hombre que aparecía en la oficina por las mañanas. Y era mucho más peligroso.
Paula se dirigió al cuarto de estar y eligió un cómodo sillón para sentarse sobre sus piernas tras asegurarse de que la bata se las tapaba.
¿Cómo era que estaba allí, así, prácticamente desnuda, a las cuatro de la mañana en casa de Pedro?
Al cabo de unos minutos, oyó los pasos de él y plasmó en su rostro una sonrisa. Pedro apareció con una bandeja en la que había dos tazas de té humeante, un plato grande con unas tostadas, mantequilla y mermelada.
—Vaya, no has perdido el tiempo —comentó ella en tono ligero, pensando lo injusto que era que los hombres pudieran estar tan guapos desarreglados y las mujeres no.
Al menos, Pedro estaba guapísimo. No sabía si les ocurría a otros hombres porque jamás había pasado la noche con ninguno.
—Hace ya mucho que cenamos —Pedro le sonrió traviesamente al tiempo que dejaba la bandeja y señalaba al cachorro que ella tenía en sus brazos—. Creo que te ha adoptado. Esa perrita es muy lista.
Paula enrojeció visiblemente. Era una estupidez reaccionar así a la cálida voz de Pedro, pero no podía evitarlo, a pesar de saber que ése no era más que Pedro y sus típicos coqueteos. Para él no significaban nada.
Haciendo acopio de todo el autocontrol que poseía, Paula dijo en tono claro:
—De lista nada. Me marcho este fin de semana y, desde luego, no tengo intención de que me acompañe un cachorro.
Pedro le dio la taza de té y le ofreció el plato con tostadas.
Ella agarró una media tostada, cortada en un triángulo, no porque tuviera hambre sino por tener algo que hacer. Se sentía más vulnerable que nunca.
—¿Estás segura de querer marcharte? —preguntó él tras unos segundos.
«¿Querer marcharme?» No, claro que no, nunca había querido marcharse, pero no le quedaba más remedio.
—Por supuesto —respondió ella con firmeza mirándole fijamente a los ojos—. Creo que ya hemos hablado de ello durante la cena.
Pedro asintió.
—Pero no me has convencido del todo.
—Creía que había dejado muy claro que tengo que marcharme de Yorkshire.
—Que tengas que marcharte no significa que quieras marcharte —respondió Pedro lanzándole una mirada cargada de sentido—. No vas a ser feliz en Londres.
—Muchas gracias. Vaya un amigo —dijo ella con sarcasmo.
—Tú misma me has dicho que yo no soy tu amigo —contestó él con mirada burlona—. ¿Qué soy exactamente para ti, Paula? ¿Cómo me ves?
A Paula no le gustó el giro que empezaba a tomar la conversación. Pedro estaba jugando con ella, quizá sólo por pasar el tiempo.
Luchando por mantener la compostura, Paula respiró profundamente y alzó la cabeza. Luego, esbozó una falsa sonrisa.
—Eres el hijo de mi jefe.
—De tu ex jefe —le corrigió Pedro—. Está bien, ¿qué más?
—Eres un buen profesional, inteligente y con experiencia.
—Gracias —respondió Pedro en tono serio—. ¿Qué más?
—¿Es que tiene que haber algo más?
—Eso espero —Pedro se la quedó mirando unos momentos—. Cómo hombre, como persona… ¿te gusto?
—No deberías sentir la necesidad de preguntarme eso, hemos trabajado juntos durante un año —dijo Paula con voz débil.
—A eso es precisamente a lo que me refiero. Y yo pensaba que éramos amigos. Tú, por el contrario, no piensas lo mismo. Así que estoy empezando a creer que no te conozco, que no conozco a la verdadera Paula. Es más, estoy convencido de ello. Por ejemplo, no sabía que tenías un amante.
Los ojos de Pedro estaban clavados en ella, y respondió fríamente.
—Perdona si me equivoco, Pedro, pero no recuerdo que tú me hayas contado nada de tu vida privada. Por el contrario, tú sabes muchas cosas sobre mi familia, mis amigos…
—Evidentemente, no respecto a todos.
Ignorando el comentario, Paula continuó:
—Mi infancia, mi juventud, mi época en la universidad… Hemos hablado de todas esas cosas. Sin embargo, tú te has mostrado muy reservado.
Se hizo un tenso silencio.
—Sí, cierto —respondió Pedro con voz extraña—. Sin embargo, esta noche te he hablado de Ana, cosa que no he hecho con nadie más; a parte de con mis padres antes de marcharme del país, claro está. ¿Es que eso no cuenta?
Paula bajó los ojos y los clavó en la tostada que tenía en la mano. El corazón le dio un vuelco.
—No he querido decir que esperaba que me hablaras de tu vida privada, Pedro, sólo he dejado claro que, durante el año que llevamos trabajando juntos, nunca lo habías hecho.
—Sí, lo sé.
Se hizo un prolongado silencio. La perrita que tenía en brazos cambió de postura y Paula comenzó a acariciarla.
—Así que no puedo convencerte de que no te vayas, ¿eh?
La voz de Pedro había sonado ronca y Paula, al alzar los ojos a él, vio que su expresión se había tornado sombría.
—No, no puedes. No es posible, Pedro. Ya está todo arreglado. Además, el sábado tengo que dejar mi piso, ni siquiera tendría donde ir.
—Podrías utilizar mi habitación de invitados hasta que encontraras otra cosa.
Algo en la mirada de Pedro la hizo sentirse casi mareada y débil.
—Tengo un trabajo y un piso en Londres. No puedo desairar a la gente que está contando conmigo. Además, no ha cambiado nada respecto al motivo por el que he decidido marcharme.
—No estaba dormido aún cuando te he oído bajar —dijo él de repente.
Paula sintió la garganta seca y bebió un sorbo de té antes de decir:
—Tenía miedo de haberte despertado —comentó ella sin saber por qué.
Pedro pareció darse cuenta.
—¿No te interesa saber por qué?
Paula no podía contestar y él aprovechó su vacilación para añadir:
—No podía dormirme sabiendo que tú estabas un par de habitaciones más allá de la mía.
—Lo siento.
—Me gustas, Paula.
La atmósfera pareció cargada de electricidad.
Paula no podía hablar, sus ojos fijos en la perrita que tenía en los brazos.
—Esta noche me he dado cuenta de que no quiero que te marches de Yorkshire.
Haciendo acopio de valor, Paula alzó el rostro y le miró a los ojos. Tenía que poner punto final a esa situación. Sabía que debía alejarse de Pedro antes de que él acabara por destrozarla del todo. Antes o después, sabía que Pedro se cansaría de ella.
—No me interesan las relaciones de una noche, Pedro—declaró Paula con seriedad.
—No estaba pensando en una noche.
—Sí, claro que sí —Paula se humedeció los labios con la lengua—. Quizá no una sino unas cuantas; pero, fundamentalmente, para ti sólo sería una aventura más, algo pasajero. Tú mismo me has dicho que eso es lo único que puedes ofrecerle a una mujer.
Paula vio una chispa de cólera en los ojos grises de Pedro.
—Es verdad que no me veo dentro de la típica escena doméstica, pero no soy tan despegado como tú me pintas. Me gustaría demostrarte que puedes divertirte y ser feliz sin ese hombre, aunque sólo sea eso.
—¡Qué noble por tu parte! —exclamó ella furiosa—. Gracias, pero no.
—Me parece que no me has entendido.
—Sí, claro que te he entendido —de no haber tenido a la perrita en los brazos le habría tirado el té a la cara—. Te he entendido perfectamente, Pedro. Como eres tan bueno, estarías dispuesto a acostarte conmigo un par de veces; por compasión, claro. ¿Me equivoco?
—No sé qué demonios te pasa —dijo él.
—¿A mí? ¿Qué no sabes qué me pasa a mí? Pedro, si lo único que yo quisiera fuera sexo, podría conseguirlo en cualquier parte. No estoy tan desesperada, por si no lo sabes. Para mí no es sólo una cuestión física, sino psíquica también.
—Lo sé —Pedro la miró echando chispas por los ojos—. Lo sé perfectamente, Paula. Pero nos llevamos bien y no creo que me encuentres repulsivo, ¿me equivoco?
—Pedro, estoy segura de que un noventa y nueve por ciento de mujeres aceptarían tu oferta sin pensarlo, pero yo soy parte del uno por ciento que no. ¿Podríamos dejarlo ahí?
—Estás decidida a que ese hombre te destroce la vida, ¿verdad? A que te obligue a dejar tu hogar, a tus amigos, tus raíces… Y no me digas que quieres marcharte porque los dos sabemos que no es verdad. Estás huyendo y me parece una cobardía
—¿Y tú? —le retó ella—. Tú has permitido que Ana te haya convertido en la persona que no eras. Por supuesto, puedes decir todo lo que quieras sobre eso de que la vida nos cambia y demás, pero a mí me parece una hipocresía por tu parte que me digas que estoy permitiendo que un hombre me destroce la vida. Porque deja que te diga una cosa, Pedro, no estoy dispuesta a que nadie me destroce la vida; sin embargo, creo que a ti sí te han destrozado la tuya. Te has convertido en un hombre egoísta y superficial, sin nada que ofrecer a una mujer a excepción de tu compañía en la cama. Y eso no es suficiente para mí.
Paula se calló, consciente de que había ido más lejos de lo que había sido su intención.
Se hizo un prolongado silencio hasta que la voz de Pedro lo quebró.
—Bien, entiendo que tu respuesta es no —dijo él con acritud.
Sus miradas se cruzaron, pero Paula no pudo interpretar la de él. El rostro de Pedro se había convertido en una máscara.
—Lo siento, no debería haberte dicho lo que te he dicho, pero me has presionado demasiado.
—Sí, ha sido culpa mía —Pedro asintió—. No sabía que tuvieras tan mala opinión de mí.
Paula le vio alargar la mano para agarrar otro trozo de tostada, como si no le diera importancia a lo que creía que ella opinaba de él.
Despacio, Paula bebió un sorbo de té. Estaba frío, igual que su corazón.
—Mi opinión se basa en la imagen que das —dijo ella con voz temblorosa.
Pedro pareció considerar sus palabras unos momentos mientras se recostaba en el respaldo del sillón. Después de un rato de silencio, Paula suspiró para sí. Le había ofendido, pero no podía seguir soportando aquel silencio.
Paula abrió la boca para hablar, pero fue un segundo después que él.
—Esa imagen no me representa completamente —declaró Pedro.
Paula lo sabía. El hombre al que amaba era un ser humano muy complicado. Era enigmático y frío, gracioso y cálido.
La primera vez que ella reconoció que se había enamorado perdidamente de él fue cuando descubrió que Pedro había pagado de su bolsillo el alquiler que uno de sus empleados debía. El empleado en cuestión tenía problemas de drogas y Pedro le había despedido después de cinco meses en los que dicho empleado sólo había ido a trabajar un día a la semana. Cuando la esposa de ese hombre se presentó en el trabajo con la esperanza de encontrarle, se descubrió que él había frecuentado su casa menos aún que el trabajo. Pedro había llevado a la mujer a su casa y descubrió que además la pareja tenía tres hijos. Había pagado el alquiler que debían, le dio trabajo a la mujer en su empresa y también buscó una guardería para los niños, que también pagó él.
Paula se mordió los labios, intentando contener las lágrimas que amenazaban con aflorar a sus ojos.
—Estoy de acuerdo, Pedro, pero tienes que entender por qué he dicho lo que he dicho. En lo que respecta a los asuntos del corazón, por llamarlo de alguna manera, tú y yo somos completamente distintos —al menos, eso era verdad—. Yo no podría acostarme con alguien así, sin más, sin que hubiera amor.
Pedro asintió.
—Me gustaría saber quién es para decirle lo imbécil que es —dijo Pedro en tono apenas audible.
Paula tragó saliva.
—He sido una tonta. Sabía lo que iba a pasar, pero no he podido evitarlo. Creo que nunca podré superarlo. Por eso es por lo que tengo que irme. No quiero convertirme en alguien que no se gusta a sí misma.
—Le quieres mucho, ¿verdad?
—Sí, así es.
—La vida, a veces, es muy dura.
La vida le había ido bien hasta que apareció Pedro. El cachorrillo que tenía en los brazos comenzó a moverse.
—Creo que voy a llevarla con sus hermanas —Paula se puso en pie.
Por las ventanas vio que empezaba a amanecer. Parecía que iba a ser un hermoso día de primavera.
Después de dejar a la perrita con las otras, Paula salió del cuarto de lavar y se acercó a la cocina, donde Pedro la estaba esperando.
—Aún podemos dormir una hora antes de que suene el despertador —dijo Pedro con una media sonrisa.
—No tengo despertador —dijo ella.
—Llamaré a la puerta para despertarte, no te preocupes.
Cuando llegaron al piso de arriba, Pedro se detuvo delante de la puerta de la habitación de ella y dijo:
—Paula, no ha sido mi intención herir tus sentimientos.
—No te preocupes, no lo has hecho.
—Y no eres una cobarde, sino todo lo contrario —Pedro se aclaró la garganta—. Quiero que sepas que, en cualquier momento que necesites un amigo, aquí me tienes, ¿de acuerdo? Siempre estaré disponible para ti.
Pedro se dio media vuelta y fue a su habitación tras esas palabras.
Cuando Paula se encontró dentro de su habitación y con la puerta cerrada, lanzó un quebrado suspiro. Después, dando rienda suelta al llanto, se acostó.
Se quedó dormida al minuto, con el rostro bañado en lágrimas y extenuada.
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