martes, 7 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 4




¿Qué le ocurría? ¿Por qué le había desafiado de esa manera?, se preguntó Paula mirándose al espejo del baño.


Pero lo sabía. Pedro la había provocado con su actitud, desatando su genio. Cuando sus hermanas y ella eran pequeñas, su padre no había dejado de advertirles que pensaran antes de hablar; a veces, lamentándose de ser el único hombre en una casa con cuatro mujeres.


¿Qué Pedro la había creído una mujer hogareña? ¡Cómo se podía ser tan paternalista! ¿Por qué no iba ella a poder perseguir una carrera profesional?


De repente, su cólera se evaporó y los ojos se le llenaron de lágrimas. Ella tenía la culpa de todo. No debería haber aceptado la invitación a cenar.


Cuando volvió al comedor, se quedó sin respiración al volver a verle. Pero claro, eso le ocurría siempre, debería haberse acostumbrado.


Llegó a la mesa justo en el momento en que la camarera se presentó con los segundos platos. Una suerte. Así podría concentrarse en la comida, pensó mientras se deslizaba en el asiento y le devolvía la sonrisa a Pedro. Y también era una suerte que él estuviera sonriendo. Le había parecido que estaba irritado con ella y no podía echárselo en cara.


—¿Más vino? —Pedro ya le estaba llenando el vaso y ella no protestó, a pesar de que el vino podía hacerla decir o hacer alguna tontería.


Tras ordenarse a sí misma mantener la calma, bebió un pequeño sorbo de vino y después probó los tagliatelle. 


Estaban deliciosos. Eran los mejores que había comido en su vida y se lanzó al ataque de aquel extraordinario plato.


Cuando acabó el segundo plato, Paula había descubierto que podía reír con ganas a pesar de tener el corazón casi destrozado. Pedro parecía empeñado en demostrarle que podía ser el compañero perfecto en una cena, a pesar de la pequeña discusión de antes, y no había dejado de contarle anécdota tras anécdota, mostrando el agudo ingenio que, entre otras cosas, le había atraído de él desde su primer encuentro. En aquel tiempo, ella había intentado por todos los medios que Pedro se fijara en ella como mujer; ahora, por fin, ya no tenía ese problema. Pedro la consideraba una amiga, sólo una amiga, y ella hacía ya tiempo que lo había aceptado.


Paula eligió de postre merengue de pistacho con frutas silvestres. También estaba excelente. Después de aquella cena, no iba a comer en una semana y eso fue lo que dijo cuando acabó el merengue.


Pedro sonrió traviesamente.


—Me alegro de que te haya gustado. De haberlo sabido, te habría traído aquí antes.


De haber sabido… ¿qué? Ya, lo entendía.


—Y yo me alegro de que no lo hayas hecho o pesaría diez kilos más.


—Podrías haberles dado más paseos a los perros de tus padres —respondió él.


—Eso lo dices porque tú no has tenido que hacer régimen nunca.


¿Y por qué iba a tener que hacer régimen? Pedro era perfecto.


—¿Haces dieta?


Paula asintió.


—Mis hermanas son como mi padre, que es alto y atlético. Yo, por el contrario, he salido a mi madre. Nos pasamos la vida poniéndonos a dieta y dejándola. Mi madre le echa la culpa a mi padre cuando rompe el régimen, dice que no la ayuda que a él le guste así, lo que mi padre llama una mujer «a la que uno se pueda agarrar».


—Estoy totalmente de acuerdo con tu padre.


Paula sonrió burlonamente.


—Lo digo en serio —insistió Pedro.


¡Ya, en serio! Cambiando de conversación intencionadamente, Paula dijo:
—Gracias por la cena, Pedro, ha sido estupenda. Lo he pasado realmente bien. Ha sido una forma muy bonita de despedirme de Alfonso & Son.


Pedro se quedó meditabundo unos momentos.


—Va a resultar muy extraño ir a trabajar y no verte allí.


Paula forzó una sonrisa.


—Estoy segura de que en Susana encontrarás una sustituía perfecta. Se la ve con muchas ganas de complacer.


—Supongo que sí.


Pedro no parecía completamente convencido y ella sintió una súbita alegría antes de recordarse que eso no significaba nada. Si no era Susana, sería otra.


—Todo irá bien, ya lo verás. Da tiempo al tiempo —dijo ella.


—Creo que los dos sabemos que eso no es siempre verdad —comentó él con cinismo antes de aclararse la garganta y mirarla directamente a los ojos—. Escucha, ya sé que no es asunto mío y que puede que me digas que no me meta en tu vida y con razón, pero… ¿qué te vayas de Yorkshire tiene que ver con algún asunto personal?


Paula le devolvió la mirada sin contestar.


—Sabes a lo que me refiero: a un hombre —continuó Pedro—. ¿Has sufrido alguna desilusión amorosa o algo así?  Porque, de ser así, huir no creo que vaya a solucionar nada.


Presa del pánico, Paula abrió la boca para negarlo, pero rápidamente recuperó la razón. Pedro no sabía que ese hombre era él y, por otro lado, confirmar la sospecha de Pedro podría ayudarla a ella. Por una parte, Pedro tendría que aceptar que ella tenía un verdadero motivo para marcharse y, segundo, explicaría su desgana a volverse a ver en el futuro.


—Tengo razón, ¿verdad? Un hombre te ha dejado.


Pero después de la conversación que habían tenido antes, Paula no quería que él pensara que un hombre la había dejado tirada como si se tratara de un trapo viejo.


—No es lo que piensas. Yo tomé la decisión de terminar la relación y marcharme.


Los ojos de Pedro empequeñecieron. Paula reconoció esa expresión, la misma que adoptaba cuando no aceptaba una negativa en un asunto de negocios. Era esa tenacidad la que había hecho más fuerte a la empresa de su padre. Una virtud en los negocios, pero no quería ser ella el objeto de análisis de Pedro.


—La relación no iba a ninguna parte, eso es todo —se apresuró a decir Paula.


—¿Qué quieres decir con que no iba a ninguna parte? Es evidente que estás lo suficientemente disgustada como para haber decidido abandonar a tu familia y a tus amigos, dejar toda tu vida —declaró él en tono excesivamente dramático—. No está casado, ¿verdad?


—¿Qué? —fue un alivio poder utilizar la indignación como excusa—. Jamás tendría una relación con el marido de otra mujer.


—No, claro, perdona. Pero, en ese caso, ¿qué es lo que ha pasado?


Paula se preguntó si no debería decirle que no se metiera en sus asuntos. Pero no podía hacerle eso, era Pedro.


—Nada extraordinario, algo muy común —respondió Paula en tono casual—. A él le gustaban las cosas tal como estaban y yo quería más.


Pedro pareció sorprendido.


—¿Sabía que le querías?


Paula se encogió de hombros.


—Eso no tiene importancia. Lo importante es que los dos teníamos un proyecto de futuro diferente, eso es todo. Yo quería casarme y él no. Es más, creo que él nunca se casará.


Pedro se la quedó mirando fijamente, sus cejas casi se juntaron.


—En otras palabras, te ha engañado, ¿no?


—No, no me ha engañado —respondió Paula con severidad—. Desde el principio fue sincero conmigo. Supongo que yo… esperaba que cambiara.


Y siempre lo había hecho, desde el momento que clavó los ojos en él por primera vez.


—Eres demasiado generosa. Él debía saber la clase de chica que eres.


Paula ya no podía más. Bajando la voz, dijo:
—Por favor, Pedro, ¿te importaría que habláramos de otra cosa?


Él abrió la boca para protestar, pero la camarera se presentó en ese momento con los cafés. Pedro esperó a que se marchara; entonces, en tono paciente, dijo:
—Créeme, Paula, conozco a esa clase de hombres. No te merece.


—¿En serio? —dijo ella en tono burlón—. ¿Cómo puedes saberlo sin conocerlo?


—Como acabo de decir, conozco a esa clase de hombres. Escucha, yo no digo que esté mal que no quiera casarse, a mí me pasa lo mismo. Sin embargo, yo jamás saldría con una mujer cuyo sueño es precisamente ése. Y ahí está la diferencia.


Sin duda, Pedro era el hombre más arrogante del mundo.


—¿Cómo puedes saber si una mujer quiere casarse o sólo un revolcón? —preguntó ella con descaro.


Pedro la miró con perplejidad.


—Bueno, no estoy hablando de revolcones —dijo él con voz tensa—. Soy un hombre, no un animal. Jamás he poseído a una mujer por el simple hecho de que se haya puesto a mi disposición.


Paula lo miró con intencionada inocencia en los ojos.


—Así que… ¿antes de acostarte con una mujer tienes que conocerla, ver si te estimula tanto mental como físicamente? ¿Y te aseguras de que su punto de vista respecto al amor sea igual que el tuyo?


Pedro la miró fijamente, no parecía seguro de si ella le estaba tomando el pelo o no. Después de unos segundos, sus ojos brillaron antes de decir:
—Hablas como si todo fuera muy frío.


—¿Quizá porque lo es? —sugirió Paula con fingida dulzura.


—Yo estoy hablando de sinceridad. Y si el hombre con el que has estado fuera sincero, tú no estarías en la posición en la que te encuentras —declaró Pedro con firmeza.


—Estamos hablando de amor, atracción y deseo, Pedro, y eso es muy difícil de controlar —contestó Paula, satisfecha de haberle asestado un golpe—. Estamos hablando de algo espontáneo, algo que ocurre sin que tú quieras que ocurra necesariamente y que te toma por sorpresa. Algo que te supera y te hace perder la razón y el sentido común.


Pedro se cruzó de brazos, se recostó en el respaldo de la silla y la miró detenidamente.


—Eso puede ocurrir. Y cuando las cosas son así, salen mal inevitablemente.


—Claro que…


—¿Eso es lo que te ha pasado con ese hombre? —replicó él, interrumpiéndola—. ¿Te enamoraste de él locamente?


Paula titubeó y Pedro se aprovechó de ello al instante.


—¿Lo ves? —dijo él con satisfacción.


—Lo que veo es que tu actitud es una excusa maravillosa para hacer lo que quieres sin miedo a represalias.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro con indignación.


Negándose a que él la intimidara, Paula le devolvió la mirada sin parpadear.


Pedro, eres un aprovechado y lo sabes. Puedes salir con una mujer y acostarte con ella todas las veces que quieras; y luego, cuando te has cansado de ella y la dejas, lo haces con una sonrisa y un «ya te había dicho que no podías esperar nada de mí». Pues bien, a mí eso me parece repugnante.


—¿Repugnante?


Si las circunstancias hubieran sido diferentes, Paula se habría echado a reír al ver la cara de indignación de Pedro


Curiosamente, su enfado la hacía sentirse más tranquila.


—Sí, repugnante —repitió ella con firmeza—. Y no me digas que ninguna de tus amigas se ha enamorado de ti porque, a pesar de que muchos lo nieguen, el sexo significa más para una mujer que para un hombre desde el punto de vista emocional. Sólo considerando el aspecto mecánico, la mujer permite…


Paula se interrumpió bruscamente al ver la expresión de sorna de Pedro.


—¿Sí? ¿Decías? —le instó Pedro.


—Lo que estaba diciendo es que una mujer permite que un hombre penetre su cuerpo —continuó Paula con valentía, preguntándose por qué demonios le estaba dando a Pedro una lección de biología—. Pero en lo que al hombre se refiere…


—¿Es posesión?


Ignorando el calor que sentía en las mejillas, Paula asintió.


—Exactamente.


—¿Y crees que los hombres son incapaces de sentir algo más que satisfacción física?


—Yo no he dicho eso. Pero es diferente.


—Pues viva la diferencia.


Paula, con dignidad, dijo:
—Siento que pueda parecerte antigua, pero yo creo que el amor debería formar parte del sexo, ocurra lo que ocurra después. Y, por supuesto, sé que, en lo que al amor se refiere, nunca puede haber garantías. No vivo en las nubes, por si no lo sabías.


Pedro se la quedó mirando unos segundos.


—No me estaba riendo de ti, Paula.


¡Ya!


—De hecho, quizá en el pasado yo pensara lo mismo que tú, pero… En fin, la gente cambia. La vida cambia a la gente.


Paula no dijo nada. Le había sorprendido el comentario de Pedro al igual que el cambio en su expresión.


—Supongo que me he convertido en una persona independiente y autosuficiente. Me gusta la vida que llevo y, en el mejor de los casos, compartirla con otra persona me resultaría inconveniente; en el peor de los casos, sería una verdadera pesadilla.


Pedro deseó no haber empezado aquella conversación.


—Eres una persona muy cínica.


—¿Me consideras cínico?


Ella asintió.


—No sólo por lo que has dicho esta noche, sino por lo que he podido ver en ti durante este año. No sé, Pedro, pero me pregunto si realmente te gustan las mujeres.


Pedro tardó unos segundos en reaccionar. Después, dijo con voz queda:
—Te aseguro que no tengo otro tipo de inclinaciones.


—No, yo no quería decir… Yo sé que tú no…


Pedro interrumpió su balbuceo con una sonrisa burlona.


—Sé lo que has querido decir, Paula. Sólo estaba haciéndote pagar por lo que has dicho.


—Ah —a veces, la sinceridad de Pedro era un arma mortal.


—Porque tienes razón. Soy un cínico en lo que a las mujeres se refiere.


¿Por qué le resultaba tan deprimente que Pedro le diera la razón? Ocultando sus sentimientos, Paula asintió.


—¿Una mala experiencia en tu juventud?


Pedro la sorprendió. Asintiendo, él se inclinó hacia delante.


—Se llamaba Ana y fue una relación apasionada. Al principio, estábamos locos el uno por el otro; pero éramos jóvenes, yo acababa de licenciarme cuando nos conocimos. Creía que iba a durar toda la vida, nos hicimos promesas… en fin, ya sabes. Pero después de un año, mis sentimientos hacia ella empezaron a cambiar. Seguía queriéndola, pero ya no estaba enamorado. La chispa había desaparecido.


—¿Y Ana?


—Ella decía que seguía queriéndome con todo su corazón. Y entonces ocurrió que cayó enferma, un cáncer. Pero luego resultó ser mentira. Descubrí que me había mentido después de casarnos. Una de sus amigas, un día que estaba borracha, me lo dijo. Le parecía muy divertido. Al parecer, todo había sido una broma.


—Lo siento —y era verdad.


—Ana me había dicho que sólo le quedaban unos meses de vida y que quería pasarlos conmigo, casados. Pero resultó que estaba tan sana como la que más.


—¿Qué hiciste?


—Le dije que me marchaba y esa misma noche se cortó las venas en la bañera.


Incapaz de dar crédito a lo que oía, Paula se limitó a mirarle.


—Y así comenzó el calvario. Meses de manipulación, lágrimas, amenazas y ataques de histeria. Dos supuestos intentos de suicidio más cuando iba a dejarla. Yo era muy joven, casi un niño. No sabía qué hacer, en serio creía que ella podía suicidarse. Al final, llegué a un punto en el que creía que iba a volverme loco. Fue entonces cuando me marché. Me fui al extranjero.


—¿Qué… qué hizo ella?


Pedro se encogió de hombros.


—Me sacó todo el dinero que pudo, intentó dañar mi reputación y luego se casó con otro pobre incauto.


Horrorizada, Paula extendió un brazo y le tocó la mano.


—Debía de estar loca.


—¿Loca? —Pedro hizo una mueca—. No, no creo que Ana estuviera loca. Era manipuladora, cruel, dura… todo ello bajo una apariencia de frágil feminidad. Pero… ¿loca? A Ana sólo le importaba ella misma y estaba dispuesta a cualquier cosa por conseguir lo que quería.


Y él había decidido no volver a caer nunca en esa trampa. 


Paula lo comprendía. Pero no era posible que Pedro no se diera cuenta de que no todas las mujeres eran como Ana.


—Yo creo que estaba loca, Pedro. Nunca he conocido a nadie como ella. A cualquiera de las mujeres que conozco les parecería horroroso lo que me has contado.


Pedro no se lo discutió. Después de acabarse el café, se encogió de hombros.


—Puede que tengas razón, pero ya no importa. Como he dicho, la vida cambia a la gente. Quizá, a la larga, me hizo un favor. De no haber sido por ella, no me habría ido a Estados Unidos y no me habría dado cuenta de lo que quería, o no quería, en la vida.


—Siento llevarte la contraria, pero no creo que te hiciera un favor, Pedro —dijo Paula con más sinceridad que tacto—. ¿Cómo puedes considerar un favor vivir solo? No tendrás esposa ni hijos…


—Paula, no quiero tener esposa ni hijos —dijo él fríamente—. Tengo lo que quiero y me considero un hombre muy afortunado.


Haciendo acopio de valor, ella contestó:
—¿Y lo que quieres es una casa bonita y vacía, una casa que no es un hogar? ¿Y siempre así? ¿Una vida completamente independiente sin una compañera, sin nadie que te abrace por las noches o te sonría por las mañanas?


Los ojos grises de Pedro se clavaron en ella. Después, él sonrió.


—Eres una romántica, Paula Chaves.


—Yo creo en el amor —declaró Paula con voz suave—. Creo que el amor entre un hombre y una mujer puede durar toda la vida y, de ser así, no hay nada mejor que eso en el mundo. Y si tú a eso lo llamas romanticismo, me declaro una romántica empedernida.


Pedro sacudió la cabeza lentamente.


—¿Y eso lo dices a pesar de que el hombre con el que querías pasar el resto de tu vida deja que te marches?


Paula parpadeó. Eso era un golpe bajo.


—Perdona, siento haber dicho eso. Lo siento de verdad, Paula, ha sido imperdonable.


Se quedaron mirándose unos momentos y él le sonrió. Paula se preguntó cómo reaccionaría Pedro si ella sucumbía a la súbita tentación de confesarle lo que sentía por él, de pedirle que la besara.


Por supuesto, Pedro quedaría horrorizado, avergonzado y asustado. Y, en adelante, cada vez que pensara en ella lo haría con desazón. Y ella no quería que ocurriese eso… aunque sólo fuera una cuestión de amor propio.


—¿Tu dirección?


—Perdona, ¿qué has dicho? —demasiado tarde, Paula se dio cuenta de que él había estado hablando y ella no había oído una palabra de lo que le había dicho.


Pedro sacudió la cabeza.


—Estabas pensando en él, ¿verdad? —inquirió Pedro en tono acusatorio—. ¿Vas a volverle a ver antes de irte a Londres?


Pedro parecía disgustado, pero Paula no comprendía por qué. A Pedro no le importaba que ella viera o no a su imaginario amante.


—No estoy segura —respondió ella encogiéndose de hombros.


Ya le habían dedicado demasiado tiempo a ese tema. 


Además, le preocupaba cometer algún desliz. Mentir no se le daba bien.


—¿Qué me estabas diciendo?


—Te estaba diciendo que tienes que darme tu dirección y tu número de teléfono esta noche —respondió Pedro.


Paula asintió, reconociendo que no merecía la pena discutir con Pedro. Por supuesto, no tenía intención de darle su dirección en Londres.


Acabaron los cafés y Pedro pagó la cena. A Paula le latía el corazón salvajemente mientras se acercaban al coche con la mano de Pedro en su codo. La noche olía a primavera, lo que añadía fuerza a sus emociones. Le pareció que jamás se había sentido más triste.


Se subieron al coche, pero Pedro no encendió el motor inmediatamente, sino que se volvió en su asiento, de cara a ella, con el ceño fruncido.


—Estoy preocupado por ti, Paula —dijo él con voz queda.


Paula se dio cuenta de que se había quedado con la boca abierta y la cerró inmediatamente.


—No te comprendo —respondió ella.


—Me preocupa que te vayas a Londres simplemente por haber sufrido un desengaño amoroso. Vas a exponerte a que cualquier desaprensivo se aproveche de ti. Lejos de tu familia y tus amigos, sola en la ciudad, vas a encontrarte muy vulnerable.


Pedro hablaba como si fuera una huérfana. Se le quedó mirando antes de contestar con voz tensa:
Pedro, tengo treinta y dos años, no dieciséis.


—¿Y qué tiene eso que ver?


—Todo.


Pedro apretó los labios con gesto obstinado. Paula sintió unas ganas terribles de abrazar a ese hombre grande, duro y sensual. En ocasiones, como en ese momento, vislumbraba al niño que Pedro debía haber sido… y era devastador. Pero Pedro ya no era un adolescente, sino un hombre con experiencia e inteligente.


—Creo que no has reflexionado lo suficiente —declaró él después de unos momentos de tensión.


—¿Qué? —Paula no podía creer la desfachatez de Pedro
¿Qué no había reflexionado lo suficiente? No había hecho otra cosa durante meses. Meses que él había pasado intentando ligarse a una rubia o a otra. Era evidente que Pedro no la consideraba sólo poco atractiva y asexuada, sino también estúpida—. ¿Qué demonios sabes tú?


—Eh, no te pongas así. Yo sólo he querido advertirte.


Paula lanzó una colérica mirada al hombre al que amaba con todo su corazón.


—Bien, pues ya me has advertido. ¿Te sientes mejor?


—Pero no me vas a hacer caso. Escucha, sólo estoy diciéndole lo que pienso a una amiga porque me importa. ¿Qué tiene eso de malo?


—Nada. Gracias.


—De nada.





lunes, 6 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 3




¿Por qué estaba haciendo eso? ¿Por qué la había invitado a cenar esa noche? No había sido su intención invitarla. Sólo había querido despedirse de ella cordialmente y no a solas.


Cuando Pedro se metió en el coche, miró a Paula de soslayo durante un segundo. Él, por educación y por personalidad, era un hombre muy racional. Incluso frío, le habían dicho algunas novias.


Sabía exactamente lo que quería. Desde lo de Ana. Quería independencia. Quería seguir su propio camino sin ataduras ni responsabilidades. Compañía y sexo por supuesto, y pasar buenos ratos con mujeres que le entendían. Pero nada más.


Después de estudiar administración de empresas en la universidad y de trabajar en un par de empresas con el fin de ganar experiencia, se le había presentado la oportunidad de trabajar en una importante empresa en Estados Unidos y la había aprovechado al máximo, a pesar de significar trabajar prácticamente veinticuatro horas al día. Pero no le había importado porque había sido después de lo de Ana.


—¿Está lejos?


La suave voz de Paula, a su lado, le hizo volver la cabeza.


—Sólo faltan unos tres kilómetros —respondió Pedro al tiempo que tomaba una carretera secundaria—. Es un restaurante pequeño y nada pretencioso, pero la comida es excelente. Roberto es capaz de hacer algo especial de un plato sencillo. La primera vez que vine y pedí una ensalada de pimientos rojos, creí que era un plato bastante normal. Pues no, me equivoqué. A los pimientos les pone alcaparras, anchoas y albahaca, y no puedes imaginar lo buena que está.


—Se me está haciendo la boca agua.


Pedro sonrió.


—¿Eres una de esas personas que viven para comer en vez de comer para vivir? —preguntó él lanzándole una mirada de soslayo que la sorprendió arrugando la nariz.


—¿No se me nota? —contestó ella en un ligero tono de disgusto.


La sonrisa de Pedro se desvaneció. No sabía qué era lo que le había atraído de esa dulce pelirroja desde que la conoció, pero estaba seguro de que, en parte, eran sus voluptuosas curvas.


—Tienes una buena figura —declaró él con firmeza.


—Gracias.


—Lo digo en serio. En los tiempos que corren, hay demasiadas mujeres que no parecen mujeres. Las hojas de lechuga están bien para los conejos, pero ya está. No soporto a las mujeres que se pasan toda la cena mordisqueando una rama de apio y bebiendo agua mineral al tiempo que te aseguran que están llenas.


—Eso es lo que dices, pero apuesto a que todas las mujeres con las que sales son delgadas.


Pedro abrió la boca para negarlo, pero Paula tenía razón. 


Salía con mujeres muy delgadas. ¿Por qué?


Porque, según le había demostrado la experiencia, las mujeres obsesionadas con su cuerpo y su apariencia física tendían a centrarse en sí mismas; sobre todo, las que tenían ambiciones profesionales. Y ésas eran las mujeres con las que le gustaba salir: menos caseras y más inclinadas a salir por ahí, a ver y a dejarse ver. Eran mujeres que se habían puesto metas en sus vidas, que no buscaban un final feliz en una relación, sino buena compañía, entretenimiento y sexo.


En ese caso, ¿por qué había invitado a Paula a cenar?


Al darse cuenta de que no había contestado a la pregunta de ella, declaró:
—La anorexia se está convirtiendo en un serio problema. Y nadie en su sano juicio puede decir que esas mujeres, muchas de ellas muy jóvenes, sean atractivas.


—No, supongo que no.


Realizaron el resto del trayecto en silencio.


Cuando Pedro paró el coche en el pequeño estacionamiento del restaurante, situado en las afueras de un pueblo de Yorkshire, volvió la cabeza y, bajo la débil luz que proyectaban dos farolas, se quedó mirando los reflejos cobrizos del cabello de Paula. Entonces se preguntó si le ofendería que le pidiera que se lo soltara. Era un pelo precioso.


No, qué tonterías estaba pensando. Aquello era una cena, nada más.


Pedro salió del coche, lo rodeó y fue a abrirle la puerta a Paula. El aire estaba cargado con el aroma a vegetación. Él la miró mientras ella respiraba profundamente.


—Voy a echar mucho de menos esto en Londres.


—Entonces, no te vayas.


—Tengo que hacerlo.


—¿Por qué?


—El lunes empiezo mi nuevo trabajo. Ya tengo un piso. No puedo quedarme.


—Sí, supongo que tienes razón. Bueno, será mejor que entremos, estoy muerto de hambre.


Una vez que Roberto les dejó sentados a la mesa con los menús y una botella de vino, Paula anunció:
—Creo que, de primero, voy a tomar esa ensalada de pimientos de la que me has hablado en el coche. Y luego creo que voy a pedir tagliatelle.


—Buena elección —Pedro asintió—. Pediré lo mismo.


Después de pedir la cena, Pedro alzó su copa de vino.


—Por tu nueva vida en la gran ciudad. Que el cielo te proteja de todos esos lobos que van a merodear a tu alrededor.


Paula se echó a reír.


—No creo que corra ese peligro.


Aquélla no era la primera vez que Pedro notaba la falta de autoestima de Paula.


—Permíteme que te contradiga.


En tono de voz incierto, Paula contestó:
—Gracias. Eres muy galante.


—No es una cuestión de galantería, estoy hablando sinceramente —Pedro se inclinó hacia delante—. No tienes una gran opinión de ti misma, ¿verdad, Paula? ¿Por qué…? ¿O es una pregunta demasiado personal?


Paula se encogió de hombros.


—Supongo que se debe a que siempre he sido el patito feo de la familia —respondió ella con voz débil—. Mis dos hermanas, ambas mayores que yo, tienen el pelo castaño, no rojo, y no están llenas de pecas. Además, sólo a mí tuvieron que hacerme ortodoncia y sólo yo tuve que ir al médico a tratarme el acné.


Los ojos de Pedro se pasearon por la cremosa piel de ella… salpicada de pecas. Pero a él le gustaban las pecas y también los dientes de Paula, blancos y derechos.


—Mis felicitaciones a tu dentista y a tu médico. Eres una mujer encantadora, aunque no te des cuenta de ello.


Paula se sonrojó profundamente y él observó el sonrojo con fascinación. Cuando la vio a punto de estallar, dijo:
—Según recuerdo, tus dos hermanas están casadas, ¿verdad? —fue un cambio de conversación dirigido a aliviar el nerviosismo de ella, no porque le importaran las hermanas de Paula.


Paula asintió.


—Barbara tiene un niño de tres años; Margarita tiene dos niñas, una de ocho y otra de cinco. Así que tengo tres sobrinos, los tres un encanto.


—Por como lo dices, pareces quererles mucho.


—Sí, claro.


—¿Te gustaría casarte y tener familia algún día?


Una sombra cruzó las facciones de Paula.


—No sé.


—¿Qué no lo sabes?


Paula sonrió tímidamente antes de contestar.


—Para eso tendría que encontrar antes a un hombre con quien casarme —Paula agarró su copa de vino y bebió un sorbo.


—Seguro que en Londres conocerás a alguien.


—¿Seguro? Encontrar al hombre ideal no es tan fácil. Además, yo voy a Londres para trabajar y, quizás, viajar un poco. Eso es todo.


Pedro se la quedó mirando. No, eso no era todo. ¿Acaso Paula había sufrido una decepción amorosa? Sin embargo, si era así, ella nunca lo había mencionado.


—Nunca se me había ocurrido pensar en ti como la clase de mujer a la que le interesa más el trabajo que la familia y los hijos, Paula.


—¿No? —Paula le miró directamente a los ojos, pero su expresión era inescrutable—. Eso es porque no me conoces bien.


De repente, Pedro se sintió como si le hubieran abofeteado. 


Pero sí, Paula tenía razón, no la conocía. Sabía muy poco sobre su vida y menos sobre su vida amorosa.


Recuperando la compostura rápidamente, Pedro preguntó:
—Dime, ¿cuáles son tus ambiciones? ¿Tienes intención de quedarte a vivir en la capital definitivamente?


Paula pareció reflexionar unos momentos.


—No lo sé. Es posible. Como ya he dicho, me gustaría viajar. Quizá logre incorporar viajes en el trabajo, eso sería perfecto.


Ésa era una faceta de Paula que él no había sospechado. 


Cuando anunció que dejaba la empresa, se había quedado muy sorprendido. Siempre había considerado a Paula una mujer tranquila, equilibrada y con los pies en la tierra.


—Entiendo —Pedro la miró fijamente—. Me estás dejando muy sorprendido, Paula Chaves. Supongo que te imaginaba más casera. Pensaba que eras una de esas personas que no son felices estando lejos de su tierra natal.


—Londres no es precisamente el fin del mundo —respondió ella alzando la barbilla.


—No, claro que no. Y, por favor, no me malinterpretes, no lo he dicho a modo de crítica —se apresuró a asegurarle Pedro.


—Bien —Paula bebió otro sorbo de vino.


—Te aseguro que comprendo perfectamente que la gente quiera viajar, a mí me ocurre también. Es sólo que creía que tú eras diferente, más…


—¿Aburrida?


—¿Aburrida? —Pedro la miró con auténtica incredulidad—. Nunca te he considerado aburrida. ¿Por qué has dicho eso? Yo iba a decir que te consideraba una persona satisfecha con lo que tiene, con su vida.


—Una persona puede sentirse satisfecha con su vida y, al mismo tiempo, desear algún cambio —declaró ella justo en el momento en que una camarera les llevaba las ensaladas de pimientos.


Una vez que la camarera se hubo marchado, Pedro alargó un brazo por encima de la mesa y tocó la mano de Paula brevemente.


—No ha sido mi intención ofenderte —dijo él con voz suave—. Y te juro que jamás se me ha ocurrido pensar que fueras aburrida.


Desconcertante, quizá. En ocasiones, perturbadora, como cuando la besó en la fiesta de Navidad. Y en el par de ocasiones que Paula había ido a trabajar con la melena suelta, él había tenido que meterse las manos en los bolsillos para contener la tentación de acariciar esa masa de cabellos cobrizos. Pero… ¿aburrida? Nunca.


Paula se encogió de hombros.


—De todos modos, da igual.


Paula había retirado la mano casi al instante que él se la había rozado, lo que le sugirió que ella estaba algo molesta.


—No da igual —contestó Pedro con dureza en la voz, irritado—. Somos amigos, ¿no?


—Somos… éramos, fundamentalmente, compañeros de trabajo. Nos llevábamos bien, pero eso no es lo mismo que ser amigos.


Pedro se la quedó mirando. Paula tenía las mejillas encendidas y los ojos le brillaban, pero su expresión seguía siendo inescrutable. No recordaba cuándo había sido la última vez que no sabía qué decirle a una mujer, pero eso era justamente lo que le estaba ocurriendo en ese momento.


—Está bien, dime, ¿qué es para ti un amigo? —preguntó Pedro, por fin, mientras se recostaba en el respaldo de su asiento.


Paula probó la ensalada de pimientos y anunció que estaba deliciosa antes de contestar:
—Un amigo es alguien con quien siempre puedes contar. Con un amigo puedes llorar o reír. Un amigo te conoce bien y está a tu lado. Un amigo es parte de la vida de una persona.


Pedro se tomó aquellas palabras como un insulto.


—Y, al parecer, eso no tiene nada que ver conmigo, ¿verdad? ¿Es eso lo que estás diciendo?


—¿Acaso tú crees que sí? —preguntó ella en tono neutral.


—Sí, creo que sí.


Pedro, tú y yo jamás nos habíamos visto fuera del trabajo y, además, sabemos muy poco el uno del otro.


Pero él sacudió la cabeza obstinadamente.


—No digas tonterías, sabemos mucho el uno del otro —declaró él con firmeza, más irritado aún al ver la mirada cínica de ella.


¿Por qué le importaba tanto la opinión de ella sobre su relación?


—Sé que tienes dos hermanas, que tu mejor amiga se llama Erica y que sacas a pasear al perro de tus padres para hacer ejercicio. ¿Te parece que no sé nada de ti? —incluso a él sus palabras le parecieron petulantes.


Paula suspiró y volvió a llevarse el tenedor a la boca.


—Sabes algunas cosas sobre mí, hechos, pero no sabes nada de mis sentimientos.


Pedro, cada vez más irritado, prefirió callar y comer. Pero los pimientos no le sabían a nada. Dijera lo que dijese Paula, había amistad entre ambos, a pesar de que ella se empeñase en que sólo eran compañeros de trabajo. Él lo sabía, sabía que había algo entre los dos.


Clavó el tenedor en un pimiento con innecesaria violencia. 


Nunca se había insinuado a Paula porque sabía que no era la clase de mujer dada a inconsecuentes aventuras amorosas y él no podía ofrecer más. Pero eso no significaba que no hubiera algo entre los dos.


La camarera se acercó tan pronto como acabaron y Paula, inmediatamente, se puso en pie agarrando su bolso.


—Voy un momento al lavabo —y se alejó al instante.


Pedro se quedó sentado, esperándola. Creía que la conocía, pero ella le había demostrado lo equivocado que estaba. 


Ahora resultaba que esa hermosa mujer de cálida piel y cobrizos cabellos era una desconocida.


No, no entendía nada.


Pedro vació su copa de vino, pero resistió la tentación de servirse otra y, tras agarrar la botella de agua que les habían llevado con el vino, se llenó un vaso.


Era ridículo enfadarse. Paula se marchaba de Yorkshire ese fin de semana y no había por qué darle más vueltas al asunto. Y Susana Richards le había dejado muy claro que estaba dispuesta a divertirse con él sin exigirle nada a cambio. Ésa sí que era la clase de mujer que a él le convenía.


Tras lanzar un quedo bufido, Pedro dejó el vaso de agua encima de la mesa y, de haberlo dejado con un poco más de fuerza, lo habría roto.