lunes, 28 de noviembre de 2016

CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 12





Pedro la besó jugueteando con sus labios y Paula creyó que tendría que gritar de puro placer. Todo su cuerpo se puso alerta y su corazón comenzó a latir con fuerza. Pedro le acarició la espalda, la agarró por las caderas y la atrajo hacia sí. El contacto de sus cuerpos hizo que Paula no fuera capaz de contener un gemido de placer cuando recordó cómo aquel hombre podía hacer que se derritiera con sus caricias. 


Pedro le acarició la cintura y después el pecho, y Paula estuvo a punto de gritar de deseo.


Pero fue Juliana quien gritó.


El llanto de la pequeña hizo que se separaran. Durante un instante, ambos se quedaron mirándose y Paula sintió que su cuerpo comenzaba a temblar. Se volvió y se dirigió hacia donde estaba su hija. La pequeña dejó de llorar en cuanto vio a su madre, y Paula se sentó aliviada en una silla. 


Trató de recuperar el aliento y se amonestó por no haber sido capaz de contenerse y haber caído entre los brazos de Pedro después de ver su torso desnudo.


Pedro entró en la cocina poniéndose la camiseta. Paula sintió su presencia y, sin mirarlo, se levantó y se acercó al horno.


Pedro se acercó a ella y le dijo:
—¿Te asusto, verdad?


Ella dudó un instante y colocó la cacerola sobre los fogones.


 Después suspiró y dijo:
—Sí.


—¿Por qué?


—¿Qué quieres que te diga, Pedro? ¿Que no me vengo abajo cuando me tocas? Creo que es evidente. Acaba de sucederme.


—Yo tampoco me quedo igual. Me quedo revuelto por dentro.


—Por eso no deberíamos… ya sabes.


—¿Besarnos en la boca? ¿Acariciarnos como adolescentes?


Paula se sonrojó.


—Bueno, es una manera de decirlo.


—Lo digas como lo digas, cariño, es algo que está presente.


«Y es peligroso», pensó ella.


—Lo sé, pero el sexo no lo es todo.


—Es un buen comienzo.


«Los hombres siempre piensas primero con el cuerpo y luego con el cerebro».


—De acuerdo. Admito que en la cama formamos un buen equipo. ¿Pero es eso todo lo que buscas en un matrimonio? ¿Un nombre en un pedazo de papel y una compañera en la cama? —Paula sirvió la comida y llevó los platos a la mesa.


Cuando Juliana se quejó, Pedro la sentó en su sillita y le dio un biscote.


—No, no es eso. Pero creo que entre nosotros hay algo más.


Pedro deseaba decirle a Paula que le daba más miedo que enfrentarse desarmado al enemigo. Se sentía indefenso y se preguntaba si ella sabía realmente lo que él sentía cuando lo miraba.


—Puede —dijo Paula.


No quería admitir que ocultaba sus verdaderos sentimientos hacia él. Sabía que Pedro era un buen hombre y había muy pocas cosas que no le gustaban de él. ¿Cómo no iba a querer a un hombre que cocinaba y ponía la lavadora?


Pedro se sentó en una silla sin dejar de mirarla.


—¿Qué pasa? ¿Estás dolorido? —le preguntó ella al ver que no dejaba de moverse.


—Sí.


—¿Quieres un paño caliente, una crema o algo?


Pedro pinchó un pedazo de carne y la miró.


—No creo que esa sea la solución para este tipo de dolor.


—Ah —contestó Paula sin saber qué más decir.


—Come —le ordenó él—. O si no iré ahí y te haré sentir tan bien que no serás capaz de dejar de sonreír.


—Vale, vale, señor. Amenaza reconocida. ¿Me dirijo a Defcon Delta?


Pedro se rió. Dejó el tenedor y se frotó la cara.


—Es Threat Con, no Defcon. Eso solo es en la tele.


—Uy —dijo Paula entre risas.


La tensión que había en el ambiente se desvaneció. 


Cambiaron de tema y hablaron de todo menos de cómo ambos deseaban compartir algo más que la cena.


Una hora y media más tarde, Paula acostó a Juliana. 


Después recogió los juguetes y bajó al salón. Pedro estaba sentado en el sofá. La televisión estaba encendida pero el volumen muy bajo.


—Creo que debería grabar lo que estoy viendo —dijo ella.
Pedro la miró. Tenía una camiseta de Juliana doblada sobre el regazo—. Dudo que tus compañeros se lo creyeran.


—Sé que no lo creerían —Pedro continuó doblando la colada—. Muy interesante —dijo mostrando un tanga de seda verde.


Paula se agachó y se lo quitó de la mano.


—Solo dobla la ropa. No investigues —metió el tanga en la cesta de la ropa limpia.


—Me gustaría verlo puesto. O quizá este —dijo mostrando otra pieza de ropa interior.


Paula se la quitó y se dirigió a la cocina.


—Ve a la tienda. Hay maniquíes que las llevan puestas.


Pedro se rió. Metió el resto de la ropa en la cesta y la apartó. 


Paula regresó con una cerveza y se la dio. Él sonrió y abrió la lata.


—Estoy agotado.


—Yo también.


—Es duro hacer todo. Creo que la mitad de los hombres no saben lo que pasa en sus casas cuando ellos no están.


—Sí, sueñan con hadas que lo limpian todo y con su esposa tumbada en el sofá, leyendo una novela y comiendo bombones.


—No creo.


—Nunca has oído a un hombre refiriéndose a su esposa y diciendo: «¿no sé lo que hace en todo el día?» —Pedro asintió—. No piensa en quién limpia, cocina, cría a los niños, los lleva al colegio, se reúne con los profesores y todo eso —dijo Paula, y se sentó a su lado.


—¿Tu madre hacía todo eso? —preguntó Pedro.


—Sí, y muy bien. Ella es mi heroína.


Pedro sonrió y se apoyó en el respaldo.


Paula se acomodó y se puso a mirar la televisión. En esos momentos comenzaba un programa sobre cómo se formaban los agentes secretos de la Marina. Tomó el mando y subió el volumen.


El comentarista empezó a explicar los entrenamientos.


—Eso es muy aburrido —dijo Pedro, e intentó quitarle el mando.


—Para mí no —dijo ella y no se lo permitió.


Pedro se quejó y dio un trago a la cerveza. No miró a la pantalla. Sabía lo que iban a mostrar y recordaba su entrenamiento demasiado bien como para verlo de nuevo.


Se quedó mirando a Paula. Observó cómo se mordía el labio inferior, cómo fruncía el ceño. Se preguntaba cómo influiría aquel programa en la impresión que ella tenía de él.


Durante los primeros minutos del programa Paula aprendió muchas cosas.


—¿Siempre perteneciste a la Marina? El presentador ha dicho que a veces algunos hombres pertenecían a otros cuerpos.


—Al principio estaba en los marines. Me tomaron mucho el pelo por ello.


—No me extraña —dijo Paula con una sonrisa.


En la pantalla aparecían los futuros agentes secretos. Era de noche y estaban agarrados entre sí soportando la fuerza de las olas mientras los instructores les gritaban. Llevaban tres días sin dormir.


—Eso es cruel. Es una tortura.


—No, sirve para que los instructores vean quién es el que más resiste y puede llegar a ser agente secreto.


—¿Tú lo hiciste?


—Sí.


—¿Y por qué querías pasar por ello?


—Quería ser agente secreto. Cuando se desea algo, hay que hacer todo lo que sea necesario. ¿Tú no hiciste todo lo necesario para ser bancaria?


—No. De hecho, quería ser bailarina, pero como no podía saltar lo suficiente, cambié de idea.


Pedro se rió y se tumbó en el sofá, metiendo los pies detrás de Paula. A ella no pareció importarle.


—Siempre se me dieron bien los números. No significa que me guste.


—¿Qué te gustaría hacer?


—Algo para lo que no tuviera que dejar a Juliana con una niñera todos los días. Algo que pudiera hacer en casa.


Pedro no dijo nada, pero pensó que Paula podría conseguir eso si se casara con él. Como si hubiera leído sus pensamientos, Paula lo ignoró y volvió la vista a la pantalla.


—¿Están disparando balas de verdad?


—Sí, son de verdad. Todo es real. No podemos entrenar a los hombres si saben que no están exponiéndose a un peligro real.


—¿Cómo te sientes cuando estás fuera y sabes que pueden herirte?


—No pienso en ello, Paula. Sería una distracción.


—¿Tienes miedo?


—Sería estúpido si no lo tuviera. El miedo hace que uno se mantenga alerta —insistió en cambiar de canal, pero ella se negó.


Pedro contestó a sus preguntas tratando de minimizar el riesgo que corría en realidad, pero Paula no era fácil de engañar. El hombre que tenía a su lado había sobrevivido al entrenamiento. Había sufrido arrastrándose por el barro, sin dormir durante días, y comiendo de las basuras porque era lo único que tenían permitido comer durante los primeros días de entrenamiento. Sentía verdadera admiración por él, y no era capaz de imaginárselo haciendo todo eso después de haberlo visto doblando la ropa de su hija. Era como si hubiera dos hombres distintos en un mismo cuerpo, y Paula admiraba el hecho de que no se mostraran a la vez.


«Deja su trabajo en el campo de batalla», pensó, e imaginó que las mujeres que se casaban con hombres de los Cuerpos Especiales debían de temer por la vida de sus maridos en el momento en que aquellos salieran de su casa.


Estaba a punto de preguntarle por sus compañeros de trabajo, pero al mirarlo se percató de que se había quedado dormido. Apagó el televisor y se sentó más en el extremo del sofá para que pudiera estirar las piernas.


Al cabo de un instante, se levantó y lo cubrió con una manta.


Pedro abrió los ojos y trató de incorporarse.


—Lo siento. Me temo que el sol me ha afectado mucho.


—Me da la sensación de que lo que te ha afectado ha sido una niña de seis meses. No, quédate ahí —dijo ella, y lo empujó para que se tumbara otra vez.


—¿Estás segura?


—Sí. Es tarde. Quédate. Te veré por la mañana.


Paula cerró la puerta de la casa con llave y sonrió al pasar por el salón de camino a su dormitorio. No tenía que preocuparse, ya que si entraba un ladrón tendría que vérselas con un agente secreto.










domingo, 27 de noviembre de 2016

CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 11




Ambos entraron en una extraña dinámica. Pedro acudía a casa de Paula cada mañana, lo suficientemente temprano como para tomar café con ella, y se quedaba allí hasta que regresaba del trabajo. Todas las tardes preparaba una cena deliciosa, cenaban juntos y, después de acostar a Juliana, se marchaba despidiéndose con un: «Nos vemos».


Paula deseaba que él se quedara más rato, pero sabía que eso solo podía causarle problemas. Él no volvió a besarla, pero cada vez que se acercaba, ella sentía que algo se revolvía en su interior. Actuaba como si no pasara nada, pero por la noche, cuando se quedaba sola, el deseo la atormentaba. Lo pasaba mal cuando descubría que Pedro se estaba convirtiendo en algo indispensable. Se marcharía pronto. Lo enviarían a alguna misión secreta y eso la asustaba.


Sabía que en una de esas misiones, Juliana podría perder a su padre. Y ella perdería un amigo. «Amigos», pensó. Nunca imaginó que podrían llegar a tener una relación tan equilibrada, pero lo habían conseguido. Solo que ella esperaba que Pedro estuviera siempre cerca y su trabajo no se lo permitiría.


Entró en la casa y gritó:
—¡Hola! —al ver que no obtenía respuesta, dejó el maletín y fue a buscar a Pedro. En el patio trasero, Juliana estaba dentro del parque a la sombra de un árbol y su padre estaba construyendo algo muy grande.


Pedro —dijo Paula. El levantó la vista y la miró de arriba abajo.


—Hola, ¿has tenido un día duro?


—No tanto como el tuyo —Paula señaló la pila de maderas y tornillos que tenía a su lado—. Tiene seis meses. No necesita un gimnasio como ese.


—Todos los niños lo necesitan. Además, ya crecerá.


Pedro continuó trabajando. Paula tomó a la niña en brazos y miró el gimnasio de madera que comenzaba a construirse en su patio trasero.


—Tienes que dejar de comprar cosas así como así —dijo ella.


—No lo he comprado. Lo he hecho —apretó un tornillo y se puso en pie.


—¿Lo has hecho? Es increíble, Pedro. ¿De dónde has sacado tiempo para hacerlo?


—Por las noches, en casa de mi hermana.


—Pero has estado aquí casi todas las noches. 


Pedro se encogió de hombros.


—Es un diseño sencillo. Además, Brian, el marido de Lisa, tiene muchas herramientas. Corté la madera en el garaje. Ahora lo único que tengo que hacer es montarlo. El columpio y el balancín fueron lo más difícil de encontrar. Juliana y yo fuimos a buscarlos el otro día. El columpio rojo lo ha elegido ella.


Paula lo miró con una amplia sonrisa.


—Eres un pillín, ¿lo sabías?


—Sí —dijo sonrojándose—. Además, un padre tiene derecho a mimar a su hija.


—¿Pero con un poni de peluche? —señaló el muñeco de tamaño natural que estaba junto al parque.


—Algún día le compraré uno de verdad —dijo él.


—Eres un cabezota. Y no tendrá un poni, a menos que pienses encargarte tú de él y enseñes a Juliana a montar, porque yo no tengo ni idea.


—Yo tampoco.


—La paternidad ha destrozado tus neuronas —dijo ella.


—Quizá podríamos aprender a montar todos juntos.


—No pienso caer en tus trampas verbales.


—No intento atraparte.


—Claro que no —admitió ella—. Solo jugueteas.


—No jugueteo —dijo él, y la miró ofendido. Ella se rió y Pedro se dio por vencido. Deseaba estar cerca de ella, tanto física como mentalmente. Se preguntaba si podría contenerse para no besarla otra vez. Miró el reloj—. Has venido pronto.


—El horario de la banca —lo miró con una sonrisa.


Se fijó en su piel bronceada y en la musculatura de sus hombros y recordó el tacto de esos músculos bajo las palmas de su mono. Bajo sus labios. Junto a su cuerpo desnudo.


«Oh, no», pensó ella, «no puedo pensar en ello». Necesitaba separarse de él para poder controlar los recuerdos de la noche que hicieron el amor.


—Voy a cambiarme —le dijo, y se marchó.


Paula entró en la casa. Cambió el pañal a su hija y se tomó algo de beber. Después se dirigió a su dormitorio y se puso un pantalón corto y una camiseta de algodón.


—Vamos, preciosa —tomó a su hija en brazos y se dirigió a la cocina. Dejó a Juliana en el andador y abrió la nevera.


Pedro entró una hora más tarde, inhalando el delicioso aroma que salía de la cocina y pasándose la mano por la nuca.


—¿Estás cocinando?


—No te sorprendas, Alfonso. Pensé que debía darte un descanso, aunque no soy tan buena cocinera como tú.


El sonrió. Estaba adorable con el delantal y la cara llena de harina.


—¿Te importa si me ducho aquí?


—Por supuesto que no —le sirvió un vaso de agua fría—. Toma, tienes que reemplazar todo el líquido que has perdido.


—Gracias —se lo bebió de un trago y suspiró de satisfacción.


Juliana lo imitó, y sonrió.


—Cielos, ya está adquiriendo tus costumbres —dijo Paula entre risas.


—Al menos no son las malas costumbres.


Pedro le guiñó un ojo a la pequeña y se dirigió al baño. Al menos Paula parecía más tranquila cuando estaba con él. 


Durante los últimos días había estado un poco distante, desde que la besó en la puerta del banco. Pedro se había sentido tentado de hacerlo otra vez, pero sabía que ella dejaría de confiar en él.


Se estaba poniendo los vaqueros cuando se percató de que su camiseta estaba muy sucia. No podía ir sin camiseta el resto de la tarde. Tendría que regresar a casa de Lisa para recoger ropa limpia.


Llamaron a la puerta y él abrió.


Paula se quedó boquiabierta al ver su torso desnudo.


—Es tuya —dijo sujetando una camiseta—. Debiste de dejártela aquí y se mezcló con… Está limpia. Pensé que como la otra está sucia… bueno, toma —se la dio, enfadada consigo misma por reaccionar de esa manera.


Él la agarró y salió al pasillo.


Paula no se volvió. No se movió. No solo era su torso musculoso lo que la tenía cautivada, sino también su mirada. 


En dos semanas había descubierto muchas cosas sobre Pedro. Y le gustaba.


—Me gusta cuando me miras así —murmuró él.


—¿Cómo?


—Como me miraste en el ascensor cuando metí la mano debajo de tu falda.


—Solo te he dado una camiseta, Pedro.


—Ajá —dio un paso adelante y se acercó más a ella.


—Para ser un hombre que trabaja en misiones muy precisas, esta vez estás interpretando más de lo que hay en realidad.


—¿Ah, sí?


—Bueno, como tú quieras. La cena está preparada.


—Bien. Me muero de hambre —dijo él, mirándole los labios.


Paula deseaba probar el sabor de su boca.


—Está caliente —le dijo.


Comenzó a alejarse pero Pedro la agarró y la rodeó por la cintura.


—Yo también.


Paula apoyó las manos sobre su pecho y sintió cómo se le aceleraba el corazón.


—Esto no es muy sensato.


—No puedo ir con tanto cuidado, Paula —dijo sin soltarla.


—Soy mayor. No hace falta que vayas con cuidado —dijo ella.


—Me alegra oír eso, cariño —inclinó la cabeza y la besó.


El roce de sus labios hizo que ambos se estremecieran.


Paula le rodeó el cuello con los brazos y se dejó llevar.