martes, 22 de noviembre de 2016
UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 13
—¿Dónde has dicho que vamos esta noche? —Paula estaba tumbada en una hamaca frente a la piscina, tomando limonada sin trocitos de limón e intentando no pensar en sexo.
¿Por qué cuando uno no podía tener algo pensaba en ello sin cesar?
¿Y por qué Pedro, que normalmente lo cuestionaba todo, había aceptado sin discutir que durmieran en habitaciones separadas?
Durante las últimas semanas había compartido con ella cada uno de los pensamientos que pasaban por su cabeza, algunos tan eróticos que era un alivio estar solos en la villa.
También le había comprado flores, joyas, un libro y un nuevo iPod para reemplazar el que se le había caído en la piscina, pero no la había tocado. Ni una sola vez.
Y ni una sola vez había discutido la decisión de dormir en habitaciones separadas.
—Vamos a Atenas —respondió Pedro, leyendo tranquilamente los mensajes en su BlackBerry, como si no se diera cuenta de que ella estaba a punto de explotar.
No ayudaba nada que se hubiera sentado al borde de su hamaca, tan cerca como podía estarlo, pero sin tocarla. Sin darse cuenta, Paula miró sus poderosos muslos y se le encogió el estómago.
¿Estaría haciéndolo a propósito?, se preguntó.
Intentando disimular, levantó un poco las piernas porque temía que sus muslos pareciesen gordos aplastados contra la hamaca.
Que hubiera pasado tanto tiempo con ella la sorprendía.
Durante las últimas semanas sólo se había marchado en un par de ocasiones para acudir a alguna reunión que no podía mantener por teléfono. Debía ser un sacrificio enorme para él estar allí en lugar de estar en la oficina y era halagador
que le dedicase tanta atención.
Pero se recordaba a sí misma que debía tener cuidado.
Cada minuto del día.
Vivir juntos era demasiando intenso. Estar juntos era demasiado intenso, pensó, admirando los músculos de su espalda. De modo que era mejor ir a algún sitio, estar rodeados de gente.
—¿Es una cita o algo así?
—Más bien una cena de negocios. Pero quiero tenerte a mi lado.
Esas palabras hicieron que Paula se derritiera. La quería a su lado. Estaba incluyéndola en su vida, compartiendo cosas con ella.
La relación estaba progresando, pensó, de modo que había sido buena idea sugerir dormitorios separados. Ojalá no fuese tan difícil. La química entre ellos era eléctrica e incluso sin tocarlo podía sentir la tensión de sus músculos. Y ella experimentaba la misma tensión.
—Esa cena… dime lo que debo decir. No quiero meter la pata.
—No espero que tú cierres el trato. Sencillamente, sé tú misma.
—¿Y qué debo ponerme?
—He pedido que envíen unos vestidos a nuestra casa de Atenas para que puedas elegir.
«Nuestra casa de Atenas».
Paula tragó saliva, permitiendo que una llamita de ilusión se encendiera en su interior. ¿Diría eso si pensara volver a dejarla plantada? No. Hablaba como si fueran una pareja.
—¿Cuánto tiempo vamos a estar en Atenas?
—Sólo esa noche. El piloto vendrá a buscarnos en una hora.
—¿Una hora? —Paula se sentó de un salto—. ¿Tengo una hora para impresionar a un montón de gente?
—Yo soy la única persona a la que debes impresionar. Y supongo que te arreglarás cuando lleguemos a Atenas. No te preocupes, he llamado a alguien que te ayudará.
—¿A quién has llamado, a un cirujano plástico?
—No, no creo que tú necesites un cirujano plástico. He llamado a una estilista y a una peluquera.
—¿Una estilista? ¿No necesito un cirujano plástico pero sí necesito una estilista? —con la confianza hecha añicos, Paula se apartó el pelo de la cara—. ¿Estás diciendo que no te gusta mi estilo?
Pedro suspiró.
—Me encanta tu estilo, pero la mayoría de las mujeres pensarían que tener una estilista y una peluquera a su disposición es estupendo. ¿Me he equivocado? Porque si es así puedo cancelar…
—No, no, no canceles nada. Podría ser… —Paula se encogió de hombros divertido.— A lo mejor me dan uno de esos masajes con los que pierdes uno o dos kilos.
—Si hacen eso no volverán a trabajar para mí. ¿Por qué las mujeres se obsesionan tanto con estar delgadas?
—Porque los hombres son increíblemente superficiales —respondió ella, levantándose de la hamaca.
—¿Dónde vas?
—A arreglarme un poco.
—Puedes arreglarte cuando lleguemos a Atenas.
—Voy a arreglarme antes de arreglarme. No puedo enfrentarme con una estilista con esta pinta.
Pedro se pasó una mano por el pelo.
—Nunca entenderé a las mujeres.
—Sigue intentándolo. Tú eres muy listo, seguro que tarde o temprano lo consigues.
UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 12
«Respira, respira», se decía Paula a sí misma, deseando que Viviana estuviera allí con su bolsa de papel.
Aún atónita por la confesión de Pedro, se sentía totalmente desconcertada, sus planes de tomar un avión para volver a Little Molting olvidados tras aquella revelación.
Pero quedarse no tenía sentido.
Si alguna relación había estado destinada al fracaso era aquélla.
Pero el recuerdo de su palidez, de la tensión en su rostro mientras le contaba aquello. Y esas palabras: «la clase de hombre que juró no destrozar nunca la vida de un niño».
—Por el amor de Dios… —Paula se quitó los zapatos y atravesó el suelo de mármol para salir a la terraza. Alekos le había dicho que si quería hablar estaría allí.
Muy bien, podían hablar durante cinco minutos. Comprobaría que estaba bien y luego se marcharía de Corfú.
Pedro no estaba en la terraza y miró alrededor, sorprendida.
Pero entonces oyó un chapuzón en la piscina…
Nadaba dando largas brazadas, el agua resbalando por sus anchos hombros mientras intentaba aliviar su frustración.
Paula sintió un cosquilleo al recordar toda esa fuerza concentrada en ella…
Pero no debía hacerlo, de modo que se sentó al borde de una hamaca a esperar.
La vista del jardín y el mar era absolutamente fabulosa. La paz y la tranquilidad de aquel sitio deberían calmarla, pero no podía calmarse con Pedro en su campo de visión.
Después de atravesar la piscina varias veces, él salió del agua y se dirigió hacia ella.
—Sólo quería saber si estabas bien.
—¿Por qué no iba a estar bien?
—Porque… me has contado cosas que no sueles contar.
—Ah, qué típico. Me odias, pero como crees que estoy disgustado tenías que comprobar si estaba bien.
—No quiero tener tu muerte sobre mi conciencia —replicó Paula. Pero como era imposible concentrarse con toda esa piel desnuda delante de ella, apartó la mirada—. Bueno, a ver si lo he entendido correctamente: has dicho que no quieres tener hijos porque temes hacerles daño, ¿es eso?
—Sí.
Paula se mordió los labios
—¿Tu padre te hizo daño?
—Sí.
—¿No vas a decir nada más? Si no me dices lo que sientes… ah, espera, que tú no hablas de tus sentimientos.
—No.
—Pero oí lo que le decías al médico…
—Déjalo, Paula.
—Ya, claro. Tú sigues adelante fingiendo que no pasa nada porque eso es lo que te funciona. El problema es que a mí no me funciona. La última vez no me funcionó. Pensé que habías decidido que no me querías, que yo era demasiado inexperta o algo así.
—Me gusta que seas inexperta —Pedro se puso una toalla alrededor de la cintura y Paula tragó saliva, intentando concentrarse en otra parte de su anatomía.
—Ya, claro. Eso demuestra que no te entiendo y tú no me dices lo que piensas, así que lo mejor es olvidar el asunto.
—No vamos a olvidar nada. Pero tienes razón, es un tema del que me cuesta hablar —Pedro se sirvió un vaso de agua de una jarra—. ¿Qué es lo que quieres saber?
—Todo. Me gustaría entender por qué no quieres tener hijos.
—El matrimonio de mis padres fue un desastre. Mi madre tuvo una aventura, mi padre la dejó… y yo tuve que elegir con quién quería vivir —Pedro levantó el vaso y tomó un trago mientras Paula lo miraba, perpleja.
—¿Tuviste que elegir entre los dos? ¿Cuántos años tenías?
—Seis. Me sentaron en una habitación y me preguntaron con quién quería vivir. Y yo sabía que dijera lo que dijera sería la decisión equivocada —Pedro dejó el vaso sobre la mesa—. Elegí vivir con mi madre porque me preocupaba lo que pudiera hacer si no la elegía a ella.
—¿Por qué?
—Ella era la más vulnerable de los dos… me dijo que se moriría si me perdiera y ningún niño de seis años quiere que su madre muera.
¿Habían obligado a un niño de seis años a elegir con quién quería vivir? Paula estaba perpleja.
—¿Y tu padre? ¿No se daba cuenta de que estaba poniéndote en una situación imposible?
—Según él, tomé la decisión equivocada y nunca me perdonó…
—Pero…
—Dejé de existir para él. Nunca volví a verlo —Pedro la miró y, por una vez, no había burla en sus ojos, ni una pizca de humor. Sólo una fría determinación—. Yo no quiero que mis actos hieran a mis hijos. Y ocurre a menudo, así que ahora entenderás por qué me asusté al leer que querías tener
cuatro hijos. Fue una sorpresa para mí.
Paula se pasó la lengua por los labios.
—Ójala me lo hubieras dicho.
—Entonces no hablábamos mucho, ¿verdad? Nos comunicábamos de otra manera. Decir que fue un torbellino de relación sería decir poco.
—Yo sí te contaba cosas —le recordó ella. Pero nunca le había preguntado por su infancia o por sus sueños. Tal vez porque estaba pensando en sus sueños, no en los de Pedro—. No se me ocurrió que pudieras tener un problema con la familia. Parecías tan decidido, tan seguro de ti mismo. Siempre parecías saber lo que querías.
—Sí sabía lo que quería. O, al menos, creía saberlo —Pedro tiró de ella para levantarla de la hamaca—. Pero las cosas cambian. La vida te coloca en situaciones inesperadas.
Sin los zapatos, Paula apenas le llegaba a los hombros y, por un momento, apoyó la cabeza en su bronceada piel.
—Sí, la vida te ofrece cosas inesperadas, es verdad. Pero
esto no parece un cuento de hadas.
—Algunos cuentos de hadas son aterradores, agapi mu. ¿Qué pasa con las brujas y los lobos?
—Pero también está el hada madrina, que es buena.
—¿Lo ves? Yo sería un padre horrible, ni siquiera podría contarle cuentos —Pedro levantó su barbilla con un dedo—. ¿Te duele la cabeza?
—Un poco. En realidad me duele todo, es como si me hubiera pisoteado un rebaño de vacas. No pienso volver a ponerme zapatos en tu casa.
Pero lo que más le dolía era el corazón. Por él, por el niño al que unos padres egoístas habían obligado a tomar una decisión imposible. Y por ella, que ahora tenía que tomar una decisión igualmente difícil.
Marcharse y vivir sin él o quedarse y arriesgarse a que Pedro volviese a dejarla.
No sabía qué hacer, qué decisión tomar.
Pedro pasó un dedo por su labio inferior.
—¿No vas a ponerte zapatos? ¿Y ropa? —le preguntó, con voz ronca—. Tal vez tampoco deberías llevar ropa.
—No hagas eso. No puedo pensar cuando haces eso —Paula intentó apartarse, pero él la sujetó —. Estoy desconcertada. Siempre pensé que eras un hombre absolutamente seguro de sí mismo, que no te daba miedo nada.
—En la vida profesional, soy así —dijo Pedro, enredando los dedos en su pelo—. Pero en mi vida personal suelo meter la pata de una forma espectacular.
La admisión, sorprendentemente sincera, destrozó su patético intento de resistencia.
—No podemos estar juntos por un hijo que tú no quieres.
Él tomó su cara entre las manos.
—Te traje aquí antes de saber que estabas embarazada.
—Si tanto interés tenías en hacer las paces, ¿por qué no fuiste antes a Inglaterra?
—Porque en Inglaterra llueve hasta en el mes de julio y aquí, en Corfú, puedo garantizar que podrás ir en bikini todo el día —en sus ojos había una promesa de seducción—. Soy así de frívolo.
—No puede ser sólo sexo, Pedro —Paula puso una mano en su hombro para empujarlo—. El sexo es lo más fácil. Lo difícil es mantener una relación de verdad.
—Sí, lo sé.
—Tú no quieres tener un hijo, así que no veo la solución.
Pero le gustaría. Le gustaría tanto.
—La encontraremos juntos —Pedro buscó su boca, despertando emociones que ella intentaba contener.
Y que no podía contener.
Era el único hombre que podía hacerle perder la cabeza.
—Durante semanas he querido hacer esto… desde ese encuentro en la cocina no he pensado en otra cosa. Me vuelves loco, erota mou.
Sus labios eran tan peligrosos que Paula dejó escapar un gemido. Los pájaros revoloteaban sobre sus cabezas, pero ninguno de los dos se daba cuenta, tan concentrados estaban el uno en el otro.
Fue el ruido de una puerta lo que por fin hizo que se separasen.
—Me estás desconcertando aún más —dijo Paula.
—No tienes por qué estar desconcertada —Pedro volvió a buscar sus labios—. Tú deseas esto tanto como yo.
El aire era húmedo, cargado de tensión, y como una persona a punto de ahogarse, Paula intentaba mantener la cabeza fuera del agua.
—Hace cuatro años me hiciste mucho daño.
—Lo sé.
—Ni siquiera me diste una explicación —murmuró ella, mirando la sensual curva de sus labios y la oscura sombra de su barba—. Te portaste de una manera horrible.
—Lo sé. Fui un auténtico canalla —asintió Pedro. Lo había dicho con voz ronca, sus pestañas negras escondiendo unos ojos en los que había un brillo de deseo—. Pero quiero compensarte.Podemos encontrar la manera de que esto funcione.
—No veo cómo. Y no te atrevas a besarme otra vez.
Paula intentó apartarse, pero Pedro era más fuerte que ella y no temía usar la fuerza cuando le hacía falta.
Y el beso fue un recordatorio devastador de lo que había entre ellos.
—Vas a perdonarme, agapi mu —murmuró, mordiendo su labio inferior—. Estás enfadada, lo sé, pero eso es bueno porque significa que aún te importo.
—No, eso demuestra que tengo suficiente sentido común como para no dejar que vuelvas a entrar en mi vida.
Pero en sus palabras no había convicción. No sólo porque el beso la hubiera debilitado sino también por el niño. No quería marcharse, era así de sencillo. Pero si se quedaba había muchas posibilidades de que Pedro volviese a hacerle daño y esta vez estaría haciéndole daño al niño
también.
—No puedo hacerlo. No puedo pasar por eso otra vez.
—Pero me deseas, tú sabes que es así…
—No, yo no sé nada de eso —lo interrumpió Paula—. Es una cosa física, nada más.
—Si sólo es una cosa física, ¿por qué has estado llevando mi anillo al cuello durante cuatro años?
Ella abrió mucho los ojos.
—¿Quién te lo ha contado?
—Lo vi mientras hacíamos el amor en la cocina. No sabía que lo hubieras llevado puesto durante cuatro años, pero tú me lo acabas de confirmar. Y debes admitir qué eso dice mucho.
—Dice que eres engañoso y traicionero —replicó Paula, airada.
—Dice que sigue habiendo algo entre nosotros —Pedro apoyó la frente en la suya—. Quédate, Paula. Quédate, agapi mu.
—No puedo pensar cuando estoy contigo y tengo que decidir lo que voy a hacer —dijo ella, intentando apartarse—. Estoy embarazada y tú no quieres tener hijos, así que dime cómo podría funcionar. ¿O de repente has descubierto que esto es lo que siempre habías querido?
—No, no voy a fingir que es así. Pero ha ocurrido y eso lo cambia todo. Admito que lo del niño ha sido una sorpresa, pero encontraremos una solución.
—¿Cómo?
—No lo sé. Necesito algún tiempo para acostumbrarme a la idea y que tú te fueras no resolvería nada.
—Si me quedo acabaremos en la cama y eso tampoco resolvería nada —indecisa, Paula lo miró a los ojos, como si fuera a encontrar allí la solución—. La última vez sólo era sexo, tú mismo lo has dicho. Si me quedo, tiene que ser diferente.
—¿En qué sentido?
—Tiene que ser una relación de verdad.
En realidad, no sabía qué hacer. Si su deseo de no tener hijos era tan profundo como para dejarla plantada en el altar, eso no iba a cambiar de repente.
Por otro lado, seguía allí. Eso demostraba que hablaba en serio al decir que quería que su relación funcionase.
A menos que su objetivo fuera acostarse con ella. Y sólo había una forma de descartar esa posibilidad.
—Dormiremos en habitaciones separadas —anunció. Pedro pareció vacilar un momento, pero al final asintió con la cabeza.
—Muy bien, dormiremos en habitaciones separadas si eso es lo que quieres.
Paula no sabía si sentirse impresionada o decepcionada.
¿Era eso lo que quería? No estaba segura, pero ya no podía echarse atrás.
—Y tendrás que decirme lo que piensas. Todo el tiempo. Está claro que no sé leer tus pensamientos y es agotador intentarlo.
—Estás acalorada, deberías quitarte la ropa. Te quiero desnuda.
Ella lo fulminó con la mirada.
—¡Estoy intentando mantener una conversación seria!
—¿No querías saber lo que pienso? Pues eso es lo que pienso.
—En ese caso, tendré que censurar tus pensamientos. No quiero saber nada sobre los que tengan que ver con el sexo.
—Censurar mis pensamientos… —Pedro levantó una ceja, burlón—. De modo que quieres saber lo que estoy pensando, siempre que sea lo que tú quieres que piense. Va a ser muy complicado.
—Has levantado una empresa multimillonaria, seguro que puedes hacerlo si te empeñas. Y ahora, si no te importa, voy a deshacer la maleta.
—Los empleados se encargarán de eso.
—Prefiero hacerlo yo —necesitaba una excusa para estar sola durante unos minutos. Tenía que pensar y no podía hacerlo teniendo a Pedro tan cerca.
—¿Por qué no la abres y tiras el contenido por el suelo? —sugirió él.
—Puede que te parezca muy gracioso que yo sea desordenada, pero a mí me parece que tú tienes una obsesión por controlarlo todo. Y hay algo muy sospechoso en alguien que necesita tenerlo todo controlado y ordenado. La espontaneidad puede ser una cosa muy sana. Deberías recordarlo.
Y ella necesitaba recordar por qué demonios le había perecido buena idea sugerir que durmieran en habitaciones separadas.
Paula volvió al dormitorio, deseando poder controlar su lengua.
Se había condenado a no pegar ojo por las noches. Y si Pedro estaba decidido a hablar de sexo, los días tampoco iban a ser muy relajantes.
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