viernes, 18 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 25





La tensión que había entre ellos empezó a desaparecer poco a poco mientras cenaban frente a la chimenea. La conversación se centró en la boda, pero cuando le ofreció una taza de café, Paula decidió agarrar al toro por los cuernos.


—Estás enfadado conmigo.


—Contigo no, conmigo mismo. Podría haber contestado a la invitación de Angela con una amable nota, podría haberle pedido a Hannah que le enviase un regalo...


—Quién es Hannah?


—Mi secretaria —contestó Pedro—. No la nueva mujer de mi vida, desgraciadamente.


—¿Por qué dices eso? ¿Es que no le gustas?


—Hannah podría ser mi madre —sonrió él—. Además, está casada y tiene dos hijos.


—Ah.


—He dicho desgraciadamente porque no hay otra mujer en mi vida —siguió Pedro—. La vida es demasiado corta como para llorar todos los días, así que, como tú, yo he intentado apartarte de mis pensamientos. Y luego, como un idiota, aparezco en la boda de Angela...


—Pero ella estaba muy contenta —lo interrumpió Paula—. Y hasta que no vuelva de Barbados no sabrá que su estratagema no ha funcionado.


Pedro se quedó mirando al fuego, pensativo.


—Hasta que te he visto hoy, me había convencido de que podía vivir sin ti. Pero no es verdad. Estaba engañándome a mí mismo... Dime la verdad, Paula, ¿me has perdonado?


Ella asintió con la cabeza.


—Sí.


—¿Del todo?


—Completamente.


—Entonces, ¿por qué no te has puesto en contacto conmigo?


—¿Por qué no lo has hecho tú?


—¡Pero si me dijiste que no querías saber nada de mí!


—Pensaba llamarte, pero... luego decidí no hacerlo. ¿De qué serviría?


—¿Otra vez estamos con lo de los hijos?


—Me temo que sí —suspiró ella—. Bueno, voy a cambiar las sábanas...


—¿Te ayudo?


—No, gracias. Puedo hacerlo sola.


—Dime algo que no sepa.


Cuando Paula volvió al estudio, Pedro estaba hablando por el móvil y, para no molestarlo, esperó un momento en la cocina, deseando que todo volviera a ser como antes, que aquel viaje a Londres no hubiese tenido lugar...


Pero era imposible dar marcha atrás en el tiempo.


Cuando volvió al estudio, Pedro estaba en el sofá, pensativo.


—Ya he hecho la cama. Y hay un cepillo de dientes nuevo para ti.


—Ah, gracias.


—Aquí nunca duerme ningún hombre, pero es que no puedo resistir las ofertas de tres por uno.


—Me alegro.


—¿De que tenga cepillos de dientes?


—De ser el único hombre que duerme en tu casa.


—Pues no pareces muy contento.


—Lo estoy, lo que pasa es que soy demasiado orgulloso como para demostrarlo. Es lo que mi madre acaba de decirme por teléfono.


—Ya.


—Paula...


—¿Qué?


—He pensado mucho últimamente. Por las noches, porque durante el día estoy muy ocupado.


—Eso me dijo Charlie Tremayne.


—Lo hizo con buena intención.


—Lo sé.


—¿Quieres saber a qué conclusión he llegado?


Paula se pasó la lengua por los labios.


—No estoy segura.


—Es muy sencillo: adoptaremos un niño. Más de uno, si tú quieres...


—No —lo interrumpió ella.


—¿Eso significa que no quieres adoptar o que las cosas que te dije aquel día siguen siendo una barrera entre nosotros?


—Lo primero.


—¿Lo dices de verdad?


—Sí.


—De modo que estamos de vuelta en la casilla número uno —suspiró Pedro—. Te he mentido, Paula.


—¿Cómo?


—He venido sólo para verte. Sabía bien que Angela me invitaba para eso y he aprovechado la ocasión.


—Pues no parecías muy contento de verme.


—Porque en cuanto te vi me puse furioso por el tiempo que hemos perdido. En lugar de darte un beso, lo que quería era estrangularte... Adivina qué quiero hacer ahora.


—No, Pedro —murmuró ella—. No serviría de nada. Nos besaríamos, pero al final estaríamos de vuelta en la casilla número uno.


—Sí, tienes razón —suspiró Pedro, levantándose.


—Sube a tu cuarto, yo voy a apagar las luces.


—Muy bien. Nos veremos por la mañana. Buenas noches, Paula.


—Buenas noches.


Una hora después, mientras Paula intentaba, sin éxito, conciliar el sueño, se abrió la puerta del dormitorio y Pedro, completamente desnudo, se metió en su cama.


—¿Qué...?


—Te deseo tanto que no puedo dormir.


—¿Y por qué has tardado tanto? —exclamó Paula.


—Estás vestida —protestó él.


—No estoy vestida, llevo un pijama de seda que me he regalado a mí misma.


—Ya no —murmuró Pedro, desnudándola con manos torpes.


Paula lo ayudó, disfrutando de su calor, del olor de su cuerpo mientras se abrazaban. Luego él alargó una mano para encender la lamparita y se apoyó en un codo para mirarla.


—He permanecido despierto durante noches y noches, soñando con esto. Quiero asegurarme de que es real.


—Hay otras formas de asegurarse —murmuró ella, seductora.


Naturalmente, Pedro no perdió un segundo. Hicieron el amor sin hablar, apasionados, casi desesperados, pero sin decirse lo que ambos llevaban en el corazón.


Luego, se quedaron dormidos enseguida, uno en brazos del otro. Cuando Paula despertó por la mañana, Pedro no la había soltado. Al otro lado de la ventana, podía intuir un paisaje completamente blanco, helado, pero allí, con Pedro Alfonso en su cama, estaba calentita, feliz...


Tan feliz que volvió a quedarse dormida de nuevo y, cuando despertó, estaba sola en la cama.


Pedro apareció enseguida, con una toalla en la cintura.


—¿Ya te has duchado?


—Sí, perezosa. ¿Has visto cómo ha nevado? Espero que tengas una pala porque mi coche ha desaparecido bajo la nieve.


—Voy a ducharme... —murmuró ella, sin mirarlo.


—Paula —dijo Pedro entonces, tomándola por los hombros—. Después de lo de anoche, no podemos volver al principio.


—Lo sé.


—¿Estás de acuerdo conmigo?


—Sí, estoy de acuerdo —sonrió ella—. Voy a ducharme, hablaremos durante el desayuno.


Veinte minutos después, bajaba a la cocina con vaqueros y un grueso jersey de lana rojo. El pobre Pedro estaba en camisa, tiritando de frío.


—Pobrecito. Voy a buscarte un jersey.


Paula volvió a su dormitorio y bajó luego a la cocina con un jersey gris.


—Afortunadamente, suelo comprar jerséis de hombre. Pruébatelo.


Le quedaba un poco estrecho, pero tendría que valer.


—Gracias, cariño. Bueno, ¿por dónde empezamos?


—Por desayunar —contestó Paula.


Después, Pedro le preguntó, impaciente, si insistía en que fueran amantes.


—Por ahora, sí.


—¿Por ahora? ¿Qué significa eso?


—Que debemos acostumbramos a estar juntos otra vez.


—No creo que podamos estar mucho tiempo juntos.


—Es mejor que nada. Podríamos encontrarnos en tu casa cuando tengas un fin de semana libre y yo iré a Londres cuando me sea posible.


Pedro suspiró. No era lo que él quería, pero por el momento tendría que valer.


A mediodía la temperatura había subido considerablemente y la nieve empezaba a derretirse.


—Una pena —dijo él, frente a la chimenea—. Podría haber nevado durante una semana más.


—Al menos, tenemos el resto del día —sonrió Paula.


—Y la noche —le recordó él—. Paula, cuando ese «por ahora» termine, ¿crees que podrías vivir conmigo en Londres?


—Vivir juntos es un paso muy importante. No nos conocemos desde hace tanto tiempo.


—El suficiente como para saber que estoy enamorado de ti.


—Yo también, pero...


—Quiero que vivas conmigo, cariño. Es nuestra única posibilidad de ser felices.


Paula se mordió los labios.


—Quizá tengas razón.


—¿Cuándo entonces?


—Cuando Angela vuelva de su viaje de novios y si he podido solucionar mis cosas. Y si seguimos juntos...


—Claro que seguiremos juntos —la interrumpió Pedro, tomando su cara entre las manos—. No pienso dejar que vuelvas a apartarte de mí, Paula Chaves.


Dos semanas después, Pedro llegaba a Gresham Road poco antes del anochecer para llevar a Paula a la casa de campo.


—Por fin —dijo, suspirando, cuando llegaron al lago—. Veo que Henrietta insiste en dejar las luces encendidas. Una pena que no pague ella las facturas.


—¡Serás tacaño! —rió Paula—. ¿Están en casa, esperándonos?


—No, Charlie quería, pero Henrietta pensó que estarías cansada. ¿Lo estás?


—No, pero no me importaría irme a la cama contigo —sonrió ella.


Cuando entraron en la casa y vio el león alado, tuvo que sonreír de nuevo.


—¿De qué te ríes?


—Pensé que no volvería a venir nunca más.


Pedro la abrazó, apretándola contra su corazón.


—No deberíamos estar aquí, deberíamos estar en Londres, hablando de los cambios que quieras hacer en la casa... A menos que hayas cambiado de opinión.


—No, claro que no. ¿Quieres que saquemos las cosas del coche?


—Sólo he traído la maleta.


—¿No has traído comida?


—No.


—¡Pedro! Dime que eso no es verdad.


El soltó una carcajada.


—Charlie y Henrietta han hecho la compra. Tranquila, la nevera está llena.


Después de cenar, se sentaron frente a la chimenea, abrazados... pero Paula intentaba apartarse.


—¿Por qué te apartas?


—Porque quiero hablar contigo y si te abrazo no puedo pensar.


—¿No?


—No... y escúchame, quiero decirte algo importante.


—¿Qué es?


—Pues verás, creo que el «por ahora» ha terminado —dijo Paula.



—¿Qué quieres decir? —preguntó él, atónito.


—Que me iré a la casa de Chiswick cuando tú digas. Si sigues queriendo que vaya.


Pedro la abrazó de nuevo, acariciando su pelo.


—¿Cómo no voy a querer?


—He hablado con Angela y está dispuesta a comprarme la tienda. Y Jorge Morrell me ha ofrecido un buen precio por mi casa.


El tragó saliva.


—¿Lo dices en serio?


—Completamente. Y tengo que darte una noticia más.


—¿Tan buena como las anteriores?


—Yo creo que... mejor. Verás, han pasado dos semanas desde que cumplí el primer trimestre. Ni yo misma me lo puedo creer.


—¿Qué?


—Es el momento peligroso, ¿sabes?


—No te entiendo.


—¡Que estoy embarazada, Pedro! Vamos a tener un hijo.


El se quedó mirándola, estupefacto.


—Pero... ¿cómo?


—No lo sé. Mi período ha sido irregular desde la operación, así que no hice mucho caso cuando descubrí que no me venía...


—Pero Paula...


—Me daba pánico que fuese otro embarazo ectópico, así que no te dije nada. Con mi historial médico, me advirtieron que tuviese mucho cuidado durante los primeros tres meses... pero ahora ya sabes por qué me negaba a la adopción. Quería estar segura, quería que esta vez fuese de vedad...


Pedro volvió a tragar saliva, incrédulo.


—¿Y lo has sabido todo este tiempo?


—Sí, pero no ha sido fácil. ¿Puedo hacerte una pregunta, Pedro?


—Toda las que quieras.


—Sólo una, ¿quieres casarte conmigo?


El lanzó un grito de triunfo.


—En cuanto sea posible —contestó, besándola con una ternura que llenó sus ojos de lágrimas—. Cariño mío... ¿podemos darle la noticia a Charlie y Henrietta? Nos han invitado a comer mañana en su casa.


—Claro que sí. Además, vamos a necesitar unos padrinos dentro de seis meses.







AVENTURA: CAPITULO 24





Durante los días siguientes, Paula recibió flores todos los días. Montones de flores, de todas clases. Eran de Pedro, por supuesto.


El la llamó por teléfono durante el fin de semana.


—¿Has recibido mis flores?


—Sí, son preciosas. ¿Te encuentras mejor?


—No mucho. Mi apariencia despertó comentarios ayer en el consejo de administración —suspiró Pedro—. Como no podía contarles que me había pegado una chica, decidí no contar nada. Ahora creen que soy un hombre misterioso.


Paula tuvo que controlar una risita.


—Gracias por llamar, Pedro. Y por las flores.


—Sé que no son un consuelo para ti, pero enviártelas hace que me sienta un poco mejor.


—A mí también.


—¿Pero no tanto como para darme otra oportunidad?


—No —contestó ella—. No tanto como para eso. Buenas noches.


Arreglos Paula tenía tantos encargos como siempre... incluido un vestido de novia para Angela.


—Nunca pensé que volvería a casarme de blanco —rió su amiga—. Pero al final, Felipe me ha convencido. Aunque no quiero que sea nada escandaloso… pero he pensado ponerme el chal de encaje que compré en la feria de antigüedades el año pasado...


—No, no y no —la interrumpió Paula—. Si te lo pones, me tocará repasarlo a mí y tiene un trabajo enorme...


—Por favor, Paula, por favor. Me hace mucha ilusión —insistió su amiga—. Si fuera una cliente normal, no me dirías que no.


Por supuesto, Paula tuvo que aceptar. Y, en cualquier caso, casi agradecía estar tan ocupada; así no podía pensar en Pedro... aunque era muy difícil.


Su mente racional le decía que Pedro Alfonso era un ser humano, con defectos como todo el mundo. La mezcla de desilusión, celos y alcohol lo había hecho actuar como actuó. 


Pero tenía la certeza de que era una buena persona. Como tenía la certeza de que la amaba.


Poco a poco, empezó a perdonarlo, sin querer, sin proponérselo, debido al amor que sentía por él. Pero todo eso la mantenía despierta por las noches y, una mañana, Angela se mostró preocupada.


—Estás muy pálida, cariño. No debería haberte encargado el arreglo del chal...


—No te preocupes, el problema es el insomnio, no tu chal.


—¿Y Pedro es la causa de tu insomnio?


—¿Quién si no?


—¿Qué pasó, Paula? No he querido insistir porque sabía que te dolía mucho, pero... me gustaría ayudarte.


Paula se lo contó, tan breve y desapasionadamente como le fue posible.


—La cosa es que me porté de un modo prepotente. No quise perdonarlo, no quise escucharlo siquiera.


—Díselo a él —le aconsejó Angela.


—¡No puedo hacer eso!


—¿Por qué no?


—Por orgullo.


—Y el orgullo te hace muy infeliz. Llámalo esta noche.


—Esta noche tengo una reunión en la Cámara de Comercio, no puedo.


—Llámalo cuando llegues a casa. Déjate de excusas, Paula.


Cuando llegó a casa, comprobó el contestador, pero no había ningún mensaje de Pedro. Aunque tampoco esperaba que lo hubiera.


Al día siguiente, Angela le mostró un vestido negro de seda con la etiqueta de uno de los mejores diseñadores del mundo.


—Lo quieren arreglado mañana.


—Mira las costuras, Paula. No se han descosido solas, alguien las ha descosido con unas tijeras.


—Quizá la propietaria intentaba ensancharlo un poco...


—No lo creo. Era muy delgada. Pero se marchó con tanta prisa que olvidó decirme su nombre.


—Muy bien. Lo arreglaré yo después de comer —suspiró Paula.


—¿Llamaste a Pedro anoche?


—No, ya te dije que tenía una reunión. Y luego fuimos a tomar una copa.


—Ah, ya. ¿Y qué excusa tienes para esta noche? —preguntó Angela.


—Ya te he dicho que no pienso llamarlo... y no insistas, no voy a hacerlo.


—Muy bien, tú eres la jefa. No volveré a insistir —suspiró su amiga.


Al día siguiente, la mujer que había dejado encargado el vestido negro fue a recogerlo. Era una chica rubia, guapísima... y Paula la reconoció de inmediato.


—Hola, ¿tú eres Paula? Yo soy Henrietta Tremayne.


—Lo sé.


—¿Ah, sí? No quise dejar mi nombre ayer porque temí que no quisieras hablar conmigo —dijo la joven entonces, un poco avergonzada.


—Podrías haber hablado conmigo... sin destrozar un vestido tan bonito —sonrió Paula.


—Ya, sí, es que es lo único que se me ocurrió. ¿Podemos comer juntas?


—Muy bien.


Henrietta la llevó a un café cercano, donde las esperaba su marido.


—Hola, soy Charlie Tremayne.


—Lo sé —sonrió Paula—. He visto una fotografía tuya. Bueno, ¿y por qué queréis hablar conmigo? ¿Le ha ocurrido algo a Pedro?


—Sí, bueno... mira, mi mujer y yo queremos mucho a Pedro y no podemos quedarnos de brazos cruzados mientras él tira su vida por la ventana —contestó Charlie, sin rodeos.


—¿Qué ha pasado?


—Lo único que hace es trabajar, trabajar y trabajar. No va al campo los fines de semana, no va a comer con Liliana...


—¿Quién es Liliana? —preguntó Paula.


—Su madre. Ella también está muy preocupada... Paula, Pedro está a punto de convertirse en una estadística. Si sigue así, acabará matándose —suspiró Charlie—. ¿Vas a dejar que lo haga?


—Hace mucho que no lo veo...


—Ese es el problema. Que cortaste con él y no puede superarlo.


—¿Y qué puedo hacer yo?


—Para empezar, decirle que lo has perdonado —contestó Henrietta—. Dime la verdad, Paula, ¿sigues enamorada de él?


—Sí.


—¿Y por qué no se lo dices? El está loco por ti. ¿Por qué no hacéis las paces?


—Lo conozco desde que teníamos trece años y nunca lo había visto así —añadió Charlie.


—Sólo tienes que llamarlo por teléfono —insistió Henrietta, apretando su mano—. Y la próxima vez que vayas a la casa de campo, podemos celebrarlo los cuatro.


Paula sonrió.


—¿Pedro os presenta a todas sus amigas?


—No —contestó Charlie—. Tú eres la primera, Paula.


Paula volvió a la tienda sintiéndose culpable. No tenía intención de ponerse en contacto con Pedro a pesar de todo.


—Toma tu chal, Angela, ya lo he terminado.


—¿Ya? Pero si es un milagro... ha quedado perfecto. ¿Cómo lo haces?


—¡Muy despacio!


—Pensé que no serías capaz —sonrió Luisa.


—Yo sabía que sí —rió Angela—. Tengo fe en la magia de mi amiga Paula Chaves.


El día de la boda amaneció frío y gris, pero por la tarde un tímido sol de febrero asomó en el cielo, como para darle la enhorabuena a Angela.


Felipe, normalmente un hombre muy tranquilo, estaba nerviosísimo, paseando de un lado a otro hasta que llegó la novia, radiante con su vestido blanco y su chal de encaje antiguo del brazo de su padre. Detrás la nieta de Felipe, preciosa con un vestido de terciopelo azul.


—Angela está elegantísima —susurró Helena, a su lado—. Ahora entiendo que quisiera llevar el chal.


La ceremonia había terminado y los novios iban por la mitad del pasillo cuando Paula descubrió a un hombre sentado al fondo de la iglesia... y se le cayó el bolso al suelo. Angela no le había dicho que hubiera invitado a Pedro.


En la puerta de la iglesia se sometieron a la tradicional sesión de fotografías y, cuando Paula consiguió ponerse al lado de Angela, le preguntó al oído:
—¿Por qué no me habías dicho que Pedro vendría a la boda?


—Se me olvidó.


—¡Serás capaz!


—No puedes enfadarte conmigo, soy la novia.


—¡Sonrían! —les indicó el fotógrafo.


Cuando terminó la sesión fotográfica y los novios se dirigían al salón en el que tendría lugar el banquete, Pedro se acercó a Paula.


—Hola.


—Hola. No sabía que ibas a venir.


—Angela me aconsejó que no te dijera nada. ¿De haberlo sabido habrías desarrollado una misteriosa enfermedad?


—¿Y estropearle el día a mi amiga? Ni muerta.


—Estás preciosa —dijo Pedro entonces.


—Gracias.


Paula llevaba el vestidito negro y, encima, una chaqueta de lana blanca que había comprado en la boutique de Christine Porter, el pelo recogido y un sombrero muy original con plumas.


—Tú también estás muy guapo.


Pedro sonrió, burlón.


—Tomas me ha pedido que te lleve al banquete. ¿Te importa?


—Pues... no, claro. Gracias. Estos zapatos no están hechos para caminar.


Durante el camino, no dijeron una palabra y Paula puso la radio para compensar la falta de comunicación. Cuando llegaron al hotel Ángel, donde tendría lugar el banquete, Paula sonrió a todo el mundo, charló con todo el mundo, bebió champán como si no pasara nada... se merecía un Oscar.


Felipe y Angela habían invitado a tan poca gente que parecía más una fiesta privada que una boda y Pedro tuvo que contestar muchas preguntas sobre cómo iban las obras de las salas de cine.


Por supuesto, Angela lo había sentado al lado de Paula pero, afortunadamente, al otro lado estaba Valeria, la hija de Felipe, una chica encantadora con la que Pedro parecía encontrarse muy cómodo.


Después del banquete, cuando Paula intentaba despedirse, Luisa y Helena quisieron convencerla para que tomase una copa.


—Pero si es muy temprano... Vamos a tomar una última copa en el bar, anda. A menos que tengas una oferta mejor, claro —sonrió Helena, mirando a Pedro.


—Quieres que te lleve a casa, Paula? —preguntó él—. Yo me marcho a Londres.


—¿Vuelves esta noche?


—Sí, me temo que sí.


—Pues entonces, te lo agradecería. Iba a llamar a un taxi.


Paula se despidió de todo el mundo y poco después estaba en el deportivo.


—Tengo que enviarle un regalo a Angela —dijo Pedro—. Pero necesito que me aconsejes.


—No sé, quizá algo para el jardín... pero será mejor preguntarle a Angela cuando vuelva del viaje de novios. Cuando me lo diga, te llamaré.


—¿Quieres decir que estás dispuesta a ponerte en contacto conmigo?


Paula no se molestó en contestar. Cuando llegaron a su casa, Pedro quitó la llave del contacto y salió tras ella.


—Será mejor que me invites a un café. De otro modo, todos los esfuerzos de Angela por hacer de Cupido no habrán servido de nada. ¿O debería decir hada madrina?


—Yo diría que ése es el papel de los Tremayne. Pero entra si quieres.


—¿Los Tremayne?


—Te lo explicaré mientras hago un café —suspiró Paula, sacando las llaves.


—No quiero café. Quiero saber qué pasa con los Tremayne —insistió Pedro.


—Henrietta y Charlie estuvieron aquí. Estaban muy preocupados por ti.


El dejó escapar un suspiro.


Ellos, mi madre... Pero parece que el esfuerzo de los Tremayne no ha dado resultado.


Paula se encogió de hombros.


—No les prometí nada. Además, hace tiempo que no nos vemos. Pensé que... habrías seguido con tu vida.


—¿Ah, sí? En fin, tú dejaste claro que nada de lo que dijera o hiciera te haría cambiar de opinión, de modo que supongo que sería lo mejor.


—¿Por qué has venido a la boda de Angela, Pedro?


—Porque ella me invitó. No quería estropearle el día.


Paula levantó una ceja.


—¿Y por qué iba a estropearle el día tu ausencia?


—Me envió una nota, diciendo que le gustaría que su amiga Paula tuviese un acompañante el día de su boda. Aunque tú no quisieras.


De modo que no había ido esperando una reconciliación, pensó Paula.


—Ha sido un detalle que encontrases tiempo para venir.


—Sí, bueno, será mejor que me vaya —suspiró él. Pero cuando abría la puerta del coche empezó a nevar; unos copos enormes, acompañados de un viento que los lanzaba por todo el jardín.


—Es una tormenta de nieve —murmuró Paula.


—Eso parece.


—No puedes conducir con este tiempo. Será mejor que te quedes a dormir aquí... no te preocupes, no voy a intentar seducirte.


—No se me habría ocurrido —contestó él—. Ya no saco conclusiones precipitadas.


Sus ojos se encontraron un momento.


—Puedes dormir en la habitación de invitados.


—Gracias —sonrió Pedro.


—Pero es temprano, vamos a comer algo, tengo hambre.


—Has comido tan poco en el banquete que no me sorprende. Supongo que mi presencia es lo que te ha quitado el apetito.


—En absoluto. Es, que no me gusta cómo hacen el salmón en el hotel Ángel. A mí me gusta a la menta. Pero es un secreto, no se lo cuentes a nadie —sonrió Paula.


—No lo haré.


Sintiéndose un poco más cómoda, Paula lo invitó a entrar.


—Podrías encender la chimenea mientras yo me cambio de ropa y preparo unos sándwiches.


—Muy bien —dijo Pedro.


Paula no sabía si alegrarse por aquel giro inesperado del destino que la había unido con Pedro Alfonso de nuevo o si debía estar preocupada. Cuando lo vio en la iglesia, su corazón se detuvo durante una fracción de segundo. Estaba convencida de que había ido a verla.., incluso preparó un pequeño discurso para dejarle claro que su misión no tendría éxito.


Pero Pedro había ido por otras razones. Pensaran lo que pensaran los Tremayne, trabajaba mucho porque le gustaba hacerlo, porque era su obligación o por otras razones. No porque estuviera loco por Paula Chaves.