lunes, 14 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 12





Durante el resto del día estuvieron vagueando por la casa, comiendo, haciendo el crucigrama del periódico... una actividad que Pedro encontraba tan agotadora que exigió hacerla en la cama.


—Pensé que querías descansar —jadeó Paula mientras le quitaba la ropa.


—Te deseo, Paula Chaves. ¿Tú me deseas a mí?


—Sí.


Y se dejó llevar por lo que Pedro Alfonso consideraba una «siesta».


El lunes nunca había sido el día favorito de Paula y, después de la actividad del fin de semana, habría dado cualquier cosa por poder meterse en la cama cuando llegó a Gresham Road.


Pero tuvo que ponerse a trabajar porque la proximidad de las fiestas de la ciudad significaba un aumento en la demanda de vestidos de noche. Y se alegraba. Pero no por el dinero, sino porque así tendría menos tiempo para pensar en Pedro.


El próximo sábado no podrían verse porque él tenía que irse en viaje de negocios y el siguiente Paula tenía que organizar un baile benéfico para el ala de pediatría del hospital.


—Mantener una relación con usted, señorita Chaves, es más complicado de lo que había creído —le dijo Pedro, amargamente.


—Lo mismo digo, señor Alfonso.


Sabiendo que estarían tres semanas sin verse, Pedro se había despedido con un beso tan apasionado que, en otras circunstancias, los habría enviado de nuevo al dormitorio. En lugar de eso, llevó su maleta al coche, volvió a besarla y la despidió con la mano mientras se perdía por la carretera.


A Paula le costaba volver a su vida normal, a la organizada vida que llevaba antes de que Pedro Alfonso apareciese en escena. Iba a las reuniones de la Cámara de Comercio, a conciertos y a las obras de teatro que organizaba la compañía local de repertorio, pero lo más importante de la semana eran las llamadas de Pedro.


La única persona que lo sabía era Angela que, como había prometido, no se lo contó a nadie.


—Pero cualquiera que sea un poco perceptivo se dará cuenta —le dijo su amiga—. Te brillan tanto los ojos que le he dicho a Luisa y Helena que estabas tomando vitaminas.


Paula soltó una carcajada.


—Dímelo a mí. Luisa me ha pedido que le compre un frasco.


—¿Sería tan terrible que la gente lo supiera? —preguntó Angela—. Has tenido otras aventuras.


—Pero en Londres, no aquí.


La localización de las aventuras no había evitado que le rompieran el corazón, pero había sido algo privado, al menos. Allí, en su ciudad natal, sería muy diferente.


Si la gente se enteraba de que estaba saliendo con Pedro Alfonso, no dejarían de comentar. Sobre todo, cuando la relación terminase.


Y lo haría, tarde o temprano.


Poco después, la ampliación del local estaba terminada y Paula firmó el nuevo contrato de alquiler.


—Felipe Lester es un organizador nato —le dijo a Pedro por la noche—. Y con la ayuda de Tom Bennett y Andy Collins, hemos hecho la mudanza en nada de tiempo. Gracias a mi maravilloso casero, Arreglos Paula ha vuelto a su sitio.


—Una pena que no puedas darle las gracias a tu casero como se merece —suspiró Pedro.


—Una gran pena, sí.


—Queda mucho tiempo hasta que volvamos a vernos... Ah, por cierto, te he enviado una llave. Puedes entrar aunque yo no esté.


—Gracias... así podré tener la cena preparada.


—Me da igual la cena. Sólo me interesas tú. Mientras tanto, ten cuidado en ese baile al que insistes en ir.


—No insisto, es que tengo que ir. Soy la tesorera.


—¿Ah, sí? Pues si consigues que Angela se quede en la tienda el sábado, estaré encantado de darte un buen cheque para la causa.


El baile benéfico, en el que se recaudaban fondos para el ala de pediatría del hospital, era un gran evento que tenía lugar en el Guildhall, y consistía en una cena seguida de baile. 


Como tesorera del comité, Paula había invitado a Angela, Luisa y Helena y a sus parejas para que la acompañasen.


—No os preocupéis —le había dicho a su equipo—. Yo estaré encantada mirando mientras vosotros bailáis toda la noche.


Era la verdad. Si no podía estar con Pedro, prefería estar sola.


A causa del evento, las cuatro habían trabajado como locas para terminar los vestidos de noche que lucirían las señoras. 


Y ellas mismas.


—Nada mejor que un poco de promoción —sonrió Angela en el guardarropa, colocándose el vestido de seda color verde jade.


—La jefa está increíble —dijo Luisa—. Con ese tipazo, puede lucir cualquier vestido. Aunque deberías haberte dejado el pelo suelto, Paula.


Ella negó con la cabeza.


—Con este vestido, queda mejor el moño.


—Me encanta ese tono granate, pero yo prefiero el negro... disimula más la tripa —comentó Helena.


Se habían vendido todas las entradas y las mesas que había alrededor de la pista de baile estaban llenas de gente. Paula, inteligentemente, había reservado la más alejada de la orquesta para no acabar con dolor de cabeza.


Felipe Lester se llevaba bien con Tom y Andy, a pesar de la diferencia de edad y, al comprobar su devoción por Angela, Paula se sintió orgullosa de sí misma por haber persuadido a su amiga para que fuese al hotel Ángel. Además, si no hubiera insistido, jamás habría conocido a Pedro Alfonso.


Pensando en él, se quedó tan ensimismada que se sobresaltó cuando Angela le dio un codazo.


—Mira quien acaba de llegar.


Paula levantó una ceja al ver a Jorge y Daphne Morrell sentándose a la mesa de los dignatarios, con sus hijitos.


—Es una muestra de solidaridad familiar para el pobre Dan después del episodio del incendio. Pobre chico, se nota que no quiere estar aquí.


—Y Patricio tampoco —susurró Angela—. Tu ex no parece muy contento.


—¿Me he perdido algo? —preguntó Felipe.


—Acaba de llegar un ex novio de Paula.


—¿Sólo hay uno?


—Probablemente, habrá algún otro pretendiente por ahí —apuntó Andy Collins—. Todos los chicos se enamoraron de ella en el colegio, pero Paula siempre estaba estudiando. Tom y yo íbamos un par de cursos por delante, pero mi hermano pequeño estaba loco por ella.


—¿Ah, sí? ¡Yo no sabía nada! —rió Paula.


Como estaba sentada de espaldas a los Morrell, Angela la mantuvo informada durante la cena.


—Patricio no deja de mirarte.


—No me extraña, con este vestido... —murmuró ella. Ojalá Angela lo hubiese dejado menos escotado en la espalda.


En cuanto la gente empezó a dirigirse a la pista de baile, un joven se acercó a la mesa.


—¿Quiere bailar conmigo, señorita Chaves? —le preguntó Daniel Morrell.


—Encantada —sonrió ella, sorprendida.


Era un poco más alto que su hermano y podía mirarla a los ojos mientras bailaban. Pero temblaba ligeramente mientras daban vueltas por la pista, con pasos medidos que, obviamente, había aprendido de memoria. Paula casi podía oírlo contar mentalmente: un, dos, tres, un dos, tres...


Para tranquilizarlo, le preguntó qué tal iban los estudios y él contestó que quería ser abogado.


—Me alegro por ti. Estarás muy guapo con la peluca y la toga.


Al pasar cerca de la mesa de los Morrell, se percató de que Patricio no dejaba de mirarla.


—Pero para eso tendré que estudiar mucho... Ay, perdone, la he pisado. Esto se me da fatal.


—Lo haces muy bien —le aseguró Paula.


—¿Qué tal su jardín?


—Estupendo. Mucho mejor que antes.


—Podría ir el domingo para echarle una mano —sugirió Daniel.


—Es muy amable por tu parte, pero en esta época del año es mejor no podar los arbustos.


—Entonces, iré en primavera, cuando empiece a crecer la hierba —sonrió el chico, que se apartó al terminar la canción—. Muchas gracias, señorita Chaves.


—De nada.


—¿Más vino, Paula? —preguntó Felipe cuando volvió a su mesa.


—Agua, por favor.


—Los padres de Daniel se han quedado de piedra —le informó Angela.


—No podía negarme a bailar con el chico. Aunque espero que no vuelva a pedírmelo... me ha pisado dos veces.


Pero fue Patricio quien se acercó.


Paula bailó con el hombre del que había estado enamorada una vez, pero lo único que sentía era un deseo abrumador de que terminara la música para volver a su mesa.


—¿A qué estás jugando? —le espetó Patricio, furioso.


—¿Perdón?


—Deja a Dany en paz. ¿De acuerdo?


Ella lo miró, atónita.


—Ha sido tu hermano quien me ha invitado a bailar.


—Le obligaste a arreglar tu jardín...


—Supongo que a tus padres les parecerá mejor eso que verlo en los tribunales.


—La venganza es dulce, ¿verdad? —murmuró Patricio, entre dientes.


Tenía que levantar la cabeza para mirarla a los ojos, pensó ella, un poco malévola. Porque aquella noche llevaba unos tacones de diez centímetros.


—¿La venganza? Tu madre me ofreció dinero para que no lo denunciase. No lo acepté, pero hubo un incendio que afectó a mi negocio, por si no te acuerdas. Y Dany es uno de los responsables.


—¿Mi madre te ofreció dinero? —repitió él, sorprendido.


—A mí también me sorprendió. En el pasado, no solía tener a mano el dinero que le debía a mi madre.


Patricio se puso pálido.


—No puedo arreglar eso. Pero si me das una oportunidad, haré lo que pueda para compensarte por mi comportamiento...


—No puedes hacer nada, Patricio. Nunca más —lo interrumpió ella, despidiéndose en cuanto terminó la canción.


Cuando volvió a su mesa, Tomas estaba muerto de risa.


—Será mejor que me reserves el siguiente, Paula. Porque el próximo en invitarte a bailar podría ser Jorge Morrell.


—¡No se atreverá! —rió ella. Y luego levantó una ceja al ver que todos se habían quedado callados—. ¿Qué pasa?


Paula se volvió y comprobó, incrédula, que Henry Mason, uno de los concejales del Ayuntamiento, se acercaba a su mesa en compañía de Pedro Alfonso.


—Buenas noches a todos. Os presento a Pedro Alfonso, de Alcom. El señor Alfonso ha ofrecido un donativo para el ala de pediatría del hospital, Paula. Y yo he sugerido que le diese el cheque a nuestra tesorera.


—Qué buena idea —dijo la tesorera, con una sonrisa en los labios—. Siéntese con nosotros, señor Alfonso.





domingo, 13 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 11




Después de comer, Paula suspiró mientras paseaban a la orilla del lago. Hablaron sobre muchas cosas, lo que habían hecho esas semanas, cómo iba la ampliación del local... 


Poco después, Pedro señaló una casa enorme lo lejos.


—Es de mi casero. Toda esta finca es suya. Me vendió el establo, pero con la condición de que no hiciera obras y que volviera a vendérselo cuando me cansara de él.


—¿Y vas a hacerlo?


—Ahora mismo, no. Pero supongo que algún día tendré que venderla. No es un sitio adecuado para una familia con niños.


Paula lo miró, atónita, y él soltó una carcajada.


—No, no hay ningún pequeño Alfonso todavía, pero algún día quiero formar una familia.


—Ahora mismo me apetecería ese té que has mencionado antes —murmuró ella, sin mirarlo—. Por cierto, se me ha olvidado preguntar por la cena. ¿Quieres que cocine yo?


Pedro negó con la cabeza.


—He ido al mercado. Cuando le dije a mi madre que venía con una amiga, ella me recordó que aquí no se puede pedir comida por teléfono.


—¿Le has hablado de mí?


—Sólo sabe tu nombre. Además de insistir en que quiere tener nietos, mi madre no se mete mucho en mi vida amorosa... probablemente porque nunca he llevado a ninguna mujer a casa.


—¿Ha habido muchas? —preguntó Paula.


—Depende de cuántas te parezcan muchas —se encogió Pedro de hombros—. El número es irrelevante, porque nunca he estado enamorado. ¿Y tú?


—Yo sí.


—¿De Morrell?


Paula asintió.


—Y antes de él, cuando trabajaba en Londres, hubo un hombre llamado Richard Manners. Pero duró poco —contestó mientras Pedro entraba en la casa para encender las luces.


—Entra, tienes carita de frío. Siéntate frente a la chimenea, voy a hacer un té.


Paula sonrió mientras se dejaba caer en el sofá. Habría preferido que Pedro no mencionara su vida amorosa, que no le hiciera preguntas sobre la suya. Aunque no dejaría que eso le estropeara el fin de semana.


—Estás muy pensativa —comentó después, apartando el león alado para colocar la bandeja.


—Qué rápido.


—Hacer té no es muy difícil —sonrió Pedro, ofreciéndole una galleta.


—No, sólo té. He comido mucho.


—No habrán sido mis preguntas lo que te ha quitado el apetito, ¿verdad?


—No, no...


—Entonces, háblame de ese tal Richard Manners.


—¿Tengo que hacerlo?


—No es una obligación —contestó él—. Pero si estuviste enamorada de él... siento curiosidad.


Paula tomó un sorbo de té antes de contestar:
—Tuve novios en la universidad, por supuesto, pero cuando conocí a Richard me enamoré a primera vista. Era mucho mayor que yo, muy inteligente, muy divertido. Decía que me adoraba y, como yo era tan ingenua entonces, me lo creí. Durante un mes creía que estaba en el séptimo cielo. Y luego la esposa que había olvidado mencionar volvió a casa desde Nueva Zelanda y se acabó. Fin de la historia. Yo no quería un marido propio y menos el marido de otra.


Pedro besó su mano tiernamente.


—¿Y luego conociste a Morrell?


—Mucho más tarde. Después de cortar con Richard, me dediqué a salir con mis amigos, pero cuando conocí a Patricio se acabó. El se negaba a compartirme con nadie.


—¿Por eso rompiste con él?


Paula apartó la mirada.


—Haces muchas preguntas, amiguito.


—¿Y cómo voy a conseguir respuestas?


—Patricio y yo nos separamos cuando yo dejé mi trabajo en Londres para cuidar de mi madre —suspiró ella.


Pedro arrugó el ceño.


—¿Aunque estabas enamorada de él?


—Mis sentimientos habían cambiado mucho para entonces.


—¿Es Morrell la razón por la que no has vuelto a salir con nadie?


Paula se encogió de hombros.


—Durante el primer año, estaba demasiado ocupada como para pensar en hombres. Y cuando mi madre murió, intenté olvidar mi pena trabajando sin descanso. No tenía interés por los hombres y los de mi ciudad natal me interesaban bien poco.



—Pues he tenido suerte entonces, ¿no? ¿Por qué aceptaste cenar conmigo esa noche?


—Porque me caíste bien —contestó ella—. Y sigues cayéndome bien.


Pedro la besó, pero luego se apartó, suspirando.


—Si vuelvo a hacerte el amor, pensarás que eso es todo lo que quiero de ti.


—Sé muy bien que no es así. Me has pedido que venga para que te haga la cena.


Por acuerdo tácito no volvieron a mencionar el pasado. 


Cenaron en el salón mientras veían una película y, una hora más tarde, Pedro se levantó.


—Sigamos viéndola en la cama.


Paula lo siguió por la escalera, preguntándose qué debía ponerse para ver la televisión en la cama. Con Patricio, la cama era un sitio para hacer el amor, exclusivamente. El era un alma inquieta que consideraba que una noche en casa era una pérdida de tiempo porque las noches había que aprovecharlas cenando fuera, en el teatro, en el cine, de copas... Se acostaban muy tarde, pero se levantaban temprano, como exigía su trabajo y, mirando hacia atrás, una de las cosas que más recordaba de esa relación era una constante sensación de fatiga.


Pedro encendió la televisión y luego resolvió el problema tirándola sobre la cama sin darle tiempo a cambiarse.


—¿Qué sueles hacer cuando vienes a pasar el fin de semana? —preguntó Paula.


—Vengo muy poco y siempre intento no hacer nada. Y nunca he venido con nadie, por cierto.


Paula sonrió, encantada. Se había preguntado con cuántas mujeres habría dormido en aquella cama. Los celos eran algo nuevo en su vida, pero habían aparecido de repente... al pensar eso sintió un escalofrío.


Pedro la abrazó entonces.


—Vamos a metemos en la cama, cariño.


Un segundo después estaban desnudos bajo las sábanas, uno en brazos del otro.


—No te muevas. Deja que te haga el amor...


Durante unos minutos, Paula hizo lo que pudo, pero pronto le resultó imposible permanecer inmóvil mientras la boca de Pedro viajaba por cada centímetro de su cuerpo. Al final, impaciente, desesperada por sentir el peso de su cuerpo, clavó las uñas en su espalda, una indicación que él entendió enseguida.


Después, se ducharon juntos, cenaron a la luz de las velas e hicieron el amor de nuevo antes de irse a dormir.


Era muy tarde cuando Paula despertó, al sentir las seductoras caricias de su amante, y más tarde cuando bajaron a la cocina. Pedro fue al pueblo mientras ella hacía huevos revueltos y beicon para desayunar. Cayeron sobre el desayuno como lobos cuando él volvió con el periódico.


—Debe ser el aire del campo —rió Paula, poniendo más pan en el tostador.


—No creo que eso sea todo —sonrió él—. ¿Cuándo podremos hacer esto otra vez? Me refiero a vernos, no a la actividad que te ha abierto el apetito.


—No es fácil para mí. No puedo pedirle a Angela que vuelva a trabajar el sábado... especialmente ahora que está saliendo con Felipe.


—¿Y qué sugieres?


—Sugiero que disfrutemos de lo que tenemos ahora mismo y dejemos los planes de futuro.


—Yo disfrutaría mucho más si supiera que iba a repetirse pronto. ¿Te disgusta conducir de noche? —preguntó Pedro abruptamente.


—No, claro que no.


—Entonces, la solución es muy simple. Ven aquí el sábado, cuando cierres la tienda. Podrías llegar a tiempo para la cena.


Paula sabía que era así, pero su orgullo le exigía que fuera Pedro el que se trasladase para verla.


—Podría, pero llegaría muy tarde.


—Si estuvieras muy cansada, podríamos irnos directamente a la cama —sonrió él—. No te preocupes, antes te haría la cena.


—Si viniera...


—¡Si vinieras!


—Muy bien, cuando venga, traeré la cena hecha.


—Y el domingo comeremos en algún pub. Pero hoy no, hoy te quiero para mí solo.


—De todas formas, es muy tarde para ir a comer a ningún sitio.


Fuera estaba lloviendo, pero dentro hacía un día maravilloso para Paula. Se quedaron frente a la chimenea, leyendo el periódico y comentando las noticias...


Pedro sonrió mientras le mostraba la fotografía de una modelo con su fotogénico hijo.


—Mira qué guapo.


—La madre también es guapa.


—Lo niños no son lo tuyo, ¿verdad?


—No soy muy maternal, no.


—¿No quieres tener hijos?


Paula apartó la mirada.


—Como ya te he dicho más veces, haces demasiadas preguntas.


El la miró un momento, pensativo, y luego le dio un beso en la nariz.