sábado, 12 de noviembre de 2016
AVENTURA: CAPITULO 8
Hay algo muy erótico en escapar de tu casa de madrugada —murmuró Pedro cuando por fin se despedían—. Te llamaré esta noche.
Paula saltó de la cama después de un par de horas de sueño, se metió bajo la ducha hasta que consiguió espabilarse y luego, con desgana, se puso a trabajar. La cocina debía estar inmaculada y toda señal de su turbulenta noche borrada del dormitorio y del cuarto de baño antes de vestirse y ponerse la pintura de guerra.
—Pareces un poco cansada esta mañana, jefa —observó Angela, la primera en llegar—. ¿Qué tal la cena? ¿Le gustó a nuestro nuevo casero?
—Desde luego que sí —contestó Paula.
—¿Piensas volver a verlo?
—Vuelve a Londres esta mañana...
—No te he preguntado eso.
Paula levantó las manos en señal de rendición.
—Muy bien, muy bien. Hemos quedado en vernos dentro de dos semanas... pero sólo si tú te ocupas de la tienda el sábado.
—Claro que sí —dijo Angela, impaciente—. ¿Va a volver por aquí?
—No. He quedado con él en su casa de campo.
—¿Ah, sí? ¿Dónde está?
—No estoy segura... en Hertfordshire.
La llegada de las otras puso fin a la charla y Paula estuvo trabajando sin descanso toda la mañana.
Cuando fue a una empresa de reformas que había contratado en el pasado, y que también estaba en la lista de Pedro, se sorprendió al saber que Frank Crowley ya había recibido instrucciones de Alcom para darle un presupuesto.
Y sonrió, triunfante, mientras le enseñaba a Angela, Luisa y Helena los planos de la ampliación del local.
—Tendremos un probador estupendo y espacio para todo.
—¿Cuándo estará listo, jefa? —preguntó Helena impresionada.
—Según Frank Crowley, muy pronto. El nombre de Alcom es como una varita mágica.
—Me encanta que vayan a construir salas de cine en la ciudad —dijo Luisa—. Ya no tendré que conducir durante horas para que mis niños vean una película de Disney.
—Hablando de niños... es hora de irte —sonrió Paula, mirando el reloj.
—Supongo que es Pedro el que mueve la varita mágica —dijo Angela cuando las otras se marcharon.
—Sí, pero prefiero que nadie sepa que estoy saliendo con él
.
—No diré una palabra —sonrió su amiga, llevándose una mano al corazón—. Ni siquiera a Felipe.
—Gracias. Como le dije a Pedro, los murmuradores podrían decir que he conseguido el local porque me acuesto con él. Según muchos, sólo conseguí el primero por acostarme con Patricio Morrell.
—Mira el lado bueno del asunto —rió Angela—. Podrían haber dicho que lo conseguiste acostándote con su padre.
Paula soltó una carcajada. Más tarde, con una taza de café en la mano, entró en el estudio para revisar unos papeles.
Pero antes de empezar, se sentó en el sofá. No podría empezar a trabajar antes de que Pedro la llamase.
Eso la preocupaba un poco. Hacer el amor con él había sido tan sublime que aún temblaba al recordarlo. Pero enamorarse de él... o de cualquier otro hombre, no entraba en sus planes. Ya había pasado por ahí y no tenía intención de arriesgarse a que le rompieran el corazón de nuevo.
Pero cuando sonó el teléfono, su corazón dio un vuelco al oír la voz de Pedro.
—¿Qué tal va todo, Paula?
—Muy bien. ¿Tú qué tal?
—Cansado. La autopista estaba colapsada y luego he tenido montones de reuniones —suspiró él—. Y por culpa de mi evidente fatiga, además, alguien ha sugerido que para próximos viajes delegue en otros ejecutivos de la firma.
—¿Y cómo has respondido tú?
—Me estiré todo lo que pude e informé a todo el mundo de que si quería revisar un proyecto personalmente, fuera el que fuera y en cualquier momento, iba a hacerlo.
—Muy bien. ¿Se pusieron a temblar?
—Por supuesto. A partir de mañana, la gente tendrá mucho cuidadito antes de abrir la boca.
—¡Déspota!
—Hay que usar el látigo de vez en cuando. Mi padre se ha quedo impresionado, por cierto. Y ahora, cuéntame tú. ¿Has ido a ver a Frank Crowley?
—Claro que sí. El nombre de Alcom hizo que se pusiera en acción de inmediato. Naturalmente, quiere quedar bien contigo para futuras obras.
—Si lo hace bien, ningún problema. Dije que me mande el presupuesto lo antes posible.
—Lo ha hecho esta misma noche. Y su cuñado, el electricista, también.
—Así todo queda en familia. ¿Qué estás haciendo ahora mismo?
—Estaba a punto de irme a la cama. Y tú deberías hacer lo mismo. Si no, mañana acabarás gritándole a todos tus empleados.
—Ahora mismo no estoy pensando en mis empleados, Paula—dijo él con voz ronca—. Lo de anoche fue tan emocionante que me va a parecer una eternidad hasta que vuelva a verte. Aunque no pienso llevarte a la cama en cuanto entres en mi casa, claro.
—¿Quieres que antes te haga la cena? —rió ella—. Además, no puedo ir a tu casa porque no sé dónde está.
—Ah, es verdad. ¿Tienes un papel?
Paula anotó la dirección y las indicaciones para llegar hasta su casa, sorprendida al descubrir que sólo sería una hora de viaje.
—¿Por qué elegiste Hertfordshire?
—Porque tengo amigos que viven por allí. Me enamoré de la casa nada más verla y ahora es mía. Te gustará, estoy seguro.
Probablemente le gustaría, pensó Paula después, mientras encendía el ordenador. Pero si tuviera un poco de sentido común se alejaría de Pedro Alfonso y su casa de campo antes de que se enamorase de los dos.
Pero ella era una mujer adulta, se recordó. De modo que podía mantener una aventura con un hombre, aunque fuese un hombre como Pedro, sin dejar que sus emociones se descontrolasen. Durante los últimos tres años no había habido ningún hombre en su vida por decisión propia. Pero ahora que Pedro Alfonso había aparecido en escena, sería una tontería decirle que no. Además, le gustaba la idea de tener un amante secreto. Era un arreglo perfecto: verse de vez en cuando en su casa de campo era mucho más excitante que vivir con él o salir con él a diario.
A la mañana siguiente, Paula estaba trabajando cuando Angela fue a decirle que la esperaban abajo.
—¿Quién es?
—La señora Morrell.
Paula levantó los ojos al cielo.
—¿Y qué demonios quiere?
—No me lo ha dicho. La he dejado esperando en el salón. Hace mucho frío, pero pensé que no la querrías en tu estudio —contestó Angela.
—Has hecho bien. Dile que bajo enseguida —suspiró Paula.
Buscó un carmín de labios a juego con su jersey rosa y reemplazó los mocasines por unas botas negras de tacón antes de enfrentarse con una mujer que le disgustaba por más razones de las que Angela conocía.
Cuando abrió la puerta del salón, su visitante, bajita, gordita y con un traje carísimo, la miró con gesto aprensivo.
—Buenos días —la saludó Paula—. ¿Qué desea, señora Morrell?
—Buenos días. Sé que debería haber llamado antes de venir, pero pensé que si avisaba de mi llegada se negaría a verme.
—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó Paula, señalando un sillón de brocado—. Siéntese, por favor.
—No, gracias. He venido para hablar de... Daniel.
—¿Su hijo? ¿Y qué tengo yo que ver con Daniel?
—Lo sabe perfectamente —contestó la señora Morrell—. Estos últimos días estaba muy nervioso y, al final, me ha contado que usted lo vio corriendo por la calle Stow la noche del incendio.
Paula no dijo nada.
—Había otros chicos con Daniel. No es justo que él se lleve todas las culpas —siguió la señora Morrell, angustiada—. Quiero saber si piensa denunciarlo.
—¿Y si lo hago?
—Dígame cuánto costaría que cambiase de opinión.
Esas palabras quedaron colgadas como bloques de hielo en la helada habitación.
—¿Ha venido a sobornarme? —exclamó Paula, incrédula.
—Yo no diría eso...
—¿Y qué diría que es esto entonces?
Daphne Morrell sacó un talonario del bolso.
—Dígame su precio.
—O sea, que ha venido a comprarme. ¿Su marido sabe algo de esto? Sí, claro, seguramente ha sido idea suya. Pensó que usted tendría más suerte...
—¡Desde luego que no! El no debe saber que he venido —la interrumpió Daphne Morrell, poniéndose colorada—. Por favor, señorita Chaves, se lo suplico. Daniel es un crío y yo no podría soportar verlo en un juicio... Si usted fuese madre, lo entendería.
Apretando los labios, Paula miró a su visitante un momento y después se dio la vuelta.
—Guarde el talonario, señora Morrell. Estoy muy ocupada y debo pedirle que se marche.
—¿Va a denunciar a mi hijo a la policía? ¿Por qué? ¿Porque yo no aprobaba su relación con Patricio?
—No —contestó Paula—. Pero eche la mirada atrás... hace unos años, cuando yo tenía la edad de Daniel. En esos días, no sacaba usted el talonario tan deprisa cuando le llevaba la ropa que mi madre copiaba del Vogue y otras revistas de moda, ¿recuerda? Nos hacía esperar semanas antes de pagar las facturas.
La mujer hizo una mueca, pálida.
—¿Y ésta es su venganza?
—Desde luego que no. No creo que un hijo deba sufrir por los pecados de sus padres.
—¡Gracias a Dios! Se lo agradezco muchísimo...
—No tan deprisa, señora Morrell —la interrumpió Paula—. Antes quiero tener una charla con Daniel. Dígale que venga a verme.
—No entiendo para qué —replicó la otra mujer. Pero al ver su gesto decidido, tuvo que capitular—. Muy bien, de acuerdo.
—Dígale que venga esta tarde a las seis... solo, por favor.
Daphne Morrell la miró, sorprendida.
—Su madre era una mujer tan pequeña, tan frágil. No se parece en absoluto a ella.
—Me parezco a mi padre, que era policía —replicó Paula, con orgullo—. Mi parecido con él era un consuelo para mi madre. Buenos días, señora Morrell.
Daniel Morrell era un chico moreno, guapo, tan parecido a su hermano que Paula sintió cierta aprensión al verlo.
—Hola, soy Dan Morrell. Mi madre me ha dicho que quería verme, señorita Chaves—murmuró, cortado.
Estaba nervioso. Estupendo.
—Buenas tardes. Entra, por favor.
Había pensado llevar al chico al salón, pero parecía tan asustado que decidió ir al estudio.
—Siéntate.
Dan se sentó al borde del sofá, pero ella se quedó de pie frente a la chimenea, usando su estatura para intimidarlo.
—¿Fuiste tú quien tiró los petardos en la calle Stow?
—Fue un accidente, señorita Chaves. Compramos un montón de petardos para hacer una fiesta en casa de un amigo, pero su padre no nos dejó tirarlos en el jardín y no se nos ocurrió otro sitio...
—Y los tirasteis detrás de las tiendas.
—Pero estábamos muy lejos, en serio, señorita Chaves. Yo no sé cómo pasó... no lo hicimos a propósito, de verdad. Tomamos precauciones —explicó el chico, pasándose una mano por el pelo— pero uno de los petardos debía estar defectuoso.
—Y salisteis corriendo.
—No estoy orgulloso de eso... además, fui yo quien llamó a los bomberos en cuanto vimos el fuego.
—Eso dice algo en tu favor, supongo —suspiró Paula—. Le he dicho a tu madre que no iba a denunciarte a la policía, Daniel, porque no creo en las cabezas de turco. Si había otros chicos contigo, lo justo es que todos carguéis con la culpa.
—Éramos varios, pero sólo yo tropecé en la farola. Usted me vio sólo a mí y lo justo es que yo cargue con esto. No voy a dar nombres.
—¿Cuántos erais?
—Otros tres más.
—Ya veo —Paula lo miró, en silencio—. Muy bien,
D’Artagnan, veo que estás dispuesto a defender a los tres mosqueteros. ¿Has leído a Dumas?
—No, pero he visto la película —contestó Daniel, con una sonrisa tímida—. Bueno, ¿y qué va a pasar ahora?
—Vuelve mañana a las seis y te diré cuál es mi decisión.
AVENTURA: CAPITULO 7
Antes de que pudiera cambiar de opinión, se inclinó hacia delante para rozar sus labios. Pedro se puso tenso un momento y luego la tomó en sus brazos, besándola con una pasión que ella podía sentir en su interior subiendo y bajando como el mercurio de un termómetro. Paula le devolvió el beso con fervor, sin inhibiciones, y vio que los tendones de su cuello se ponían tensos. Eso le advertía que, de un momento a otro, Pedro querría llevarla a la cama.
Cuando la sentó sobre sus rodillas, notaba su erección bajo los pantalones, mientras con la lengua la llevaba hasta un punto en el que casi podría hacer lo que él le pidiera... casi.
Abruptamente, Paula se apartó. Estaba tan nerviosa que dio un salto cuando uno de los troncos se partió, lanzando chispas por todas partes. Pero aprovechó la interrupción para echar más leña y se quedó un momento frente a la chimenea, intentando controlar los furiosos latidos de su corazón.
Cuando por fin se volvió, Pedro estaba de pie, con los brazos abiertos y, sin vacilación, Paula se echó en ellos.
—¿Por qué has cambiado de opinión?
—Te reirías si te lo cuento.
—Prueba a ver.
—He vivido una vida de reclusa desde que volví aquí. Eres el primer hombre que entra en mi casa... por no hablar de mi dormitorio.
Pedro levantó su barbilla con un dedo.
—Entonces, ¿por qué me pediste que me quedara la primera noche?
—Confié en mi instinto. Estaba segura de que no ibas a malinterpretar la invitación.
—Y no lo hice.
—No, es cierto —suspiró Paula—. Mira, a mí me falta práctica en esto... la verdad es que, de repente, me dio miedo. Además, mi dormitorio estaba hecho un desastre y el cuarto de baño... Puede que te parezca una tontería, pero...
Pedro soltó una carcajada.
—Paula, no hay un solo hombre en este planeta al que le importe en qué estado se encuentra un dormitorio mientras haya una mujer en él. Y no tendría que haber dormitorio siquiera, el suelo es suficiente.
—¡Un poquito peligroso con la chimenea encendida!
—Cierto. Y, como lo último que necesito ahora mismo es más calor, seguiremos en el sofá. Porque quiero contarte un par de cosas...
—¿No me digas que estás casado?
—No, por favor. No me insultes, Paula —suspiró él—. Si estuviera casado, no estaría aquí.
—Muy bien, muy bien, no te ofendas. ¿Qué ibas a confesarme?
—A explicar, no a confesar.
—Dime —murmuró ella, dejándose caer en el sofá.
—Hay una placa en la puerta de mi despacho que dice: Director. Ese grandioso título significa que, en condiciones normales, no me involucraría personalmente en la compra de unos terrenos. En Alcom hay otras personas que se dedican a eso.
—¿Y por qué estás aquí?
Pedro se encogió de hombros
.
—Mi padre me hizo director de la empresa demasiado pronto, en mi opinión. No me malinterpretes, me gusta mi trabajo, pero... a veces siento deseos de dejarlo todo. Este proyecto apareció en un momento en el que me sentía particularmente inquieto y por eso decidí venir. Pero esa primera noche, en el hotel Ángel, estaba aburrido y enfadado por no haber enviado a alguien... Y entonces, una mujer guapísima apareció en el bar...
—No estaba precisamente guapísima. Intentaba pasar desapercibida, ¿recuerdas?
—Aunque lo intentes, no podrías —sonrió Pedro—. El caso es que, cuando dije que volvía aquí, hubo algunos murmullos en el consejo de administración. Debería haber venido uno de los ejecutivos, no yo.
—¿Y por qué has venido?
—Tú sabes la respuesta a esa pregunta. Quería verte otra vez, pero me ha costado un poco dejar mi despacho y puede que tarde algún tiempo en volver.
—Ah, ya entiendo.
Pedro volvió a sentarla sobre sus rodillas, mirándola a los ojos.
—Pero volveré, te lo aseguro. Mientras tanto, no conquistes a nadie. Esta noche hemos empezado algo y, tarde o temprano, lo terminaremos —murmuró, buscando sus labios.
Paula musitó algo y él apartó la cabeza, incrédulo.
—¿Qué has dicho?
—Que vamos a terminarlo esta noche.
Pedro se levantó de un salto y ella soltó una risita nerviosa.
Qué idiota, se dijo. Nadie olvidaba cómo hacer el amor.
El se detuvo un momento en el pasillo para besarla de nuevo y luego la empujó hacia la escalera. Con el corazón acelerado, Paula subió los escalones de dos en dos hasta el dormitorio.
—Al menos, la cama está hecha —rió, quitándose los zapatos. Pedro la tumbó sobre el edredón, sin dejar de besarla.
—Cariño, estás temblando.
—Miedo escénico. Ha pasado mucho tiempo...
El acarició tiernamente su mejilla, sonriendo.
—Es como montar en bicicleta, no te preocupes.
—¡Y dicen que el romanticismo ha muerto!
—No tienes que hacer esto, Paula.
—¿Tú no quieres hacerlo?
—¿Qué clase de pregunta es ésa? —murmuró Pedro, apretándola contra su erección.
Pero eso no era precisamente un antídoto para los nervios.
«Soy una mujer madura», se decía Paula a sí misma. Había hecho eso antes. Pero aquella vez, con aquel hombre, sabía que sería diferente.
—Yo también quiero hacerlo.
El trazó la curva de sus labios con la lengua, mordiendo suavemente el labio inferior. Y siguió besándola hasta que los dos estuvieron sin aliento. Luego se quitó los pantalones de un tirón, pero cuando Paula intentó incorporarse, la sujetó.
—No, deja que te desnude yo.
La estrechó entre sus brazos, metiendo la mano por debajo del jersey, susurrando una pregunta en su oído. Paula negó con la cabeza, apretándose contra él mientras le quitaba el jersey y el sujetador, casi en el mismo movimiento. Pedro se inclinó para besar sus pechos, pero ella se puso tensa cuando empezó a quitarle el pantalón.
—¿Qué pasa?
—Tengo una cicatriz.
Pedro le quitó los vaqueros y besó la pequeña cicatriz sobre el triángulo de seda roja. Paula tembló mientras le quitaba la braguita... y se arqueó cuando los dedos invasores empezaron a enviar olas de placer por todo su cuerpo. Pedro enredó los dedos en su pelo, aplastando su boca con un beso apasionado que ella devolvía ardorosamente, abriendo las piernas para recibir el miembro duro y aterciopelado.
—¡Mírame! —le ordenó él cuando cerró los ojos. Y ella obedeció, mientras sus cuerpos se movían al unísono.
Con las caderas aplastadas contra las suyas, piel contra piel, jadeando, Pedro sentía tal frenesí que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para contenerse hasta que Paula empezó a sentir los primeros espasmos. Luego enterró la cara en su pelo, abandonándose al mismo placer...
Después, aún entre sus brazos, Paula entendió por qué hacer el amor con Pedro Alfonso había sido diferente de cualquier otra experiencia. En el pasado, una parte de sí misma había estado mirando desde fuera, observando el procedimiento con una especie de distancia que ni ella misma podía entender, pero con Pedro había perdido la cabeza por completo.
—¿Lo ves? No se te había olvidado —sonrió él.
—No, pero no tiene nada que ver con montar en bicicleta.
—¿Eso es un cumplido?
—Si quieres que te dé una puntuación... once, por lo menos.
Pedro volvió a besarla, entre risas.
—Me gusta saber que se me aprecia.
Paula miró entonces el reloj.
—Será mejor que te vayas, es muy tarde.
—¿Quieres que me vaya ahora que te has aprovechado de mí?
Ella le dio un golpecito en la nariz.
—¿Me he aprovechado de ti?
—¿Qué haces los fines de semana?
Paula parpadeó ante el abrupto cambio de tema.
—Los sábados trabajo en la tienda y los domingos arreglo mi casa —contestó, mirando la pila de ropa sucia que sobresalía del cesto—. Y este fin de semana tengo tarea para rato.
—¿Seguro que sólo fue eso lo que te hizo poner los frenos la otra noche?
—No del todo. La cicatriz también.
—¿Tenías miedo de que te hiciera daño?
—No, pensé que te resultaría desagradable —contestó ella, sin mirarlo.
—Pues ya has descubierto que no es así. Quiero volver a verte, pronto. ¿Puedes escaparte un fin de semana?
—Probablemente.
—Entonces, yo me escaparé también. ¿Qué te parece dentro de dos semanas?
—Muy bien, pero...
—¿No quieres que nos veamos en tu territorio?
Paula asintió con la cabeza.
—Sólo salgo con Angela y algunas amigas. Los pocos hombres interesantes que quedan en la ciudad han perdido la esperanza hace mucho tiempo.
—Entonces, si te vieran conmigo, todo el mundo pensaría que eres mi amante.
—Eres el director de Alcom y mi casero. Y he trabajado demasiado como para arriesgarme a que unos cotilleos malintencionados arruinen mi negocio.
—¿Por qué iba a haber cotilleos?
—Porque las ciudades pequeñas son así.
—Entonces, nos veremos en mi casa.
—Me encantaría, pero no sé dónde vives.
—El año pasado compré una casa en Hertfordshire.
—¡Pero eso está muy lejos!
—Tengo otra en Londres... La de Hertfordshire es para los fines de semana, aunque no suelo ir a menudo... Venga, no está tan lejos, reúnete conmigo allí.
A Paula le gustaba mucho la idea.
—Muy bien, de acuerdo. Pero sólo como un experimento. Seguro que el domingo estamos tirándonos los platos a la cabeza.
—Lo dudo —sonrió Pedro, acariciando sensualmente su espalda—. Pero eso será dentro de dos semanas. Vamos a concentrarnos en aquí y ahora
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