sábado, 12 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 7




Antes de que pudiera cambiar de opinión, se inclinó hacia delante para rozar sus labios. Pedro se puso tenso un momento y luego la tomó en sus brazos, besándola con una pasión que ella podía sentir en su interior subiendo y bajando como el mercurio de un termómetro. Paula le devolvió el beso con fervor, sin inhibiciones, y vio que los tendones de su cuello se ponían tensos. Eso le advertía que, de un momento a otro, Pedro querría llevarla a la cama.


Cuando la sentó sobre sus rodillas, notaba su erección bajo los pantalones, mientras con la lengua la llevaba hasta un punto en el que casi podría hacer lo que él le pidiera... casi.


Abruptamente, Paula se apartó. Estaba tan nerviosa que dio un salto cuando uno de los troncos se partió, lanzando chispas por todas partes. Pero aprovechó la interrupción para echar más leña y se quedó un momento frente a la chimenea, intentando controlar los furiosos latidos de su corazón.


Cuando por fin se volvió, Pedro estaba de pie, con los brazos abiertos y, sin vacilación, Paula se echó en ellos.


—¿Por qué has cambiado de opinión?


—Te reirías si te lo cuento.


—Prueba a ver.


—He vivido una vida de reclusa desde que volví aquí. Eres el primer hombre que entra en mi casa... por no hablar de mi dormitorio.


Pedro levantó su barbilla con un dedo.


—Entonces, ¿por qué me pediste que me quedara la primera noche?


—Confié en mi instinto. Estaba segura de que no ibas a malinterpretar la invitación.


—Y no lo hice.


—No, es cierto —suspiró Paula—. Mira, a mí me falta práctica en esto... la verdad es que, de repente, me dio miedo. Además, mi dormitorio estaba hecho un desastre y el cuarto de baño... Puede que te parezca una tontería, pero...


Pedro soltó una carcajada.


—Paula, no hay un solo hombre en este planeta al que le importe en qué estado se encuentra un dormitorio mientras haya una mujer en él. Y no tendría que haber dormitorio siquiera, el suelo es suficiente.


—¡Un poquito peligroso con la chimenea encendida!


—Cierto. Y, como lo último que necesito ahora mismo es más calor, seguiremos en el sofá. Porque quiero contarte un par de cosas...


—¿No me digas que estás casado?


—No, por favor. No me insultes, Paula —suspiró él—. Si estuviera casado, no estaría aquí.


—Muy bien, muy bien, no te ofendas. ¿Qué ibas a confesarme?


—A explicar, no a confesar.


—Dime —murmuró ella, dejándose caer en el sofá.


—Hay una placa en la puerta de mi despacho que dice: Director. Ese grandioso título significa que, en condiciones normales, no me involucraría personalmente en la compra de unos terrenos. En Alcom hay otras personas que se dedican a eso.


—¿Y por qué estás aquí?


Pedro se encogió de hombros

.
—Mi padre me hizo director de la empresa demasiado pronto, en mi opinión. No me malinterpretes, me gusta mi trabajo, pero... a veces siento deseos de dejarlo todo. Este proyecto apareció en un momento en el que me sentía particularmente inquieto y por eso decidí venir. Pero esa primera noche, en el hotel Ángel, estaba aburrido y enfadado por no haber enviado a alguien... Y entonces, una mujer guapísima apareció en el bar...


—No estaba precisamente guapísima. Intentaba pasar desapercibida, ¿recuerdas?


—Aunque lo intentes, no podrías —sonrió Pedro—. El caso es que, cuando dije que volvía aquí, hubo algunos murmullos en el consejo de administración. Debería haber venido uno de los ejecutivos, no yo.


—¿Y por qué has venido?


—Tú sabes la respuesta a esa pregunta. Quería verte otra vez, pero me ha costado un poco dejar mi despacho y puede que tarde algún tiempo en volver.


—Ah, ya entiendo.


Pedro volvió a sentarla sobre sus rodillas, mirándola a los ojos.


—Pero volveré, te lo aseguro. Mientras tanto, no conquistes a nadie. Esta noche hemos empezado algo y, tarde o temprano, lo terminaremos —murmuró, buscando sus labios.


Paula musitó algo y él apartó la cabeza, incrédulo.


—¿Qué has dicho?


—Que vamos a terminarlo esta noche.


Pedro se levantó de un salto y ella soltó una risita nerviosa. 


Qué idiota, se dijo. Nadie olvidaba cómo hacer el amor.


El se detuvo un momento en el pasillo para besarla de nuevo y luego la empujó hacia la escalera. Con el corazón acelerado, Paula subió los escalones de dos en dos hasta el dormitorio.


—Al menos, la cama está hecha —rió, quitándose los zapatos. Pedro la tumbó sobre el edredón, sin dejar de besarla.


—Cariño, estás temblando.


—Miedo escénico. Ha pasado mucho tiempo...


El acarició tiernamente su mejilla, sonriendo.


—Es como montar en bicicleta, no te preocupes.


—¡Y dicen que el romanticismo ha muerto!


—No tienes que hacer esto, Paula.


—¿Tú no quieres hacerlo?


—¿Qué clase de pregunta es ésa? —murmuró Pedro, apretándola contra su erección.


Pero eso no era precisamente un antídoto para los nervios. 


«Soy una mujer madura», se decía Paula a sí misma. Había hecho eso antes. Pero aquella vez, con aquel hombre, sabía que sería diferente.


—Yo también quiero hacerlo.


El trazó la curva de sus labios con la lengua, mordiendo suavemente el labio inferior. Y siguió besándola hasta que los dos estuvieron sin aliento. Luego se quitó los pantalones de un tirón, pero cuando Paula intentó incorporarse, la sujetó.


—No, deja que te desnude yo.


La estrechó entre sus brazos, metiendo la mano por debajo del jersey, susurrando una pregunta en su oído. Paula negó con la cabeza, apretándose contra él mientras le quitaba el jersey y el sujetador, casi en el mismo movimiento. Pedro se inclinó para besar sus pechos, pero ella se puso tensa cuando empezó a quitarle el pantalón.


—¿Qué pasa?


—Tengo una cicatriz.


Pedro le quitó los vaqueros y besó la pequeña cicatriz sobre el triángulo de seda roja. Paula tembló mientras le quitaba la braguita... y se arqueó cuando los dedos invasores empezaron a enviar olas de placer por todo su cuerpo. Pedro enredó los dedos en su pelo, aplastando su boca con un beso apasionado que ella devolvía ardorosamente, abriendo las piernas para recibir el miembro duro y aterciopelado.


—¡Mírame! —le ordenó él cuando cerró los ojos. Y ella obedeció, mientras sus cuerpos se movían al unísono.


Con las caderas aplastadas contra las suyas, piel contra piel, jadeando, Pedro sentía tal frenesí que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para contenerse hasta que Paula empezó a sentir los primeros espasmos. Luego enterró la cara en su pelo, abandonándose al mismo placer...


Después, aún entre sus brazos, Paula entendió por qué hacer el amor con Pedro Alfonso había sido diferente de cualquier otra experiencia. En el pasado, una parte de sí misma había estado mirando desde fuera, observando el procedimiento con una especie de distancia que ni ella misma podía entender, pero con Pedro había perdido la cabeza por completo.


—¿Lo ves? No se te había olvidado —sonrió él.


—No, pero no tiene nada que ver con montar en bicicleta.


—¿Eso es un cumplido?


—Si quieres que te dé una puntuación... once, por lo menos.


Pedro volvió a besarla, entre risas.


—Me gusta saber que se me aprecia.


Paula miró entonces el reloj.


—Será mejor que te vayas, es muy tarde.


—¿Quieres que me vaya ahora que te has aprovechado de mí?


Ella le dio un golpecito en la nariz.


—¿Me he aprovechado de ti?


—¿Qué haces los fines de semana?


Paula parpadeó ante el abrupto cambio de tema.


—Los sábados trabajo en la tienda y los domingos arreglo mi casa —contestó, mirando la pila de ropa sucia que sobresalía del cesto—. Y este fin de semana tengo tarea para rato.


—¿Seguro que sólo fue eso lo que te hizo poner los frenos la otra noche?


—No del todo. La cicatriz también.


—¿Tenías miedo de que te hiciera daño?


—No, pensé que te resultaría desagradable —contestó ella, sin mirarlo.


—Pues ya has descubierto que no es así. Quiero volver a verte, pronto. ¿Puedes escaparte un fin de semana?


—Probablemente.


—Entonces, yo me escaparé también. ¿Qué te parece dentro de dos semanas?


—Muy bien, pero...


—¿No quieres que nos veamos en tu territorio?


Paula asintió con la cabeza.


—Sólo salgo con Angela y algunas amigas. Los pocos hombres interesantes que quedan en la ciudad han perdido la esperanza hace mucho tiempo.


—Entonces, si te vieran conmigo, todo el mundo pensaría que eres mi amante.


—Eres el director de Alcom y mi casero. Y he trabajado demasiado como para arriesgarme a que unos cotilleos malintencionados arruinen mi negocio.


—¿Por qué iba a haber cotilleos?


—Porque las ciudades pequeñas son así.


—Entonces, nos veremos en mi casa.


—Me encantaría, pero no sé dónde vives.


—El año pasado compré una casa en Hertfordshire.


—¡Pero eso está muy lejos!


—Tengo otra en Londres... La de Hertfordshire es para los fines de semana, aunque no suelo ir a menudo... Venga, no está tan lejos, reúnete conmigo allí.


A Paula le gustaba mucho la idea.


—Muy bien, de acuerdo. Pero sólo como un experimento. Seguro que el domingo estamos tirándonos los platos a la cabeza.


—Lo dudo —sonrió Pedro, acariciando sensualmente su espalda—. Pero eso será dentro de dos semanas. Vamos a concentrarnos en aquí y ahora






AVENTURA: CAPITULO 6





Pedro lanzó un silbido.


—A papá no le gustaría nada, ¿verdad?


—Papá no tiene por qué enterarse —dijo Paula—. Daniel sabe que lo vi y creo que el mejor castigo será dejar que se cueza en su propia salsa, pobre chico.


—El pobre chico es responsable de un incendio —le recordó Pedro.


—Con Jorge Morrell como padre, ¿no te habrías dedicado tú a los petardos?


—No, a mí nunca me ha interesado la pirotecnia.


—Sólo las chicas, ¿no?


—Sobre todo —sonrió él.


—De todas formas, no creo que lo hicieran a propósito. Debió ser un petardo defectuoso o algo así.


—Pero los lanzaban peligrosamente cerca de unos terrenos que pertenecen a Alcom —observó Pedro—. En cualquier caso, como no quieres que salga de aquí, no diré una palabra.


Paula apagó la barbacoa y sacó las patatas del horno.


—No hay primer plato, sólo una ensalada —sonrió, llevando la bandeja a la mesa.


Las patatas estaban asadas sobre cabezas de ajo sin pelar y un poco de romero para darle aroma. Pedro cerró los ojos, encantado.


—Una mujer tan guapa como tú no debería cocinar tan bien, Paula.


—¿Por qué no?


—No es justo para un pobre hombre indefenso.


—Si tú respondes a esa descripción, serás el primero de la especie —sonrió ella—. Me arriesgué con el ajo porque me gusta mucho.


—Está riquísimo. Dime, Paula Chaves: eres guapa, tienes tu propio negocio y sabes cocinar. Entonces, ¿por qué...?


—¿Por qué no me he casado? —terminó ella la frase, resignada—. La belleza es sólo una ilusión, cortesía de mi pelo y unos buenos cosméticos. Y mi negocio funciona porque trabajo diez horas diarias, así que no tengo tiempo para maridos ni para hijos. Cuando llego a casa por la noche, intento relajarme en lugar de tener que hacer cenas o planchar camisas.


Pedro levanto una ceja.


—¿Eso es lo que piensas del matrimonio?


—Me mantengo sola y tengo mi propia casa, así que no pienso en el matrimonio.


—El amor y la compañía son dos cosas importantes. 


Ella negó con la cabeza.


—No, gracias. Mis pasadas relaciones prometían precisamente eso y acabaron en fracaso.


—¿Y no lo lamentas?


—Oh, sí. Lo he lamentado muchas veces.


Pedro la miró un momento, antes de colocar el tenedor y el cuchillo sobre su plato.


—La mejor cena de mi vida.


—Gracias, señor Alfonso—sonrió Paula—. Pero supongo que también te gustó la cena en el Fleece.


—La comida de un restaurante no puede compararse con una cena casera en compañía de una bella mujer.


Divertida por los halagos, Paula se levantó para hacer café.


—Me temo que no hay postre —sonrió, dándole una bandeja—. ¿Te importa llevarla a la otra habitación?


—¿A la nevera? No, no, prefiero quedarme en la cocina.


Ella sonrió misteriosamente mientras lo llevaba hasta una habitación al pie de la escalera.


—Entra en mi casa... le dijo la araña a la mosca.


La habitación, con las paredes forradas de estanterías llenas de libros, era un sitio muy acogedor, con grandes ventanales cubiertos por cortinas de terciopelo. Además de la mesa del ordenador, el único mueble era un sofá enorme frente a la chimenea.


—Mi estudio —anunció Paula, echando otro tronco al fuego—. Las ventanas dan al jardín.


Pedro dejó la bandeja sobre la mesa y miró alrededor, complacido.


—Esto sí me gusta.


—Era la habitación favorita de mi madre.


El se quedó pensativo mientras Paula servía el café.


—Nunca me has hablado de tu padre.


Ella habría querido cambiar de tema, pero por primera vez en mucho tiempo descubrió que quería hablar de su padre.


—Juan Chaves era policía. Mi madre lo conoció al terminal sus estudios en Londres. Fue amor a primera vista y enseguida quedó embarazada... Habían previsto casarse en Bermondsey, pero dos días antes de la boda mí padre murió en acto de servicio y mi madre tuvo que volver a casa... embarazada y sin marido. En esos tiempos no resultaba fácil, ya sabes —sonrió Paula, amargamente—. Puede que suene a telenovela, pero hace treinta años esas cosas eran horribles en una ciudad tan pequeña como ésta, donde todo el mundo conoce a todo el mundo.


—¿Lo pasaste mal?


—Yo no, pero mi madre y mis abuelos sí. Quería que se sintieran orgullosos de mí, así que estudié como una loca para ser la primera de la clase —se encogió Paula de hombros—. Esa misma motivación me retuvo aquí tras la muerte de mi madre, en lugar de volver a Londres. Que Arreglos Paula sea un éxito es una forma de darle en las narices a ciertas personas.


—¿Y la familia de tu padre?


—Mi madre solía llevarme a Bermondsey para verlos cuando era pequeña —sonrió ella—. Bueno, ya sabes cosas sobre mí que no le había contado a nadie. Sabes escuchar, Pedro Alfonso. Quizá deberías haber sido cura.


—No tengo vocación, lo siento.


—¿Por la falta de sexo?


El soltó una carcajada.


—Precisamente —contestó, mirándola pensativo—. Si nunca habías hablado de tu padre, tus anteriores relaciones no pueden haber sido muy profundas —dijo entonces—. Y supongo que una de ellas fue con Patricio Morrell.


Paula asintió.


—Nos conocíamos de vista desde niños, pero curiosamente la primera vez que hablamos fue en Londres. Como te dije la otra vez, a sus padres yo no les hacía ninguna gracia.


—¿Por qué?


Ella sonrió, con cierta amargura.


—Cuando mi abuela murió, poco después de morir mi abuelo, mi madre heredó esta casa, pero no tenía dinero y tuvo que ponerse a trabajar como modista. La madre de Patricio era una de sus clientes y era yo quien le llevaba los pedidos. Por supuesto, yo no cuadraba en la lista de amigos de los Morrell —le contó, intentando conservar el humor—. ¿Quieres una copa de brandy?


—No, gracias —contestó Pedro, estirando las piernas—. Tengo todo lo que puede desear un hombre y no pienso pedir nada más por el momento.


—¿Eres de los que lo piden en voz alta?


—Siempre —contestó él, sin dejar de sonreír—. Mi madre me enseñó a pedir las cosas por favor, a dar las gracias y a ayudar a las ancianitas a cruzar los semáforos.


—¿Quieran cruzar o no?


—Lo que intento decir, Paula Chaves, es que por mucho que te desee, no pienso hacer nada hasta que tú quieras.


Ella lo miró, con curiosidad.


—Entonces, estás seguro de que querré en algún momento, ¿no?


—Completamente.


—De modo que Angela tenía razón.


—¿Sobre qué?


—Ella dice que los hombres encuentran muy sexy a una mujer que cocina. Yo no lo sé por experiencia porque sólo he tenido relaciones en Londres y allí nadie sabe cocinar… aunque lo nuestro no es una relación, claro.


—Soy tu casero —le recordó él—. Así que tenemos una relación. ¿Y quién sabe? Podría hacerse más íntima con el tiempo. Puedo esperar.


—¿Ya no intentas colarte en las habitaciones de las chicas? —sonrió Paula.


El se puso una mano sobre el corazón.


—Si me recibieras con los brazos abiertos, estaría dispuesto a arriesgar mi vida.


—Antes de eso, me gusta conocer bien a un hombre —sonrió ella.


—Mi vida es un libro abierto. Conmigo, lo que ves es lo que hay.


—No siempre. Lo de ser mi casero lo mantuviste en secreto.


—Ya sabes que no podía contártelo hasta que fuese oficial —suspiró él—. Yo esperaba que te lanzases a mis brazos, agradecida, pero sólo conseguí que te enfadaras. Dos veces.


—Ya te dije que lo sentía. Además, te he invitado a cenar. ¿Qué más quieres? Yo no suelo echarme en los brazos de nadie.


—Estoy a punto de hacerte una oferta que podría cambiar eso —Pedro rió al ver su expresión—. Eres un poquito desconfiada, ¿no?


—Quizá, pero además soy muy curiosa. ¿Qué clase de oferta?


—El propietario de la administración de lotería ha decidido marcharse. ¿Qué te parecería ampliar tu local?


—¡Qué gran idea! —exclamó Paula. Pero luego lo miró con suspicacia—. ¿Se supone que es ahora cuando debería echarme en tus brazos?


Pedro se encogió de hombros.


—No es obligatorio. Puedes alquilar el local, pagando un alquiler un poquito más elevado, y sin compromiso alguno.


De repente, Paula se sintió impaciente con su propia hipocresía. Además de saltarse las reglas al invitar a Pedro a cenar en su casa, se había arreglado deliberadamente para gustarle; no sólo con el jersey de angora rojo, sino con un conjunto de ropa interior a juego...


Pedro había dejado claro que ella tendría que dar el primer paso.