domingo, 4 de septiembre de 2016

ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 7




Dos semanas más tarde, Paula estaba en la enorme cocina de la casa. Pedro apareció y exclamó:
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? Te he estado buscando por todas partes. Nadie sabía dónde estabas.


Paula sintió excitación al verlo.


Hacía quince días que no lo veía, y parecía un cachorro que se reencuentra con su dueño después de una separación.


Una sola mirada a ese cuerpo y esa cara, y su pulso empezaba a latir aceleradamente.


Una sola mirada y la asaltaban los recuerdos de los momentos de pasión con él.


Y por si eso fuera poco, se sentía contenta simplemente porque él estaba en casa finalmente.


Abrumada por aquella intensa reacción, Paula se dio la vuelta hacia el fregadero. No quería demostrarle cómo se sentía ante su presencia.


Evidentemente, su encuentro sexual con ella lo había aburrido. Mientras que para ella, que no tenía experiencia, él era un dios en la cama. Y el saberlo, la humillaba.


Deseaba poder dar marcha atrás en el tiempo.


Quince días atrás ella no había notado su firme boca, el brillo mediterráneo de sus ojos, ni la perfecta musculatura de su cuerpo. No se había fijado en él como hombre.


—No sabía que me habías estado buscando —dijo ella, distante, hurgando en el frigorífico hasta que estuvo segura de haber recuperado el control.


Sacó un plato con aceitunas y lo puso encima de la mesa.


—Y la respuesta a tu pregunta es que me estoy preparando la comida.


—¿Por qué? —Pedro entró en la cocina y la miró.


—¿Por qué no?


—Porque tengo empleados para eso. Y su trabajo es preparar comidas para ti para que no tengas que perder tiempo y puedas salir de compras.


Ella se encogió. Su opinión de ella era muy baja. Pero no podía culparlo. Ella misma había creado esa impresión.


—Tengo todo el tiempo que necesito para salir de compras, ya que no te he visto desde el día de nuestra boda. Y los empleados de la casa tienen mejores cosas que hacer que hacerme la comida.


Pedro la miró, sorprendido.


—No sé por qué me miras así. ¿No te has preparado nunca la comida?


—Sinceramente, no. Ni esperaba que tú lo hicieras. ¿Te preparas la comida a menudo en la cocina de tu abuelo?


Paula se quedó petrificada. Había vuelto a meter la pata.


—No me gusta tener camareros que me sirvan —al ver que él la seguía mirando con curiosidad, puso los ojos en blanco y agregó—: ¿Y ahora qué?


—Simplemente, que siempre me sorprendes —respondió Pedro—. Cuando me parece que ya te conozco, haces algo que se sale totalmente del perfil.


Ella lo miró con desprecio.


—Tú no sabes nada de mí.


—Evidentemente, no —murmuró él—. No obstante, a los empleados les parecerá un poco raro que estés aquí, preparándote la comida.


Paula se mordió el labio y se guardó de contarle que había entablado una relación de tuteo con el chef y que habían intercambiado recetas inglesas y griegas.


—Ellos son tus empleados.


—Tú eres mi esposa.


El cuerpo de Paula sintió un cosquilleo.


—Perdona que me olvide de eso, pero es que no nos hemos visto desde el día de la boda. Creí que te habías mudado a otra casa…


Ella lo había odiado por no aparecer por allí.


—No me he dado cuenta de que me ibas a echar tanto de menos. Y no fue el día de la boda, sino la noche de bodas —la corrigió, mirándola achicando los ojos—. Me viste la noche de bodas. Otra ocasión en la que me sorprendiste… No esperaba tener una virgen en mi cama.


Ella se puso roja.


—No sé a qué te refieres…


—Debiste decírmelo… Los griegos somos muy posesivos, ágape mou. Tendría que haber aumentado el precio de la compra de haberlo sabido. Te lo has perdido.


—Yo estoy satisfecha con el acuerdo.


—Estoy empezando a creer que yo también debería estarlo —Pedro se acercó a ella—. Fuiste muy sensible a mis caricias.


Ella lo recordó y se excitó.


—Me pagaste para actuar en la cama. Así que eso es lo que he hecho.


Él se rió forzadamente.


—Perdiste el control totalmente, ágape mou, ¿y quieres que me crea que estabas actuando?


Pedro estaba demasiado cerca. Ella no podía respirar. No podía pensar.


Sin mirarlo, cortó el queso en trozos y lo puso en un plato.


—No ha sido elección mía introducir el sexo en nuestro matrimonio. A mí me habría gustado otro tipo de matrimonio —dijo ella.


—¿Uno en el que yo te pagase por no hacer nada?


—Tú no me has pagado por sexo. Me has pagado para quedarte con la empresa de mi abuelo.


—Para tu información, esa empresa me está llevando todo el tiempo que tengo —le dijo él—. Tu abuelo ha hecho un desastre con esa empresa. Puedes echarle la culpa a él de que no me hayas visto.


—Sería mejor agradecérselo. No deseo pasar tiempo contigo. Y ahora, si me disculpas, me voy a comer.


Y llamar por teléfono a su madre.


Aquélla había sido una ventaja de la ausencia de Pedro. Ella había estado en contacto diario con su madre.


—No. No te disculpo.


Paula cometió el error de mirarlo. Sus ojos se encontraron, e inmediatamente ella perdió el aliento.


La mirada de Pedro era de deseo, y ella sabía que su mente no estaba pensando en algo tan aburrido como la comida.
Pedro le miró los pechos, luego siguió por su vientre, que sus vaqueros dejaban una parte al descubierto.


—No vuelvas a llevar pantalones. Tienes unas piernas muy bonitas. Quiero verlas.


—Eres un machista. ¿Siempre les dices a tus mujeres lo que tienen que llevar puesto?


—Las mujeres no suelen salir conmigo como si fueran a desatascar una tubería.


—Me gustan mis vaqueros. Son cómodos.


—La ropa interior también —contestó él con voz sensual—. Y yo la prefiero.


A ella se le debilitaron las piernas.


—Yo usaré lo que quiera usar…


—En compañía mía, no. Llevarás la ropa que yo quiera.


—Eso es ridículo.


—Debiste pensar en ello antes de venderte.


Ella lo miró sin poder creerlo.


—¿Quieres que ande por la casa en ropa interior?


—Si yo te lo digo, sí. He pagado mucho por ti. Es mejor que vea lo que he comprado.


Paula se dio la vuelta para que él no viera las lágrimas en sus ojos. La hacía sentir tan rastrera.


—Bien. Llevaré mis vaqueros cuando no estés aquí, o sea, la mayor parte del tiempo, afortunadamente. Y ahora, si no te importa, quisiera comer.


Antes de que Paula pudiera adivinar sus intenciones, Pedro rodeó la parte de cintura que quedaba al aire y tiró de ella.


Atrapada por su mirada, el corazón de Paula empezó a latir desesperadamente y su mente empezó a marearse.


Pedro le agarró la cara.


—¿Estás embarazada?


La pregunta la sorprendió.


—No —respondió.


—Bien —sonrió maliciosamente y la levantó en brazos—. Habrá que probar otra vez.


—¿Qué estás haciendo? —preguntó Paula. Quiso soltarse, pero él la besó.


Fue un beso muy erótico. Y como alguien privado de comida durante meses, ella se entregó.


Su lengua se abrió paso por entre sus labios poseyéndola totalmente. Ella perdió el sentido de la realidad. Levantó sus brazos y le rodeó el cuello, tocando su pelo sedoso.


Se devoraron mutuamente, mordiéndose, lamiéndose, intercambiando gemidos y exclamaciones, alzando un calor entre ellos casi insoportable.


Besándola, Pedro la bajó al suelo, y la acorraló contra una pared. Ella notó la excitación de Pedro contra su cuerpo. 


Respiró profundamente.


Un ruido en el corredor los sobresaltó.


—¡Dios mío! ¿Qué estamos haciendo? —él miró alrededor sin poder creerlo—. Ésta es la cocina, un lugar en el que no suelo entrar.


Ella cerró los ojos, incómoda.


—Podría haber entrado alguien… —dijo.


—No. Si lo hubieran hecho, los habría despedido —dijo Pedro, rodeando su cintura y llevándosela de la cocina—. Valoro mucho mi intimidad, y mis empleados lo saben.


—¿Adónde vamos?


—A algún sitio donde no haya cacharros —respondió él, yendo hacia la escalera.


Subió tan rápidamente que ella tuvo que correr para ir a su paso.


Pedro… —dijo ella cuando llegaron al dormitorio.


Ella se había prometido darle un bofetón si algún día él se acercaba. Entonces, ¿por qué no se podía mover?


Lo observó quitarse la corbata con aquellos dedos elegantes. Desabrocharse la camisa sin dejar de mirarla, quitársela, y mostrar un pecho bronceado perfecto.


—Es hora de que te quites los vaqueros —Pedro miró su cara roja—. Hazlo tú misma, o lo haré yo.


Paula se quedó inmóvil. No podía dejar de mirar su cuerpo. 


Era perfecto. No le extrañaba que se paseara desnudo con tanta tranquilidad.


Sin toda la sofisticación que solía ocultarlo, su masculinidad era gloriosa.


El deseo se apoderó de ella.


Pedro se acercó a la cama y le quitó la ropa con una serie de movimientos precisos.


—Así es como te prefiero, pethi mou —le dijo Pedro mirando su cuerpo desnudo, temblando de deseo.


Paula se olvidó de su decisión de no volver a dejar que la tocase. Ardía de pasión por él, y lo peor era que él lo sabía.


Pedro se rió, satisfecho, y le lamió un pecho.


Ella se apretó contra él. Pedro entonces respondió a sus súplicas deslizando una mano por el centro de su ardor. 


Gimió al encontrarlo.


—Quince días de abstinencia tienen sus beneficios. Es muy agradable tener una esposa tan ardiente.


El insulto le llegó directamente. Pedro levantó sus caderas y entró en ella enérgicamente.


—¿Es esto lo que quieres? —la movió y se internó más profundamente en ella.


Paula dejó escapar un gemido.


Su cuerpo explotó en un orgasmo y Pedro la besó, acallando sus sollozos con la presión de su boca y sellando su respiración con la intimidad de su lengua.


La penetró rítmicamente y luego se derrumbó encima de ella cuando alcanzó la cima del placer. Finalmente dejó de besarla y respiró profundamente.


Se miraron a los ojos, y luego Pedro se echó a un lado, y la apretó contra él.


—Ha sido impresionante —comentó él—. Aunque un poco rápido. Así que ahora lo haremos otra vez. Lentamente.


Temblando aún por la fuerza de su climax, ella exclamó en estado de shock. Luego lo miró, incrédula, y finalmente deseó que sus dedos magistrales se deslizaran dentro de ella. Él la acarició y jugó con ella íntimamente. Luego la colocó encima de él con la seguridad de un hombre que sabe lo que quiere.


Cuando ella se dio cuenta de que iba a hacerlo otra vez, hundió su cara en la almohada y gimió, mientras él la levantaba y la ponía de rodillas y se acomodaba detrás.


Ella iba a protestar cuando él la sorprendió con aquella sensación caliente en su femineidad. Inconscientemente, ella movió sus caderas como invitándolo, y lo oyó murmurar algo en griego antes de que sus manos se aferrasen a sus caderas para acomodarla para su empuje.


Paula ardió en llamas. Nunca en su vida había imaginado una sensación tan increíble, tan indescriptible. Aún dolorida por su primera relación sexual, su cuerpo se contrajo y oyó a Pedro decir algo y ella explotó en otro orgasmo segundos más tarde de su penetración. Perdió totalmente el control, gritó y sollozó, rogó y gimió, totalmente desinhibida y llevada por la pasión. Su cuerpo temblaba.


Sintió la fuerza masculina de los empujes de Pedro, oyó su exclamación por no poder creer aquello, y lo vio perder el contacto con la realidad en el momento en que dejó escapar la tensión de su cuerpo. Ella volvió a sentir el éxtasis.


Por un momento ambos estuvieron suspendidos en el aire. Y luego finalmente cedió aquella sensación salvaje, dejándolos temblando después de una experiencia increíble.


Pedro se movió, y rodó con ella gimiendo, satisfecho.


Paula se quedó tumbada con los ojos cerrados, agotada y en estado de shock. No podía creer que hubiera sido capaz de comportarse de aquel modo, de que hubiera sido tan desvergonzada. Y no podía creer que hubiera sido mejor que la vez anterior. Ahora sabía lo que él era capaz de hacerla sentir, el placer al que podía llegar con él.


—Bueno, esto ha estado bien después de una mañana de reuniones —dijo Pedro con los ojos cerrados aún, tumbado boca arriba—. Si hubiera sabido lo caliente que eras no habría dudado en firmar esos papeles. Vales cada céntimo que me quitas.


Paula volvió a la dura realidad con aquellas palabras hirientes. Con los ojos cerrados, deseó que él se hubiera quedado en las reuniones. Así ella no se habría abandonado a un hombre que claramente la despreciaba.


—No entiendo cómo puedes hacerme el amor cuando es evidente que me odias —dijo Paula.


—Porque no hacemos el amor —Pedro la miró a los ojos—. Tenemos sexo, Paula. Y, afortunadamente para ti, el tener sexo no requiere una relación afectiva. Si no, los hombres no usarían los servicios de prostitutas.


—¿Me estás comparando con una prostituta? —preguntó, ofendida.


—En absoluto —Pedro sonrió cínicamente—. Tú eres mucho más cara.


—Realmente te odio, ¿lo sabes? —humillada, Paula se acurrucó y se tapó con la sábana, consumida por un poderoso desprecio—. No quiero que vuelvas a acercarte a mí.


Él sonrió.


—No es verdad —se acercó a la cama, se inclinó hacia delante y puso ambos brazos a cada lado del colchón de forma que su cara quedó a centímetros de la de ella—. ¿Crees que no sé cuánto me deseas? Es posible que me odies. Pero tu cuerpo, afortunadamente para ambos, no tiene escrúpulos, y en cuanto lo toco, eres mía.


Paula levantó una mano para darle un bofetón, pero él se la agarró en el aire, advirtiéndole con la mirada de que no lo hiciera.


—Eso no está bien, esposa mía —murmuró suavemente.


—Quiero que me dejes sola…


—No es posible eso… —Pedro miró su boca un momento. Luego se irguió y agarró el teléfono que había al lado de la cama, sin dejar de mirarla. Habló en griego.


Minutos más tarde golpearon discretamente la puerta y Pedro fue a abrir. Volvió con una bandeja.


—Incorpórate. Tienes que comer o te caerás encima de mí más tarde.


—No tengo hambre —ella se quedó debajo de la sábana.


—Acabamos de tener sexo sin parar durante seis horas. Tú no has comido esa comida que te estabas preparando, y vas a saltarte la cena. No quiero que te desmayes en el club nocturno.


«¿Seis horas?», pensó Paula. Lo miró asombrada. Había perdido totalmente la noción del tiempo y de la realidad haciendo el amor con él.


—¿Un club nocturno? ¿Qué club nocturno? —preguntó con voz temblorosa.


—Uno al que vamos a ir esta noche. Es una aventura empresarial de un amigo. La sociedad ateniense decidirá si es un lugar de moda o no.


—No me apetece salir —comentó Paula, agarrada a la sábana.


—Tus deseos al respecto no tienen importancia. Quiero hacer una aparición pública con mi esposa.


—No voy a vestirme.


—Entonces, te llevaré desnuda —le prometió—. Ha sido decisión tuya. Eres mi esposa y parte de tu papel es tener vida social.


—No tengo ropa…


Pedro suspiró.


—El día de nuestra boda te transferí una gran suma de dinero, para agregar a tu importante fortuna —le recordó—. Sin duda te has pasado estas dos semanas de compras.


Paula tragó saliva. No sabía qué decir.


—No… No me he comprado nada.


—No queda un céntimo en tu cuenta —comentó él, mirándola con desconfianza—. Retiraste todo el dinero, mi querida y caliente esposa. Así que no me digas que no has estado gastando, porque no te creo.


—Yo… He comprado varias cosas…


¿Cómo había sido tan ingenua como para pensar que él no se daría cuenta?


Pedro la miró, incrédulo. Y fue al cuarto ropero que había dentro del dormitorio.


Paula cerró los ojos. Hubo un largo silencio. Luego Pedro volvió al dormitorio y agarró nuevamente el teléfono. Dio unas órdenes en griego con tono autoritario.


Paula decidió que estudiaría griego.


Pedro debía haber visto que su ropero estaba vacío. Sin embargo no había dicho una palabra. ¿Qué ocurría?


—Dúchate. Para cuando termines, la ropa ya estará aquí.


—¿Qué ropa?


—La ropa que acabo de pedir que te envíen.


Paula se marchó al cuarto de baño y mientras se duchaba, pensó qué excusas podía darle para haberse gastado todo el dinero.


Se miró el cuerpo, por primera vez consciente de él. Era como si Pedro lo hubiese marcado a fuego con aquel modo de hacerle el amor. Y toda el agua del mundo no borraría el desprecio que sentía por sí misma.


Salió del cuarto de baño y encontró varias prendas colgadas en una percha.


—¿De dónde ha salido esto? —preguntó—. No has tenido tiempo de ir de compras…


—Si eres rico, las tiendas vienen a ti. Pero siendo la nieta de Chaves me extraña que me lo preguntes.


Ella tragó saliva.


Había una selección de cosméticos caros encima de una mesa. Al parecer, pensó Paula, Pedro no había dejado nada al azar.


Paula se acercó al perchero tratando de disimular que no estaba acostumbrada a cosas así. Ella nunca había tenido ni la oportunidad de mirar ropa de aquella calidad y diseño, y menos, de usarla. Impresionada, miró una falda de seda tan corta que era indecente.


—Buena elección —dijo él—. Esa prenda lleva el cartel de «ramera», y como eso es lo que eres, es mejor que lo anuncies.


Ella se dio la vuelta y le respondió:
—Si yo soy una ramera, ¿tú qué eres?


—Un hombre sexualmente satisfecho —se burló él, quitándole la toalla con un solo movimiento.


Ella exclamó, sorprendida, y agarró la toalla, pero él la mantuvo fuera de su alcance, y achicando los ojos miró su cuerpo desnudo.


—Realmente tienes un cuerpo impresionante —murmuró Pedro, tocándole un pecho.


Los pezones de Paula inmediatamente se endurecieron y él se rió burlonamente.


—Y tú realmente me deseas, ¿no es verdad? Si tuviéramos tiempo, te llevaría directamente a la cama otra vez, y probaría otra posición contigo.


Ella se puso colorada, intentó volver la cara, pero él se la agarró y la obligó a mirarlo.


—No se te ocurra coquetear con nadie más esta noche. Es posible que seas una ramera, pero eres sólo mía. Yo no comparto estas cosas.


Paula no podía creer lo que estaba escuchando.


Ella jamás había coqueteado con nadie, y no pensaba empezar a hacerlo. Por su situación siempre había evitado ese tipo de contacto con los hombres. Había evitado relaciones que fueran más profundas que la amistad.


Pedro extendió la mano y agarró una blusa del perchero.


—Ponte esto con la falda —le ordenó—. Sin sujetador.


Paula miró la ropa, escandalizada. Jamás había llevado algo así.


—No puedo ir… sin sujetador. Soy demasiado…


—¿Tienes demasiadas curvas? Mucha gente anda preguntándose por qué me he casado contigo. Mi intención es mostrárselo.


—¿Estás seguro de que no prefieres que vaya en ropa interior? —le preguntó ella, sarcásticamente.


—Esto es más sexy incluso que la ropa interior, créeme.


—¡No puedes hacerme usar esa ropa!


—Estás agotando mi paciencia, Paula… —le advirtió.


—Bien… —Paula le quitó la ropa de las manos, recogió los cosméticos y agregó—: Si quieres que todo el mundo se entere de que te has casado con una ramera, es decisión tuya. Anunciémoslo, ¿quieres?


Se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta de un portazo.