domingo, 4 de septiembre de 2016

ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 6




Paula se sentó en el asiento de piel de la limusina e intentó controlar sus temblores. El asalto de Pedro a sus sentidos le había demostrado que no se conocía en absoluto.


Sorprendida por su propia reacción, intentaba racionalizar lo que había pasado.


No había estado preparada para ese beso.


Había sido oscuro, excitante, terrible. Pedro le había descubierto una parte de ella que no conocía.


Tenía ganas de tocarse los labios para ver si había cambiado algo, pero no se atrevía con Pedro sentado a su lado. No quería que supiera lo que había causado en ella. Lo que le había hecho sentir.


Cerró los ojos. ¡Qué ironía de la vida! Había besado a otros hombres y no había sentido nada. ¿Por qué tenía que sentir lo que era un beso justamente con aquel nombre?


Paula abrió los ojos, aún sintiendo la humillación de que ni siquiera hubiera intentado apartarlo.


—¿Adónde vamos exactamente? —preguntó nerviosamente.


—A algún sitio más íntimo —sonrió él—. Ha llegado el momento de hacer efectivo «el acuerdo de negocios» en otro nivel. Y para eso no necesito público.


Paula deseó estar en el banquete antes que allí.


—¿Es lejos?


—Vamos a mi casa de Atenas —respondió Pedro quitándose la chaqueta y la corbata—. No es lejos. Pero no vas a dormirte, pethi mou, aunque estés agotada. Todavía te queda el resto del acuerdo por cumplir. Y después de ese beso me parece que nos espera una noche muy interesante.


Ella se estremeció, y notó un calor en la pelvis. Un deseo totalmente desconocido para ella la asaltó interiormente.


Paula vio el brillo burlón en los ojos de Pedro, y tragó saliva.


—No sé a qué te refieres…


—¿No? ¿Quieres que te lo recuerde?


Paula se acomodó en el extremo opuesto del asiento del coche, presa de un repentino pánico y una sensación más compleja, que no podía reconocer.


Hasta aquel momento no había considerado a Pedro un hombre. Sólo un enemigo, y la solución a los problemas de su madre.


Hasta aquel beso.


El beso había despertado algo en ella. La había cambiado.


Por primera vez lo veía como a un hombre. Y por primera vez se veía como a una mujer.


Paula lo miró, como si fuera un conejo en una trampa. 


Pedro estaba relajado. Parecía otro.


Debajo de su superficie sofisticada se escondía un hombre primitivo, oscuro y peligroso. Un cazador.


Atravesaron unos portones con apertura electrónica y se acercaron a una mansión rodeada de tierras.


Paula miró en silencio.


—Es enorme… —murmuró—. Y sólo eres tú…


Pedro se rió.


—Pero, como has visto, tengo una familia extensa, a la que le suele dar por venir toda junta, y necesita espacio. También tengo reuniones de negocios aquí…


Paula miró a Pedro y a la mansión alternativamente. ¿Le hacía falta tanto espacio? Ella solía vivir en una habitación pequeña.


—Espero que la casa venga con un plano… —inmediatamente se dio cuenta de su error al ver que Pedro la miraba con curiosidad.


—Tú eres la nieta de un hombre muy rico. Tu abuelo tiene fama de tener casas muy lujosas. ¿Por qué te sorprende la mía?


Paula se mordió la lengua.


—Nunca me he adaptado fácilmente a los lugares nuevos —intentó arreglarlo.


—Por suerte, hay una sola habitación que necesitas encontrar, y ése es el dormitorio.


Paula se puso colorada. Pedro la llevó en sus brazos.


—Puedo caminar…


—No lo hago por ti, ágape mou, sino para que los empleados vean que llevo a mi esposa en brazos.


Ella se quedó con la boca abierta. Luego se dio cuenta de que un hombre como Pedro tendría que tener personal doméstico. Si no, ¿cómo iba a hacer para llevar una casa como aquélla?


Pedro entró en una habitación, cerró la puerta con el pie y la dejó en el suelo. Luego abrió las ventanas de par en par. Su necesidad de aire fresco y distancia le causó una pena que ella no pudo descifrar. Al parecer, la representación había terminado.


¿Y ahora qué?


Miró la tensión en los hombros de Pedro. No tenía actitud de amante.


—Oye… Ambos sabemos que esta situación es ridícula… No tenemos que hacer esto…


—Esto es parte de nuestro acuerdo —Pedro se dio la vuelta—. ¿Qué sucede? —fue hacia ella—. ¿Te estás arrepintiendo? ¿Te has dado cuenta de repente de lo que has aceptado? —dijo él con dureza.


—Lo que hemos aceptado —lo corrigió ella, dando un paso atrás.


—Aceptamos un matrimonio —le recordó él, desabrochándose la camisa lentamente—. Y eso es lo que tendremos, señora Alfonso —se quitó la camisa y la dejó caer al suelo con descuido.


Paula dio otro paso atrás y de pronto se dio cuenta de que tenía la pared detrás. Que no había más sitio para alejarse.


Con gran esfuerzo desvió la mirada del pecho bronceado y musculoso que tenía delante.


Oyó el sonido de una cremallera que se bajaba, el crujir de seda que caía al suelo, y sus terminaciones nerviosas se erizaron.


En ese momento cerró los ojos. Sabía que estaba desnudo, pero estaba decidida a no mirar.


—¿Y, señora Alfonso?


Ella sintió que se acercaba.


—¿Estás preparada para satisfacer esta parte del acuerdo?


—¡No es posible que me desees! —exclamó Paula con los ojos cerrados aún—. Y yo ciertamente no te deseo.


Estaba demasiado cerca de ella. Podía oler su fragancia. 


Embriagaba sus sentidos… Y sus piernas se debilitaron.


—He pagado una indecente suma de dinero por ti. Y espero que tú te lo ganes —le recordó él.


Paula abrió los ojos y se rió, incrédula:
—¿En el dormitorio?


—¿Dónde si no? Evidentemente, no necesito tu ayuda en la junta directiva…


Ella pensó frenéticamente en una excusa para escapar de aquella tensión sexual que no la dejaba pensar.


—Tú ya tienes una amante…


—Varias —confirmó él—. Pero no te preocupes que no me afectará en el funcionamiento contigo en la cama.


Ella se estremeció de excitación. No sabía por qué reaccionaba así con aquel hombre. Era un disparate.


—Oye… Estoy intentando ser sincera y la verdad es que no tenemos que hacer esto. Tú puedes ir a ver a tu amante, a mí no me importa…


—Pero mi amante no me dará hijos —le recordó él—. Y yo quiero tener hijos. Y ésta es la forma en que se hacen los niños, ¿no lo recuerdas?


Paula lo miró con un brillo de culpa en los ojos. Fue un error. 


Los ojos negros de Pedro la atraparon. Aquellos ojos eran suficientes para que cualquier mujer se perdiera, pensó ella, mareada, tratando de recordar por qué no quería ir a la cama con él.


—Si estás nerviosa… Es posible que no me gustes como persona, pero ese beso nos ha demostrado que, a pesar de nuestros sentimientos, al menos físicamente hay una poderosa química entre nosotros.


—¿Química? —repitió Paula cuando pudo hablar—. ¿Piensas que hay química entre nosotros?


—Sé que la hay —Pedro rodeó su cintura y tiró de ella hacia él—. Y tú también lo sabes. Deja de fingir que no la sientes.


Con un movimiento magistral, Pedro le desabrochó el vestido y ella exclamó, asombrada, cuando cayó al suelo, dejándola sólo con unas braguitas de seda.


Se llevó las manos a los pechos desnudos, pero Pedro le agarró las manos y las llevó hasta su cuello para que lo rodease. Luego la alzó en brazos.


—Éste no es el momento de cubrir lo que tienes de bueno —susurró con voz sensual Pedro, llevándola a la cama y dejándola en el centro.


Antes de que Paula se pudiera mover, él se puso encima de ella.


—Tendrás muchos defectos, pero tu cuerpo es fabuloso —comentó Pedro deslizando una mano bronceada sobre su cuerpo con torturadora lentitud, mientras la miraba con deseo—. Voy a serte sincero, pethimou. Pensaba rechazar este acuerdo fuese cual fuese el incentivo. Hasta que te vi.


—¿Ibas a rechazarlo? —ella apenas podía hablar.


—Por supuesto —la miró con ojos burlones—. Se supone que tenemos que dar descendencia a nuestras familias, ágape mou. Y eso requiere cierta actividad de mi parte. Si no fueras atractiva, jamás habría aceptado este matrimonio. A pesar de los rumores que corren, soy extremadamente selectivo con las personas que llevo a la cama.


Ella lo miró. Su resistencia se pulverizó con la caliente sexualidad de la mirada de Pedro.


—¿Me encuentras atractiva? ¿De verdad?


Ningún hombre la había mirado dos veces. Pero era cierto que ella había evitado toda relación con ellos, excepto alguna platónica.


—De verdad.


Paula miró el cuerpo desnudo de Pedro. Era la primera vez que veía un hombre desnudo. Un hombre desnudo, excitado. Y la intimidaba.


Ahora que llegaba el momento, se sentía presa del pánico. 


Él había tenido razón. Ella no había pensado en nada de aquello, se dijo mientras él deslizaba la boca por su mejilla.


¿Cómo se le había ocurrido pensar que podía fingir que tenía experiencia?


—Me desprecias —gimió Paula—. Me desprecias… Es imposible que me desees…


Cuando estaba pensando qué tenía que hacer, Pedro giró con ella y la dejó debajo. Luego la besó.


Pedro estaba tan acostumbrado a dirigir la situación que lo único que ella tenía que hacer era quedarse allí, y dejar que él hiciera todos los movimientos. Pedro le mostraría el camino.


Como la vez anterior, ella se olvidó de todo al sentir su lengua en el interior de su boca, la exploración sexual que la estremecía por completo, y la dejaba arqueándose contra él. Sintió su mano deslizarse hacia abajo, acariciar un pezón y detenerse en su cadera.


Y su cabeza empezó a dar vueltas. Ya no podía pensar con claridad. Su corazón latía desesperadamente, su pelvis ardía, y sus sentidos estaban embriagados por el calor del empuje de su lengua.


Cuando ella pensó que no aguantaría más, Pedro dejó de besarla. Con un gemido, deslizó su boca por su cuello, hasta que finalmente la posó en uno de sus pechos.


Al sentir la caricia de su lengua, ella gimió, sorprendida, volviéndose loca con aquella sensación. Cuando él se metió un pecho en la boca, ella arqueó las caderas en un intento desesperado por aplacar el ardor que albergaba en la pelvis.


—Tienes unos pechos increíbles… —gimió Pedro—. Fue lo único que noté cuando nos conocimos.


Una parte de su cerebro registró aquello, pero ella no era capaz de reaccionar de ningún modo más que con una exclamación.


Ella quería más.


—Pedro… —dijo entre gemidos.


Él sonrió triunfalmente.


—Y la otra cosa que me gusta de ti es que debajo de esa apariencia remilgada, eres muy caliente. ¿Cómo se me ha podido ocurrir que eras inglesa y fría?


Paula no pudo contestar porque en aquel momento él separó sus piernas con un gesto posesivo, y se concentró en otra parte de su cuerpo.


Con una mezcla de shock y vergüenza por estar desnuda delante de un hombre por primera vez, y con un placer tan aterrador que apenas podía respirar, Paula se reprimió un gemido de resistencia. Pedro se opuso a la reacción instintiva de Paula de cerrar las piernas, y la sujetó firmemente. Usó su lengua con tal maestría que la hizo sollozar, extasiada. No podía creer que él le estuviera haciendo aquello y que ella lo estuviera animando.


Pedro… —abrumada por la explosión de sensaciones que él le había arrancado, se arqueó de deseo, y apretó los dedos agarrando la sábana—. Pedro


Él se irguió levemente y la miró con satisfacción.


—Definitivamente, no eres fría —murmuró, agarrándole la muñeca cuando ella quiso taparse con la sábana—. No… De ninguna manera. No te vas a cubrir hasta que te lo diga… Y no he terminado de mirarte.


Su mirada le dio más calor. Y él le puso una pierna áspera encima de las suyas cuando ella se movió para aliviar el ardor que amenazaba con consumir su cuerpo entero.


—¿Ocurre algo? —dijo él, suavemente, con tono apasionado—. ¿Hay algo más que quieras de mí además de mi dinero, ágape mou?


Estaba derretida después de aquella seducción, se derretía por Pedro. Por que él terminase lo que había empezado.


—Dilo —dijo Pedro, colocándose nuevamente encima de ella.


Ella sintió su erección y lo rodeó con sus piernas, invitándolo.


Pero él se refrenó.


—No seas tan reservada. Dime lo que quieres, ágape mou —le ordenó.


Ella estaba a su merced. El corazón se le salía de deseo.


—A ti —gimió ella suavemente, moviéndose debajo de él para sentirlo más—. Te deseo a ti. Por favor…


Con un gruñido de satisfacción masculina, Pedro deslizó el brazo por debajo de sus caderas, la levantó levemente y entró en ella refrenando levemente su fuerza.


Sorprendida por el poder de aquel asalto, Paula gimió, y sus ojos se agrandaron mirándolo.


Ella notó la especulación en sus ojos, pero se hizo la distraída. No quería que lo supiera. El breve dolor cedió, aplacado por su deseo, y luego movió sus caderas debajo de él. Con los ojos aún fijos en ella, Pedro la besó en la boca, jugando con su lengua, hasta que el cuerpo de Paula se incendió completamente.


Entonces él se movió otra vez, más suavemente, como si estuviera tratando de no hacerle daño. Su inesperada ternura hizo que la experiencia se hiciera más erótica.


Paula se agarró a sus hombros y deslizó sus manos hacia su poderosa espalda.


Sin dejar de besarla, la levantó con un brazo, cambiando su posición, y ella sintió explotar la excitación al cambiar de ángulo.


¿Cómo lo sabía? ¿Cómo sabía moverse de una determinada manera, tocarla del modo exacto?


Paula susurró su nombre contra su boca y él lanzó un gruñido de satisfacción y empujó con fuerza, cada empuje largo y profundo, hasta que ella llegó a la cima del placer con un grito de incredulidad, convulsionándose en oleadas de éxtasis que parecían no terminar.


Ella perdió totalmente el control, explotando frenéticamente. 


Lo oyó murmurar algo en griego, y luego, con un gemido grave, sintió que se agarraba a sus caderas, hundiéndose en ella profundamente, sin darle la oportunidad de escapar de aquella tormenta que los envolvió.


Ella sintió su dureza y su calor y luego el nudo de músculos, alerta, cuando ella se convulsionaba, lo que lo llevó a su propia cima. Pedro le agarró la cabeza, mientras se liberaba dentro de ella.


Envuelta en el placer que se negaba a aplacarse, Paula puso la mano en la espalda de Pedro, y sintió su masculinidad vital, mientras trataba de serenar su respiración.


Pedro aún tenía su cuerpo encima del de ella, en íntima comunión. Y ella pensó que nunca había estado tan cerca de alguien.


Durante un rato, Paula se quedó inmóvil, impresionada por lo que había sucedido.


Jamás había pensado que pudiera ser así. Que dos seres humanos pudieran estar tan cerca.


¿Qué había sucedido? Había empezado odiándolo… Y luego…


Aquella experiencia la hacía muy vulnerable, pero no le importaba. Porque había descubierto algo que no sabía que existía. Algo asombroso.


Sintió culpa y confusión. Habían compartido algo sincero. Sin embargo, ella le había dicho muchas mentiras…


Tal vez debería decírselo. Después de lo que habían compartido, necesitaba ser sincera.


Pedro levantó la cabeza y la miró un largo momento. Luego se giró y se puso de espaldas, tapándose la cara con un brazo.


Ella se sintió incómoda. No quería ser la primera que hablase.


Todo parecía diferente después de aquello. Seguramente él sentía lo mismo. Tenían que hablar de ello.


—Me parece que voy a recibir tanto como lo que he pagado —dijo él fríamente.


Y sin mirarla se levantó de la cama con la gracia de un felino. Fue al cuarto de baño y cerró la puerta.


Debajo de la ducha, Pedro intentó recuperarse de lo que había sido la experiencia sexual más explosiva de su vida. 


Su mente estaba confusa, y su cuerpo latía con aquel estado de excitación. Miró la puerta del cuarto de baño, debatiéndose entre las ganas de satisfacer el deseo y la necesidad de recuperar el control de sus emociones.


No estaba acostumbrado a sentirse de aquel modo.


Con un movimiento enérgico, abrió el agua fría. Dejó que ésta cayera sobre su cuerpo caliente.


No había otra opción: o hacía eso o volvía a la cama y le haría el amor nuevamente una y otra vez… Y eso no era lo que se suponía que sería aquel matrimonio.


Irritado por la obsesión de Pula con el dinero, la había llevado a la cama para hacerla sentir barata, para ver si podía arrancarle algún signo de conciencia. No había esperado que ella reaccionase con aquella desinhibición. No había esperado que la química entre ellos fuera tan potente.


Y no había esperado que ella fuera virgen.


Cerró el grifo maldiciéndose y agarró una toalla.


Le molestaba aquella falta de control con una mujer como Paula, cuyos valores despreciaba.


Las mujeres con las que salía solían moverse en su mismo círculo social, y solían tener amplia experiencia sexual. Le chocaba que la experiencia con Paula hubiera sido tan poderosa. Que hubiera sido tan tradicional como cualquier griego, que había preferido una mujer que sólo se había entregado a él.


No se le había ocurrido que su futura esposa pudiera ser virgen. Y la verdad era que su inocencia había sido algo que había aumentado la experiencia física y emotiva.


Pero como no pensaba repetir la experiencia, no debía preocuparse. Ahora que había racionalizado su reacción, seguiría adelante con su vida, y dejaría que ella gastase su dinero.


Y si no quedaba embarazada aquella vez, lo haría alguna vez más.


Era una suerte que fuera a estar tan ocupado en los siguientes meses.


Paula se quedó tumbada con los ojos cerrados, digiriendo la humillación que sentía. ¿Cómo podía ser tan hiriente Pedro?


Y pensar que ella había pensado en decirle la verdad.


Suspiró al recordar su propia reacción con él. No había sabido que podía sentir con tanta intensidad.


¿Cómo había podido reaccionar de aquel modo con un hombre que ni siquiera le gustaba?


Se cubrió la cara con las manos.


Para el sólo había sido sexo, evidentemente. Mientras que para ella… Recordó cómo había sollozado su nombre, cómo le había rogado que le hiciera el amor… Evidentemente, ella había alimentado su ego.


Escuchó el ruido de la ducha. No quería estar allí cuando volviera él. Pero antes de que pudiera moverse se abrió la puerta del baño.


¿Y ahora qué? ¿Volvería al lecho nupcial?


Contra su voluntad, Paula miró el vello del pecho de Pedro. Deslizó su mirada hacia abajo, y se encontró con que la toalla ocultaba excitantes secretos.


Sintió su inmediata reacción física ante aquel pensamiento.


Y cuando lo vio quitarse la toalla, no pudo evitar mirar aquel cuerpo perfecto. Y su corazón empezó a latir aceleradamente de anticipación.


Paula intentó recuperar el aliento. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de lo atractivo que era?


Pedro se acercó al borde de la cama. La miró y luego agarró el Rolex que había dejado en la mesilla.


Lo observó alejarse y empezar a vestirse.


—¿Vas a volver a la cama? —preguntó ella sin poder reprimirse.


—¿Para qué? —Pedro ni la miró—. Esto es un negocio, recuérdalo. Y por ahora, esta parte del acuerdo se ha terminado.


—¿Eso es todo? —susurró ella—. ¿Es todo lo que vas a decir?


Él se detuvo en la puerta y la miró, imperturbable.


—Hazme saber si quedas embarazada.


Dicho eso salió de la habitación.


Humillada, Paula se hundió en la almohada.


¿Cómo podía ser tan frío?


Paula dio vueltas en la cama para intentar calmar el desesperado deseo de su cuerpo.


Daba igual lo que hubiera dicho o cómo la hubiera tocado. 


¡No volvería a dejar que se metiera en su cama!