jueves, 11 de agosto de 2016
BAJO AMENAZA: CAPITULO 33
ARTHUR se apartó de Paula como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Ella, por su parte, permaneció donde estaba. Había olvidado que le había dado a Pedro una llave del apartamento.
Creyó que él iba a lanzarle otra sarta de acusaciones. Pero, al menos, esa vez tendría parte de razón. Si no hubiera estado tan aturdida por las revelaciones de Arthur y la escena del día anterior, le habría hecho gracia que su celoso marido la descubriera en brazos de otro hombre.
Pedro presentaba un aspecto horrible. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, el pelo revuelto y la cara sin afeitar.
Se quedó en medio de la habitación y miró las cajas que había por todas partes antes de fijar los ojos en Arthur. Su presencia pareció desconcertarlo.
—Eh... hola, Arthur. Siento haber irrumpido así —dijo, lanzando a Paula una rápida mirada antes de dirigirse de nuevo a Arthur—. Supongo que no esperaba que Paula tuviera compañía.
Había adoptado un tono de disculpa, lo cual los sorprendió a ambos. Arthur empezó a balbucir inmediatamente.
—Eh, soy yo quien debe disculparse — sonrió con nerviosismo—. Por presentarme así, tan de repente. Estoy seguro de que los dos estáis muy ocupados —había empezado a retroceder hacia la puerta con cada palabra, hasta que se topó con ella al acabar la frase—. Así que... eh... creo que será mejor que me vaya —añadió débilmente—. Y... esto... nos veremos el lunes.
Abrió la puerta bruscamente y salió casi corriendo del apartamento. El ruido de la puerta al cerrarse llenó el silencio que dejó su partida. Paula no estaba preparada para enfrentarse a Pedro. Estaba demasiado enojada, demasiado dolida, demasiado triste para hablar con él en ese momento.
Pedro no se había movido desde la marcha de Arthur. Su rostro parecía palidecer por momentos. Paula le señaló la silla que Arthur había dejado libre y dijo:
— Siéntate, no vaya a ser que te caigas. Te haré un poco de café.
Pedro se sentó. Paula entró en la cocina, pensando que había hecho bien en no empaquetar la cafetera y el café. Se concentró en medir el café y el agua.
No era justo, pensó. Pedro le había roto el corazón, había pisoteado sus sentimientos... y para colmo, tenía la desfachatez de presentarse en su casa con el aspecto de un animal extraviado. Un animal extraviado y resacoso, pero adorable de todos modos.
El problema era que lo conocía demasiado bien. Con los años, había llegado a conocer sus distintos estados de ánimo, cada una de sus expresiones, y a veces casi le parecía que podía leerle el pensamiento. Por eso la habían sorprendido tanto sus espantosas acusaciones del día anterior. Nunca antes lo había visto en aquel estado. Y, desde luego, no quería volver a presenciar una escena semejante.
Sabía que se sentía avergonzado por su comportamiento y que estaba arrepentido. Pero ella no podía fingir que no había pasado nada.
Sin embargo, no sabía qué hacer. Era la primera vez en su larga relación que Pedro volvía contra ella su cólera y su desconfianza. Por muy arrepentido que estuviera, Paula no quería tener que volver a afrontar otra escena como aquella en el futuro.
Llenó un vaso de agua, sacó un frasco de aspirinas y le tendió ambas cosas. Pedro tenía la cabeza apoyada en el respaldo de la silla y los ojos cerrados. Los abrió cuando Paula puso el vaso de agua y el frasco de pastillas sobre la mesa, a su lado.
—Gracias —musitó, tomando el frasco.
Paula se dio la vuelta sin mirarlo a los ojos. Recogió su vaso de refresco y lo apuró de camino a la cocina. Entonces recordó: ya había empaquetado la vajilla. Tuvo que abrir tres cajas antes de encontrar la que contenía las tazas de café.
Sirvió el café bien cargado en una y se la llevó al cuarto de estar. Pedro se levantó y tomó la taza. Paula se dio la vuelta y cruzó la habitación para sentarse en una de las sillas de madera de la cocina.
Pedro se sentó de nuevo y probó el café humeante. Al cabo de un momento, miró a Paula y habló.
—Gracias por no echarme a patadas.
— ¿A qué has venido?
Él hizo amago de hablar, pero se detuvo. Tomó otro sorbo de café y empezó a decir algo... y de nuevo se detuvo. Por fin, se encogió de hombros y dijo:
—Quería impedir que te fueras.
—No tengo elección. Debo dejar el apartamento antes del lunes —apartó la mirada de él. Nunca lo había visto tan derrotado.
— ¿Qué piensas hacer? —preguntó él suavemente.
—Aún no lo sé.
Guardaron silencio mientras Pedro se bebía el café. Cuando su taza estuvo vacía, la colocó cuidadosamente sobre la mesa y, alzando los ojos, clavó su intensa mirada en los de Paula.
—Lo que hice ayer... lo que dije... todo ello... es imperdonable —se pasó la mano por la boca—.Sé que actué como un loco. Me puse completamente en ridículo —sus ojos se ensombrecieron—. No sé cómo decirte cuánto lo siento.
A Paula no se le ocurrió qué contestar. Estaba segura de que decía la verdad.
El silencio volvió a extenderse entre ellos. Pedro se levantó y se acercó a la ventana, con las manos en los bolsillos.
Paula se preguntó si sabría cómo marcaba aquella postura la forma de sus glúteos. De espaldas a ella, Pedro dijo:
—No recuerdo casi nada de lo que pasó ayer. Afortunadamente. Porque lo poco que recuerdo me pone enfermo: las cosas que te dije..., la forma en que te hablé... A ti, nada menos.
—Dijiste lo que creías que era cierto.
— No —dijo él, sacudiendo la cabeza lentamente —. Dije lo que temo que sea cierto.
—Ya veo. Crees que tengo una aventura con Rich Harmon —dijo ella en tono indiferente, intentando sobreponerse a la opresión que sentía en el pecho y a las lágrimas que pugnaban por emerger.
El se dio la vuelta y sacó las manos de los bolsillos. Se agarró al quicio de la ventana para mantener el equilibrio.
—No —dijo apretando los dientes—. No creo que tengas una aventura con Harmon... ni con ningún otro.
—Entonces no entiendo lo de ayer — consiguió decir ella.
Pedro se recostó contra la pared como si necesitara apoyo, y la observó. Paula sabía lo que veía: una mujer pálida, sin maquillaje, con el pelo recogido en una coleta, vestida con una camiseta polvorienta y unos vaqueros descoloridos.
— ¿Alguna vez te has preguntado por qué, en todos estos años, nunca demostré un interés personal hacia ti?, ¿por qué nunca te pedí que saliéramos?, ¿por qué nunca flirteé contigo?
Ella lo pensó un momento. Había estado tan ocupada ocultando sus sentimientos hacia él que, en realidad, no se había dado cuenta.
—Si alguna vez me extrañó —dijo finalmente—, fue solo un pensamiento pasajero. Trabajabas muchas horas. No tenías tiempo para hacer vida social.
—Me refiero a cuando salía del trabajo.
—Supongo que pensé que se debía a que sabías que los amores de oficina están abocados al fracaso.
Pedro sonrió por primera vez desde que había llegado.
—Se debía a que eres la clase de mujer que no solo conoce el significado de una expresión como «estar abocados al fracaso», sino que además sabe utilizarla en una frase
— ella frunció el ceño. Había conseguido desconcertarla—. El día que te conocí, comprendí que no pertenecíamos al mismo mundo. Tú eras culta, educada, provenías de un nivel social que yo solo podía contemplar desde lejos. Eras una de esas damas clásicas, destinadas a casarse con alguien igualmente culto y educado que se moviera en los círculos de la alta sociedad. Nunca me permití jugar con la idea de que pudieras pensar en mí como en algo más que tu tosco y grosero jefe — Paula lo miró, asombrada—. Tú te merecías a alguien mucho mejor que yo; lo sabía cuando te contraté. Lo sabía cuando me aproveché de tus miedos para convencerte de que te casaras conmigo; pero lo hice de todos modos —se apartó de la pared y volvió a sentarse—. Una de las cosas que recuerdo de ayer es que te dije que no confiaba en ti —se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas—.No es cierto. Lo que pensé cuando oí que Harmon y tú habíais estado comiendo en el parque fue que al fin te habías dado cuenta de que al casarte conmigo habías cometido un terrible error. Afrontémoslo. Rich Harmon es mucho más de tu estilo que yo.
Paula no sabía si reír o llorar. ¿Cómo era posible que pensara aquellas cosas? En todos esos años, no se había dado cuenta de la pobre opinión que Pedro tenía
de sí mismo. Su mente voló raudamente en todas direcciones, revisando todo lo que le había dicho el día anterior a través de ese nuevo filtro.
—Dejé que el miedo a perderte se apoderara de mí. Te pediría que me perdonaras, .pero sé que no merezco tu perdón. No te merezco, porque ni siquiera me había dado cuenta de que llevaba ocho años enamorado de ti. Dime lo que quieres, Paula. Si quieres el divorcio, no me opondré. Si crees que no puedes seguir trabajando para mí, también lo entenderé.
Así que era eso. Pedro había ido a pedirle perdón y a ofrecerle la libertad, si la quería. Paula dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas.
—No quiero el divorcio. Quiero matarte por ser tan estúpido. Quiero darte una patada en el trasero. Pero no, no quiero poner fin a nuestro matrimonio.
Él se levantó de la silla y se arrodilló a su lado.
— Si me perdonas —dijo tomándola de la mano mientras con la otra le enjugaba una lágrima—, te prometo que lo de ayer no volverá a ocurrir. Prometo no dudar nunca de ti, ni sospechar de ti, ni pedirte explicaciones o negarme a escucharte —se le quebró la voz —. Si me perdonas, seré el mejor marido que pueda ser.
Ella sonrió a través de las lágrimas.
—Eso está muy bien. Si sigues así, te convertirás en un santo.
— ¿Significa eso que me perdonas?
Ella se levantó y tiró de él para que se pusiera en pie.
—Si te digo que sí, ¿te irás a casa y dormirás un rato? Tienes un aspecto horrible.
Él deslizó los brazos alrededor de su cintura.
— Solo si vienes conmigo. He descubierto que no me gusta dormir sin ti.
Ella miró la habitación y luego a él.
—De acuerdo. De todos modos, el apartamento tiene que estar vacío antes del lunes.
Él la condujo hacia la puerta, agarrándola firmemente por la cintura.
—Y lo estará, aunque para ello tenga que traer una cuadrilla —abrió la puerta y, cuando estuvieron en el pasillo, se volvió hacia ella y dijo—. Por cierto, ¿qué estaba haciendo Arthur aquí, si no te importa que te lo pregunte?
Ella se echó a reír y lo agarró de la mano. Mientras se dirigían hacia el ascensor, dijo:
—Nunca habría imaginado a Arthur en el papel de Cupido, pero espera a saber lo que me ha contado.
miércoles, 10 de agosto de 2016
BAJO AMENAZA: CAPITULO 32
ARTHUR Simmons sonrió dócilmente. — Siento presentarme así en tu casa. Espero que no te importe —dijo, y se subió con nerviosismo las gafas sobre el puente de la nariz. Al ver su mirada de extrañeza, Paula recordó que tenía los ojos tan hinchados que parecían apenas dos ranuras. Si Arthur le preguntaba, le diría que tenía alergia y procuraría cambiar de tema.
La verdad era que se alegraba de verlo. Su presencia la distraería de los pensamientos que giraban en su cabeza como los ejes de una rueda. Le tendió la mano.
— No me importa en absoluto, Arthur. Por favor, pasa y hazme compañía un rato, si es que puedes soportar todo este desorden —Arthur le dio la mano y entró en el apartamento —. ¿Quieres tomar algo? ¿Café, té...?, ¿un refresco?
—Eh, no quiero causarte molestias. De verdad. Solo quería hablarte de un asunto y pensé que sería mejor hacerlo fuera de la oficina.
Ella le soltó la mano y cerró la puerta, indicándole que entrara en el cuarto de estar. Le dieron ganas de hacer una mueca de fastidio, pero no se atrevió por si él la sorprendía. No había razón para herir sus sentimientos. Paula no dudaba de que quería hablarle de los rumores que circulaban por la oficina. Pero a ella ya no le importaban los rumores. Era su corazón roto lo que le preocupaba.
—No es molestia —entró en la pequeña cocina y lo miró por encima de la barra—. Siéntate mientras te sirvo algo —abrió la puerta de un armario y sonrió—. Tengo algunos botes de refresco.
Él se acercó a una silla y se sentó obedientemente, sin dejar de sonreír.
—Un refresco de cola estaría bien, gracias.
Ella asintió.
—Creo que yo también tomaré uno —llenó rápidamente dos vasos con hielo y sirvió las bebidas. Regresó al cuarto de estar, le dio un vaso y se sentó al borde del sofá—. ¿De qué querías hablarme? —preguntó al cabo de un momento, al ver que Arthur parecía perdido en sus pensamientos.
Él parpadeó y la miró con estupor antes de comprender lo que había dicho. Entonces se puso muy colorado.
— Sé que no es asunto mío —dijo —. Pero, verás, te conozco hace cinco años y siento una gran admiración por ti. No solo como persona, sino como profesional —su boca se curvó en una sonrisa—. Te estoy especialmente agradecido por haberme protegido de la cólera de Pedro todos estos años.
— ¿Lo sabías? —preguntó ella, sorprendida.
—Puede que no sea muy simpático, Paula, pero no soy estúpido.
—Soy perfectamente consciente de ello, Arthur.
—La verdad es que admiro a Pedro por lo que ha hecho con la empresa. Durante estos años ha tomado decisiones muy inteligentes que le han reportado mucho dinero y que seguirán haciéndolo en el futuro —Paula estaba asombrada. ¿Por qué quería hablarle de Pedro? Arthur dejó con nerviosismo su vaso sobre una mesita que había junto a su silla, se aclaró la garganta y dijo—. Sin embargo, confieso que estoy bastante preocupado por las decisiones personales que ha tomado últimamente —ella hizo amago de responder, pero Arthur levantó la mano para detenerla—. No me malinterpretes. La tenacidad y la agresividad de su carácter le han permitido superar muchos obstáculos. Sin embargo, me temo que esas cualidades no resultan tan admirables cuando las dirige contra la gente que lo rodea.
Ella aguardó hasta que estuvo segura de que había acabado. Cuando Arthur guardó silencio, dijo:
—Arthur, puede que Pedro no sea capaz de decírtelo a la cara, pero te considera una parte fundamental de la compañía, un auténtico mago de los números. Les has ahorrado, a él y a la empresa, una considerable cantidad de dinero. Sé que a Pedro no se le da muy bien demostrar su gratitud —sonrió de mala gana—. Por eso es tan generoso con las bonificaciones. Es la única forma que tiene de expresar su agradecimiento — apenas podía creer que estuviera defendiendo a Pedro. Arthur la miró con evidente confusión.
—Pero, Paulal, yo no estaba hablando de mí.
Ella pareció confundida.
—¿Ah, no?
—Claro que no. Eres tú la que me preocupa.
Paula sacudió la cabeza rápidamente para intentar aclararse. Debía de haberse perdido algo durante la conversación, aunque habría jurado que lo había escuchado todo con suma atención.
—Me temo que tendrás que explicarme qué quieres decir, Arthur. No entiendo dónde quieres ir a parar.
El se frotó la frente con nerviosismo. Cuando levantó la mirada hacia ella, dijo:
—Ojalá pudiera reducir lo que intento decirte a una ecuación matemática. Así no tendría problemas para hacerme entender —tomó su vaso y bebió un poco de refresco antes de volver a dejarlo sobre la mesa—. Está bien —continuó—. Deja que intente explicártelo de otra manera. No, espera. Primero, permíteme que te haga una pregunta. ¿Conoces bien a Pedro Alfonso?
El dolor de cabeza que Paula tenía desde que se había levantado se estaba agudizando. Entre la falta de sueño, el hecho de que su matrimonio le hubiera estallado en la cara y el galimatías de Arthur, estaba claro que aquel no era su día.
— Conocí a Pedro hace casi ocho años, poco después de que fundara la empresa. Creía que lo sabías.
Arthur movió la mano con impaciencia.
— Sé cuánto tiempo llevas trabajando para él, pero ¿lo conoces bien?
Buena pregunta. Evidentemente, no tan bien como había creído.
—Arthur —dijo intentando conservar la paciencia—, ¿por qué no me dices claramente lo que te preocupa?
Él se recostó en la silla y respiró hondo.
—Hace unas semanas, descubrí accidentalmente que mantienes una relación amorosa con él —parecía más hastiado que preocupado.
— ¿Y...? —preguntó ella, esperando que se explicara. No era de extrañar que Pedro perdiera la paciencia con aquel hombre. Había que tener la templanza de un santo para aguantar sus sinuosas explicaciones.
—Bueno, la verdad es que cuando, después de entrevistarme, Pedro me ofreció entrar a trabajar en la empresa, hice unas cuantas averiguaciones sobre su pasado — tragó saliva y se ajustó las gafas.
— ¿Que hiciste qué?
—No sé cómo son las cosas aquí, en Texas, pero en el Este nos gusta saber para quién trabajamos. No quería aceptar el empleo y descubrir más tarde que el negocio era una tapadera para encubrir actividades ilegales. En Texas hay mucho tráfico de drogas y de personas y también de... —movió la mano en el aire— de otras cosas. No quería verme implicado en asuntos turbios.
—Ah. Ya veo. Bueno, entiendo que estuvieras preocupado... siendo del Este y todo eso...
Él suspiró, aliviado.
— Gracias por ser tan comprensiva. No encontré nada ilegal acerca de la compañía, pero al revisar los antecedentes de Pedro descubrí que no es quien dice ser.
— ¿Ah, no? ¿Y quién es, entonces?
Una expresión de asco cruzó la cara de Arthur.
—No quisiera disgustarte, pero creo que, por tu propio bien, es mejor que sepas la verdad sobre ese hombre.
A Paula no dejaba de admirarla la forma en que funcionaba la mente de aquel individuo.
—Entiendo —dijo finalmente, sin saber qué otra cosa decir.
— Su verdadero nombre es Pedro J. Ogden, pero lamento decir que ha utilizado diversos alias.
—Entonces... ¿no se llama Alfonso? — preguntó, admirada por aquella fascinante conversación.
— Bueno... supongo que ahora sí. Alfonso es su nombre legal. Se lo cambió, ¿sabes?, lo cual resulta por sí solo bastante sospechoso, ¿no te parece?
—Hum —contestó ella, fingiéndose pensativa.
—Lo peor de todo es que su padre tiene un largo historial delictivo, aunque le han condenado muy pocas veces. Hasta el año pasado, cuando por fin las autoridades consiguieron meterlo entre rejas.
Paula arrugó el ceño.
—Qué interesante —dijo, preguntándose si Pedro querría saber dónde estaba su padre, o si le importaría—. Pero dime una cosa, ¿todo esto te preocupa por el hecho de que yo mantenga una relación amorosa con Pedro?
El bajó los ojos y se miró las manos, que tenía unidas entre las rodillas.
—No quiero que te hagan daño, Paula. Puede que Pedro no lo haga a propósito, pero mucho me temo que, si te empeñas en seguir con esa relación, acabará perjudicándote de alguna forma.
Lástima que no le hubiera dado aquel consejo una semana antes, pensó ella. Pero, claro, una semana antes ella todavía fantaseaba con su matrimonio, su marido, su futura familia y su vida de cuento de hadas.
Dejándose llevar por un impulso, estiró el brazo y le dio una palmadita en las manos.
—Eres muy amable al preocuparte por mí.
Sus palabras no parecieron tranquilizarlo.
—No, no lo soy. ¡No se trata de amabilidad en absoluto! —Arthur apartó las manos, se puso muy tieso y añadió—. Estoy enamorado de ti desde que entré a trabajar en la empresa, Paula. Creo que fue amor a primera vista. Tú representas todo lo que que algún día llegarías a sentir lo mismo por mí, pero al ver que no respondías a mis notas, comprendí que lo único que estaba haciendo era ponerme en ridículo.
Paula se quedó sin aliento y lo miró con estupor.
— ¿Qué estás diciendo exactamente, Arthur? ¿De qué notas hablas?
El color del semblante de Arthur pasó del blanco al rojo y, luego, de nuevo al blanco. Tenía la frente húmeda de sudor.
—Pensé que te parecería romántico recibir notas de un admirador secreto. Creía que descubrirías enseguida que eran mías. Pero no fue así.
Paula se puso en pie de un salto y lo miró, horrorizada.
—Arthur, ¿me estás diciendo que el acosador eras tú? ¡Ay, Dios mío! No tenía ni idea.
Él pareció ofendido.
—Yo no soy ningún acosador, Paula. Lo único que hice fue escribir unas notas diciéndote que me gustabas.
— ¡Pero entraste en mi apartamento!
— Solo una vez. Te lo juro. Había decidido dejártela para asegurarme de que la recibías, pero cuando llegué, la puerta estaba entreabierta. La señora de la limpieza estaba en el cuarto de baño, escuchando la radio. Sé que fue una estupidez por mi parte, pero quería darte una sorpresa. Así que dejé la nota encima de la cómoda para que la señora de la limpieza no la tirara accidentalmente a la papelera.
— ¡Y lo que conseguiste fue darme un susto de muerte! Arthur, ¿te das cuenta de lo que has hecho?
El parpadeó, asombrado.
— ¿Qué? ¿A qué te refieres?
—Fui a la policía pensando que un pervertido había entrado en mi apartamento. Incluso me fui a Carolina del Norte porque...
Se detuvo, comprendiendo al fin las consecuencias de las acciones de Arthur. Se dejó caer en el sofá y lo miró con renovado pavor, llevándose las manos a la boca. Él volvió a palidecer. Sus ojos parecían haber redoblado su tamaño cuando la miró, despavorido.
— ¿Hiciste todo eso por mi culpa? ¿Por mis notas? Las habladurías empezaron cuando volvisteis de Carolina del Norte. ¿Acaso te fuiste por mi culpa?
—Me fui porque estaba asustada, Arthur — dijo ella lentamente —. Tus notas eran cada vez más explícitas, por si no lo recuerdas.
Él volvió a ponerse colorado. Desvió la mirada un momento antes de volver a fijarla en ella, pero procuró no mirarla a los ojos.
— Sé que no se me dan muy bien las palabras, siempre ha sido así, pero quería que supieras lo que sentía y cuánto deseaba... deseaba...
—Los dos sabemos qué deseabas, Arthur. Tus notas lo dejaban bastante claro.
— ¡Pero no pretendía asustarte! No quería que pensaras que soy un mequetrefe que no sabe cómo es la vida.
Ella recostó la cabeza contra el sofá.
— Querías que te considerara sofisticado —dijo cansinamente, comprendiéndolo todo.
Él asintió resueltamente.
—Exacto. Paula, siento tanto haberte asustado... Pensé que te darías cuenta de que las notas eran mías.
Paula sintió ganas de gritarle. Deseó patalear, chillar e insultarlo con palabras que Arthur Simmons nunca había escuchado. Pero en lugar de hacerlo, se limitó a decir:
—La firma «tu admirador secreto» no daba muchas pistas, Arthur.
Él pareció avergonzado. Paula vio que se le empañaban los ojos, pero en ese momento no era capaz de sentir compasión por él. Por su culpa había aceptado casarse con Pedro Alfonso, emprendiendo así un camino lleno de dolor, tristeza y sufrimiento.
Se quedó allí sentada, mirándolo con rencor. Arthur la miró a los ojos con una agitación nerviosa que parecía rayar en el pánico. ¿Creería que iba a agredirlo? La verdad era que, si su madre no la hubiera educado como a una dama, podría haberle pegado.
Cerró los ojos para intentar borrarlo de sus pensamientos, pero su cerebro siguió bombardeándola con toda clase de ideas. Una de ellas hizo que abriera los ojos de repente.
— No has venido para contarme lo de esas notas. Has venido a hablarme del sórdido pasado de Pedro. ¿Por qué? —preguntó.
—Pensaba que estaba claro. Te quiero. Deseo lo mejor para ti. No habría elegido a Pedro Alfonso para ti, pero lo cierto es que no soy muy objetivo, soy el primero en admitirlo. Estaba convencido de que yo podía hacerte feliz. Ahora me doy cuenta de que me engañaba. De todos modos, pensé que tal vez, durante el viaje a Carolina, te habías sentido superada por su agresividad y habías acabado cediendo a sus deseos —alzó la voz ligeramente—. Ha consentido que se difundan todos esos chismes sobre ti en la oficina y ni una sola vez ha salido en tu defensa. Te debe demasiado como para permitir que te conviertas en la comidilla de la empresa.
Paula cerró los ojos otra vez.
—Él no se enteró de los rumores hasta ayer, Arthur.
—Ah. Entonces, tal vez aún no sea demasiado tarde para que haga lo correcto.
— ¿Y qué es lo correcto, según tú?
—Casarse contigo, por supuesto.
— Por supuesto —musitó ella—. ¿Por qué no se me habrá ocurrido?
Arthur se levantó, y Paula hizo otro tanto.
—Lamento muchísimo haberte asustado. ¿Podrás perdonarme?
Aquel hombre estaba trastornado, eso era evidente. Paula lo miró con desesperanza. Era consciente de que había tomado ciertas decisiones sin tener todos los datos en su poder. Se había acogido al puerto seguro de Pedro, convencida de que sabía exactamente qué necesitaba él y cómo dárselo.
Miró los ojos amables y tristes de Arthur, y vio que estaba realmente arrepentido. Por fin, dio un paso adelante y le puso las manos sobre los hombros.
— Te perdono, Arthur, pero te sugiero que no vuelvas a escribir anónimos. Y te aconsejo que no le hables a nadie del pasado de Pedro.
— ¡Desde luego que no! Yo no voy por ahí divulgando secretos, Paula. Tú lo sabes. Nunca le he contado a nadie lo que sé de Pedro. Lo cierto es que creo que ha conseguido redimirse. Mira dónde está ahora.
¿Qué más le daba a ella todo aquello? Pedro la había despedido de su puesto de esposa y de asistente. Y si no lo había hecho aún, ya podía hacerlo. Si creía que iba a continuar trabajando para él después de las cosas que le había dicho, estaba muy equivocado.
Se concentró en el hombre que tenía frente a sí.
— Entonces, que todo esto quede entre nosotros, ¿de acuerdo?
Él asintió solemnemente.
—No merezco tu perdón, pero gracias, de todos modos — Arthur miró a su alrededor con nerviosismo—. Debo irme. Dejaré que sigas con lo que estabas haciendo, sea lo que sea —dijo.
Antes de que retrocediera, Paula le echó los brazos al cuello y lo abrazó con firmeza. Él pareció no saber qué hacer con las manos, pero al fin las dejó colgando sobre su espalda.
Así los encontró Pedro cuando entró en el apartamento.
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