miércoles, 27 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 11




Pedro trató de saciar sus ansias con su aliento fresco, sus labios y el movimiento de su cálida lengua, pero ella quería más. Cayeron juntos sobre el sofá y de allí rodaron a la alfombra. Ella necesitaba que él la acariciara, la rozara, le palpara los senos hasta que estuvieran llenos y duros. No protestó cuando él le desató el cordón de la bata y le quitó el camisón y trató a su vez de arrancarle la camisa para deslizar sus manos sobre el vello varonil y sudoroso.


Paula se quedó tendida mientras él deslizaba su boca y la besaba en el cuello, los hombros y la curva de su seno hasta llegar a uno de sus pezones.


Ella lo necesitaba y quería más.


Avariciosa como él. Un seno primero, luego el otro. 


Mordisqueando, lamiendo.


Una pregunta y una respuesta: sin protección.


No importaba. Esa vez era para ella.


—Échate, cariño.


La boca de nuevo sobre un seno, las manos sobre su vientre, deslizándose, buscando, empujando entre los muslos. Haciendo que ella se estremeciera. Aliviándola, acariciándola. Abriendo los otros labios. Dedos largos entrando y saliendo, fuertes y rítmicos hasta que ella comenzó a gemir.


Entonces deslizó la cabeza hacia su vientre, colocó la boca donde antes estuvieron los dedos y sus labios y su lengua la acariciaron hasta que ella, alzando sus caderas, comenzó a jadear y, temblorosa, envuelta en una nube de placer, llegó al clímax.


Exhausta y satisfecha, él la envolvió de nuevo en la bata y ella evitaba mirarlo, avergonzada de haberse entregado.


—¿Estás bien? —preguntó él mientras la besaba con ternura en la frente. Ella asintió con los ojos cerrados para que él no pudiera adivinar nada. Ningún hombre la había llevado a tal placer de ese modo. Era como si hubiera vuelto a perder la inocencia—. La próxima vez, vendré preparado.


Ella abrió los ojos y vio cómo él la miraba como si fuera suya, sin esconder lo que estaba pensando.


Deseó que él la tomara y acabar de una vez. Sabía que estaba en deuda.


Decidió ser sincera. Se sentó y, arreglándose la bata, respondió:
—Lo siento, pero no habrá una próxima vez.


—¿Qué? —asombrado, él se incorporó y la agarró de un brazo obligándola a mirarlo—. ¿Qué estás diciendo?


—No quiero que vengas más por aquí —ella no podía soportar esa relación basada en el sexo, de la que él podía marcharse cuando quisiera.


—Pero… —la escrutó con la mirada y vio que hablaba en serio—, ¿entonces esto qué fue?


Ella lo interpretó como una acusación, que quizás se merecía. Había dejado que él le hiciera el amor sin dar casi nada a cambio y estaba cortando en seco la relación.


—Tú quieres hacerlo bien y yo no te lo voy a impedir, pero ahí termina todo.


Paula no podía permitir que él entrara y saliera de su vida a su gusto. Sabía que no podría soportarlo.


—¿No me lo vas a impedir? —repitió él—. ¿Eso que es, una invitación o una despedida?


—Yo… no… yo solo quería decir… —ella tartamudeaba al ver la expresión de furia en su cara.


—¡Olvídalo! —la apartó de él—. Yo sé lo que querías decir. Un favor por otro favor. Pues, ¡no, gracias!


Se puso en pie, se metió la camisa en los pantalones, agarró la chaqueta y se dirigió hacia la puerta antes de que ella pudiera decir nada más.


Ella lo siguió y lo asió por la manga.


—No lo entiendes.


—¿No lo entiendo? —gruñó él—. ¿Por qué no vienes a mi casa y me lo explicas cualquier día? Quizás cuando te sientas un poco sola y necesites compañía masculina. 
¿Quién sabe? Si estoy lo suficientemente necesitado, quizás te haga caso.


—No es eso —protestó Paula entre sollozos.


—¿No? —sus ojos quemaban de desprecio.


Él nunca había mirado a Paula de ese modo. A ella se le rompía el corazón mientras le contestaba:
—Tú fuiste quien vino a mí.


—Más tonto aún —rezongó, y apartándola de un empujón, salió dejando la puerta abierta.


Paula la cerró de un portazo en un gesto de desafío, antes de entregarse desconsoladamente al llanto.


¿Qué era lo que había hecho?



¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 10





Tardaron dos días en terminar la puerta Oeste y enseguida pasaron a reconstruir la entrada para coches. Paula no podía negar que necesitaba reparación pues estaba llena de baches.


Tampoco podía quejarse de las verjas nuevas puesto que Colin Jones, el aparejador, se había personado en su casita para entregarle su propio mando a distancia. Al parecer, el señor Alfonso le había dado instrucciones cuando llamó desde los Estados Unidos para saber cómo iba la obra.


«No me dijo que volvería a marcharse», pensó Paula. Pero, ¿por qué iba a hacerlo? Ella no era nada para él.


Y él no era nada para ella.


Al saber que él no estaba allí, Paula cedió a su curiosidad y se acercó a la casa grande. Esperaba que hubiera cambios, pero se quedó perpleja al ver casi toda la parte trasera cubierta de andamiajes para limpiar la piedra y que la parte del establo estaba sin techo. Al parecer iban a reconvertirlo en casitas para invitados. Había todo un batallón de obreros.


Lo mismo pasaba con la parte frontal de la casa. Era cierto que Highfield necesitaba todo ese trabajo para sobrevivir, pero Paula lo sentía como si le estuvieran borrando el pasado y la dejaran a ella a la deriva.


Era imperativo que dejara la casita. No por Pedro y sus reformas, sino por percatarse de que su vida tenía que cambiar. Volvió a mirar a diario los anuncios y a visitar agencias. Dario, en silencio, parecía resignarse.


Pasaron varias semanas hasta que encontró algo medianamente aceptable. Claro que, después de los apartamentos tan sórdidos que había visto, sus exigencias habían bajado bastante. La cocina estaba sucia, la sala era diminuta y no tenía ducha. Pero estaba dentro de su presupuesto.


Intentó convencerse de que era el lugar adecuado y, tras dejar un depósito de cincuenta libras, se lo mostró a Dario.
Como Dario no había visto los otros para comparar, dijo lo que pensaba.


—¡Es horrible!


Esa vez Paula no apreció la franqueza de su hijo y no tuvo en consideración sus sentimientos ni su edad. Solo le dijo que tendría que gustarle porque la casita ya no era de la familia. Que era de Pedro y que tarde o temprano querría recuperarla. Para su ama de llaves, o para algún amigo, o simplemente porque era suya y no quería a dos extraños viviendo allí.


Era una dosis de realidad imperdonable ya que se había pasado los diez años de su vida protegiéndolo. Pero no había podido evitarlo pues estaba agobiada por las preocupaciones que se le acumulaban.


La reacción de Dario fue el silencio, y al llegar a casa corrió a su dormitorio. Ya más tranquila, Paula se sintió culpable y trató de contentarlo. Pero él la rehuyó y se mantuvo serio y cabizbajo todo el fin de semana.


No era la primera vez que dudaba de sí misma como madre. 


Se confirmaba lo que todos, incluso Pedro, decían: que era demasiado joven cuando tuvo a Dario.


Tres días después Dario anunció de repente:
—Mamá, creo que podremos quedarnos aquí.


—Oh, Dario. Quiero que dejes de preocuparte de esas cosas —le respondió—. No debía de haber dicho lo que te dije y, pase lo que pase, seguro que será para mejorar.


—Pero si pudiéramos quedarnos en la casita para siempre… —insistió el niño— ¿Es eso lo que te gustaría?


Paula no sabía qué contestar. Comenzar de nuevo en otra parte la atraía pero entendía que Dario rehusara desarraigarse.


—A decir verdad, ya no lo sé.


—¿Pero y si Pedro quiere que te quedes?


—¿Pedro? Querrás decir el señor Alfonso.


Dario asintió.


—Él me dijo que lo llamara Pedro.


—¿Cuándo? —Paula no recordaba haberlo oído.


—No me acuerdo. ¿Importa mucho? Mamá, si él no quiere que nos vayamos, entonces podemos quedarnos, ¿verdad?


—Es posible —contestó.


Su tono era evasivo, pero Dario no lo notó y su cara se alegró.


Paula decidió dejarlo con la idea hasta que pudiera ofrecerle otra alternativa mejor al apartamento que le había enseñado.


Pero aún no había encontrado nada cuando Pedro reapareció durante el fin de semana.


Era viernes por la tarde y Dario se había quedado a dormir en casa de un amigo. Paula había salido del baño, se había puesto una bata y se estaba secando el pelo cuando llamaron a la puerta.


La llamada la sobresaltó pues nunca tenía visitas inesperadas.


Apagó la luz y miró entre las cortinas. Estaba lloviendo pero había luz suficiente para reconocer al visitante.


El estómago se le encogió y consideró fingir que no había nadie.


Volvieron a llamar.


—Paula, soy Pedro —ella no se movió pensando que a lo mejor él desistiría y se marcharía—. Pau, sé que estás.


Pau. Solo él acortaba así su nombre. Antes le gustaba, pero en ese momento solo le causaba resentimiento. Se armó de valor y abrió.


—¿Sí?


—Hola —saludó él—. Yo también me alegro de verte.


Ella hizo una mueca ante el sarcasmo.


—¿Qué quieres? Son más de las nueve.


—Lo siento —se disculpó él—, pero acabo de llegar de Estados Unidos. Pensé que sería mejor que viniera ahora, por si no te veía por la mañana.


—Si es por el alquiler —tartamudeó Paula—, ya te lo habría pagado, pero no hemos acordado cuánto es.


—¿El alquiler? —repitió él—. No lo sé. ¿Cuánto le pagabas a tu madre?


—Ciento cincuenta libras —no podía decirle que nada y se inventó la cifra.


—De acuerdo —asintió él.


—Al mes —aclaró ella.


—De acuerdo —estaba claro que le era indiferente la cantidad—. En realidad quería hablarte de tu contrato.


—¿Y bien? —Paula se preparó. ¿Había llegado la hora del desalojo?


—¿Puedo entrar? —dijo acercándose.


Paula le habría cerrado la puerta en las narices, pero lo hizo pasar y lo acompañó hasta la sala, mientras se apretaba el cinturón de la bata, consciente de que no estaba vestida.


Él llevaba un traje formal, aunque tenía el cuello de la camisa desabrochado y la corbata floja.


—¿Quieres beber algo? —la oferta era de puro compromiso.


—Me gustaría —dijo mirando a su alrededor los cambios de la casita—. No es en absoluto como yo la recuerdo.


—La escalera es nueva —aclaró ella—. La hice construir para que Dario pudiera usar el ático como dormitorio. Cambié las paredes a su piedra original, y el resto lo pinté. Algunos muebles son los tuyos y el resto lo compré en una subasta.


—Es toda una transformación —parecía sincero en su admiración—. Es difícil de creer que sea el mismo sitio.


—Gracias —Paula aceptó el cumplido—. ¿Quieres café, té o algo más fuerte?


—Creo que té.


—Siéntate —le dijo señalando el sofá y salió hacia la cocina.


Cuando volvió con las tazas y el té, él estaba al lado de su mesa de trabajo hojeando algunos diseños.


—Parecen profesionales —comentó.


—Son para el dormitorio y vestidor de un cliente. Plano noventa y nueve más o menos.


Él sonrió.


—Así que esto es lo que querías decir con arreglar casas. Eres decoradora de interiores —declaró él, y ella asintió—. ¿Por qué no lo dijiste?


—Parecía que te divertía llegar a otras conclusiones.


Él la miró pero no dijo nada y siguió hojeando sus dibujos.


—¿Desde cuándo estás haciendo esto?


—¿Diseñar? Desde hace tres años —contestó—. Este encargo en particular, desde hace unas semanas, aunque me parece mucho más tiempo.


—¿Tienes problemas? —preguntó. Ella se encogió de hombros. ¿Qué le importaba a él? Recogió los dibujos y los metió en su carpeta, haciéndole señas a Pedro para que se sentara—. Me pregunto —continuó él cuando ella le dio su taza de té— si tendrías tiempo para hacer algún trabajo para mí… de diseño, quiero decir.


Ella no sabía qué contestar.


—¿Yo?… ¿En Highfield?


Él asintió.


—Los constructores están renovando la estructura de la casa, pero tarde o temprano habrá que amueblarla y decorarla de arriba a abajo.


—¿Y por qué yo?


—¿Y por qué no? Tú conoces Highfield y pienso que podrías mejor que nadie hacer algo en sintonía con el estilo y los años de la casa.


Era una proposición tentadora. Un proyecto como Highfield era el sueño de cualquier decorador, pero ¿no sería demasiado para ella?


—Solo he diseñado una habitación por vez —confesó Paula—. Creo que te iría mejor contratando a una empresa grande.


—Ya han venido dos —dijo Pedro haciendo una mueca—. Casa de campo al estilo de un piso de Nueva York…


—¿Minimalista? —el estilo estaba haciendo furor.


—Desnuda es la palabra que yo aplicaría —respondió él—. Aunque, para ser justo, tampoco les di muchas explicaciones. Pensé que ofrecerían algo en consonancia con el estilo de la casa.


—Tendrás que dar alguna breve sugerencia sobre lo que prefieres o la mayoría de los diseñadores tratarán tu casa como una obra de arte más que como un sitio para vivir.


—Bien. No me gusta nada muy florido, ni los tonos pastel, ni la madera clara, ni el pino, ni los muebles de reproducción. ¿Es suficiente?


—Es un comienzo —acordó Paula.


—Entonces, ¿cuándo podrías?


—¿Qué?


—Comenzar.


¿Había ido para eso? No, porque acababa de descubrir que era diseñadora.


Habría sido fácil aceptar, pero no podía obviar los inconvenientes. Ella necesitaba confianza mutua para trabajar, y en ese caso carecía de ella.


—No podría —contestó por fin—. No tengo ni tiempo ni medios.


—Ni ganas —añadió él.


Paula no contestó y se limitó a preguntar:
—¿No querías hablar del contrato?


—Tengo entendido que te preocupa la seguridad de tu arrendamiento.


Paula lo miró tratando de entender.


—Esto qué es, ¿la hora de la liquidación? —preguntó ella refiriéndose a una conversación anterior.


Pedro hizo una mueca y luego recordó.


—¿Acaso prefieres un arreglo económico?


Paula, que había hecho una broma, lo miró sorprendida. ¿Iba a hacerle eso? ¿Darle dinero para que se fuera? Eso era lo que parecía.


—No quiero que me des dinero —dijo despreciativa—. Si decido marcharme será porque yo lo quiera.


—Será mejor que se lo digas a Dario —contestó él en tono cortante.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula irritada.


Pedro metió una mano en el bolsillo, sacó un papel doblado y se lo entregó.


Era un mensaje electrónico impreso. Paula lo leyó rápidamente, y luego lo releyó, incrédula.


—¿Has estado escribiéndote con mi hijo? —no tenía que fingir su indignación.


—No. Él se ha estado comunicando conmigo. Yo solo le acusé recibo.


—¿Pero cómo?


¿Cómo podía haber enviado Dario ese mensaje? ¡Un ruego a Pedro para que no los echara de la casita!


—Pues con mucha iniciativa, diría yo. Al parecer habló con Jones, el constructor, quien lo dirigió a Rebecca, la mujer de mi socio. ¿Te acuerdas de ella? Y con un poco de insistencia la persuadió para que le diera mi dirección electrónica. Supongo que tiene acceso a un ordenador.


—Tiene uno en su dormitorio —confirmó Paula.


—¿Con un módem? ¿Está conectado a internet?


Ella asintió.


—Lo usa a veces para los deberes, pero la compañía que lo instaló me dijo que le pondrían un filtro para que no pudiera entrar en los chats ni recibir páginas inapropiadas.


Paula se quedó pensando preguntándose por qué tenía que justificarse ante Pedro como madre. Ni que él fuera un buen padre. Simplemente no lo era.


—Eso no le impediría enviar mensajes —explicó Pedro—. Y sospecho que Dario es suficientemente listo para saltarse todos los filtros. De todos modos, no ha pasado nada malo.


¿Nada malo? ¡Una carta de súplica al casero! ¿Y la respuesta?


—¿Qué le contestaste? —inquirió ella.


—No lo recuerdo, pero seguramente estará aún en el disco duro si quieres leerlo —Paula guardó silencio—. La esencia era que no se preocupara, que tenéis el arrendamiento asegurado y que aclararía las cosas en cuanto regresara.


—¡Qué magnánimo! —dijo Paula pensando que Dario creería que si se iban era por culpa de ella.


El sarcasmo sorprendió a Pedro, pero al rato concluyó:
—Ya entiendo. Tú querías marcharte y yo era una buena excusa. Y si el chico piensa que yo soy el casero malo, ¿a quién le importa? —era obvio que a él sí le importaba y Paula se sonrojó—. ¿Has encontrado algún sitio?


—Aún no.


—¿Pero estás buscándolo? —Paula asintió—. Pero ¿por qué razón? ¿Por eso que hubo entre tú y yo?


Paula alzó la vista ante la franqueza de la pregunta. Sus miradas se encontraron. Quería fingir que no tenía ni idea de qué quería decir eso. Pero eso había vuelto a la vida en cuanto ella había visto de nuevo a Pedro y estaba acechando ante la mirada gris de él.


—Todo no gira alrededor tuyo, Pedro Alfonso —mintió—. He estado encerrada aquí casi ocho años y ya es hora de moverme.


—No puedo contradecirte —replicó él, pero ¿estás segura de que el apartamento de Southbury es el sitio adecuado?


Paula maldijo a Dario. ¿No podía guardar secretos?


—Es lo que puedo pagar —se justificó—. ¿Cómo supiste eso? ¿Está en el mensaje?


—Dario estaba conectado a la red cuando le envié la contestación anoche —«así que tuvieron una charla», pensó Paula—. Siento mucho si no lo apruebas, pero…


—¿Cómo voy a aprobar que mi hijo pase las noches revelándole nuestra vida privada a un extraño?


—Vamos, Paula. Yo no soy un extraño —contradijo Pedro—. Y el chico estaba pensando en vuestro interés. No puedes culparlo por ello.


Estaba claro que Pedro pensaba que ella iba a castigar a Dario. Y quizás lo haría, desconectándole el ordenador unos días, pero eso no era asunto de Pedro.


—Ya arreglaré las cosas con Dario como me parezca oportuno —contestó Paula incorporándose.


Él fue más rápido y se interpuso entre ella y la puerta.


—Mira, yo no he venido aquí para meter al chico en problemas. Es un chico estupendo y puedes estar orgullosa de él. Tienes mucho mérito. No debe ser fácil educar a un hijo sola.


Paula consideró que el cumplido era en tono paternalista y su resentimiento se desbordó.


—Como si te importara mucho…


—En realidad sí me importa —la miró fijamente—. ¿Por qué otro motivo crees que estoy aquí? Quiero ayudarte.


La preocupación de Pedro parecía auténtica, pero Paula vio algo distinto en sus ojos. ¿Acaso pensaba que era tonta?


—Quieres decir que deseas acostarte conmigo.


Pedro iba a negarlo pero recordó que siempre la tenía en mente mientras estuvo fuera. Quizás sería bueno decir las cosas claras.


—Eso también —aceptó él—. Pero no es un requisito. Te ayudaré de todos modos.


—Así que si te digo ahora que nunca voy a acostarme contigo y te pido, por ejemplo, dinero para el depósito de un apartamento decente, ¿me lo vas a dar? —ella preguntaba por preguntar, pero se quedó perpleja cuando él alcanzó su chaqueta y buscó su cartera.


—¿Cuanto necesitas?


—¡No quiero tu dinero! —espetó ella—. Era solo un supuesto. Debes de creer que estoy desesperada.


—Creo que estás sin blanca —rectificó él.


—¡Pues no lo estoy! Y aunque lo estuviera, no podrías comprarme.


—No era mi intención. Si mal no recuerdo —contestó él en tono cortante—, no necesito comprarte.


Paula se puso roja de rabia.


—¡Canalla!


—Posiblemente.


—Tenía dieciséis años y estaba borracha —Paula estaba cansada de que siempre sacara a relucir el pasado—. Por eso creo que no puedes considerarte irresistible.


—Y el mes pasado… y la semana pasada… —la agarró por el brazo—. ¿Estabas borracha? Y desde luego ya no tienes dieciséis años.


Paula no malgastó sus energías tratando de zafarse.


—No. Tienes razón. Soy una madre soltera de veintiséis años que no se ha acostado con un hombre hace años, y como tal es posible que esté desesperada. No es un gran reto, ¿verdad?


Ella pretendía molestarlo y ridiculizarlo, pero él pareció complacido.


—Muy interesante —comentó—. ¿Y qué esperáis tú y Carlos? ¿A la noche de bodas?


Paula se quedó sorprendida. Se había olvidado de que le había hablado de Carlos.


—¿Eso sería tan terrible? Carlos es un caballero —Pedro solo contestó con un chasquido de desagrado—. Claro que tú no podrás apreciar esa cualidad…


—Tienes razón. No puedo —afirmó Pedro haciéndola girar para que lo mirara—. Yo solo soy el hijo de la cocinera, ¿recuerdas? No un idiota de clase alta sin sexo… Pero sí, sería terrible estar casada con alguien que puede esperar para hacerte el amor, que no ansía llevarte a la cama y oírte gemir cuando…


—¡Cállate! —eran demasiadas verdades para Paula—. ¿Por qué haces esto?


—Tú sabes por qué —él intentó abrazarla pero ella lo impidió poniéndole un puño sobre el pecho. Bajo el puño, latía el corazón de Pedro de modo tan salvaje como el de ella—. ¿Necesitas que te lo diga?


Una dulce amenaza que ella no contestó. No tenía palabras para rebatir lo que él la hacía sentir, y cómo su mirada le destruía la voluntad.


¿Por qué seguía mirándolo y dejaba que le agarrara las manos y la llevara cerca de la chimenea? ¿Y por qué se quedaba quieta mientras él le daba un beso tierno en la mejilla?


Ya no tenía voluntad. Había cerrado los ojos y como un alma hambrienta buscaba la boca de él.