Eran más de las siete de la tarde, pero Paula no tenía hambre.
Lars, el abogado de su padre, había descubierto el matrimonio durante una investigación cuando su padre había decidido actualizar el testamento. De lo contrario, Paula quizás no habría sabido jamás que seguía casada con Pedro.
Sin un acuerdo prenupcial, Pedro podría reclamar sus derechos como beneficiario de la fortuna de su padre.
Afortunadamente, Lars había acordado mantener en secreto su pequeña estupidez hasta que se ocupara del divorcio.
Un matrimonio del que no sabía nada era un ejemplo de inmadurez, y no podía pedirle un préstamo a su padre mientras le revelaba un error aún no solucionado. Su hermana, Carla, jamás hubiera hecho algo así, y ella quería llegar a ser tan responsable como su hermana.
En cuanto Pedro hubiera firmado los papeles, le contaría a su padre la existencia del matrimonio, y el divorcio, en el mismo lote y, con suerte, todos reconocerían que se había comportado como una adulta que se merecía un préstamo.
Con apatía, repasó los canales de televisión por cuarta vez.
Al oír sonar el móvil, se lanzó ansiosa con la esperanza de que le permitiera olvidar a Pedro.
El problema era que se trataba de un mensaje del propio Pedro:
Estoy en el vestíbulo. Indícame tu número de habitación.
Paula sintió una repentina sacudida de cintura para abajo.
Sin embargo, no se engañó a sí misma. Pedro no había acudido para tomar una copa. Estaba prometido y no lo creía capaz de engañar a su novia.
Le devolvió el mensaje y corrió al cuarto de baño para retocarse el maquillaje. Las mujeres Chaves-Harris no permitían que nadie viera sus fallos.
Abrió la puerta tras el golpe de nudillos y se enfrentó a la lúgubre expresión de Pedro.
—¿Qué sucede? —Paula sintió un escalofrío en la nuca.
—Déjame entrar. No voy a mantener esta conversación en el pasillo.
Ella le abrió la puerta para que pasara. Al hacerlo, su cuerpo la rozó deliciosamente.
—Supongo que no has venido a invitarme a cenar. Lo cual no estaría nada mal, por cierto.
—Lo has estropeado todo —espetó él secamente—. En una sola tarde, todo ha acabado.
—¿De qué hablas? Si he venido es para arreglarlo.
—Le he contado a mi novia lo del tórrido fin de semana en Las Vegas y lo más gracioso de todo: que sigo casado. El problema es que no le ha hecho ninguna gracia. Ha anulado el compromiso.
—¡Oh, Pedro, cuánto lo siento! —Paula se cubrió la boca con una mano—. Nunca pensé…
—Esto es lo que haremos. Me has costado perder un importante contacto en la industria textil. Y me lo debes. Vas a pagarme por ello, y empezando ahora mismo.
—¿Pagarte? ¿Cómo? —ella dio un paso atrás.
Ese no era el hombre que recordaba de Las Vegas. Tenía el mismo aspecto y la misma voz sensual, pero el Pedro Alfonso que tenía delante era duro, arisco. Y no le gustaba.
—De todas las maneras más desagradables que se me ocurran —murmuró Pedro mientras la devoraba con la mirada—. Pero no es lo que piensas. Necesito que hagas algo por mí.
—Siento mucho el disgusto de tu prometida —Paula decidió pasar por alto el desprecio, dada la situación—. Seguro que lo podrás arreglar. Ya sabes…
—Meiling no está disgustada.
Pedro la fulminó con la mirada. Paula se cruzó de brazos y se sentó en el pico de la mesa.
—Si no está disgustada ¿qué le pasa?
—Según sus propias palabras, se niega a asociarse con alguien que se casa con una extraña en Las Vegas y luego no se molesta en asegurarse de que el matrimonio se haya disuelto —él arrojó la chaqueta encima de la cama—. La he avergonzado delante de su familia, y en su cultura eso es imperdonable.
—No estabas enamorado de ella —de repente, Paula lo comprendió.
Lo que no entendía era por qué la revelación le hacía sentirse tan feliz.
—Pues claro que no —Pedro la miró furioso—. Se trataba de un acuerdo comercial y acabo de perder mi pasaporte al mercado textil asiático. Al necesitaba los contactos de Meiling. Y todo es culpa tuya. Estás en deuda conmigo.
Desde luego no era lo que ella había imaginado. ¿Dónde estaba el hombre sensible y apasionado con el que había pasado esas exquisitas horas dos años atrás? En su lugar había un tipo sin corazón ni un átomo de romanticismo en su alma.
—¿Culpa mía? —ella contuvo el impulso de abofetearlo—. Tu novia, perdón, exnovia, tiene razón. No te molestaste en hacer el seguimiento. En realidad deberías agradecerme que te revelara la verdad antes de casarte. Serías culpable de bigamia. Imagina cómo se lo explicarías a Meiling.
—Confié en ti para que destruyeras esos papeles —Pedro bufó—. No debería haberlo hecho.
Sus palabras la dolieron. Implicaban que no era de fiar, ni siquiera para una tarea sencilla.
—No me estás ganando para la causa, cielo. A mi modo de ver, lo único que te debo es una disculpa. Y ya te la he dado.
—¿Quieres jugar duro? —él se acercó un poco más—. Te complaceré. Yo he perdido una ventaja y tú me ayudarás a recuperarla. Aunque careces de las conexiones de Meiling, estoy seguro de que tienes muchos recursos. Y yo no tengo ninguna prisa en firmar los papeles del divorcio.
Pedro se paró frente a ella. No iba a concederle el divorcio a no ser que hiciera lo que él quería. Lo cual seguía sin estar claro.
—No te atreverías —Paula le golpeó el pecho con un dedo.
—Ponme a prueba. No tengo nada que perder.
Se miraron fijamente. Paula no iba a ser la primera en pestañear, ni iba a quitar el dedo del fornido torso.
Por el amor del cielo, qué hermoso era su rostro. Durante los dos últimos años había despertado no pocas mañanas bañada en sudor, sin acordarse del sueño, pero segura de que Pedro Alfonso había participado en él. Ese rostro seguía grabado en su mente mucho después de que hubiera debido desaparecer.
La mano de Paula se aplastó contra ese pecho, como si perteneciera allí. Pedro posó la mirada un instante en la mano de ella antes de fijarla de nuevo en sus ojos.
—Si no tienes nada que perder, estaré más que dispuesta a ponerte a prueba —murmuró ella.
Agarrándole de la camisa, tiró de él. Pedro dudó una eternidad antes de que sus labios por fin se reencontraran.
El dulce sabor de Pedro inundó a Paula y, cuando él la abrazó y la atrajo hacia sí, fue como si jamás se hubiesen separado.
Ese era el Pedro de Las Vegas, al que con tanto ahínco había intentado olvidar, sin lograrlo.
El corazón acelerado de Paula le bombeó sangre cargada de euforia por todo el cuerpo.
Respirando con dificultad, se apartaron y se miraron largo rato, atrapados en el instante.
Paula sintió algo extraño, nada bueno. Por eso no había podido olvidarlo. Ese hombre se había llevado una parte de ella que jamás había pretendido entregar.
—Y ahora que nos hemos quitado eso de encima ¿podemos empezar de nuevo? —preguntó con voz trémula. Acababa de darse cuenta de que renunciar a él era, seguramente, el mayor error que había cometido en su vida.