martes, 17 de mayo de 2016

SEDUCIENDO A MI EX: CAPITULO 8





MEDIADOS de la semana siguiente hasta Emilia había admitido que Mattingley no estaba tan mal.


Como había sospechado Paula, su madre había aceptado la ayuda de Pedro sin miramientos. Así, se encontró todavía más en deuda con su marido, que pronto sería ex marido.


«Tal vez eso sea exactamente lo que quiere», pensaba por las noches a solas en la cama.


¿Qué quería de ella? ¿Pensaba que si conseguía que le debiera una gran cantidad de dinero no podría negarse a concederle el divorcio en los términos que él quisiera?


Estaba convencida de que, a pesar de que Pedro no había tenido ocasión de hablar del asunto, el asunto del divorcio era lo que más le importaba.


Durante el día estaba tan ocupada que no tenía tiempo de preocuparse por nada. A pesar de que se había salido con la suya, su madre no se portaba bien. Había obreros por la casa, pero ella se negaba a quedarse en la cama.


Se había empeñado en ver qué le estaban haciendo a su casa y Paula tenía que ir detrás por si se tropezaba con los cables o se ahogaba con el polvo.


Los primeros días hicieron la vida en la terraza cubierta. El sol se había apiadado de ellas y había comenzado a brillar y las vistas desde allí eran preciosas.


Los trabajos de reforma en el comedor y el salón iban muy bien y, una vez que hubieran pintado y entelado de nuevo las paredes, recobrarían parte de su antiguo esplendor.


El jardín era otro asunto. De momento, no podía ocuparse de él. Ya tenía bastante con el interior.


Emilia se había involucrado en el proyecto de reforma porque su habitación iba a ser también redecorada y no paraba de mirar y remirar catálogos de todo tipo.



Pedro, por supuesto, se había ido el lunes por la mañana. e Paula no sabía si tenía intención de volver.


Antes de irse, había dado órdenes precisas a los albañiles y aquella misma tarde habían aparecido por allí los decoradores de una empresa de un amigo suyo de la universidad.


«Lo que puede hacer el dinero», se había maravillado Paula.


El martes por la mañana, ya habían decidido el plan de trabajo y había una cuadrilla de seis hombres trabajando a destajo. Lady Elena había aconsejado a su hija que los dejara hacer.


El salón estuvo terminado para el fin de semana y en el comedor habían avanzado mucho. En cuanto lo pintaran, iban a acuchillar el suelo de madera y a mandar la preciosa sillería estilo reina Ana a un restaurador de Leeds.


Paula no se podía creer todo lo que se estaba haciendo. 


¿Por qué se estaba tomando Pedro tantas molestias? 


Quizás solo quería ver a su madre feliz renovando la casa en la que había vivido buena parte de su vida y en la que había elegido morir.


Lady Elena había experimentado una notable mejoría desde su llegada a Mattingley y ver su casa cada día más bonita no hacía sino devolverle la alegría perdida.


El viernes amaneció soleado y despejado e Paula le propuso al señor Edwards que la ayudara a adecentar el jardín trasero, que era el que se veía desde la terraza cubierta donde solía estar su madre. Emilia se unió a ellos.


-Estáis ocupados, ¿eh? -los sorprendió una voz masculina a media mañana.


Al principio, Paula creyó que era Pedro, pero pronto se dio cuenta de que era una voz mucho más arrogante y estirada, típica de alguien de colegio privado.


Se levantó manchada de barro y con el pelo suelto y se quedó mirando al hombre sonriente con las manos metidas en los bolsillos que la había saludado.


-¿Qué haces aquí, Pablo? -le dijo sin sonreír. Emilia lo estaba oyendo todo.


-Eh, ¿es así cómo recibes a un viejo amigo? -contestó él-. Me han dicho que habías vuelto y he venido a ofrecerte mi ayuda si la necesitas.


-No la necesito -contestó Paula-. Sabes salir solo, ¿verdad?


-¿Quieres que vaya a ver si la abuela quiere hablar con este señor? -aventuró Emilia sin darse cuenta de que a su madre no le hacía ninguna gracia verlo.


-No -contestó mirando a su hija con mirada asesina-. ¿Has terminado ya con los bulbos, Emi?


-Tú debes de ser la hija de Paula -dijo Pablo tendiéndole la mano-. ¿Emma?


-Emilia -contestó la niña estrechándosela y haciendo que a su madre le entraran ganas de gritar de desesperación.


-Emilia -repitió Pablo-. No sabes cuánto me alegro de conocerte. Soy un amigo de toda la vida de tu madre. Me llamo Pablo Mallory. Mi familia vive justo en la finca de al lado.


-¿Ah, sí?


-Sí, tenemos un coto de caza de pájaros.


-¿Qué es eso? -preguntó Emilia interesada.


-Un sitio donde matan a los pájaros -le explicó Paula-. No te gustaría. Los matan por deporte.


-Sabes que no es así, Paula -protestó Pablo molesto-. Es porque es necesario.


-¿Como la caza del zorro? -apuntó Emilia. 


Paula sonrió encantada. Pablo había metido la pata.


-Porque si es igual me parece un asco -continuó la niña-. Me da igual que los zorros sean una amenaza, tienen el mismo derecho a vivir que cualquiera.


-Eso demuestra que has vivido toda la vida en una ciudad -apuntó Pablo-. Pregúntale a tu abuela. Ya verás como ella te dice que tengo razón. Además, no hay nada como salir a montar a caballo una mañana de invierno. Supongo que montarás, ¿no, Emilia? Tu abuela era una gran amazona.


-¿Mi abuela montaba a caballo? -preguntó Emilia embelesada.


-Eso da igual ahora -intervino Paula-. ¿Has terminado de hacer lo que te he dicho? Bueno, adiós, Pablo -añadió-. Como verás, no tenemos tiempo para charlar.


Pablo la miró de mal humor, pero se fue. Una vez a solas de nuevo, Paula se dio cuenta de que ya no le apetecía seguir en el jardín. Estaba temblando de la frustración. ¿Cómo se atrevía Pablo a presentarse en su casa como si tal cosa? ¡Le habría encantado hacer con él lo mismo que él solía hacer con aquellos pobres pajarillos!


Se quitó los guantes, se excusó con el señor Edwards y se metió en casa.


Emilia, encantada de tener una excusa para dejar el trabajo, fue tras ella.


-¿Adonde vas? ¿A decirle a la abuela que ha venido una visita?


-No -contestó Paula-. No pienso decirle a tu abuela que Pablo Mallory ha venido. Ese hombre no es bienvenido en esta casa.


-¿Por qué? -preguntó la niña sorprendida.


-Porque no se puede confiar en el -suspiró Paula-. Necesito un descanso, eso es todo.


No sabía si su hija la había creído, pero tampoco le importaba. Jamás había creído que Pablo intentara retomar su amistad. Al acceder a cumplir los deseos de su madre y volver a Mattingley, ni siquiera se había planteado que Pablo seguía viviendo allí.


Cuando entraron en la cocina, lady Elena estaba bajando y se fijó en el barro que cubría los pantalones y la camisa de su hija.


-¿Qué has estado haciendo? -exclamó-. Estás horrible, Paula. Espero que no te haya visto nadie así.


Emilia abrió la boca y la cerró al ver la cara de su madre.


-He estado ayudando al señor Edwards en el jardín -contestó Paula-. ¿Cómo estás? ¿Necesitas algo?


-No hasta que te hayas quitado esa ropa sucia -contestó su madre-. Emilia, ve a decirle a la señora Edwards que me sirva el café. Ven a verme luego a la terraza. Quiero que me cuentes cómo te lo estás pasando en Mattingley.


-Sí, abuela -contestó Emilia obedientemente.


-Ha pasado algo, ¿verdad? -dijo lady Elena con su acostumbrada precisión-. Cuéntamelo. Me voy a enterar de todas formas...


-Te lo contará Emi, claro -dijo Paula enfadada-. Está bien. Pablo ha estado aquí hace un cuarto de hora. ¡Debe de creerse que puede aparecer aquí cuando le dé la gana y que lo vamos a tratar como a un amigo!


-¿Pablo Mallory?


-¿Conoces a algún otro Pablo?


-No. ¿Qué quería? 


Paula suspiró.


-Nada en especial. Se ha comportado como si me fuera a alegrar de verlo.


-¿Y no ha sido así?


Paula miró fijamente a su madre.


-¿Tú qué crees?


-Yo creo que podrías haberte casado con él. Viene de buena cuna.


-¿De buena cuna? Las dos sabemos que es un mentiroso.


-Sí, pero tenía dinero -insistió su madre-. Mattingley necesitaba dinero, no amor.


-Nunca estaremos de acuerdo en eso -contestó Paula-. ¿Te llevo a la terraza?


-Puedo ir sola -contestó la anciana. 


Paula la acompañó de todas formas y la acomodó en la mecedora.


-Emilia no tardará en venir. Me voy a cambiar.


-No necesito que me cuiden como a una niña pequeña -protestó lady Elena-. Sé que crees que no me importaba tu felicidad, pero no era sí. Si hubiera sabido que Pedro iba a...


-¿Iba a qué?


-A hacerse tan rico, no me habría comportado como lo hice.


-¿Te refieres a que no te habrías opuesto a nuestra boda? -preguntó Paula.


Al oír los pasos de Emilia en el pasillo, dejaron la conversación.


-Ve a arreglarte -dijo su madre tan estirada como de costumbre-. Tu aspecto es una vergüenza para tu clase social.




SEDUCIENDO A MI EX: CAPITULO 7




Paula se despertó a la mañana siguiente como si se acabara de meter en la cama. Había dormido mal y el sonido de la lluvia en los cristales no hacía sino acrecentar su ánimo deprimido.


La conversación que había mantenido con su hija al ir a arroparla tampoco había ayudado. Emilia no había olvidado la pregunta que había quedado en el aire antes de que Paula los interrumpiera e insistió en saber cómo se habían conocido sus padres.


-Aquí -recordó Paula pensando qué inocente había sido entonces-. Tu padre había venido a pasar el fin de semana con unos amigos que tenía aquí y nos invitaron a cenar a la abuela y a mí... Así nos conocimos...


-Y os enamorasteis -dijo Emilia con los ojos como platos a pesar de que era tarde.


-Mmm -contestó Paula-. Ahora, a dormir, cariño. Mañana, tenemos muchas cosas que hacer.


Tras aquello, a Paula no le habían quedado muchas ganas de irse a dormir. Los recuerdos se lo impedían. ¿Por qué se empeñaba su hija en querer hablar del pasado?


Para colmo, su madre había descubierto una cucaracha en el baño y había montado una escenita. Hasta que Pedro no volvió y no le aseguró que llamaría a una empresa de desinfección a la mañana siguiente no había querido irse a la cama.


«¿Y eso qué quiere decir?», se preguntó Paula levantándose.


¿Iba Pedro a quedarse más tiempo? Y, sobre todo, ¿dónde habría dormido?


Ella había hecho tres camas, pero le había dejado a la señora Edwards la tarea de ofrecérsela. Después de lo que había pasado entre ellos, no se fiaba de sí misma.


Claro que daba igual porque estaba muy claro que Pedro había cometido un error que no pensaba repetir.


Daba igual que hubiera sentido su erección. Al fin y al cabo, era un hombre y era la respuesta normal ante una mujer. 


Cualquier mujer lo hubiera puesto igual.


Se acercó a la ventana y, tal y como esperaba, vio un mundo gris. Había niebla y llovía. No era la mejor manera de empezar su estancia en Mattingley, pero debía hacer un esfuerzo aunque solo fuera por el bien de su madre.


No había agua caliente, así que se limitó a lavarse la cara, las manos y los dientes. Se puso unos pantalones caqui y una camisa de color crema y fue a ver a su madre.


Lady Elena seguía durmiendo, lo que era una bendición. Fue a ver a Emilia y se encontró su cama vacía.


Apenas eran las siete. ¿Dónde habría ido? Paula supuso que a inspeccionar la casa y los alrededores.


Mientras bajaba las escaleras, oyó el ruido de la caldera y rezó para que la calefacción funcionara bien y no hubiera ninguna cañería rota.


Abrió la puerta de la cocina y se quedó de piedra al ver a Pedro sin camisa lavándose la cara en el fregadero.


Tragó saliva. Hacía mucho tiempo que no veía a su marido con el torso descubierto. Para colmo, llevaba los vaqueros desabrochados y no pudo evitar fijarse en la cinturilla de los calzoncillos.


Sintió que se le secaba la boca y deseó poder darse la vuelta e irse, pero Pedro la había visto. Sus ojos verdes se posaron en ella.


-No me mires así -se burló-. No es la primera vez que me ves medio desnudo. No creo que sea una gran novedad para una mujer como tú.


Paula decidió que no iba a dejar que la provocara.


-No es-ninguna novedad -contestó cerrando la puerta-. ¿Y la señora Edwards?


-Durmiendo -contestó Pedro poniéndose la camisa.


-¿Y entonces quién ha conectado la calefacción?


-La calefacción lleva puesta toda la noche, pero había que purgar los radiadores y eso es lo que acabo de hacer.


-Gracias.


-De nada. ¿Sabes cómo funciona esa cocina? Me gustaría hacerme un café.


Paula estaba impresionada aunque no quería admitirlo. 


Nunca hubiera creído que Pedro fuera a hacerse cargo de la casa como lo estaba haciendo.


-Tiene que haber una cafetera eléctrica por algún sitio -contesto buscándola-. ¿Has visto a Emi? -añadió al encontrarla.


-Sí -contestó Pedro frunciendo el ceño-. Me parece que no has sido tú la que le has dicho que bajara por un vaso de agua a las seis de la mañana, ¿verdad?


-¿Por qué iba a hacerlo? Podía haber bebido en el baño de arriba.


-Ya.


-¿Dónde está? No está en su habitación.


-Creo que está abriendo las cortinas del comedor y del salón -contestó Pedro encontrando el café-. Le dije que se fuera mientras me lavaba.


-Lo siento, sé que Emi puede resultar... Sé que está obsesionada contigo, pero nunca se me ocurrió que pudiera ir a tu habitación.


-¿A qué habitación? Si he dormido aquí.


-¿Por qué? Te había preparado una cama.


-¿De verdad? Me sorprendes. Creí que me estabas invitando a la tuya cuando me saltaste encima en la habitación de tu madre.


Paula no se molestó en abofetearlo. Se limitó a mirarlo con desprecio y a abrir un armario para sacar dos tazas.


-¿Azúcar? -le preguntó. 


Pedro suspiró.


-Maldita sea, Pau. Te lo buscaste.


Paula se preguntaba cómo tenía la sangre fría de decir que había sido ella la que había propiciado lo del día anterior cuando había sido él.


-Te he preguntado si quieres azúcar.


-No -contestó Pedro aceptando la taza y cambiando de tema-. Hace un frío espantoso en esta casa. ¿Estás segura de que quieres quedarte aquí?


-Es lo que quiere mi madre -contestó Paula-. ¿Cuándo te vas?


-Cuando tú quieras. ¿Quieres que me vaya ahora mismo?


-Supongo que es lo que tú quieres hacer -dijo Paula-. Me sorprende que te hayas quedado a dormir, sobre todo por el miedo que te daba meterte en la cama.


Pedro apretó las mandíbulas.


-Pau, ¿cómo iba a saber que me habías hecho la cama? No me lo dijiste.


-¿Y de quién fue la culpa?


Pedro se quedó mirándola fijamente.


-Mía -admitió-, pero no solo. Tú también tuviste tu parte. ¿Por qué me dejaste...? No sé, parece que sigues teniendo cierta influencia sobre mí cuando te interesa.


-¿Me estás pidiendo perdón? -preguntó Paula con los ojos entornados.


-No.


-Ya me parecía a mí...


-Vete al infierno, Paula. Podría irme ahora mismo y dejarte en la estacada. Además, tu madre necesita mucho más de lo que tú le puedes dar -concluyó tomándose el café.


Al final del día, Pedro estaba bastante satisfecho de lo que había hecho.


El señor Edwards le indicó una empresa de chimeneas en el pueblo y se acercó a hablar con ellos para que las revisaran todas.


Además,, había conseguido que la empresa de desinfección se acercara aquel mismo día y no había encontrado ninguna plaga de insectos ni de roedores. La cucaracha que lady Elena había encontrado debía de ser una turista, así que no había riesgo de que se la comieran viva mientras dormía.


Paula se había dedicado a limpiar con ayuda de la señora Edwards el saloncito de verano para que su madre tuviera algún; sitio desde donde dar las órdenes.


Pedro la había ayudado a deshacer las bolsas y maletas que seguían en el vestíbulo y de una de las cuales había tomado prestado un edredón para no morir de frío mientras dormía en el sofá del salón.


No había pensado que Paula fuera a preocuparse de cómo pasara la noche. Tras el episodio del que habían sido protagonistas, él se había enfadado consigo mismo y con ella y había supuesto que a Paula le habría pasado lo mismo.


Había olvidado que su mujer era de otra clase social y que, por muy molesta que estuviera, las normas de educación eran lo primero.


Lo que más le preocupaba era qué iba a pasar cuando volviera a Londres. No podía permitir que Paula tuviera que hacer todo ella, no cuando contratar a una empresa de decoración no era gasto para él.


Cuando la vio salir al jardín por unos lirios, la siguió para hablar con ella. Al ver que se acercaba, Paula lo miró con recelo.


Maldición. ¿Qué se creía que le iba a hacer? Había estado ayudando todo lo que había podido, ¿no? ¿No se había dado cuenta?


Pedro se dio cuenta de que no podía proponerle su idea de repente, así que se agachó, recogió una flor solitaria y se la dio en señal de paz. Paula la aceptó y sonrió. -Ha dejado de llover -comentó.


-Sí, la señora Edwards dice que mañana va a hacer bueno.


-Y ella es la experta, ¿eh?


-No -contestó Paula a la defensiva-. ¿Has venido a decirme que te vas? 


Pedro volvió a sentir rencor.


-No -contestó igual de cortante-. Quería hablar contigo a solas. No es fácil, ¿sabes? Si no es tu madre es Emilia....


Paula lo miró con escepticismo y Pedro supo que estaba recordando lo que había pasado el día anterior. El problema era que él también lo estaba recordando y no le parecía tan mal. Al contrario, se moría por acariciar sus rizos y... sus pechos.


¿Por eso había mantenido las distancias durante todos aquellos años, porque sabía que no era inmune a la sensualidad natural de Paula?


«Solo es sexo», se dijo enfadado.


Y eso lo podía tener con Marcia. Se dijo que, precisamente porque no lo había tenido en unos días, era por lo que estaba pensando en ello. Sí, por eso era por lo que se sentía incómodamente atraído por su mujer.


Paula lo miró con las cejas enarcadas.


-Me voy mañana por la mañana -dijo improvisando.


Paula apretó las mandíbulas.


-Me lo podías haber dicho dentro -dijo cambiándose el ramo de flores de brazo-. Me sorprende que nos hayas concedido un fin de semana entero.


Pedro sabía que lo decía porque se había puesto a la defensiva, pero eso no impidió que se enfadara.


-Creí que me ibas a dar las gracias por haberte ayudado -dijo con amargura-. No creo que tú sola hubieras conseguido que la empresa de desinfección hubiera venido en domingo.


-Bueno, no sabes la influencia que el nombre de mi madre tiene todavía por aquí -contestó Paula cortante-. Aun así, te estoy agradecida. Me has ayudado mucho.


-Vaya, gracias -se burló Pedro-. Tu agradecimiento me sobrepasa.


Paula lo miró dejándole muy claro lo que opinaba de su sarcasmo.


-¡Espera! -dijo Pedro agarrándola cuando pasó ante él en dirección a la cocina.


-¡Quítame las manos de encima! -le ordenó.


Pero Pedro no lo hizo.


-¿Por qué? ¿No te gusta que te toque?


-No tienes derecho a hablarme así.


-¿Ah, no? -dijo apartándole el pelo de la cara-. ¿No me dijiste anoche que estabas celosa?


-Fue un error -contestó Paula.


-Efectivamente -dijo Pedro furioso-, pero mío no tuyo.


-¿Es todo lo que me tienes que decir? –dijo Paula mirándolo con increíble aplomo-. Me gustaría ir a poner las flores en agua.


Pedro sintió que los pantalones le apretaban en la ingle y supo que, si a Paula se le ocurría mirar hacia abajo, se iba a dar cuenta.


Tragó saliva e intentó ignorar el olor a limón de su champú, pero no podía olvidar que Paula no era indiferente a él. Se lo había demostrado la noche anterior, pero aquello era una locura.


Entonces, ¿por qué se empeñaba en seguir? Paula había sido su mujer y lo había traicionado. ¿Qué podía haber de nuevo en seducir a su esposa?


No lo sabía, pero sabía que, si no la soltaba, iba a volver a besarla ya que estaba perdiendo el control por instantes.


-Quiero que un tipo que conozco en Leeds venga a ver la casa -dijo viéndola ir hacia la cocina-. Consúltalo con tu madre antes de decirme que no añadió al ver que eso era exactamente lo que le iba a decir.