viernes, 13 de mayo de 2016

CENICIENTA: CAPITULO 31





El viernes se cumplieron cinco días sin saber nada de Pedro


Al menos no directamente.


La mayoría de las entrevistas ya habían terminado, pero faltaba ultimar algunos detalles, y lo más importante,
necesitaban pulir el discurso que iba a pronunciar en la gala. 


Habían hablado sobre sus comentarios del sábado por la
noche, pero todo a través de su asistente.


Por mucho que le doliera, Paula no podía culpar a Pedro de su distanciamiento. Después de todo, ella le había pedido directamente que la olvidara.


De quien Pedro no se había distanciado al parecer era de Julia.


Volvieron a salir enseguida en la prensa, tomados de la mano mientras iban de compras por el Soho solo dos días después de que Paula y Pedro hubieran hecho el amor. 


Odiaba que todavía le importara, pero así era. Le importaba tanto que sentía como si todo su interior se muriera.


Las cosas que le había dicho Pedro aquella mañana en su oficina seguían dándole vueltas por la cabeza. «Podría haber algo de verdad entre nosotros si me dejaras pasar». No estaba convencida de que fuera tan sencillo. En cualquier caso sería algo imposible disfrazado de sencillo. 


¿Tenía razón Pedro? ¿Le habrían hecho tanto daño como para no ser capaz de volver a confiar en nadie? ¿Tendría el corazón tan cerrado?


Paula aspiró con fuerza el aire para armarse de valor y entró en el ascensor que llevaba al apartamento de Pedro.


Aquel era el día escogido para repasar su discurso y ver qué se iba a poner para la gala del día siguiente. No tenía ningún plan para tratar con Pedro más allá de lo profesional. Con suerte, él estaría igual.


Repasarían el discurso y le mostraría a Paula lo que se iba a poner para la gala. Ella le daría el visto bueno y desaparecería. Entonces el único obstáculo que quedaría sería la gala, y eso implicaba barra libre bien provista de champán. Bendito champán.


Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Pedro se estaba bajando de uno de los taburetes de su enorme isla de cocina.


–Llegas tarde –afirmó con tono gélido.


Ella consultó su reloj.


–Son las cinco y tres minutos. Y tú siempre llegas tarde.


–No estamos hablando de mí, ¿verdad? Tengo cosas que hacer esta noche.


Paula suspiró. Así que aquel era el camino que había escogido Pedro. Ella no quería morder el anzuelo, pero el modo en que había regresado corriendo a brazos de Julia la reconcomía.


–¿Tienes una cita amorosa con la novia de América?


–¿Eso te haría sentir mejor? ¿Que tus sospechas fueran ciertas?


Las palabras de Pedro le dolían, aunque no podía culparle por estar enfadado. La última vez que le vio se portó fatal con él.


–Hablemos del vestuario y de tu discurso, por favor.


Paula siguió a Pedro hasta su dormitorio. En cuanto cruzó la puerta sintió como si le clavaran un puñal en el pecho, justo en el corazón. Miró la cama, cubierta con una inmaculada colcha de seda. No le costó ningún esfuerzo recordar qué se sentía al estar envuelta en aquellas sábanas completamente sincronizada con Pedro.


No tenían problemas en la cama. Lo complicado estaba fuera del dormitorio.


–He escogido tres trajes, por si quieres echarles un vistazo –dijo Pedroa quien parecía no afectarle nada la visión de la cama–. La elección de la corbata te la dejo a ti –entró en el vestidor y señaló las perchas en las que esperaban los trajes colgados, al igual que una extensa colección de corbatas de seda.


Paula ya sabía que quería que llevara el traje gris oscuro. Lo tenía puesto la noche que lo conoció y le quedaba de maravilla. La chaqueta hecha a medida le acentuaba los
esculpidos hombros y la estrecha cintura. Así que tendría que apartar la mirada y morderse los nudillos cada vez
que le viera al día siguiente por la noche. No pasaba nada. 


Había vivido cosas peores.


Paula se acercó a las corbatas y seleccionó unas cuantas: una azul acero, otra negra con rayas verde oscuro diagonales y una color lavanda.


–Ni hablar –Pedro agarró esta última y la volvió a colgar–. Tú y tu lavanda. Es demasiado femenino.


Paula observó las otras dos corbatas antes de ponerle una a Pedro en la mano.


–Muy bien. Probaremos con la azul. Te resaltará los ojos.


–¿De verdad te importa cómo se me vean los ojos?


–Sí. Es uno de tus mejores rasgos.


–Si no supiera que no es así, diría que estás coqueteando conmigo –Pedro apretó los labios–. Pero tengo claro que no es así.


–Ponte el traje para ensayar el discurso y así podremos despedirnos por esta noche. Te espero fuera.


Paula salió del vestidor y se acercó al ventanal que daba a la ciudad. Los días se iban haciendo más largos, solo faltaban unos meses para el verano.


¿Dónde estaría ella para entonces? ¿Tendría más clientes? ¿Entraría más dinero? La lógica indicaba que llevaba una trayectoria ascendente gracias al éxito de la campaña de Pedro. Entonces, ¿por qué no estaba contenta? Había tomado la decisión de centrarse en su carrera y lo iba a amortizar, pero se sentía vacía. No tenía a nadie con quien compartir aquellos logros, y como Pedro había sugerido, se lo había buscado.


Pedro entró en la estancia y se detuvo frente al espejo de cuerpo entero de la pared.


–¿Y bien?


Paula se preparó y se apoyó en la ventana. Estaba tan guapo que hacía daño mirarle, y le produjo una punzada en el pecho.


–Este funcionará –comentó tratando de aparentar trivialidad. No poder besarle con aquel traje era una tortura. Y todavía era peor saber que no podría ver cómo se lo quitaba.


–¿Tú que te vas a poner para la fiesta? –le preguntó Pedro.


–Un vestido.


–Eso ya me lo imaginaba. ¿Te importaría dar más detalles?


–No lo sé –no había pensado en ello y no tenía presupuesto para comprar nada nuevo. Seguramente se pondría alguno
de los prácticos vestiditos negros que siempre llevaba a ese tipo de eventos–. ¿Qué más da?


–Tengo curiosidad –Pedro se ajustó los puños de la camisa–. ¿Vas a ir con pareja? –no apartó la mirada de su reflejo en el espejo.


Paula cerró los ojos un instante. Se suponía que aquella iba a ser su oportunidad para tomarse la revancha, pero ahora estaba mucho menos entusiasmada por la idea.


–Voy a ir con mi vecino, Owen. Es médico –tenía cero interés sentimental en él, y le había dejado claro que solo eran amigos, pero no hacía falta que Pedro lo supiera. Se negaba a asistir a la fiesta sin pareja sabiendo que tendría que sonreír y fingir que era feliz mientras Pedro se paseaba con Julia del brazo.


–Este es tu evento. Supongo que le habrás pedido tú que te acompañe, ¿no?


¿Qué estaba insinuando? ¿Que no era capaz de tener una cita?


–Le he invitado yo, pero Owen me ha pedido salir muchas veces.


–¿Y has salido con él?


–Hemos ido al cine y a cenar –se abstuvo de aclarar que no eran citas románticas, solo planes de amigos.


–Entiendo. Bueno, estoy deseando conocer a tu vecino el médico.


Paula se sentía confusa. ¿Estaba celoso? No podía imaginar a Pedro envidiando a otro hombre. Pero, ¿qué pasaba con su tono posesivo y con su mirada? ¿Estaba diciendo que no se había rendido? ¿Y qué debía hacer ella en ese caso?


–Deberías ensayar el discurso para que pueda oírlo –dijo entonces rompiendo en hechizo del silencio.


–¿Aquí?


Paula se encogió de hombros.


–Sí –cruzó el salón para sentarse, aunque estaba solo a unos centímetros de la cama.


–Ojalá tuviera un pódium. Me siento raro soltando un discurso aquí de pie – Pedro se estiró la chaqueta.


Parecía seguro de sí mismo y a la vez vulnerable allí delante de ella. Paula contuvo un suspiro. Aquel era el Pedro que adoraba, el Pedro que nunca sería suyo.


Pedro comenzó el discurso, pero Paula se dio cuenta al instante de que algo no iba bien. Todo lo que salía de su boca era optimista y confiado, pero tenía los hombros tensos, la voz un tanto agitada. Parecía como si estuviera diciendo las palabras de otra persona a pesar de que él había escrito la mayor parte del discurso. Ella solo había hecho algunas sugerencias y pequeños cambios.


Como él mismo había dicho muchas veces, no se le daba bien fingir.


Pedro se apretó el puente de la nariz cuando terminó el discurso. Ni siquiera quiso escuchar la opinión de Paula.


Había visto su expresión de asombro mientras hablaba.


–¿Va todo bien? –preguntó ella.


–Eh… sí, claro. ¿Por qué?


–Es que no parecías tú. En absoluto.


–Estoy bien –pero no era cierto. Nada estaba bien. Y no solo por lo de AlTel. Ni tampoco por su padre. Era por ella. Los dos solos en su apartamento, comportándose de un modo civilizado y teniendo mucho cuidado de no rozarse, de ni siquiera mirarse.


Aquello no estaba bien.


Pero las cosas habían cambiado. En las otras ocasiones en las que Paula le había dicho que no se debía a que estaban trabajando juntos. No porque hubiera otro hombre en la foto. La parte más egoísta de sí mismo había pensado que no había ningún otro interés amoroso porque quería estar con él. 


Al parecer se había equivocado.


Ahora tenía una cita con un hombre que ella había elegido, nada menos que un médico. Pedro nunca se había comparado con otros hombres, pero Paula le había rechazado tres veces y había escogido a Owen. Tal vez no estuviera tan cerrada a la idea del amor.


Tal vez solo estuviera cerrada a él.


–¿Estás seguro? –preguntó Paula–. Parece que hay algo que te perturba. Dime qué pasa.


Allí estaba ella, delante de él, la mujer que no podía quitarse de la cabeza aunque quisiera. Paula quería escuchar. Quería hablar. Aquella podía ser la última oportunidad de estar juntos así, solo hablando. Después de la gala irían cada uno por su lado.


Pedro aspiró con fuerza el aire y luego lo dejó escapar lentamente.


–No quiero dirigir AlTel –quitarse aquello del pecho fue un alivio de proporciones épicas.


Paula se quedó boquiabierta.


–¿Qué? Pero tu padre… El plan de sucesión… –miró a su alrededor parpadeando, como si no entendiera lo que había dicho. Y eso era parte del problema. Solo tenía sentido para Pedro y Ana. Nadie más parecía entenderlo–. A ti te encantan los retos, y esto es una gran empresa que lleva el apellido de tu familia. ¿Por qué no quieres disfrutar de esta oportunidad?


Pedro sacudió la cabeza y se dejó caer en el banco que había a los pies de la cama.


–Sé que suena a locura, pero todos los Alfonso se han hecho a sí mismos. Mi padre. Mi abuelo. Mi bisabuelo. No puedo soportar la idea de no hacer lo mismo, de marcar mi propio camino.
Quiero algo construido por mí desde la nada. ¿Tan mal está eso?


Paula torció el gesto.


–Tú mismo lo has dicho, PedroConseguiste tu primer millón en la universidad. Ya eres un hombre hecho a sí mismo. Tacha eso de tu lista y pasa al siguiente reto. No me cabe duda de que serás un gran director de AlTel. Con tu mente para la tecnología podrías hacer grandes innovaciones.


–Eres un encanto, pero no es tan sencillo. Al menos para mí. No puedo decirle que no a mi padre, y menos ahora que se está muriendo. Tendría que haberle dicho algo al respecto años atrás. Pero no pensé que tendría que enfrentarme a esto hasta que él estuviera preparado para jubilarse, y siempre pensé que cabía la posibilidad de que yo cambiara de opinión para entonces.


Paula abrió los ojos de par en par y se inclinó un poco hacia delante.


–Pero Ana sí quiere hacerlo. Me lo dijo cuando estábamos planeando la gala. Pedro, eso es… es perfecto.


Pedro sonrió. Paula era adorable al querer ayudarle a arreglar las cosas.


–Nuestro padre se niega a hablar del tema. Está tan chapado a la antigua que resulta ridículo.


Paula parecía alicaída.


–Vaya, creí que se trataba de una rivalidad entre hermanos –suspiró y le miró a los ojos–. Oh, Dios mío, PedroEl escándalo. Aquella era tu salida –se rascó las sienes con gesto preocupado–. Podrías haber dicho que no a la campaña de relaciones públicas y dejar que la junta directiva te rechazara. Eso lo habría solucionado todo.


Pedro tuvo ganas de echarse a reír.


Había pensado en ello, pero entonces su padre contrató a una relaciones públicas llamada Paula Chaves. En cuanto vio su foto en la web de la empresa se le subió el corazón a la boca. Finalmente conocía la identidad de su Cenicienta.


Así que accedió a la campaña aunque era muy probable que eso sellara su destino. Tenía que volver a ver a aquella misteriosa mujer, comprobar si las chispas eran reales. Y lo eran. Solo que no duraron demasiado.


No podía contárselo a ella ahora.


Paula había seguido adelante, y Pedro no tenía más remedio que aceptarlo.


–Pensé en ello, pero habría supuesto una mancha para el apellido familiar y habría destrozado mi relación con mi padre –por suerte, Paula le había salvado de tomar aquella decisión.


–¿Sabes qué? El día que conocí a Ana me sentí un poco celosa de tu familia –reconoció ella.


–No todo es un camino de rosas, créeme.


–Ya lo sé, pero seguís unidos y os preocupáis los unos por los otros. Yo no tengo eso. Mis hermanas piensan que soy un bicho raro, mi padre es un hombre imposible y a mi madre casi ni la recuerdo –Paula sacudió la cabeza–. Sé que tu relación con tu padre es tumultuosa, pero al menos lo tienes contigo. Sigue aquí. Todavía puedes hablar con él. Solo tienes que encontrar la manera de hacerle comprender. Si fallece y no lo has intentado una vez más no te sentirás bien.


–La idea de decepcionarle me sigue resultando insoportable.


Moro entró en el salón y se detuvo en la rodilla de Pedro antes de acercarse a Paula. Ella le acarició la cabeza y le sonrió.


–No soy una experta, pero es mejor decir las cosas y aceptar las consecuencias. Yo lo hice con mi padre. No salió muy bien, pero al menos dije lo que pensaba.


Era muy inteligente, muy intuitiva, aunque parecía más interesada en ayudar a los demás que en centrarse en sus propios problemas.


–Me gusta que me hables de tu familia.


«Hace que me sienta más cerca de ti».


Quería decirle, pero parecería que se había enamorado desesperadamente de una mujer que no podía tener. Y así era.


Amaba a Paula con cada fibra de su ser. 


–Debería irme –ella se puso de pie, se atusó el vestido y agarró el bolso–.Y tú deberías quitarte ese traje si no quieres llevarlo mañana arrugado.


Pedro se levantó para despedirse.


Tenía a Paula a escasos metros de él.


Quería abrazarla y no dejarla ir nunca, besarla durante días, escapar del mundo con ella. Quería mimarla y adorarla como se merecía. Le había mostrado una oportunidad para el día siguiente, el día que tanto temía Pedro, recordándole que él decidía su propio destino. Por supuesto, aquello concernía a los negocios. El amor no se podía controlar, y menos ahora que había otro hombre en la escena.





CENICIENTA: CAPITULO 30





Pedro recorrió arriba y abajo la cocina. ¿Habría conseguido llegar Paula al taxi antes de que entrara su padre? Tuvo la respuesta en cuanto Roberto entró en el apartamento.


–Me he encontrado con la señorita Chaves abajo –le dijo quitándose lentamente el abrigo.


–Ah, sí –contestó Pedro sin querer ofrecer ningún detalle de la historia por si no coincidía con la de Paula –. Papá, siéntate, por favor –en aquel instante recibió un mensaje de texto.


Miró el móvil para leer el mensaje de Paula. 


«No podemos hacer esto. No está bien».


Pedro contestó: «No te pongas nerviosa».


–La señorita Chaves es muy trabajadora –su padre tomó asiento en un taburete–. Solo estaré un momento, Pedro. He venido porque quería decirte en persona lo contento que estoy con tu aparición de anoche. He recibido varias llamadas favorables de los miembros de junta. Están muy impresionados. Yo también. Estuviste perfecto.


Cada palabra de halago de su padre hacía sentir a Pedro más turbado. Ahora entendía de primera mano por qué Paula se encontraba tan incómoda. ¿Y si le contaba de pronto a su padre que Paula y él tenían una relación? ¿Cómo se lo tomaría? ¿Se sentiría decepcionado? ¿Le acusaría de volver otra vez a las andadas?


La respuesta no importaba. Paula se pondría furiosa. Si quería tener alguna posibilidad de seguir con ella, no podía poner en peligro todo el trabajo que había hecho.


Si se tratara del prestigio profesional de Pedro, podría verse tentado a arrojarlo todo por la borda con tal de poder estar cada noche con Paula.


Cuando su padre se fue y pudo responder mejor al mensaje que ella le había mandado, se preguntó si habría conseguido calmarla con su último mensaje: «Todo está bien. Voy a tu oficina».


La respuesta de Paula fue demasiado rápida: «No, por favor. Eso solo empeoraría las cosas».


Pedro le envió un mensaje a su asistente para que retrasara sus reuniones matinales. Luego dejó el móvil bocabajo en la encimera de la cocina. No iba a entablar una conversación con Paula por mensaje como si fueran unos adolescentes. 


Tenía que verla. Cuando la tuviera entre sus brazos, todo estaría bien.


Se duchó rápidamente y una vez abajo le pidió a su chófer que le llevara a la oficina de Paula lo más rápidamente
posible. Cada semáforo en rojo con el que se topaban suponía una tortura. El teléfono de Pedro no paraba de sonar, pero no podía concentrarse en el trabajo y finalmente tuvo que silenciarlo. Los negocios tendrían que esperar. 


Nada era más importante que ver a Paula.


Prácticamente saltó del coche cuando llegaron al edificio de su oficina. El ascensor estaba fuera de servicio y subió las escaleras de dos en dos hasta llegar al octavo piso. Abrió la puerta de Relaciones Públicas Chaves, la oficina estaba aterradoramente silenciosa.


–¿Pau? ¿Estás aquí? –Pedro se atusó la corbata y la chaqueta del traje, cruzó la zona de recepción y se dirigió a su despacho. Asomó la cabeza al doblar la esquina. La puerta estaba abierta.


Escuchó unos sollozos.


Oh, no. Estaba llorando. Se aclaró la garganta sonoramente para no asustarla.


–¿Pau?


Ella se asomó a la puerta del despacho. Tenía las mejillas rojas y manchadas de lágrimas, pero estaba tan bella como siempre.


Pedro, te dije que no vinieras. No quiero hablar de ello. Vete, por favor. No podemos hacer esto. Yo no quiero
hacerlo. No está bien.


–Mi padre no sabe nada ni lo sospecha, Pau. Todo está bien.


Ella se pasó los delicados dedos por la rubia melena y apoyó el hombro contra la pared, como si le costara trabajo mantenerse de pie.


–Para ti es muy fácil decirlo. Tú no tienes tanto que perder como yo. No se trata solo de mi negocio o de mi profesión. Se trata de mi vida entera. Mi identidad está ligada a esta estúpida oficina que no puedo permitirme. Toda mi vida gira en torno a mantener las luces encendidas y seguir adelante. No tengo nada más. No puedo permitirme cometer un error.


Pedro sintió una punzada en el pecho.


Odiaba la palabra «error».


–¿Crees que lo de anoche fue un error?


–Si me despiden del trabajo más importante de toda mi carrera, entonces sí.


La cabeza a Pedro le daba vueltas, le costaba trabajo creer que Paula fuera a estar tan mal si la despedían. Tenía que haber otra manera.


–¿Y si te pago yo los honorarios que mi padre te prometió? O déjame comprarte la oficina –se acercó un poco más a ella. Quería tocarla, pero notaba la impenetrable fortaleza que había construido a su alrededor.


–¿Crees que quiero tu dinero? ¿Que quiero que me rescates? Tengo que hacer esto por mí misma. He estado sola desde los dieciocho años. No sé hacerlo de otro modo. Y no olvides que todo el mundo sabe que he estado trabajando en este proyecto. Mis futuros clientes me preguntarán al respecto, y querrán saber qué tiene que decir Roberto Alfonso sobre el trabajo que hice. Si les cuenta
que tuvo que despedirme porque me acosté con su hijo, estoy acabada. No habrá vuelta atrás para mí.


–Si yo superé mi escándalo, tú podrás salir de esto.


–Nuestras situaciones no son iguales. Tú eres Pedro Alfonso. Tu familia representa el sueño americano, eres un hombre inteligente, guapo y hecho a sí mismo. La gente te adora. Yo solo tuve que mostrarles lo bueno que hay en ti.
Yo no soy nadie, Pedro. Si esto sale a la luz me convertiré en una nota a pie de página, y no puedo permitírmelo. No puedo volver a Virginia con la cabeza baja por la vergüenza y decirle a mi padre que él tenía razón, que fue un error venir a Nueva York y pensar que podía dirigir mi propia firma de relaciones públicas. Creo que no entiendes las repercusiones.


Pedro entendía de dónde procedía, pero eso no cambiaba el hecho de que él quisiera tenerla en su vida.


–Escucho todo lo que dices, pero darle una oportunidad a lo que tenemos es más importante que todo eso. Creo que esto va más allá de tu trabajo o de mi familia.


Paula adquirió una expresión de total confusión.


–No sé de qué estás hablando. No hay nada más.


Pedro se atrevió a acercarse un poco más y le agarró el codo. En cuanto la tocó, sintió cuánto se había cerrado a él.


–Piensa en por qué estás en esta situación. Tu ex. Él es la razón por la que te ves así con tus finanzas, pero también creo que es la razón por la que te da tanto miedo dejar que alguien entre en tu vida.


Paula le deslizó la mirada por el rostro.


–No. Te equivocas. De eso hace más de un año, y he conseguido salir adelante sin él.


Pedro asintió y se dio cuenta de que aquella revelación en particular le resultaba conflictiva a Paula. Él sabía
cómo se sentía.


–Me importas, Pau. Mucho. Sé lo que es que te hagan daño. A todos nos han hecho daño. Tal vez no haya pasado exactamente por lo mismo que tú, pero te entiendo. Y sé que entre nosotros podría haber algo de verdad si me dejaras pasar –la miró a los ojos.


Paula necesitaba tiempo. Podía verlo.


Y por mucho que le costara dárselo, tenía que hacerlo.


–Quiero que pienses en ello. Quiero que pienses en lo que significa de verdad.


Paula aspiró con fuerza el aire.


–No se trata de lo que tú quieres, Pedro. Se trata también de lo que yo quiero.


–Entonces dime qué quieres.


–¿Ahora mismo? Quiero que te vayas, que sigas con tu vida y me prometas que no volverás a pensar en mí cuando la
gala haya terminado.


Pedro sintió como si le hubieran dado un mazazo en el corazón. Aquellas no eran las palabras de una mujer que
estaba dispuesta a pensar en todo lo que él le acababa de decir.


–Puedo prometer muchas cosas, pero eso no. No después de anoche.


–Bueno, pues tendrás que intentarlo, porque yo tengo un trabajo que hacer.