domingo, 3 de abril de 2016
NO EXACTAMENTE: CAPITULO 3
—¡Te ha ignorado! —Miguel rio, golpeando a Pedro en el brazo—. No parece que la camarera se interese por ti.
—Quizá sea por la ropa que llevas puesta.
—No hay nada malo en la manera en que voy vestido.
De hecho, le gustaba el hecho de que Paula, la camarera sexy que llevaba una falda marrón espantosa, no tuviera ni idea de quién era. A Pedro le gustaba mantener un perfil bajo siempre que podía. Ahí en California, la gente no lo reconocía. En Houston era otra historia. La idea de cautivar a la camarera sin agitar su billetera parecía el camino correcto, sobre todo después de su reciente encuentro con Heather.
Pedro sacó su dinero y rápidamente le pasó a Tomas un billete de veinte dólares.
—¿Para qué es esto?
—Para el desayuno.
—¿Por qué me lo das a mí?
—Solo guárdalo. Si viene al caso, yo solo soy un pobre granjero que está saliendo de una larga borrachera de fin de semana.
Pedro siguió los movimientos de Paula hasta que desapareció al dar la vuelta.
Después de todo, se quedaría en Ontario, California, durante varias semanas para supervisar los planes de construcción de un nuevo hotel junto al centro de convenciones. Bien podría tener un amorío con alguien mientras estuviera allí.
Le encantaría borrar la imagen de cada Heather que había conocido en su vida de una vez por todas. Mujeres plásticas con actitud de «qué puedes hacer por mí, querido», que coqueteaban más con su billetera que con él. A veces ese tipo de mujer no le molestaba en absoluto, pero últimamente había estado buscando a alguien con quien hablar, alguien con quien compartir sus ideas y sus sueños, tal vez una camarera con los pies en la tierra que no se avergonzara de ensuciarse las manos y trabajar para ganarse la vida. O de viajar en una vieja pickup.
Pedro no tenía miedo del trabajo duro de la granja ni del trabajo de oficina. Desde que había terminado la universidad y su padre lo había colocado en Adquisiciones y fusiones, se había esforzado en hacer un excelente trabajo. A diferencia de su hermana Catalina, que probablemente almorzaba con Paris Hilton, Pedro de verdad quería trabajar para ganarse la vida. Vivir del dinero de su padre no iba con su carácter.
Cuando llegara el día en que Pedro debiera ocupar el puesto de su padre, nadie podría acusarlo de ser un vago al que le habían dado el puesto sin tener ningún conocimiento sobre la empresa.
—Ajá, ya veo lo que estás haciendo —dijo Tomas.
—¿Ah, sí? —preguntó Pedro.
—Sí, ya entiendo. Te he visto este fin de semana, esquivando a las mujeres en el hotel. Por momentos me preguntaba quién se casaba el mes que viene, si tú o Daniel —dijo Miguel—. Estás cansado de todas esas cazafortunas, ¿verdad? ¿Cansado de todas esas mentirosas?
—Eso sí que es una lata —dijo Tomas.
—Maggie es lo mejor que me ha pasado en la vida —dijo Daniel.
—Dios, ahora se nos va a poner sentimental. —Tomas empujó la taza de café más cerca de Daniel—. Bébetelo todo. A Maggie, la hermosa doncella, no le agradará mucho que llegues a casa con olor a alcohol.
Daniel apoyó los codos sobre la mesa y se tomó la cabeza con las manos.
—Ella es la mejor. Y el sexo…
—Ya lo hemos escuchado, Daniel.
—Todo el puto fin de semana —acotó Tomas.
—Vosotros solo estáis celosos.
Pedro bebió un sorbo de café y mantuvo la boca cerrada. Se encontraba feliz por su amigo, aunque no estaba tan seguro de que Maggie fuera una buena elección. A Daniel le encantaba jugar: las motocicletas, el camping, las excursiones en barco por el río. Tampoco tenía miedo a trabajar duro para lograr sus objetivos. Pero desde que Maggie había entrado en su vida, Daniel renunciaba a un poco de sí mismo cada día.
«Maggie tiene miedo de que tenga un accidente en la moto… A Maggie no le gusta el río; navegar le da náuseas… Maggie prefiere quedarse en uno de tus hoteles en vez de en una caravana».
Es posible que Maggie hiciera sonreír a Daniel, pero ¿cuánto tiempo pasaría antes de que saltara la tapa del molde en el que ella lo quería meter?
Paula regresó cargada de platos. Como en una coreografía que se sabía de memoria, apoyó los desayunos completos sobre la mesa y sacó los condimentos de los bolsillos de su aburrido y rígido uniforme.
—Huele muy bien, Paula —le dijo Pedro antes de que se fuera.
—Le haré saber al cocinero que estás contento.
Tomas y Daniel comenzaron inmediatamente a atiborrarse de comida. Paula desapareció el tiempo suficiente para ir a buscar la jarra de café con la que volvió a llenar sus tazas.
—¿Falta algo? —preguntó.
—Creo que estamos bien. —Pedro buscó su mirada, pero ella lo evitó.
—Decidme si necesitáis algo. Como veis, estamos a tope esta noche.
Pedro observó al único cliente en la barra.
—Apuesto a que debes de tener muchas historias que contar sobre cómo es trabajar en el turno de noche del Denny’s —dijo Pedro en un esfuerzo por conseguir que revelara algo acerca de sí misma.
—Es difícil mantenerse despierto, eso casi todas las noches. Empezamos a limpiar alrededor de las cuatro y media.
—Qué horario infame —dijo Tomas entre bocado y bocado.
—Te sorprendería saber la cantidad de tipos trajeados que vienen a tomar un bocado antes de irse a trabajar a Los Ángeles. Salen temprano para evitar el tráfico.
—Había oído que el tráfico de Los Ángeles era tremendo, pero, ¿tanto? —preguntó Pedro.
—El peor. Seguro que no vives por la zona si haces esa pregunta.
—Soy de Texas. Mi último trabajo me ha traído aquí, cerca del aeropuerto. —El Aeropuerto Internacional de Ontario descomprimía un poco el tráfico de los aeropuertos de Los Ángeles y Burbank, pero el área alrededor de esos aeropuertos estaba toda edificada, sin ninguna posibilidad de crecimiento. En cambio, Ontario ofrecía mucho espacio para nuevos hoteles.
Miguel le dio un codazo.
—Cuando quiere descansar cómodamente alguna noche se queda en mi casa.
Pedro pensó que eso no era del todo mentira. Miguel vivía en Claremont y Pedro a veces pasaba la noche en su casa, cuando se cansaba de vivir en el hotel. El Alfonso era un hotel de lujo de cinco estrellas lleno de champán y caviar. A veces Pedro solo quería pizza, cerveza y ver un buen partido por la tele con un amigo.
Paula parecía tomarse su tiempo para procesar la información. Se encogió de hombros, parecía algo decepcionada.
—Bueno, disfrutad de la comida.
Con eso, se dio la vuelta y se alejó. Daniel se rio.
—No es tan fácil, ¿verdad?
—No he terminado todavía —le dijo Pedro mientras tomaba su tenedor. Ni mucho menos.
A las tres, la mayor parte de la comida había desaparecido y nuevos clientes se habían sentado en la barra, lo que mantenía a Paula alejada de la mesa. Un hombre mayor de unos setenta años giró en su silla para irse y Paula corrió a su lado.
—Le he dicho que me dejara ayudarlo, señor Fortunatto.
—Yo puedo solo —dijo el hombre. Pero al ponerse de pie, se tambaleó contra Paula.
—Es la humedad en el aire. Hincha mis viejos huesos —explicó.
Paula le puso un brazo alrededor de su cintura y lo ayudó a llegar a la puerta, donde había dejado su andador. Pero no se apartó de él.
—Puedo hacerlo solo desde aquí —le dijo.
—Estoy segura de que puede, pero me vendría bien un poco de aire. Todo este olor a grasa de tocino me está afectando. ¿Me acompaña hasta afuera? —le preguntó.
El señor Fortunatto le ofreció una pequeña sonrisa mientras ella abría la puerta y lo ayudaba a subirse a su auto.
Un par de minutos más tarde, volvió a entrar con una sonrisa de satisfacción en los labios
—Eh, Paula —la llamó la otra camarera desde la caja registradora.
—¿Sí?
—Otra vez tu amigo no ha dejado suficiente dinero.
Pedro observó cómo la mirada de Paula se dirigía hacia la puerta. Ella se encogió de hombros, metió la mano en el bolsillo de su falda y sacó el dinero de las propinas.
—Yo lo cubro, Laura.
Laura negó con la cabeza.
—No sé por qué lo cubres todo el tiempo.
—Son solo tortitas, Laura. Y él no tiene a nadie. Déjalo vivir en paz.
Paula pagó el faltante de la cuenta del hombre y se alejó de la caja.
Algo dentro de Pedro hizo un clic, como si alguna cosa hubiera encajado en su justo lugar. Decididamente necesitaba saber más acerca de Paula.
Cada vez que regresaba a servir más café, Pedro trataba de sacarle algo de conversación. Ella no mordía el anzuelo. Pedro empezó a pensar que tal vez no estaba interesada, pero el hecho de que no lo mirara a los ojos, y el adorable color rosa que tiñó sus mejillas cuando le hizo un cumplido, demostraban que sus encantos no le eran indiferentes.
Paula levantó los platos y colocó la cuenta en medio de la mesa.
—Pueden pagar cuando estén listos —les dijo.
Durante un minuto Pedro tuvo la tentación de tirar su tarjeta de crédito sobre la mesa y pagar la comida para ver si Paula lo miraba a los ojos. Tomas le ahorró la molestia.
—Supongo que quieres que pague por ti otra vez, ¿eh, Pedro?
—Eh…, yo he conducido hasta aquí —dijo.
—Y nosotros hemos pagado la gasolina. —Lo que era parte del arreglo; el alojamiento en el Alfonso Casino Hotel de Las Vegas corría por cuenta de Pedro.
Tomas, Daniel, y Miguel arrojaron billetes en la mesa y se los entregaron a Paula.
—Está bien así —le dijo Tomas.
Después de que Paula se alejara, Miguel dijo:
—Parece que has perdido con esta.
—No puedo creerlo; la cabeza todavía me da vueltas —dijo Daniel.
Pedro metió la mano en el bolsillo para sacar las llaves de la camioneta.
—Ten, Miguel. ¿Por qué no llevas a Tomas al aeropuerto? Daniel y yo nos quedaremos y tomaremos otra taza de café.
—¿Sabes? Eso es una gran idea. Meterme en el auto en este momento probablemente no le sentaría bien a mi estómago. —Daniel tenía un aspecto demacrado.
—¿A qué hora sale tu vuelo?
—A las seis —contestó Tomas.
—Será mejor que nos pongamos en marcha. Pasar por la seguridad del aeropuerto en estos tiempos puede llevar una eternidad.
Todos se pusieron de pie y se dieron la mano.
—Nos vemos en casa el mes que viene —le dijo Pedro a su amigo.
—Buena suerte, Mas —se despidió Tomas dándole una fuerte palmada en la espalda.
Pedro volvió a sentarse después de que Tomas y Miguel se fueran. Daniel puso sus brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza sobre ellos.
—¿Por qué me habéis dejado beber como una cuba? Maggie odia que beba demasiado.
—Te pondremos sobrio antes de depositarte en tu casa, infeliz.
Paula se sorprendió al ver salir solo a dos del grupo. Pedro le hizo un gesto hacia la mesa.
—¿Vuestros amigos se han ido sin vosotros?
—Tomas tiene un vuelo de regreso a Texas, y Daniel necesita otro café solo antes que se lo entreguemos de vuelta a su novia.
—Comprendo.
Paula, que tenía la jarra en la mano, les sirvió otro café a cada uno. Antes de que pudiera alejarse, Pedro le mostró su sonrisa ganadora.
—Dime, Paula: ¿crees que yo podría interesarte para una salida nocturna?
Ella inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Estás coqueteando conmigo?
Molesto, Pedro negó con la cabeza.
—Si tienes que preguntar, debo estar perdiendo mi talento.
Daniel se rio, pero mantuvo la boca cerrada.
—Me siento halagada, Pedro. Eres Pedro, ¿no?
Él asintió con la cabeza.
—¿Por qué siento que ahora viene un «pero»? —preguntó Pedro.
Paula apoyó la mano que tenía libre sobre la mesa y sus ojos quedaron al nivel de los de Pedro.
—Pero soy una mujer muy ocupada. Así que a menos que tengas una chequera tan grande como tu ego, y considerando que tus amigos te han pagado la comida y la gasolina, lo más probable es que no tengas un centavo, no estoy interesada.
Daniel dejó escapar un silbido. Pedro estaba demasiado abrumado para contestar. Paula simplemente se quedó mirándolo hasta que reaccionó:
—Bueno, por mil demonios. Creo que es la primera vez que alguien me ha dicho algo así.
Paula enderezó los hombros y levantó las cejas.
—Al menos soy honesta. Eres guapo, vaquero, lo reconozco. Pero lo guapo no te compra una taza de café en esta ciudad. Tal vez es distinto en Texas. Intenta con una camarera de allá.
—No estoy en Texas. Además, es contigo con quien quiero salir.
—Una vez más, me siento halagada, pero no, gracias.
—¿Crees que soy guapo? —dijo.
No era el mejor cumplido que le habían hecho en los últimos años, pero se las tendría que arreglar con eso.
Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de Paula.
—No te rindes, ¿verdad?
—No. No es fácil.
—Está bien, entonces escucha esto… Soy camarera en este antro por la noche para poder pasar más tiempo en casa con mi hijo de cinco años.
La mirada de Pedro se dirigió hacia su mano izquierda. No tenía anillo.
—Si estás casada, ¿por qué no me lo dices?
Ella sacudió la cabeza y se dio la vuelta.
—Casada, qué risa. Cariño, ni siquiera recibo manutención para mi hijo. Aunque nada de esto te incumba.
No estaba casada, estaba criando a un hijo sola, y tenía que trabajar por la noche para poder hacerlo. No es de extrañar que estuviera buscando una billetera en lugar del
amor. Las palabras de Heather retumbaban en su mente.
«Todas las mujeres estarán contigo por tu dinero, Pedro».
Pero esta mujer, Paula, no tenía ni idea de su fortuna. Y si solo le importaba el dinero, ¿por qué pagaba rutinariamente las tortitas de sus clientes? Había más en esta hermosa mujer de lo que ella mostraba. De golpe, el desafío de conquistarla se apoderó de él.
Paula comenzó a alejarse. Él la detuvo.
—Los niños me adoran.
Paula se quedó con la boca abierta.
—¿Alguna vez se ha dado por vencido? —le preguntó a Daniel.
—No.
—¿Y todas las mujeres caen rendidas a sus pies?
—Sí.
Ella murmuró algo mientras se alejaba.
—Amigo, estás perdiendo el tiempo revoloteando alrededor de esa falda —dijo Daniel después de que se fuera Paula—. Simplemente, no le gustas.
—No, no quiere que le guste.
—Tiene un hijo, Pedro. Me parece inteligente que no quiera salir con hombres que están haciéndose pasar por perdedores.
El suave balanceo de sus caderas mantuvo su atención mientras Paula se alejaba. En ese momento se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había tenido que perseguir a una mujer.
—Haciéndose pasar, esa es la clave.
Pedro se rascó la barba y una sonrisa se dibujó detrás de su mano. «Haciéndose pasar por un perdedor».
NO EXACTAMENTE: CAPITULO 2
—Atrasada…, vencida…, ah, genial, un aviso de corte.
Paula Chaves puso el recibo del agua resaltado con marcador sobre la montaña de facturas por pagar y lanzó un gruñido. Al recorrer con la mirada la diminuta sala de descanso del restaurante de veinticuatro horas donde trabajaba, se encontró con una imagen tan sombría como su futuro. Realmente tenía que hacer algunos cambios en su vida, y pronto.
Laura, la otra camarera del turno de noche, asomó la cabeza por la puerta y dijo:
—Tu turno. Un grupo de cuatro se ha sentado en la doce.
Pau miró el reloj y vio que habían pasado veinte minutos de las dos de la mañana. La gente que salía de los bares no tardaría en llegar en busca de un café bien cargado y un lugar donde recuperar la sobriedad antes de emprender el regreso a casa. Como un mecanismo de relojería, las mañanas de domingo eran siempre las peores. Los más tontos realmente creían que, con tan solo una taza de café, lograrían llegar en hora al trabajo. Tras meter los recibos en su bolso, Pau salió de la sala de descanso, a través del corto pasillo que separaba la cocina del mostrador de servicio, y se dirigió hacia la mesa doce. Con un poco de suerte, alguien de entre los cuatro del grupo estaría lo suficientemente sobrio como para recordar dejarle la propina antes de irse.
Fuertes risas masculinas llegaron a sus oídos antes que diera la vuelta para presentarse ante sus clientes.
Dos rostros escudriñaban las páginas del menú, mientras los otros dos la miraron cuando se acercó a ellos.
—Ah, hola, cariño, ¿eres nuestra camarera esta noche? —preguntó el muchacho de cabello rubio oscuro que estaba sentado al fondo del reservado. Al escuchar la pregunta, los demás hombres de la mesa bajaron sus menús para mirarla.
Con una sola mirada, Pau concluyó que los patanes de la mesa definitivamente venían de una noche de copas. Tal vez incluso de un par de noches, dado el estado de sus barbas de día y medio.
El rubio mostró sus dientes blancos y una sonrisa infantil. El hombre a su izquierda le dio un codazo en el costado.
—No hagas caso a Daniel. Hace tres días que está borracho.
—Mira quién fue a hablar, Migue.
Las palabras las pronunció un hombre robusto que llevaba una gorra de béisbol y tenía una barba de al menos dos días.
—Pedro es el único remotamente sobrio —dijo Migue.
Sí, sin duda habían estado de juerga.
El que llamaban Pedro se tomó su tiempo antes de bajar su menú y tomar nota de la presencia de Pau. Su pelo castaño oscuro, cubierto con un sombrero de cowboy, se sacudió levemente con el movimiento de su cabeza. La barba que cubría su mentón estaba en el punto justo para ser sexy. Su mirada, que lo iba absorbiendo todo lentamente, se posó sobre ella; tenía los más extraordinarios ojos grises que Pau jamás había visto. Los ojos color humo se tomaron su bendito tiempo mientras esa mirada se deslizaba por su pelo y su rostro. Después volvió a mirarla a los ojos y le sostuvo la mirada. Como si hubiera calculado el efecto, Pedro dejó que una sonrisa lenta y deliciosa, con hoyuelos incluidos, se extendiera por su rostro. Una sonrisa que era solamente para ella.
Ese tipo de sonrisas que deberían llevar una etiqueta de advertencia. La intensidad de su atención le hizo sentir algo en su interior e hizo que la piel de sus brazos desnudos se erizase. Tragó saliva y se estremeció como si él la hubiera acariciado.
Pau parpadeó un par de veces, rompió el contacto visual y le preguntó:
—¿Qué tal un poco de café?
—Eso sería genial —respondió Pedro con un acento muy acorde con su sombrero de vaquero.
El acento de Texas la abrazó por dentro como una manta cálida y afelpada. Los nativos del sur de California no tenían ningún acento perceptible, así que cuando oía alguno, se le quedaba grabado.
Mientras se giraba hacia el otro lado, Pau guardó su bloc de notas en el delantal y se dirigió a la cafetera.
—No está mal, ¿no? —dijo uno de los juerguistas.
Pau sabía que no era fea, pero no veía gran cosa cuando se miraba en el espejo. Su cabello castaño claro estaba atado con un nudo en la base de su cuello; sus apagados ojos color avellana tenían manchas oscuras debajo que indicaban la falta de sueño, y era difícil ser gorda cuando todo su dinero se iba en pagar cuentas y en el cuidado de su hijo, Damian.
Los hombres…, no, los chicos… de la mesa doce probablemente no tenían una sola responsabilidad decente entre los cuatro. Todos llevaban pantalón vaquero y camiseta, y dos de ellos olían a cerveza.
Eternos adolescentes que nunca habían madurado.
Demonios, tal vez aún estaban en la universidad. Pau suponía que todos tendrían más o menos la misma edad, alrededor de veintiocho años.
Cuando regresó a la mesa, Pau les trajo tazas de café y las llenó.
—Gracias…, Paola —dijo Pedro, el de los misteriosos ojos grises, después de echarle una rápida mirada a la chapa con su nombre.
—Paula, en realidad. ¿De dónde venís, chicos? —preguntó para darles conversación.
—Fin de semana en Las Vegas —dijo el que llamaban Miguel.
Tendría que haberlo adivinado.
—Nuestro amigo Daniel, aquí presente, dará el «sí quiero» en unas pocas semanas, y decidimos despedir su soltería con estilo.
—Las Vegas puede ser un lugar peligroso para hacer una despedida de soltero —apuntó ella.
—Ves, te lo dije —intervino el hombre que estaba sentado junto a Pedro—. Pero, ¿alguien escucha a Tomas? Por Dios que no. Crees que todo ha salido muy bien y al minuto siguiente te ves borracho bailando desnudo en YouTube con una chica a la que ni siquiera recuerdas.
—Yo no he bailado desnudo con una chica…, ¿verdad? —Daniel se frotó la nuca y frunció el ceño.
Pedro le ofreció a su amigo una sonrisa con hoyuelos.
—Estabas borracho.
—Igualmente no recuerdo nada de bailar desnudo.
—Ah, relájate —le dijo Miguel—. Nadie te ha filmado bailando desnudo.
Paula sonrió. Los chicos le estaban haciendo pasar un mal rato a su amigo y era divertido verlo. De acuerdo con la expresión en el rostro de Daniel, no estaba del todo seguro de no haber bailado desnudo.
—¿Ya sabemos lo que vamos a pedir por aquí? ¿Esperamos unos minutos? —preguntó Paula.
—Yo sé lo que quiero —dijo Tomas, dejando el menú sobre la mesa.
Los otros replicaron que ellos también. Después de tomar sus pedidos, Paula se retiró. Le entregó la comanda al cocinero y Laura le dirigió una sonrisa.
—Parece que te van a dar trabajo los de allá. Chico guapo multiplicado por cuatro. —Suspiró, sonriente.
—Además, dos de ellos tienen acento.
—Quién te ha visto y quién te ve, echándoles el ojo.
—No estoy echándole el ojo a nadie. Lo último que necesito es otro don juan, otro vividor que venga a complicarme la vida.
Pau se dio la vuelta y volvió a llenar la taza de café de uno de los clientes noctámbulos que estaban sentados en la barra.
—¿Cómo están las tortitas, señor Fortunatto?
—Muy buenas, muy buenas —respondió.
Cuando Paula se volvió hacia Laura, la otra camarera siguió hablando.
—¿Quién había dicho que eran una panda de vividores?
—Eternos adolescentes que no han madurado, es lo más probable.
—Vividores, eternos adolescentes, lo que sea. Uno de ellos podría ser el ricachón de tus sueños.
Paula alzó una ceja.
—Seguro.
Paula tomó a Laura de la mano y la llevó a una ventana que daba hacia el aparcamiento.
—Echa un vistazo, amiga mía. ¿Ves algún auto caro ahí fuera?
En realidad, los únicos vehículos que había en el estacionamiento pertenecían a los empleados y al señor Fortunatto. Excepto por una solitaria camioneta pickup de mediados de los años noventa. Seguramente iría a la velocidad correcta para los cowboys de la mesa doce.
—Eso no quiere decir nada. —Laura se apartó y frunció el ceño—. Además, una cita significa cine y cena gratis. Eso no está nada mal.
—Una noche de cine y cena en mi mundo consiste en comer en McDonalds y mirar Bob Esponja en la televisión. Las citas románticas y Damian no son buena combinación.
—Tu hermana se podría quedar con él.
—Sí, pero ¿para qué perder el tiempo soñando con alguien en el futuro en lugar de vivirlo? Sabes que mi madre no es la mujer más sabia, pero ella me dijo una vez que es tan fácil enamorarse de un hombre rico como enamorarse de un pobre.
—Sí, ¿entonces?
—Pues que no hay que salir con hombres pobres.
Al otro lado del restaurante, Pedro, el de los ojos grises y el sombrero de cowboy, la miraba por encima de su taza de café. Cuando cruzó su mirada, sus labios esbozaron una sonrisa, otra vez, con hoyuelos. Entonces, sin ninguna provocación, le guiñó un ojo.
—Oh, Dios. —Pau bajó los ojos y trató de ignorar el coqueteo del don juan inmaduro y la conmoción que causaba en su interior.
—El vaquero es sexy —dijo Laura con una risita pícara.
—Apuesto a que el señor cowboy hace que uno de sus amigos pague su cuenta.
—Oh, vamos, no puede ser tan malo.
—Está coqueteando con una camarera de Denny’s, Laura. Sus aspiraciones no deben de ser muy altas.
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