sábado, 26 de marzo de 2016
REFUGIO: CAPITULO 5
Con la lámpara en la mano, bajó al sótano. Allí no se entraba desde hacía tiempo. Parecía como una especie de refugio y vio que había latas en una estantería. Se acercó y vio que las latas habían caducado tres años antes. Apretó los labios porque seguro que las había comprado la madre de Pedro y ellos no las habían usado. Suspiró dejando la lata y buscó la caja de los plomos. Sonrió cuando la vio y al abrir la tapa levantó la palanca y la luz del sótano se encendió. Miró a su alrededor asintiendo, pues tenía razón. Era una especie de despensa, pero también se debía usar de refugio.
Recordaba que una vez había oído, que por allí había pasado un tornado. Suponía que todas las casas estaban preparadas para eso. Tenía que limpiarlo, pero lo dejaría para más adelante cuando la casa estuviera decente.
Subió las escaleras y volvió a enchufar la aspiradora para probarla. Chilló de alegría cuando funcionó y pasó la aspiradora por todo el salón.
Cuando dieron las cuatro y media se puso a hacer la cena.
Encontró patatas en un armario al lado del fregadero, así que las peló. Hizo una mueca mirando la cocina que era de gas. —Dios mío, ¿no tienen nada del siglo veintiuno?
Puso las patatas a hervir y buscó que más hacer de cenar.
Encontró judías en un bote, así que también las preparó.
Como el abuelo quería sopa, pero no tenía carne de ave, ni nada por el estilo, también abrió otra lata. Hizo una mueca pensando que para ser chef, no se estaba esforzando demasiado. Pero había huevos, levadura y leche, así que decidió hacer un pastel de postre. Casi grita al ver una tableta de chocolate. Se moría por un trozo de pastel de chocolate. Se relajó preparando la masa y cuando la volcó en el molde sonrió pensando en lo que diría el abuelo.
Mientras se hacía la comida, preparó la mesa. Encontró un mantel que estaba amarilleando y lo puso en la mesa. Había una vajilla en la vitrina y también la usó, porque se negaba a poner una mesa con un plato de cada, que era lo que había en el armario de encima del fregadero. Puso las copas y jadeó al darse cuenta que no había abierto el vino. Buscó por todos los sitios, pero no había vino. Estaba abriendo un armario subía a una silla cuando escuchó— ¿Qué coño estás haciendo?
Del susto por poco se cae y se volvió mirando sobre su hombro. Pedro la miraba como si quisiera despellejarla — La cena.
—¿Y tienes que utilizar la vajilla que mi madre utilizaba en las Navidades?
Se mordió el labio inferior y bajó de la silla. Había metido la pata cogiendo lo que quería como si estuviera en su casa— Lo siento. Es que era la única que estaba completa y…
Entró Armando hablado con el abuelo y al mirar la mesa entendieron lo que estaba pasando— Pedro, hace mucho que no la usamos. —dijo Armando sonriendo— Por una noche no pasa nada.
Pedro entrecerró los ojos y Paula se puso en acción— No, cogeré otros platos. — forzó una sonrisa— Son demasiado bonitos para usar de diario.
El abuelo miró a Pedro negando con la cabeza — Voy a asearme un poco.
—Sí, yo también. —Armando le siguió hacia las habitaciones.
Paula recogió los platos con cuidado, porque como rompiera uno, iba a estar oyendo a Pedro el resto de sus días.
Cuando los metió en el vajillero, le miró de reojo. Seguía observándola— ¿Por qué sigues llevando la gorra en casa?
Ella fue hacia la alacena sobre el fregadero y recogió los platos. Dos blancos, uno de cristal blanco y otro de cristal marrón.
— Como tenía que limpiar, me la he dejado. — dijo colocándolos en la mesa.
Incómoda fue a ver cómo iba la tarta y la sacó porque estaba lista. La metió en la nevera, para que no estuviera caliente a la hora de comerla. Empezó a freír la carne y Pedro se acercó a la nevera abriéndola de malos modos —No hay cerveza.
—No hay de nada.
—Mañana iré a comprar.
Ella le miró incómoda— He hecho una lista. Necesito muchas cosas.
—He dicho que mañana iré a comprar. — cerró la puerta de la nevera de golpe y salió de la cocina.
Paula suspiró mirando la carne y dándole la vuelta, pinchándola con el tenedor. Preparó el puré de patata y sacó las judías. Cuando los chicos volvieron, sonrió al ver que se habían cambiado de ropa. Incluso Armando se había afeitado. Se sentaron a la mesa y ella se disculpó poniendo el puré sobre la mesa— Siento lo de la vajilla.
—No pasa nada, chiquilla. — dijo el abuelo sonriendo— ¿Mi sopa?
Sonrió y fue hasta la sopa que tenía ya preparada. Le puso los cubiertos y se la sirvió en el plato hondo — Lo siento, pero tiene que ser de lata. Pero mañana tendrá una sopa como Dios manda.
—Me gusta de lata.
—Es porque no ha probado la mía. — dijo orgullosa.
—¿Eres buena cocinera? — preguntó Armando casi con esperanza.
—La mejor. — le guiñó un ojo y fue a por el resto de la comida. Cuando la puso en la mesa, Pedro entraba en el salón. Se había duchado y cambiado de ropa. Llevaba una camisa blanca que estaba algo arrugada y unos vaqueros desgastados con unas botas negras— Me largo. — dijo dejándola con la boca abierta.
—¿No cenas?
—Pedro, tienes que cenar. — dijo Armando enfadándose.
—He quedado. — salió de la casa y Paula suspiró decepcionada. Miró la mesa y se sentó entre los dos, que la miraban sin decir ni mu.
—Va a sobrar comida. — susurró sirviendo a Armando puré de patatas distraída, mientras pensaba que menudo recibimiento le había dado su protector. Esperaba que la cosa mejorara, porque sino…
—Chiquilla, ya vale. — dijo Armando divertido al ver el montón de puré que le había echado.
—Oh, perdona .— sonrojándose al ver lo que había hecho, quitó la mitad— ¿Judías?
—Por favor.
Armando y el abuelo que comía su sopa tan contento, la miraban pensativos— Dime niña, ¿qué es eso que viste?
Se detuvo en seco con el filete que le estaba sirviendo colgando del tenedor— Pues…— miró de reojo al abuelo.
—Lo sabe todo. Cuenta. — Armando empezó a comer y sonrió —Está bueno.
—Gracias.
—Cuéntanos, niña. — dijo el abuelo antes de meter la cuchara en la boca.
—Un día fui a la peluquería. —miró al abuelo— Mi amiga Marta me había dicho que era la mejor peluquería de Brooklyn y yo ese fin de semana tenía una cita, así que quería estar mona.
—Tú ya eres mona. —dijo el abuelo.
Ella sonrió— Gracias. Pues el tema es que llegué a la peluquería y hablaba con la chica de recepción sobre lo que me quería hacer. Me había entrado la locura de cortarme el cabello a lo chico— dijo sirviéndose la cena— así que se lo estaba explicando, cuando sonó un teléfono en la trastienda.
Armando y el abuelo no se perdían detalle —¿Y qué pasó?
—La chica tardaba en volver y las peluqueras estaban atareadas trabajando, así que me acerqué a la trastienda yo misma, para decirle que me tenía que ir y que me diera hora.
—¿Qué viste?
Entrecerró los ojos— Pues la vi a ella morreándose con su novio.
—¿Morreándose? — preguntó el abuelo.
—Besándose, abuelo.
—Ah.
—Bueno, pues yo llamé a la puerta que estaba abierta y la chica se volvió como si me hiciera un favor. Le dije que tenía prisa. Que me diera hora y que podía foll…—miró a ambos lados carraspeando— Bueno, que podía seguir con lo suyo.
— Armando reprimió la risa.
—¿Y qué pasó? — preguntó el abuelo.
—Que me dio hora para el día siguiente a las cuatro. A mí me venía fatal, porque tenía que salir del trabajo con alguna excusa, pero al final cogí la cita. —miró a ambos lados— Era la mejor de Brooklyn.
Ambos asintieron. —Bueno el tema es que salí de la peluquería y me choco con un hombre que llevaba un traje gris. Al levantar la vista le vi la cara y le reconocí por las noticias. Era Antonio Falconi. Pero eso no fue todo, cuando me aparté de él, vi que la manga de su traje estaba oscurecida y el puño de su camisa manchado de sangre. Yo me fui a casa, pero esa noche vi en las noticias que detrás de la peluquería habían matado a un hombre.
—Entonces llamaste a la policía. — dijo Armando.
—Sabía que él había tenido algo que ver y decían en las noticias que si alguien había visto algo…— suspiró mirando su filete sin tocar— No tenía que haber dicho nada.
—Era un asesino. — dijo el abuelo terminado la sopa — Hiciste bien.
—Llevo más de dos años sin ver a mi familia. — dijo sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas— Y han matado a dos mujeres por mi culpa.
—Tú no has matado a nadie. — dijo Armando cogiéndole la mano — Hiciste lo correcto.
Miró a Armando a los ojos— ¿Tú crees?
—No lo dudes. Puede que al hacer lo correcto salgamos perdiendo, pero es lo que se debe hacer. No hay que tomar el camino fácil.
Forzó una sonrisa y suspiró porque no tenía hambre. El abuelo le cogió el plato— Hija, vete a dormir. Estás agotada.
—Pero tengo que recoger. — dijo viendo como el abuelo empezaba a comer su cena como si estuviera hambriento.
Sonrió divertida— Paula, si no vas a cenar, vete a descansar.— dijo Armando cortando el filete— Ha sido un viaje duro y has trabajado mucho todo el día.
—Tenéis tarta de chocolate en la nevera. — dijo levantándose.
El abuelo abrió los ojos como platos como si fuera Navidad y ella sonrió— Buenas noches.
—Buenas noches, niña. Que descanses. — dijo Armando.
Casi había salido del salón, cuando se volvió — ¿A qué hora os levantáis para desayunar?
—Nosotros nos levantamos a las cinco de la mañana, pero tú no tienes que hacerlo. — dijo Armando sonriendo.
—Pero el desayuno…
—Descansa. Ya te levantarás otro día.
—Hasta mañana.
Al entrar en el baño, suspiró al ver las toallas en el suelo.
Cogió unas limpias de un armario del pasillo y volvió para ducharse. El agua no estaba muy caliente, pero con el calor que hacía, casi lo agradecía. Se lavó el cabello con el champú que había allí, pues se le había olvidado el suyo en la ducha de su casa. Hizo una mueca al oler la fragancia, pues era de hombre— Vaya, esto es estupendo. Vas a oler a él.
Cuando terminó, se envolvió con la toalla y estaba recogiendo la ropa sucia, cuando gimió porque se le había olvidado tender la ropa. Llevó la ropa sucia al cuarto de la lavadora y la abrió al ver que el lavado había terminado. Se ató bien la toalla y salió con la ropa hasta el tendedero, que había visto en la parte de atrás. Colgó los pantalones uno tras otro, cuando escuchó un ruido. Asustada se volvió para ver un rabo detrás de un seto.
— ¿Perrito? — preguntó asustada dando un paso atrás. Un gruñido le indicó que no era uno de los perros y caminando hacia atrás, no separó la vista del seto cuando a su derecha vio otro movimiento. Entonces echó a correr hacia la casa y cerró la puerta de un portazo— ¡Armando! — gritó mirando al exterior con el corazón latiendo a toda prisa.
—¿Qué?
Armando y el abuelo aparecieron con la boca llena de chocolate y una escopeta en la mano
—¡Hay lobos o algo ahí fuera!
Armando entrecerró los ojos. — ¿Lobos?
—¡No sé, tienen rabo!
El abuelo la apartó y ella pudo ver que llevaba un revolver en la mano. ¡Leche con los Alfonso! ¡Iban armados hasta los dientes!
Armando iba a abrir la puerta—¡No salgas! ¡Iban a atacarme!
—Si son coyotes, tengo que saberlo antes de que ataquen a mis animales. — dijo abriendo la puerta como si nada. El abuelo salió tras él, con el revolver mirando hacia el techo.
Armando caminó por el jardín trasero y apretó los labios mirando el suelo. Le dijo algo al abuelo, que ella no llegó a escuchar mientras miraba a su alrededor. De repente se escucharon ladridos en la parte de delante de la casa y Paula cruzó la casa a toda prisa para mirar por la ventana del salón. Los perros estaban como locos mirando hacia el establo.
— ¡Armando, el establo!
Asustada vio como Armando y el abuelo iban hacia allí.
Escuchó un disparo y dos minutos después vio salir a los hombres de allí.
— Madre mía, y eso que solo es el primer día. — dijo ella alucinada.
Cuando subieron las escaleras del porche sonrieron pasando ante ella y dejando la escopeta arrimada a la mesa y el revolver sobre ella, se pusieron devorar la tarta.
—¿Qué ha pasado? — preguntó atónita.
—Nada, hemos matado a un coyote. Deben estar hambrientos. — dijo Armando como si nada.
—Ah…— ella vio que el abuelo se iba a servir otro trozo y apostaba que no era el segundo —¡Abuelo! Se va a poner enfermo de tanto comer.
El abuelo suspiró dejando el cuchillo mientras Armando sonreía con la boca llena — Déjale ese trozo a Pedro.
Paula entrecerró los ojos y se acercó cogiendo el trozo que quedaba con la mano— Eso no podrá ser. — dijo dándole un mordisco y yendo hacia la habitación.
Armando y el abuelo se echaron a reír.
Las sábanas olían a cerrado, pero estaba tan cansada que hubiera dormido sobre paja y no se habría enterado. Un sonido la molestaba, gimió girándose y colocando la almohada sobre su oído hasta que se dio cuenta que era un gallo.
— Malditos bichos. — siseó abriendo los ojos. Se levantó en camisón y fue hasta la puerta pasándose la mano por los ojos. Iba a entrar en el baño, cuando se abrió la puerta y Pedro apareció únicamente con los vaqueros puestos.
Tragó saliva al ver su pecho desnudo. Nunca había visto unos abdominales tan marcados en vivo. En la tele sí, pero en la vida real…
Se puso como un tomate cuando se dio cuenta que le había mirado atontada— Buenos días. — tartamudeó saliendo de su pasmo.
—Buenos días. — Pedro pasó a su lado y sin querer le rozó en un pecho. Fue como una descarga eléctrica y sin aliento se metió en el baño a toda prisa, cerrando con el pestillo.
Tomó aire pegada a la puerta, sintiendo que sus pechos se endurecían. ¿Cómo puede una sentirse así con un roce? No quería ni imaginarse lo que sería tener un orgasmo con él.
Decidió darse una ducha fría y como se imaginaba que estarían esperando, lo hizo a toda prisa. Se volvió a poner el camisón para salir, secándose el cabello con la toalla. El abuelo dijo— Necesitamos otro baño.
—Buena idea. — le besó en la mejilla de la que pasaba— Buenos días.
—Buenos días, niña. — dijo sonriendo como un colegial—Quiero huevos.
—Pues huevos.
—Y tarta de chocolate. — gritó desde dentro del baño.
Divertida se vistió con unos pantalones muy cortos y una camiseta de tirantes. Se puso sus zapatillas de deporte y salió a toda prisa para empezar con el desayuno.
Al llegar a la cocina perdió algo la sonrisa al ver a Pedro tomándose una taza de café, apoyado en la encimera de la cocina. Afortunadamente se había puesto una camiseta, pero la muy puñetera era de tirantes blanca.
No se podía estar más sexy. Él levantó una ceja al ver que se había quedado parada mirándolo— No sé si hay para desayunar.
—Haz un sándwich. —respondió indiferente.
—El abuelo quiere huevos. — dijo sacando media docena. También sacó el queso y se puso a cortarlo mientras calentaba el sartén. Decidió hacer una tortilla de queso y fundió el queso —Necesitamos un microondas.
—Pon lo que necesites en esa lista. — dijo indiferente.
—Si pusiera todo lo que necesito…— susurró moviendo los huevos.
—¿Qué has dicho?
—Nada.
Fue hasta la nevera a coger el zumo, pero vio que se había terminado y no se habían molestado en tirar el envase. Lo tiró a la basura— No hay zumo.
—¡No me fastidies y ponlo en la maldita lista!
—¡Ya lo he puesto en la lista! — le respondió en el mismo tono moviendo los huevos. Giró la tortilla en el aire y molesta empezó a poner la mesa sobre el mantel que todavía continuaba allí. Los platos estaban en la pila sin lavar.
Estaba claro que las tareas domésticas no eran lo suyo.
—Buenos días. —dijo Armando sonriendo radiante abrochándose la camisa —Hace una mañana estupenda.
—Buenos días, Armando. — dijo ella sonriendo — ¿Tortilla de queso?
—Estupendo. — se sentó y ella cogió la cafetera para servirle una taza de café.
El abuelo entró en la cocina y se sentó en su sitio frente a su hijo. Pedro sin abrir la boca, se sentó entre ellos, donde ella se había sentado el día anterior mirándola trabajar. Casi prefería que se hubiera sentado de espaldas. La ponía nerviosa. No dejaba de escuchar en su cabeza, que tenía ganas de arrancarle las bragas.
Sirvió una abundante tortilla a cada uno y el abuelo frunció el ceño— ¿Y mis huevos?
—Están ahí, pero en tortilla. Mañana le haré huevos con beicon y salchichas, pero no tengo nada de eso.
El abuelo sonrió— Mañana. Que no se te olvide.
—El abuelo tiene el colesterol alto. —dijo Pedro antes de cortar su tortilla —No puede comer esas cosas.
Sorprendida miró al abuelo— ¿Por qué no me lo has dicho? Si ayer…
—Olvídalo, niña. — dijo Armando — No vas a lograr que siga la dieta. Lleva veinte años con el colesterol así y nadie va a hacerle cambiar ahora que tiene noventa.
Paula pensó que tenía razón. Si toda la vida había comido lo que le daba la gana y había llegado a los noventa, quién era ella para decir nada.
— ¿Tú no comes? — preguntó Pedro mirándola de arriba abajo.
—Sí, claro. — respondió echando otros huevos en la sartén.
Cuando se sentó a comer ellos, casi habían terminado.
Estaba claro que si quería desayunar con ellos tenía que ser más rápida.
—A las diez te vengo a buscar para ir a la compra.
Miró sorprendida a Pedro — ¿Me vas a llevar?
—Así me ahorro tener que buscar lo que me has pedido.
Paula sonrió como si le hubiera regalado la luna —¿Para cuantos días tengo que comprar? ¿Para la semana?
—Sí. Aunque yo voy casi todos los días.
—¿Qué os parece si para cenar hago pierna de cordero?
El abuelo y Armando la miraron con la boca abierta — ¿Con guisantes y zanahorias? —dijo el abuelo —Y tarta de chocolate.
—No la prefieres de manzana con crema.
—Dios mío. Eres un ángel. — dijo Armando mirándola como si no la hubiera visto nunca.
—No. Sólo soy chef.
—Lo que yo decía.
Pedro entrecerró los ojos mirándola y ella se metió algo de tortilla en la boca. Después de lo de la vajilla, no sabía si decir lo que tenía pensado, pero ella también iba a vivir allí—Necesito tela.
—¿Para qué? —preguntó Pedro desconfiando.
—Para cambiar las cortinas.
—¡Si están bien!
Atónita le miró— Es broma, ¿no? Una del salón tiene un agujero.
Él bebió de su taza de café y Paula entendió lo que estaba pasando. Se echó a reír divertida y los tres la miraron como si estuviera mal de la cabeza. Al ver sus expresiones no pudo evitar reírse todavía más— ¿Qué le pasa? — preguntó el abuelo.
—Ni idea. Es de Nueva York. Así que puede ser cualquier cosa.
Al oír esas palabras de Armando casi se parte de la risa— Paula, ¿qué te hace tanta gracia?— preguntó Pedro mosqueándose.
—Piensas que te voy a pedir matrimonio ¿verdad? —Pedro entrecerró los ojos y miró a su padre y a su abuelo como si quisiera enviarlos a la tumba— No tienes que preocuparte. Yo nunca te pediría matrimonio.
—¿Y eso por qué? —preguntó el abuelo—Es un buen partido.
Paula perdió la risa en el acto— Pues porque yo no soy de aquí.
—¿Y qué? La segunda era de Chicago. — dijo Armando poniéndose serio.
—Pero yo tengo a mi familia en Nueva York. Además…
—Además, ¿qué?
—¡Pues que no me gusta!
Los tres se miraron y de repente para su sorpresa, se echaron a reír a carcajadas. Ver a las tres generaciones de Alfonso riéndose de ella la indignó— ¡Estoy hablando en serio!
Pedro levantó una ceja mirándola a los ojos.
—Eso suena a reto, hijo.
—No se puede rechazar un reto— apostilló el abuelo —Es cuestión de honor.
Sonrojada se levantó a recoger la mesa — ¿Hay más café? — preguntó Pedro divertido.
—Sí, claro. — ella fue hasta la cafetera y se acercó a él para servirle. Hizo lo mismo con las tazas del abuelo y de Armando.
Después de hacerlo cogió la lista y el lápiz. Se sentó en la mesa mientras los tres la miraban escribir. Puso todo lo que se le ocurrió—¿Sábanas? ¿Para qué necesitas sábanas?
Suspiró y levantó la vista— Porque con las que hay no puedo cambiar todas las camas.
—¿Y las cambias todas a la vez?
—Claro. — respondió como si fuera idiota. Ignorándole siguió escribiendo.
—¿Para qué necesitas más toallas?
—Para lavar las que hay. Somos más y necesitamos más. —dijo exasperada. Estaba escribiendo y no había terminado la palabra cuando sabía que iba a poner el grito en el cielo— ¿Una vajilla y pintura?
—¡Quieres dejar de protestar! ¡No te va a arruinar!
—¿Para qué quieres la pintura?
—¡Para pintar la casa!
Las cabezas del abuelo y Armando iban de un lado a otro— ¡No vas a pintar la casa!
—¡Sí la voy a pintar!
—¡Esta no es tu casa para decir lo que se hace o lo que no!
—¡Estoy viviendo aquí y quiero que esté más bonita! ¡La voy a pintar!
Pedro entrecerró los ojos— Eso ya lo veremos.
—¡Claro que lo veremos! — se levantó con la lista en la mano y fue a lavar los platos.
—A mí no me parece mal que la niña pinte si quiere. La casa lo necesita y lo llevamos retrasando años. —dijo Armando— Mamá quiso pintarla un año antes de ponerse enferma.
—Sí, ya va siendo hora de que se pinte. —dijo el abuelo.
Ella miró sobre su hombro y el abuelo le guiñó un ojo.
Pedro la miró frunciendo el ceño y ella volvió la vista hacia los platos a toda prisa. —Chiquilla, nos vamos a trabajar. Si necesitas algo, grita.
—Sí, abuelo. — dijo ella sin volverse.
Escuchó las sillas moverse y las botas sobre el suelo de madera. Cuando salieron y escuchó la puerta cerrarse chirriando, sonrió. Se volvió para recoger el resto de los platos cuando vio a Pedro todavía sentado en la mesa mirándola— ¿No tienes cosas que hacer?
Él se levantó apoyando las manos en la mesa y se acercó a ella— No llevas ni veinticuatro horas aquí y ya quieres cambiar las cosas. — dijo mirándola con sus ojos azules —No te vas a quedar y no quiero que Armando y el abuelo se encariñen contigo.
Paula apretó los labios pensando que de él no decía nada— Sólo quiero que todos estemos más cómodos.
—Nosotros estábamos bien antes de que llegaras y seguiremos así cuando te vayas. — le levantó la barbilla— Así que deja de hacer cosas que no te corresponden.
—Decías que tenía que trabajar. Y pintar la casa es un trabajo de mejora.
Pedro apretó los labios— Pues te advierto que no te irás hasta que la termines.
—¡No la pensaba dejarlo a la mitad! — respondió indignada—Si empiezo algo, lo termino.
—Bien. — dejó caer la mano. Se volvió para ir hasta la puerta— A las diez debes estar lista.
—Vale.
REFUGIO: CAPITULO 4
Después de veinte minutos en silencio entraron en la ciudad de Victoria. Tomaron un desvió saliendo de la ciudad y cuando pasaron cerca del coche del sheriff, Pedro se detuvo a su lado provocando que Paula se tensara.
— ¿Qué tal Pedro? — preguntó un hombre de uniforme saliendo del coche y acercándose a la ventanilla.
—Ryan, ella es Paula. — dijo mirándolo muy serio.
El sheriff la miró a través de sus gafas de espejo— Quítate la gorra.
Muy nerviosa lo hizo, dejando caer sus rizos rojos sobre su hombro. El sheriff levantó ambas cejas y miró a Pedro, que le observaba con los ojos entrecerrados. El hombre carraspeó y se quitó las gafas mirándola otra vez con sus ojos marrones. Sonrió amablemente — Bienvenida a Victoria,Paula.
—Gracias, sheriff. — respondió aliviada sonriendo radiante —Tienen una ciudad preciosa.
Pedro la miró como si quisiera matarla y el sheriff sonrió apoyando los brazos en la ventanilla abierta— Quizás le apetezca darse una vuelta por aquí el sábado. Tenemos feria de ganado y habrá fiesta por la noche.
Miró a Pedro que apretó los labios — Todavía no sé si podré hacerlo. Pero gracias.
—¿Si viene, me promete un baile?
—Ryan, ¿qué coño te pasa? — preguntó Pedro mirándolo como si fuera imbécil.
El sheriff se sonrojó y a Paula le dio pena, así que miró a Pedro entrecerrando los ojos— ¡Sólo quiere ser amable!
—Cierra el pico, Paula. —miró al sheriff— ¿Me avisarás si ves algo raro?
—Claro. Todo en orden. He dado aviso a los chicos para los coches de fuera.
—Llámame si te enteras de algo. —dijo arrancando la camioneta. El sheriff se llevó una mano al sombrero despidiéndose de ella, que sonrió en respuesta.
Cuando continuaron su camino, miró a Pedro con los ojos entrecerrados— Has sido muy grosero.
—Siempre soy así. No se va a sorprender
La indiferencia de su voz la pasmó —Pues tienes que ser amable. ¡Es importante llevarse bien con la comunidad!
—¿Qué sabrás tú de comunidad, si vivías en Nueva York?
—Vivía en Brooklyn y conocía a todos mis vecinos.
—Si me necesitan, saben que me tienen. — la miró como si estuviera mal de la cabeza— Ahora deja de darme la paliza, ¿quieres? Tengo mucho en qué pensar.
—Como si tu conversación fuera interesante.
La traspasó con sus ojos azules— Hace unos minutos te interesaba mucho lo que te decía.
Se puso como un tomate y para disimular, enrolló sus rizos metiéndoselos bajo la gorra, que se colocó a toda prisa.
Aquel hombre tenía un carácter terrible.
Entraron en un camino de tierra e interesada miró a su alrededor. Era de ciudad. Lo que sabía de ranchos, era lo que había visto en la tele y lo miraba todo alucinada. Cuando vio un vaquero a caballo, se adelantó emocionada. La camioneta seguía su camino y el vaquero que observaba encima de una loma, no se movía del sitio mirando el horizonte. Parecía un anuncio de la tele. Se le quedó mirando embobada, llegando su mirada hasta Pedro, que la observaba mirándola como si fuera idiota —¿Qué? ¡Nunca había visto un vaquero!
—Pues te vas a hartar.
Cuando llegaron a lo alto de la pequeña colina, vieron una casa de madera de buen tamaño. Necesitaba una buena mano de pintura y una de las mosquiteras de una de las ventanas estaba desprendida. Se notaba que nadie se ocupaba de la casa. Incluso el porche de madera no se barría desde hacía mucho y puso cara de asco cuando vio que uno de los perros hacía pis en allí mismo.
—Bienvenida al rancho Alfonso. — dijo con ironía al ver su cara.
Se bajó a toda prisa de la camioneta y ella tiró de la palanca sin poder apartar la vista de la casa. Sólo necesitaba un poco de cariño, pensó para sí misma imaginando cómo quedarían aquellas contraventanas pintadas de rojo. Sonrió bajando del vehículo, cuando se abrió la puerta principal chirriando como en las películas y poniéndole la piel de gallina. Un hombre de unos sesenta años con la camisa sucia y abierta, mostrando una camiseta que debía ser blanca, pero que estaba llena de manchas, salió sonriendo bajo su barba de seis días.
— Ya habéis llegado— se quitó la gorra que llevaba, mostrando su pelo cano en las sienes. Sus ojos azules miraron a Paula, que se sonrojó algo incómoda por colarse en su casa.
— Bienvenida. — dijo afable acercándose.
—Ella es Paula. — dijo Pedro bajando la maleta. A toda prisa la metió en la casa mientras Paula y el hombre se miraban.
Él bajó los tres escalones y extendió la mano— Me llamo Armando Alfonso.
—Paula Chaves. Gracias por acogerme.
El hombre sonrió— Cuando mi hijo me comentó el problema, no podía negarme a rescatar a una damisela en apuros. — se puso la gorra y miró hacia la casa— Además nos vendrán bien dos manos más.
—Será un placer ayudar.
—Ven, estarás agotada y necesitas descansar. Además, agradecerás un té helado, ¿verdad?
Sonrió porque era precisamente lo que necesitaba. Le siguió subiendo las escaleras del porche e hizo una mueca al ver una cucaracha muerta al lado de uno de los perros, que estaba tumbado durmiendo la siesta. Ni se molestó en olfatearla. Menudo perro guardián.
Armando abrió la puerta y la dejó pasar como todo un caballero. En cuanto entró, miró horrorizada a su alrededor.
¡Allí no se limpiaba desde hacía años! Todo estaba lleno de polvo y varias prendas de ropa estaban sobre los sofás. Giró la cabeza hacia la cocina que estaba a su izquierda. Era grande y abierta hacia el salón, que también era el comedor.
La estancia era enorme, pero al ver las moscas sobre los cacharros del fregadero, tomó aire pensando en dónde se había metido. No había visto una cocina así en la vida. ¡Por Dios, era chef! ¡Las cocinas eran sagradas!
Armando la miró de reojo y ella forzó una sonrisa— ¿La asistenta está de vacaciones? — preguntó intentando hacer una broma.
—Mi esposa murió hace cuatro años y desde entonces han pasado por aquí tres mujeres. — se encogió de hombros quitándose la gorra y rascándose la cabeza— Pero no sé qué pasa, que no nos duran mucho.
Sorprendida le miró— ¿Y eso?
Se sonrojó ligeramente— Es que Pedro se resiste…
—¿Se resiste a qué? — preguntó intrigada.
—¿A qué va a ser, muchacha? A casarse con alguna.
Le miró con la boca abierta— ¿Buscaban marido?
Armando sonrió orgulloso—Es que mi chico es muy buen partido. Encontrarlas no es problema, pero después se ponen pesadas y Pedro aguanta y aguanta, hasta que explota y se van.
—Entiendo. — dijo sin entender nada. Estaba claro que estaba buenísimo, pero con su carácter seguramente las chicas se habían ido para no aguantarle.
Pedro apareció de la parte de atrás de la casa— La maleta está en tu habitación. Hay cinco, así que no te será difícil encontrarla. — dijo irónico saliendo de la casa a toda prisa.
—Tiene un toro enfermo. — dijo Armando justificándole.
—Claro. — sonrió mirando a su alrededor y puso los brazos en jarras— Bueno, ¿dónde está ese té helado?
Armando fue hasta la nevera y sacó una jarra. La cara de horror de Paula al ver una mosca flotando en ella, le hizo entrecerrar sus ojos azules — Será mejor que tomes un refresco.
Paula forzó una sonrisa— Sí. Un refresco me vendrá de perlas.
Armando sacó una lata de coca cola y ella la cogió antes de que cogiera un vaso, que seguramente no se había lavado en un mes — Gracias. —disimuladamente limpió la parte de arriba con la camiseta antes de abrirla. Después de beber le miró sintiéndose mucho mejor. — ¿Tú no vas a ver al toro?
—Estoy esperando un camión de pienso.
“Pues mientras esperaba, podía haberse puesto a limpiar”, pensó ella irónica viendo que una de las cortinas se sostenía sola por la mierda que tenía. Bueno, no merecía la pena lamentarse. Cuanto antes empezara, mucho mejor.
Dejó la lata de refresco sobre la mesa de la cocina, plagada de periódicos. Aquel debía ser el punto de lectura de la casa.
Empezó a recoger todos los periódicos, excepto el que estaba abierto y los llevó hasta el porche donde los tiró al suelo. Armando se quedó con la boca abierta viéndola ir recogiendo la ropa que estaba por allí tirada, colocándola en un montón. También fue quitando las cortinas de todas las ventanas que encontraba y una manta hecha de ganchillo con vivos colores, que estaba sobre el sofá. También había una almohada. Seguro que allí alguien se echaba la siesta
Todo lo puso en un montón y eso no le llevo más de diez minutos. Miró a Armando levantando la ceja— ¿La lavadora?
Armando con el brazo señaló la parte de atrás y ella cogió toda la ropa que podía. Olía fatal. Fue por el pasillo que él le había indicado y de la que pasaba, vio varias puertas abiertas. Las habitaciones estaban todavía peor que el salón. Parecía que había pasado por allí un huracán. Sólo la habitación donde vio la maleta, estaba con la cama hecha, aunque todo lo demás estaba hecho un asco. El polvo de los muebles era visible desde allí.
Continuó su camino hacia la parte de atrás y encontró la lavadora en un cuarto lleno de trastos. Se notaba que no la usaban. Se puso a sacar cosas como botas y una caña de pescar que estaba encima, preguntándose si funcionaría por la falta de uso. ¡Dios esperaba que sí! ¡Si tenía que lavar todo aquello a mano, tardaría una eternidad!
Metió los vaqueros primero, pues suponía que era lo que más usaban. Puso el programa de lavado más fuerte que encontró y echó el detergente sobre la ropa antes de cerrar la tapa. Cuando pulsó el botón y escuchó como empezaba a vibrar, suspiró de alivio. Sonriendo decidida, volvió al salón donde Armando se estaba comiendo un sándwich.
—¿Qué comes? —preguntó horrorizada.
—Un sándwich de pavo.
Se acercó a toda prisa a ver que sólo tenía el pan de sándwich y el pavo. Afortunadamente acababa de abrir el paquete, pero al ver el cuchillo que había utilizado para abrirlo casi le da un infarto. Aquello debía tener todos los gérmenes del mundo. Con curiosidad abrió la nevera y la volvió a cerrar al ver la rejilla negra. Armando entrecerró los ojos— No serás de esas a las que todo le parece mal, ¿verdad?
Se sonrojó porque le había ofendido, pero ese hombre necesitaba un golpe de realidad— ¿No te das cuenta que podéis poneros enfermos con tanta suciedad?
—No está tan sucio. Ha estado peor.
Gimió porque no quería ni imaginárselo —Trabajamos todo el día fuera y no tenemos energías para hacer las cosas de casa. Pedro lo intenta, pero no puede estar a todo.
Apretó los labios entendiendo. Aquellos hombres necesitaban ayuda y ya que estaba allí, ella iba a ayudarles en todo lo que pudiera. Sonrió provocando una sonrisa en su anfitrión antes de morder el sándwich— Entonces es una suerte que yo esté aquí. La casa estará como nueva en un periquete.
—Con que tengamos cena. — la indiferencia de su voz le hizo hacer una mueca.
—Eso seguro.
—Entonces por mí perfecto. —dijo terminando el sándwich y levantándose— Te veo luego, voy a ir al granero a supervisar la colocación del pienso que estará al llegar. Si necesitas algo pega un grito y vendrán diez peones.
—Gracias, Armando.
—Descansa. Estarás agotada.
¿Descansar? ¿Con todo lo que había que hacer?
Buscó todo lo que necesitaba. No había guantes y ni estropajo. Tampoco lejía. Decidió hacer una lista de todo lo que pudiera necesitar. Miró la nevera. Para ello también tenía que revisar la comida. Gimió al ir hacia ella y abrirla con cara de asco. La mitad de la comida eran restos que estaban para tirar y lo que pudo salvar, fue el queso y unos huevos. Aunque no tenía ni idea de cuándo eran los huevos.
Limpió el frigorífico con lo que tenía, que era un paño de cocina y agua del grifo. Cuando terminó pensó que al menos para la cena podría hacer una tortilla de queso. Después se mordió el labio inferior pensando que un hombre como Pedro, que trabaja todo el día, no podía cenar sólo eso.
Abrió el congelador y sonrió al ver varios filetes congelados.
Los sacó colocándolos sobre un plato, al que puso otro encima para que las moscas no se cebaran. Entonces empezó a fregar los platos. No había lavavajillas, pero no le extrañaba, ya que no había ni estropajo. Hizo lo que pudo, pero necesitaba productos de limpieza. Con el trapo húmedo empezó a limpiar todas las superficies del salón. El paño terminó negro y tuvo que lavarlo varias veces. Encontró la escoba en el cuarto de la lavadora y casi grita de alegría al ver una aspiradora de los años cincuenta. ¿Funcionaría?
Deseando probarla la sacó del estante donde la tenían olvidada. Estaba llena de polvo, pero en ese momento a Paula era lo que menos le importaba. Emocionada por probar esa aspiradora. cogió el enchufe y la enchufó. Oyó un ploff en la casa y frunció el ceño al ver que la aspiradora no funcionaba al darle al botón.
—Vaya. — dijo decepcionada sacándola al porche donde estaba colocando la basura.
Al salir abrió los ojos como platos al ver que los perros habían destrozado los periódicos, dejándolo todo lleno de papelitos por todas partes — ¡Mierda, mierda! — gritó entrando en casa para coger la escoba. Al salir con la escoba en la mano, miró a los perros con el ceño fruncido— ¡Os habéis portado muy mal! — dijo muy seria a los chuchos tumbados, que únicamente levantaron la cabeza para mirarla antes de ignorarla de nuevo— Grrr... —gruñó ella antes de empezar a barrer. Ya que estaba, barrió todo el porche que rodeaba la casa y cuando terminó, metió toda la basura en una bolsa vacía de pienso que estaba en el cuarto de la lavadora, porque por supuesto no había bolsas de basura.
Aquella casa era un desastre. Fue a ver cómo iba la lavadora, pero aquel chisme parecía apagado. Se acercó lentamente y abrió la tapa superior para ver allí los vaqueros mojados— Mierda, ¿y ahora qué pasa?
Se subió a ella para comprobar que por detrás estaba enchufada y entonces pensó en la aspiradora. Abrió los ojos como platos y saltó de la lavadora para encender la luz— Vaya. Me he cargado los plomos. —dijo mirando la bombilla que no se encendía — Genial, a Pedro le va a encantar.
Entonces pensó que no tenía por qué enterarse, así que salió fuera y miró a su alrededor. A la derecha había lo que parecía un granero enorme pintado de rojo oxido y a su lado había otro edificio, que ella supuso que sería el establo.
— ¡Eh! ¿Hay alguien ahí? — gritó a pleno pulmón.
No salió nadie— Grita y vendrán a ayudarte diez peones. — dijo ella entre dientes— Menudos guardaespaldas que tengo. Puede venir toda la familia Falconi, que aquí no se enteraría nadie. —miró a los perros y uno de ellos pareció asentir.
Exasperada entró en la casa y buscó los plomos. Hasta que descubrió que había sótano pasaron unos cuarenta minutos, porque no había visto la puerta cubierta de abrigos metidos en un armario. Aquello estaba oscuro como la boca del lobo y se estremeció al pensar en lo que habría allí.
—Devorada por las ratas en un rancho de Texas… no se supo más de ella. — susurró metiendo la cabeza dentro.
Gritó asustada cuando algo le tocó la cara y salió moviendo las manos al darse cuenta que era una telaraña —Tranquila, Paula. —dijo apartando un rizo pelirrojo de la mejilla. Tomó aire y pensó— Tiene que haber una linterna en algún sitio.
Pues no, no la había en ningún cajón de la cocina. Con el orden que había en esa casa, seguro que estaba en una caja de zapatos, metida en uno de los armarios de los chicos. Por suerte al buscarla, encontró un estropajo y eso le alegró el día. También encontró una vela a la mitad, pero no encontró un maldito mechero. Frustrada volvió a salir y gritó
— Maldita sea, ¿es que no hay nadie?
Un hombre que parecía que tenía noventa años, vestido con un peto vaquero, salió del establo — ¿Quiere algo?
Ella sonrió —¡No hay luz!
El hombre sin responderle se dio la vuelta entrando en el establo. Esperó a que el hombre volviera y frunció el ceño cuando cinco minutos después no había vuelto a salir.
Miró a los perros— Vendrá, ¿no?
Para su sorpresa en ese momento los dos perros se levantaron y salieron del porche ignorándola— No te hace caso nadie. Debes imponerte, Paula. — dijo decidida bajando los escalones y caminando hacia el establo.
Cuando entró, entrecerró los ojos por la falta de luz y vio al hombre cepillando un caballo precioso, negro con un pelo muy brillante— Perdone.
El hombre no se volvió y ella se acercó más —Perdone, pero no tengo luz.
—Ya me lo ha dicho— dijo sin mirarla.
—¿Tendrá una linterna para ver los plomos?
El hombre con el pelo totalmente blanco la miró y Paula pudo ver que tenía la cara llena de arrugas— Claro. Allí tienes una lámpara.
¿Una lámpara? ¡Necesitaba una linterna! Miró hacia el final del establo y caminó hasta allí. Había estanterías con todo tipo de cosas y ella buscó lo que necesitaba. Abrió los ojos como platos al ver una lámpara. ¡Una lámpara de aceite como las de las películas! La cogió por el asa levantándola.
Aquello debería estar en un museo, ¿no? No tenía ni idea de que todavía existían esas cosas. Miró al hombre sobre su hombro, que seguía cepillando al caballo— Perdone, ¿pero esto cómo funciona?
La miró como si estuviera viendo un extraterrestre y Paula se sonrojó— Es que nunca he utilizado ninguna.
El hombre se acercó lentamente con el cepillo en la mano y cuando estuvo a su lado escupió en el suelo a su lado sobresaltándola. Estaba claro que ya no estaba en Seattle.
El hombre abrió la puertecita de cristal y cogió la gran caja de cerillas que ella no había visto. Cogió una cerilla y se la mostró— Esto se hace así. — Paula frunció el ceño viendo como colocaba la cerilla en el lateral de la caja y la encendía mirándola como si fuera retrasada —Y ahora la enciendes. —metió la cerilla por la puerta de cristal encendiendo la lámpara.
Decidió morderse la lengua y darle simplemente las gracias— Por cierto, ¿cómo se llama?
—Me llaman abuelo. Todos me llaman abuelo.
—Pues abuelo, mucho gusto. — dijo alargando la mano. El hombre la miró de arriba abajo— Yo soy Paula.
—¿Te vas a casar con mi nieto?
¡Era el abuelo de Pedro! Paula se fijó en sus ojos azules y pudo ver claramente cómo sería Pedro con noventa años —No, sólo vengo a limpiar.
—Como todas. Pero todas se quieren casar con él.
—Pues yo sólo limpio. —dijo empezando a divertirse con ese hombre. Se acercó a él— ¿Me guarda un secreto?
—Depende— entrecerró los ojos acercándose a ella— ¿Es jugoso?
—Puede. A mí no me gusta su nieto.
—¡Eso no es un secreto, niña! ¡Eso es mentira!
Paula se echó a reír divertida y le guiñó un ojo antes de ir hacia la puerta— Tengo mucho que hacer para amoríos.
—¡Le pedirás matrimonio antes de un mes!
Se volvió sorprendida— ¿Le han pedido matrimonio?
—¡Las que trabajaron aquí, le dijeron que no limpiarían más sin la alianza en el dedo! ¡Qué estaban hartas de cuidar a dos viejos!
—Menudas zorras. — dijo para sí Paula asombrada.
El abuelo sonrió y le guiñó un ojo antes de coger el cepillo para seguir cepillando al caballo.
—Le veo luego, abuelo.
—Quiero sopa.
Sonrió saliendo del establo. Así que no sólo eran dos hombres, sino tres. Aunque realmente nadie le había dicho cuántos vivían allí. Decidió averiguarlo antes de hacer la cena, no fuera a ser que se quedara corta. Sólo tenía tres filetes descongelados. Fue hasta las habitaciones y para su alivio sólo tres tenían ropa en el armario. Resuelta volvió al congelador y sacó otro filete. Quedaban tres horas para las seis, así que supuso que le daría tiempo.
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