viernes, 12 de febrero de 2016

AMANTE. CAPITULO 10




Paula ya lo había organizado todo a la mañana siguiente. 


Incluso había recibido un mensaje de confirmación de Andres, el responsable de la organización que se encargaba del programa. Pero Pedro seguía en paradero desconocido, y no le extrañó; al fin y al cabo, ya tenía lo que quería.


Frunció el ceño y alcanzó la bolsa con los regalos para los jugadores que habían enviado los patrocinadores del equipo. 


Bajaría al vestuario y los dejaría en sus casillas para que los encontraran allí cuando terminaran de entrenar.


–¡Voy! –gritó antes de entrar, por si acaso.


Tal como imaginaba, el vestuario estaba vacío; así que abrió la bolsa y se dispuso a guardar los regalos. Justo entonces, oyó pasos a su espalda y pensó que sería alguno de los jugadores, pero era Pedro. Y estaba desnudo de cintura para arriba, como si hubiera estado haciendo ejercicio.


Al verle los músculos perfectamente definidos del pecho y el estómago tuvo que hacer un esfuerzo para no relamerse.


–¿Qué estás haciendo aquí?


Pedro se puso lentamente una camiseta.


–Voy a entrenar un poco con el equipo.


–¿Entrenar? ¿Para qué?


–Para preparar a los chicos, por supuesto –contestó–. No haré un buen trabajo la semana que viene si no sé en qué consisten los entrenamientos.


Ella lo miró con horror.


–¿Es que lo vas a hacer tú? No me parece una buena idea.


–¿Por qué no?


–Porque…


Paula no terminó la frase.


–¿Sí?


–Porque es arriesgado –dijo a regañadientes–. Te podrías lesionar.


–No tienes mucha fe en mí –comentó con humor.


–No es cuestión de fe, sino de que no eres un jugador profesional –alegó–. Los jugadores son muy duros.


Pedro sonrió.


–Oh, vaya. No me digas que te preocupa mi bienestar…


–Es que no me gustaría que alguien terminara paralítico –espetó.


–Bueno… Agradezco que te preocupes por mí, pero no tengo intención de terminar en una camilla.


Paula pensó que las intenciones de Pedro carecían de importancia. Los Knights era el mejor equipo del país; verdaderas máquinas de luchar que no tenían piedad con nadie.


Sin darse cuenta de lo que hacía, lo siguió fuera del vestuario y continuó con él hasta el campo de juego.


–¿Por qué haces esto, Pedro?


–Por dos motivos. El primero, que tengo que preparar a los chicos; el segundo, que me vendrá bien para quemar energías. Me siento un poco frustrado, y las duchas de agua
fría no me sirven de nada.


Paula se ruborizó. Ella también había probado el truco de la ducha fría, pero tampoco le había sido de utilidad.


–Además, siempre he querido jugar en este estadio.


–¿Es alguna fantasía infantil?


–Más bien, juvenil. Cuando estaba en el instituto, trabajaba en mi tiempo libre y no podía jugar con el equipo de rugby.


–Claro. Estabas demasiado ocupado en ganar dinero.


El comentario de Paula le borró la sonrisa de los labios a Pedro.


–Te equivocas por completo. Al igual que el resto de la gente, necesito comer. Y para poder comer, me veía obligado a trabajar.


Paula trago saliva. Se arrepentía de lo que había dicho.


–Me temo que mi juventud no fue precisamente la de un chico mimado –continuó él–. No todos hemos tenido la suerte de venir al mundo con un pan bajo el brazo.


Pedro, yo…


Pedro la miró con rabia.


–No me conoces, Paula. Sabes muy poco de mí. Y, en consecuencia, tampoco sabes hasta dónde puede llegar mi fuerza de voluntad.


Él salió al campo y se puso a correr con los jugadores del equipo. Paula se quedó boquiabierta, preguntándose si su apelación a la fuerza de voluntad se refería a su determinación de volver a acostarse con ella.


En cualquier caso, se sentía tan atraída por él que, en lugar de volver al trabajo, se apoyó en la barandilla y se dedicó a mirarlo. Dion estaba a un par de metros, hablando por teléfono y, cuando terminó de hablar, le preguntó:
–¿A ti también te gustaría entrenar con los jugadores?


–Ni mucho menos. El rugby no es lo mío –contestó–. Pedro y yo solo jugamos al ajedrez y las cartas… y, aun así, me gana casi siempre.


Paula volvió a mirar a hombre de sus sueños.


–¿Sabes si Gabriel está por aquí? –preguntó, refiriéndose al médico del equipo.


Dion soltó una carcajada.


–Si tienes miedo de que a Pedro le pase algo malo, olvídalo. Sabe cuidar de sí mismo. De hecho, creo que los jugadores están más preocupados por lo que él les pueda hacer que por lo que pueda sufrir.


Paula pensó que la afirmación de Dion era cierta. Los jugadores miraban a Pedro con cautela, como si no las tuvieran todas consigo. Y entonces, se volvió a formular una pregunta que aún no había encontrado respuesta. ¿Cómo era posible que un hombre que se dedicaba a comprar y vender edificios tuviera un cuerpo tan perfecto, de músculos incluso más definidos que los de algunos jugadores?


Además, era obvio que estaba acostumbrado a hacer mucho ejercicio. No había dejado de correr en ningún momento, pero ni siquiera jadeaba.


–Pues no lo entiendo –dijo ella–. ¿Por qué les preocupa?


–Porque su gancho de izquierda es brutal –respondió Dion–. En sus buenos tiempos, dejó fuera de combate a más oponentes que nadie.


–¿Fuera de combate? ¿Es que era boxeador?


Dion asintió.


–Y de los buenos. Fue campeón nacional de aficionados.


Ella se quedó atónita. ¿Boxeador? No tenía ni una sola marca en todo el cuerpo. Ni siquiera tenía la típica nariz rota de muchos boxeadores.


Sin embargo, eso lo explicaba todo. Ahora entendía que fuera tan ambicioso, tan decidido, tan agresivo, tan masculinamente fuerte. En el fondo,Pedro no era más que un luchador. Aunque un luchador que, lejos de tratarla con violencia, la había tratado con pasión y con una delicadeza casi infinita.


Por supuesto, las palabras de Dion despertaron su curiosidad. ¿Por qué se había dedicado al boxeo? ¿Y por qué trabajaba con chicos problemáticos? Al parecer, Pedro Alfonso era un hombre más complejo de lo que había imaginado. Y también más sincero, porque el día anterior había comprobado su página web y había visto que, efectivamente, no se mencionaba nada de su trabajo a favor de esos chicos.


Fuera como fuera, prefirió no hacerse demasiadas preguntas. Tenía miedo de que la curiosidad la empujara a sus brazos y le complicara la vida.


Volvió al despacho y estuvo trabajando unos minutos. Pero no había terminado de guardar los regalos de los jugadores, así que, poco después, bajó al vestuario con intención de terminar.


Lamentablemente, descubrió que el lugar no estaba vacío.


–Ah, eres tú… Me estaba preguntando si nos volveríamos a ver.


Paula se estremeció al oír la voz de Pedro. Tenía la camiseta tan empapada de sudor que la llevaba pegada al cuerpo, y el pecho le subía y bajaba con rapidez. En ese momento, le pareció el hombre más atractivo del mundo.


–He dado vueltas y más vueltas al campo, pero no me siento mucho mejor –comentó con una sonrisa–. Se ve que tengo demasiada energía sobrante.


–Y demasiado sudor. Será mejor que te duches.


Pedro consideró la posibilidad de arrastrarla con él a la ducha. No había ido al estadio porque le apeteciera entrenar con los jugadores del equipo, sino para verla otra vez. En realidad, nunca había sido hombre de deportes colectivos; prefería los deportes más románticos, con solo dos personas. Y habría dado cualquier cosa por quitarle el vestido verde que se había puesto aquel día y hacerle el amor bajo el agua.


Dio un paso hacia ella y se alegró al ver que no retrocedía. 


Después, la miró con intensidad, como si así pudiera adivinar sus pensamientos. Pero la expresión de Paula era tan opaca como la de un buen jugador de póquer.


–¿Serás capaz de dar por terminada nuestra relación? –preguntó a bocajarro.


Ella arqueó las cejas.


–Solo necesitaba una noche. Y me la diste.


–¿Y no te importa lo que yo necesito?


Paula sacudió la cabeza.


–Vamos, Pedro… Estoy segura de que, si necesitas estar con una mujer, tendrás un millón de opciones.


Pedro pensó que era cierto, pero también pensó que esa no era la cuestión.


–Puede que no quiera otras opciones. Puede que solo te quiera a ti.


–No digas tonterías…


Él frunció el ceño.


–¿Y tú? ¿También tienes otras opciones?


–No –respondió con sinceridad–. Pero es posible que mis necesidades no sean tan perentorias como las tuyas.


Él soltó una carcajada.


–Los dos sabemos que tus necesidades son más grandes que las mías,Paula


Ella alzó la barbilla, desafiante.


–Creo que te he dado la impresión equivocada.


–Yo no lo creo.


Paula apretó los dientes. Pedro se acercó, la tomó de la mano y se la acarició.


–Relájate, Paula. Estás muy tensa.


–No es verdad.


Paula lo dijo por decir. Su tensión era más que evidente. El pulso se le había acelerado y no podía pensar en otra cosa que no fuera el cuerpo de Pedro. Y como él se dio cuenta, se sintió inmensamente satisfecho.


–Se supone que eres un hombre inteligente, pero empiezo a pensar que el más tonto de los jugadores del equipo es más listo que tú. ¿Es que no eres capaz de reconocer una negativa? No quiero estar contigo, Pedro.


–Soy muy inteligente. Tanto como para saber que estás mintiendo.


–¿Ah, sí? ¿Y por qué piensas eso?


–Estás jugando conmigo –afirmó–. Quieres que baile al son de tu música, nada más.


–¿Que bailes al son de mi música? –declaró ella, atónita–. ¿Crees que me interesas tanto? Pero mira que eres arrogante…


–Sí, soy arrogante, pero tengo razón. Eres una manipuladora, Paula. Eres de esa clase de mujeres que se ponen especialmente difíciles cuando alguien les gusta, como si pensaran que el deseo es malo y que, si se resisten un poco, será más aceptable… Pero sé que tienes la capacidad de ser sincera y de asumir lo que quieres. Lo sé porque me lo has demostrado –le recordó–. Y quiero que vuelvas a ser sincera conmigo.


–Te equivocas. Yo no juego con esas cosas. Cuando digo algo, lo digo en serio.


–Pero una parte de ti se opone a decirme nada.


–¿Tú crees? –preguntó con frialdad–. Pues yo tengo otra teoría. Creo que eres uno de esos brutos capaces de sobrepasarse con cualquiera porque están convencidos de que las mujeres dicen no cuando quieren decir sí.


–Insúltame si te apetece, pero no me vas a engañar –dijo con una sonrisa–. No vas a conseguir que me enfade y me marche.


Ella entrecerró los ojos.


–No intento engañarte. Te estoy diciendo la verdad.


–No estoy ciego,Paula. En cuanto me acerqué a ti, estallaste con una oleada de pasión que me dejó perplejo –Pedro ladeó la cabeza y se acercó un poco más–. Empiezo a pensar que trabajar con hombres todo el día, entre tanta testosterona, pone a prueba tu fuerza de voluntad… Y supongo que acostarse conmigo es mejor que acostarse con uno de los jugadores. No quieres mezclar el trabajo y el placer.


Paula se quedó pálida. Y a Pedro le pareció una reacción tan excesiva que sintió curiosidad. Por lo visto, había tocado un punto sensible. Seguramente, Paula se había acostado con un compañero de trabajo en otra época y las cosas habían terminado mal.


Fuera como fuera, su reacción solo sirvió para que deseara conocerla más a fondo. Y, sobre todo, para que deseara hacerle reír.


Paula respiró hondo. Pedro se equivocaba al creer que el origen de su apasionamiento estaba en el roce diario con los jugadores de los Knights. Estaba en él, solo en él. Pero no se lo iba a confesar, de modo que se inclinó hacia delante y dijo, con expresión de desafío:
–Solo necesito hacerlo una vez al año. Seguro que tú no aguantas tanto.


Él volvió a reír.


–¿Una vez al año? Lo dudo mucho; pero, aunque fuera verdad, esta vez no durarás tanto tiempo. Eres una bomba ambulante.


–Y tú te engañas a ti mismo.


Él sacudió la cabeza.


–No, no me engaño. Pero me siento halagado por tu afirmación.


–¿Cómo?


–Si solo lo haces una vez al año, eso significa que soy muy importante para ti, porque lo has hecho conmigo –observó–. Es todo un privilegio.


Paula apretó los dientes.


–Es curioso que digas eso… El otro día te faltó poco para decir que me había acostado con todo el equipo.


Él asintió.


–Sí, está visto que las primeras impresiones pueden ser muy falsas. Pero dime, ¿qué impresión te llevaste de mí cuando me viste por primera vez?


–Que eres un estúpido arrogante.


–¿Lo ves? –dijo con una gran sonrisa–. Tú también te equivocabas.


Ella lo miró con intensidad y, sin poder evitarlo, rompió a reír.


–Eres un…


–¿Sí?


–Un hombre incorregible y completamente imposible.


–No lo voy a negar.


Paula sacudió la cabeza.


–Está bien, no niego que me siento atraída por ti. Pero, a pesar de ello, es mejor que actuemos con inteligencia y lo dejemos estar.


–¿Dejarlo estar? Eso no sería inteligente –alegó él–. Nos gustamos demasiado.


–Ya te dije lo que pensaba de los postres demasiado apetitosos. Si no tienes cuidado con ellos, empachan.


Él se encogió de hombros.


–Pues tendremos cuidado.


Ella rio de nuevo y bajó la cabeza.


–Mírame, Paula –ordenó con suavidad–. Solo un momento, por favor.


Paula obedeció, pero dijo:
–No quiero tener una aventura contigo.


Pedro la miró a los ojos y se puso muy serio.


–Paula… yo no soy carne de matrimonio.


Ella reaccionó a la defensiva.


–¿Y crees que yo estoy loca por casarme?


–No, yo no he insinuado eso. Pero permíteme que te explique por qué.


–¿Qué vas a hacer? ¿Contarme una historia triste para que me apiade de ti? ¿Apelar a mi naturaleza sensible para que me acueste contigo?


La agresividad repentina de Paula lo dejó callado durante unos segundos, pero mantuvo la calma y contestó:
–No, solo quiero me que conozcas mejor, que sepas de dónde vengo.


Paula no dijo nada.


–Mis padres se divorciaron cuando yo era muy joven. Pero su divorcio no fue precisamente pacífico…


–Y seguro que el divorcio de tus padres te dejó marcado para siempre –ironizó ella.


–No sé si marcado para siempre, pero me dejó huella –replicó–. Aunque, al menos, tuvieron el buen juicio de no embarcarse en una pelea judicial por mi custodia.


–Pobrecito –se burló–. Solo te falta añadir que, para empeorar las cosas, te enamoraste de una mujer malvada.


–Pues sí, en el primer año de la universidad. Empecé a estudiar Medicina, pero lo dejé para empezar con el negocio de las pizzas. ¿Y sabes lo que hizo cuando lo supo? Me abandonó. Dijo que yo estaba condenado a ser un perdedor, como mi padre.


–Pero seguro que su actitud solo sirvió para motivarte más…


Pedro sonrió.


–Exactamente.


–Y seguro que, más tarde, lamentó su decisión –comentó con más sarcasmo que nunca.


–Ya lo creo. Empezó a salir con mi archienemigo de la facultad de Medicina, un chico que competía conmigo en todo. Luego, se casó con él; pero su matrimonio fracasó y, naturalmente, quiso volver conmigo.


–¿Y volviste con ella?


Pedro sacudió la cabeza.


–No, por supuesto que no. Procuro no repetir mis errores.


Paula respiró hondo.


–¿Por qué me cuentas todo eso? –preguntó con frialdad.


–Ya te lo he dicho antes. Porque quiero que me conozcas mejor –respondió–. Me gustas mucho, y quiero acostarme otra vez contigo.


–Solo es sexo, Pedro…


–No, no es solo sexo. Es sexo fantástico –dijo con humor.


Paula sonrió a su pesar.


–¿Y bien? ¿He conseguido ganarme tu simpatía con mi triste historia?


–¿Tanto deseas mi simpatía?


–En este momento, aceptaría cualquier cosa que des –contestó–. No me digas que no vas a intentar salvar mi pobre corazón…


–Soy consciente de mis limitaciones, y sé que no podría salvar a nadie –replicó con toda franqueza–. Además, ni siquiera estoy segura de que tengas corazón. Creo que solo tienes una necesidad enfermiza de ganar. Te empeñas en acostarte conmigo porque no soportas una negativa.


Pedro volvió a sonreír.


–Dime una cosa, Paula… ¿Qué te ha pasado para que desconfíes tanto de la gente? Te comportas como un gato asustado.


–Yo no estoy asustada. Lo mío no es miedo, sino prudencia.


–La prudencia no casa muy bien contigo –dijo en voz baja–. Tu piel brilla cuando ríes a carcajadas y te comportas de forma temeraria.


–Las frases bonitas no te servirán de nada, Pedro.


En realidad, Pedro ya había conseguido que le prestara atención. A pesar de su sarcasmo, sentía tanta curiosidad por él que se alegraba de que le hubiera contado tantas cosas. Ahora sabía que sus padres se habían divorciado, que había salido con una mujer que le había partido el corazón y que había dejado la facultad de Medicina para abrir su negocio de pizzas. Y cuanto más sabía de su vida, más quería saber.


–¿Insinúas que no quieres que te bese de nuevo?


Una vez más, Paula guardó silencio. Estaba tan cerca de ella que notaba su calor.


–¿Insinúas que no quieres que te toque? –continuó
Pedro le puso las manos en la cintura. Y Paula se habría dejado de llevar si no hubiera recordado algo.


–Será mejor que te apartes de mí –dijo–. Aquí hay una cámara.


Él la miró con asombro.


–¿Una cámara? ¿En el vestuario?


–Sí, la pusieron para grabar escenas supuestamente espontáneas. Ya sabes, para los medios de comunicación –explicó–. Los chicos saben dónde está y no se cambian de ropa delante de ella, pero tú y yo estamos justo delante.


Pedro buscó la cámara con la mirada. Estaba en la pared, enfrente.


–¿Crees que estarán grabando ahora? –preguntó con horror.


–No lo sé, pero prefiero no arriesgarme.


–Nunca te arriesgas, ¿eh?


Ella se marchó y Pedro se sintió terriblemente frustrado. Le había hablado de su vida con la esperanza de que se abriera a él. Pero no lo había conseguido.


Paula Chaves no se parecía a ninguna de las mujeres que conocía. Para empezar, era la primera vez que alguien le confesaba que lo deseaba y, al mismo tiempo, se negaba a estar con él. No necesitaba mucha imaginación para saber que había sufrido alguna experiencia negativa en materia de relaciones amorosas; una experiencia que le había dejado huella.


En general, Pedro mantenía las distancias con las mujeres heridas. Tenían necesidades emocionales excesivas, y una tendencia a la angustia y el drama que le disgustaba mucho. 


Pero deseaba a Paula. Quería devolver la risa a sus labios y el brillo a sus ojos. La quería otra vez entre sus brazos.


Durante unos segundos, consideró la posibilidad de olvidar el asunto y buscarse otra mujer. Sin embargo, tenía la sensación de que ninguna mujer le interesaría hasta que descifrara el enigma de Paula Chaves. Y, de momento, estaba lejos de salirse con la suya.


Entró en el cuarto de baño, se dio una ducha fría y, tras vestirse, subió al despacho de Dion. Su amigo, que estaba trabajando, le dedicó una mirada irónica.


–Te ha dado calabazas, ¿verdad?


Pedro se encogió de hombros.


–Eso me temo.


–Bueno, no te lo tomes a la tremenda. Nos ha pasado a todos.


–¿Insinúas que le has pedido que salga contigo?


Dion no contestó. Se limitó a sonreír.


–Pero si eres su jefe… –continuó Pedro,molesto.


–Técnicamente, no. Te recuerdo que mi cargo es simbólico. Estoy aquí por cortesía de la junta directiva –dijo.


–Pero sigues siendo su jefe.


Dion soltó una carcajada.


–No te enfades conmigo, Pedro. Te aseguro que no he hecho nada malo. No soy de los que se dedican a acosar a las empleadas.


–No, claro, solo eres de los que imponen ropa muy sexy a las animadoras de un equipo –comentó con humor.


–Del mismo modo en que los jugadores se ven obligados a posar casi desnudos para un calendario –declaró en su defensa–. No te preocupes por mí, Pedro. Paula es toda tuya. Pero si no te quiere, no te quiere… y, sinceramente, nunca la he visto cambiar de opinión. Quizás haya llegado el momento de que admitas tu derrota.


Pedro sacudió la cabeza. No conocía el significado de la palabra derrota. Y, por supuesto, no tenía ninguna intención de descubrirlo ahora.