sábado, 23 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 13






NADA más aterrizar empezó a sonar el móvil de Paula. Tenía una docena de llamadas perdidas y el doble de mensajes de texto, todos de su hermano.


Le bastó con mirar por encima un par de ellos para comprobar que todos eran del mismo estilo: «¿Dónde te has metido? Ven a por mí enseguida... Los médicos me están matando».


Estaba a punto de llamarlo cuando se detuvo.


Pedro era un embustero, pero las estadísticas decían que hasta los peores mentirosos decían la verdad a veces. Había predicho que Marcos reaccionaría de aquel modo, y su instinto era responder como siempre hacía.


¿Era el momento de romper el ciclo, no solo por ella sino también por Marcos?


Muy despacio, cerró el teléfono y volvió a meterlo en el bolso. Sabía que Pedro estaba observándola, pero se negó a darle la satisfacción de saber que había seguido su consejo.


Apenas habían intercambiado una palabra desde que dejaron España. Pedro había intentado iniciar una conversación en un par de ocasiones, pero ella lo había cortado.


De camino a la limusina se detuvo y lo miró. A pesar del resentimiento le dio un vuelco el estómago. Era increíblemente atractivo.


–Siento haber estado de malhumor –lo había criticado por no estar enamorado de ella, cuando debería estarle agradecida de que no fingiera.


Pedro echó la cabeza hacia atrás, se metió las manos en los bolsillos y esbozó una breve sonrisa.


–No me había dado cuenta. Seguramente estoy exagerando, pero si nos hubiéramos quedado en España mi abuela no nos habría dejado en paz. Si estás embarazada habrá cosas que debamos discutir en privado, sin que nadie nos oiga. Te gustará Mandeville. Es un lugar estupendo para criar a un niño... Hay mucho espacio.


Paula se quedó atónita al ver la enorme mansión blanca con sus hileras de ventanas perfectamente simétricas. ¿Mucho espacio, decía? ¡Aquella casa era del tamaño de una ciudad!


–Me siento abrumada –admitió–. La idea de vivir en un lugar tan imponente y tener criados...


–Estarás muy bien. Y seguirás disfrutando de tu intimidad.


–¿Por qué, es que no vamos a compartir habitación? –cerró los ojos y deseó haberse tragado sus palabras.


–Paula Chaves, te deseo desde el momento que te vi –Paula abrió los ojos–. Compartiremos la misma cama.


Vio un destello en sus ojos y se preguntó si quería oír algo más. Le agarró la mano y sintió una descarga eléctrica por el brazo.


–El sexo ha sido sensacional –no estaba enamorado de ella, simplemente la deseaba. Nada más.


Era extraño, pensó Paula. Hasta ese momento no había sabido lo mucho que quería recibir. Mucho más de lo que él le estaba ofreciendo o de lo que jamás le ofrecería. Pero al escuchar cómo Pedro se limitaba al sexo, dejó de intentar fingir que se había enamorado de él.


¿Por qué tenía que ser todo tan complicado?


Normalmente Pedro podía leerle el pensamiento, pero no logró interpretar la mirada que ella le lanzó ni el tono de su voz.


–¿Qué tal si nos limitamos a pasarlo bien? –le sugirió despreocupadamente.


Él frunció el ceño. Aquella era su filosofía, y lo irritaba de manera irracional que ella le hablase de aquel modo.


–Hasta que estemos seguros –añadió ella.


Él asintió e intentó ignorar una extraña insatisfacción interior.





UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 12





Paula soñaba que alguien golpeaba la puerta y llamaba... no a ella... no era su nombre... Hablaba en una lengua extranjera, fluida y agradable al oído, pero cada vez más fuerte. Paula se despertó y yació boca arriba, sonriente y satisfecha. Se estiró y sintió un calambre en los gemelos.


–¡Ay! –se tapó un bostezo con la mano y la sábana se deslizó hacia abajo. Estaba desnuda, en... ¿Dónde? Los recuerdos la invadieron de golpe justo cuando llamaron fuertemente a la puerta y se oyó la voz de una mujer, la misma voz que había oído en sueños.


–¡Pedro! ¡Pedro!


Paula no se había despertado aún del todo, pero reaccionó en una milésima de segundo. Se metió bajo el guiñapo de sábanas y formó un ovillo con su cuerpo en un desesperado intento por desaparecer.


Esperó con la respiración contenida y el corazón latiéndole a un ritmo frenético. Oyó unas pisadas en el suelo de madera y cómo los golpes en la puerta se hacían más y más fuertes. 


Convencida de que iba a ser descubierta, esperó con la resignación de una mujer condenada, preguntándose si sería menos humillante mostrarse antes de que la encontraran. 


¿Podría morir una persona de vergüenza? Siempre que no muriese antes asfixiada...


Su cerebro, cada vez más privado de oxígeno, imaginó varios titulares a cada cual más obsceno. Pero Pedro no permitiría que el asunto llegara a la prensa y acallaría todos los rumores para no añadir más ofensas al nombre de su familia.


La necesidad por llenarse los pulmones de aire era cada vez más acuciante. Tendría que decidir entre respirar y delatarse o ahogarse bajo las mantas. No tenía elección y abrió la boca para tomar aire, pero el sonido fue disimulado por el chirrido de una puerta al abrirse.


–¡Mamina!


Paula pegó las rodillas al pecho y se abrazó con fuerza, intentando ser lo más pequeña posible. Con un poco de suerte pasaría por un montón de mantas revueltas para cualquiera que la mirase. Siempre que no hiciera una estupidez como ponerse a toser...


Bajo las mantas hacía un calor agobiante y empezó a sudar copiosamente, pero fuera seguían hablando. Apretó los dientes y se concentró en respirar de manera superficial y silenciosa, mientras crecía el temor por ser descubierta.


No podía ni imaginarse lo humillante que sería la situación...


Justo cuando pensaba que no podía estar peor, sufrió un tirón en el gemelo y tuvo que morderse el labio para no gritar de dolor. El calambre fue tan intenso que a punto estuvo de delatarse, pero cuando el dolor empezó a disminuir se percató de que las voces se habían callado y que unos pasos se dirigían hacia la puerta.


–Ya puedes salir –le dijo Pedro después de que la puerta se cerrara.


Sonrió con sarcasmo cuando la cabeza de Paula asomó bajo las mantas, despeinada y con las mejillas coloradas. No se parecía en nada al ángel durmiente de rasgos perfectos al que Pedro había dejado descansar a regañadientes.


Paula sintió una sacudida en el pecho que la hizo olvidarse de la indignación. Si Pedro le sonriera más a menudo se encontraría en serios problemas... O mejor dicho, ya tenía
serios problemas. Consiguió mantener el ceño fruncido mientras él se apartaba de la pared.


–Mi abuela –le explicó, mirándola fijamente a los ojos.


–Eso ya me lo había imaginado. Lo que no me explico es por qué te has puesto a hablar con ella. Sabías que yo estaba...


–¿Debajo de las mantas?


–¿Qué otra cosa podía hacer? –le espetó ella. En un intento por conservar un mínimo de dignidad, sostuvo la sábana a la altura de los hombros y se sentó sobre las piernas, flexionando los dedos para aliviar los dolores de la pierna.


–Pues no sé... ¿Qué tal presentarte?


–Ah, claro, eso sí que habría estado bien. Hola, soy la mujer de su nieto... ¡No sé lo que le has contado de mí!


El resentimiento de Paula se mezcló con las libidinosas fantasías que la visión de su cuerpo le provocaba. Se veía que acababa de salir de la ducha, y seguramente no había oído los golpes en la puerta. Se había puesto un albornoz que le llegaba a la mitad del muslo y su piel, todavía salpicada de humedad, relucía como oro bruñido contra la tela negra.


–Creía que afrontabas casi todas las situaciones de una manera más directa.


Paula meneó la cabeza para sacudirse los eróticos recuerdos de la noche anterior y adoptó una expresión fría y serena.


–Lo que en su momento parecía una buena idea puede ser un grave error a la luz del día.


La mirada de Pedro la hizo encogerse.


–¿Eso ha sido para ti? ¿Un error?


El hecho de que él también lo viera como un error no mitigaba la indignación de Pedro. Él no se había escondido bajo las mantas, pero se había dado una ducha helada para eliminar el olor de Paula. Por desgracia no podía hacer lo mismo con los recuerdos de lo que habían hecho.


–No... lo de anoche... No me refiero a lo de anoche, sino a la boda. Lo de anoche fue... –se le quebró la voz. No podía decirle que había sido «especial» a un hombre que se había acostado con Dios sabía cuántas mujeres. Para él solo había sido sexo, pero para ella habían hecho el amor. Tragó saliva para no echarse a llorar. Debería estar agradecida de que su primera vez hubiese sido tan especial. Conocía a muchas mujeres que no habían tenido tanta suerte, y algunas historias la habían hecho reafirmarse en su castidad.


Pero hasta la noche anterior no había sabido lo que se estaba perdiendo... No sabía por qué lo había hecho, pero sí tenía la plena certeza de que si volviera a tener la oportunidad lo haría de nuevo.


–Una cosa no habría pasado sin la otra –dijo él.


Ella asintió con cautela, sin saber muy bien lo que quería decirle.


–Y tú seguirías siendo virgen –añadió Pedro, asqueado consigo mismo.


Pero mentiría si no reconociera la excitación que lo invadía al saber que había sido el primero. Era aquel instinto primario el que desataba los celos y el resentimiento porque ella le quitara importancia a lo ocurrido.


Paula puso los ojos en blanco y suspiró para intentar ocultar su incomodidad.


–¿Tenemos que hablar de esto?


–Lo siento si el tema te aburre, pero sí, tenemos que hablar.


Ella lo observó y ladeó la cabeza.


–¿Estás furioso conmigo porque era virgen? –le preguntó, riendo.


–Estoy furioso contigo por no habérmelo dicho antes –tragó saliva y se pasó una mano por el pelo mojado–. Podría haberte hecho daño –la pasión era una cosa, pero perder la cabeza con alguien sin experiencia no era algo de lo que se sintiera orgulloso. Si lo hubiera sabido habría sido mucho más delicado y...


Qué demonios... ¡si lo hubiera sabido no habría hecho nada!


Lo único que podía ver de ella era su coronilla. Había pegado la barbilla al pecho y el pelo le caía como una cortina de seda roja sobre el rostro. Pedro aspiró profundamente al recordar cómo aquellos cabellos le habían acariciado el pecho cuando... No, no podía seguir por ahí. Lo de la noche anterior había sido una excepción y basta. Se había dejado llevar por sus impulsos, pero no volvería a suceder.


Ella levantó la cabeza y se apartó el pelo con las dos manos para mirarlo con unos ojos brillantes como zafiros.


–No me lo hiciste... –sus carnosos labios se curvaron en una temblorosa y sexy sonrisa, y Pedro sintió que el corazón le daba un vuelco. No estaba preparado ni protegido para una sensación tan fuerte.


De pronto Paula soltó un grito ahogado de dolor.


–¿Qué pasa? ¿Qué te ocurre? –Pedro se sentó en la cama, donde ella había pegado la rodilla al pecho y se aferraba a la pantorrilla.


–¡Un tirón! –masculló entre dientes, blanca como la cera.


–¿Solo eso? –sintió una mezcla de alivio y compasión. Sabía por experiencia lo molesto que podía ser un tirón, sobre todo si a uno lo pillaba a un kilómetro de la costa.


–¿Solo? –repitió ella con voz ahogada. Si hubiera tenido algo a mano se lo habría arrojado a la cabeza. El dolor se había extendido hasta el pie y las contracciones musculares tiraban de los dedos hacia arriba. Paula se los agarraba en un desesperado intento por aliviar la agonía–. Puede que mi tolerancia al dolor sea nula, ¡pero me duele horrores! –se quejó, avergonzada por las lágrimas de debilidad que afluían a sus ojos.


–Lo sé. Permíteme.


–No puedo –sacudió la cabeza, negándose a soltarse el pie.


–Sí puedes –con mucha calma le hizo estirar la pierna sobre sus rodillas y empezó a masajearle el músculo agarrotado. 


Los movimientos de sus largos y hábiles dedos aliviaron inmediatamente el dolor, de modo que se recostó sobre las almohadas, cruzó los brazos sobre la frente y apretó con fuerza los párpados.


Pedro vio cómo la sábana se estiraba sobre los pechos al oscilar con la respiración. Pensó en lo que había debajo, y en ese momento ella abrió los ojos y emitió un gruñido de protesta.


–¡Me haces daño!


–Relájate –un consejo que a él mismo le estaba costando trabajo seguir. ¿En qué demonios había estado pensando la noche anterior... y qué pretendía hacer en esos momentos? ¿Fingir que no había sucedido nada? El recuerdo de su reacción aún estaba fresco en su cabeza.


Que se relajara, pensó ella con desdén. Qué fácil era para él decirlo. Volvió a cerrar los ojos mientras él apretaba los músculos de la pantorrilla.


–¡Ay! –se quejó de nuevo, pero mantuvo los ojos cerrados. 


La tensión empezaba a disminuir mientras los dedos de Pedro le recorrían los gemelos y la planta del pie, hasta que los músculos se relajaron y cesaron los espasmos en los dedos–. Mejor –murmuró, abriendo ligeramente los ojos–. Ya puedes parar.


Pero él no se detuvo y siguió masajeándole las piernas, subiendo lentamente por la cara interior de los muslos.


Sintió el suspiro que le estremecía el cuerpo y se llevó los pies a los labios para besarle la planta.


¿Quién se hubiera imaginado que un pie pudiera ser tan sexy?


¿Quién se hubiera imaginado, se preguntó ella, que la planta del pie fuese una zona erógena?


–¿Cómo es que nunca te has acostado con nadie?


–Me volví muy desconfiada después de que un hombre apareciera de la nada mientras me estaban seduciendo y me acusara de ser una fulana delante de todo el hotel –abrió un ojo a tiempo para ver cómo se quedaba pasmado al recordarlo–. Supongo que me hizo un favor al hacerme ver qué clase de consumado mujeriego era el hombre que me estaba llenando de pájaros la cabeza, pero de ahí a hacerle creer a todo el mundo que yo iba por ahí acostándome con hombres casados...


Pedro cerró los ojos con una mueca. Ya no veía a la mujer fatal de la que los hombres debían protegerse, sino a una víctima inocente.


–Qué tipo tan miserable –murmuró.


–Oh, sí... tanto como el otro.


–Pero seis años, Paula...


–¿No te dije que mi libido es casi inexistente?


Los dedos de Pedro se detuvieron un instante, pero enseguida reanudaron su ascenso por el muslo y su risa le provocó a Paula un hormigueo en el vientre.


–¿Qué viste en aquel baboso? –le preguntó mientras seguía subiendo, para luego retroceder sin llegar a satisfacer el deseo que palpitaba en su entrepierna. Paula giró la cabeza en la almohada y soltó un suspiro de placer y frustración.


–Tenía dieciocho años, Pedro. Él se fijó en mí desde el principio y me dedicó un trato especial. Ningún hombre se había interesado nunca tanto por mí, y es normal que me sintiera halagada... Hasta que un día advertí que algo no iba bien. Esperé hasta después de clase y le pregunté... –se llevó una mano a la cabeza–. Le pregunté cómo podía ayudarlo. Fue entonces cuando me confesó que se había enamorado de mí. Lo había estado ocultando porque era mi profesor y era mucho mayor que yo. Perdí la cabeza por él y por el secretismo que lo envolvía todo. Me parecía tan romántico... Después descubrí que al comienzo de cada curso tenía una aventura con una estudiante nueva. Todo el mundo lo sabía menos yo... Me convertí en el hazmerreír de la facultad.


Pedro apretó los puños. Si volvía a encontrarse con aquel adúltero embustero, no sabía lo que le haría.


Y él se había acostado con una virgen...


–Los dos éramos adultos y no hubo nada ilegal –añadió ella a modo de justificación–. Simplemente fui una estúpida.


–Se aprovechó de su posición –replicó Pedro–. Me sorprende que la universidad lo permitiera.


–No creo que el decano lo supiera, y de todos modos ya no permiten que los profesores se relacionen con las alumnas. Al año siguiente se armó un escándalo cuando la chica a la que sedujo después de mí intentó suicidarse. Por suerte no lo consiguió, pero él presentó la dimisión y creo que su mujer le pidió el divorcio.


–Siento lo que te dije aquella noche. Acababa de tener una discusión con mi madre, quien siempre consigue sacar lo peor de mí.


–Fue hace mucho tiempo –dijo ella, mirándolo con curiosidad–. Y al final tuve mi venganza, así que estamos en paz.


–Pero aquello te dejó cicatrices, y en parte yo soy responsable.


Ella estiró los brazos.


–También las has curado... –se dio la vuelta perezosamente y bostezó–. Debería volver a mi habitación y vestirme. No sé lo que pensará tu abuela.


–No olvides que estamos casados.


Paula frunció el ceño al mirarse el anillo.


–Pero no es real. Aunque supongo que ella no lo sabe.


–Mi abuela ya no está aquí. Por eso... –sonrió– se pasó antes, para despedirse. Va a quedarse unos días con su hermana, que se ha caído del caballo.


–¿Tu tía abuela se ha caído del caballo? ¿Cómo está?


–Está más preocupada por el caballo –apartó la colcha que momentos antes había calentado sus cuerpos y se levantó, totalmente indiferente a su desnudez. Paula, mucho más tímida, le recorrió ávidamente el cuerpo con la mirada.


Sus miradas se encontraron y ella bajó la suya y carraspeó.


 El contacto visual, aunque fugaz, bastaba para excitarla.


«Dios mío, me he vuelto insaciable».


–No pareces muy preocupado... –observó mientras se imaginaba que Pedro volvía a la cama, con ella–. ¿Es conveniente que siga montando a su edad?


Él se rio y se dirigió hacia la ventana, en dirección contraria a la que se imaginaba Paula. La abrió y un soplo de brisa impregnada de jazmín entró en la habitación.


–Margarita está empeñada en morir a lomos de un caballo y no se dejará convencer por nadie.


Ella percibió la preocupación bajo el tono jocoso y le tocó la espalda cuando él se sentó en la cama para ponerse los vaqueros. Casi enseguida se levantó y se subió la cremallera.


–¿Por qué no me odias, Paula?


Ella parpadeó unas cuantas veces, sorprendida por la pregunta.


–¿Cómo sabes que no te odio?


Él se giró y se puso a caminar por la habitación como un depredador.


–Porque tú eres incapaz de odiar.


–Destrocé tu boda y a punto estuve de costarte mil millones de dólares.


–Y yo te engañé para que te casaras conmigo.


–Eso ha tenido sus ventajas –admitió ella, mirando la cama deshecha–. Ya no tengo dieciocho años. Sabía lo que hacía, aunque no esperaba sacar nada bueno de esos dieciocho meses.


Él echó a andar hacia la cama, recordándole la imagen de un peligroso pirata con sus pies descalzos, su pecho dorado y musculoso y la barba incipiente oscureciéndole la recia mandíbula. Debería ser ilegal que un hombre fuera tan sexy...


–¿No has pensado que la regla de los dieciocho meses puede quedar sin efecto?


Confusa, Paula examinó su rostro en busca del amante sensible y apasionado que le había enseñado tanto sobre su cuerpo en una sola noche. Pero solo vio a un desconocido de rostro sombrío, ni rastro del hombre del que se había enamorado...


La sangre se le heló en las venas. No, no podía ser. No podía estar enamorada. Solo había sido sexo. Sexo sin amor...


–A menos que tomes la píldora.


Paula no entendía nada.


–¿Por qué iba a tomar la píldora?


–No he usado protección. Podrías quedarte embarazada.


Sus palabras la golpearon con la fuerza de un rayo. Ahogó una exclamación de horror y le respondió con una voz de hielo.


–¿Sueles tener aventuras de una noche sin protección?


Los ojos de Pedro destellaron y de sus labios brotó lo que debía de ser una palabrota.


–No, nunca lo había hecho sin protección. Lo siento.


Paula se sintió culpable por haberlo acusado tan duramente. 


Ella también se había dejado llevar por la pasión y no había pensado en las consecuencias.


–Yo también lo siento. Ha sido culpa mía tanto como tuya.


Pedro se echó a reír.


–No creo que mucha gente estuviera de acuerdo contigo... No eres una aventura de una noche. Eres mi mujer.


–Durante dieciocho meses.


–O más.


–¿Cómo dices? –se arrebujó con la colcha.


–Si te has quedado embarazada no habrá límite de tiempo. Es del todo impensable que a un hijo mío lo criara otro hombre.


Paula tardó unos segundos en hablar, y cuando lo hizo le salió una voz extrañamente serena... seguramente para compensar el caos que reinaba en su cabeza.


–No estoy embarazada –«y tampoco enamorada».


–Tienes razón. Seguramente no ocurra nada. Nos ocuparemos de ello cuando llegue el momento, si es que llega.


–Eres increíble... ¿Cómo quieres que piense en otra cosa y siga como si nada? ¡Sería una catástrofe! –siempre se había compadecido de las personas que seguían juntas por el bien de los hijos, y no quería convertirse en una de ellas.


Él apretó la mandíbula.


–¿Qué probabilidades hay de que estés embarazada?


Ella hizo un rápido cálculo mental y tragó saliva.


–Bastantes –admitió–. Oh, Dios mío... ¿Por qué tiene que ocurrir esto? –se cubrió la cara con las manos–. ¡No puedo tener un hijo!


–Cálmate –se sentó en la cama y la tomó de las manos–. Sé que no quieres tener hijos, pero...


–¿Quién ha dicho que no quiera tener hijos?


–Tú.


–No quiero concebirlos, quiero adoptarlos. Hay muchos niños abandonados que necesitan un hogar y una familia.


Él se pellizcó la nariz y cerró los ojos, sintiéndose despreciable.


–¿Qué? ¿Qué he dicho?


Él sacudió la cabeza en silencio.


–¿Y ahora qué? Tú fuiste quien dijo que se te daba bien improvisar.


–Y se me da bien, pero me estás distrayendo...


Paula siguió la dirección de su mirada y se cubrió rápidamente los pechos con la manta.


–¿Cómo puedes pensar en el sexo en un momento así?


–Puedo hacer muchas cosas a la vez –le aseguró él–. ¿Qué te parece esto? Acortamos la luna de miel y volvemos directamente a Mandeville, al menos hasta que estemos seguros. Tendremos que consultar a un ginecólogo. 
Seguramente haya cosas que debas hacer y otras que no.


–Basta. ¡No soy una incubadora! –había pasado de ser una mujer apetecible con la que él quería hacer el amor a ser... ¿una madre?


Una madre... Un escalofrío le recorrió el cuerpo.


Al menos ya tenía la respuesta a una de las preguntas que siempre se había hecho. Seguía sin saber lo que empujaba a una madre a abandonar a su hija, pero sí sabía que ella jamás lo haría.


Al pensar en la posibilidad de que pudiera estar embarazada supo que por nada del mundo renunciaría a su hijo. Pero ¿y Pedro? ¿Le pediría que lo hiciera? ¿Esperaría que abortase?


–¡No digas tonterías! –espetó él–. Oye, yo tampoco tenía pensado formar una familia, pero...


Paula quería echarse a llorar, pero lo que hizo fue abstraerse. 


La situación se le antojaba cruelmente irónica; toda su vida había protegido celosamente su corazón, y la primera vez que bajaba la guardia... No podría haber elegido un hombre peor. Al menos no se había enamorado de él.


«¿Seguro, Paula?»


–¿Qué pasa si estoy embarazada? Seguro que tienes un plan.


–¿No es evidente?


–No para mí.


–Estamos casados –le lanzó una mirada escrutadora–. Pareces sorprendida. ¿Qué creías que iba a decir?


Ella sacudió la cabeza.


–¿Qué hay del amor?


–No estamos hablando de flores y corazones, Paula. Estamos hablando de darle a nuestro hijo, en el caso de que venga, una buena educación y un entorno seguro.


–Puede que no esté embarazada –le recordó ella–. Lo más probable es que no lo esté.


Él asintió.


–Pero hasta que estemos seguros... ¿Mandeville?


Ella asintió de mala gana.