VAMOS a dejar mi vida perfecta al margen, y aunque está claro que necesitas a alguien a quien culpar por lo que le ha ocurrido a tu hermano...
–Tú tienes la culpa –lo cortó ella con un grito furioso.
–Lo que le pasó a tu hermano es una tragedia, pero yo no tuve ninguna culpa. Él eligió beber más de la cuenta y él eligió ponerse al volante de un coche. Fue su decisión y su responsabilidad. Fue una suerte que no atropellara a nadie.
Paula se mordió el labio y bajó la mirada.
–Él quería a tu hermana.
–No me parece un acto de amor, sino más bien el acto de un hombre débil que no pensó en las consecuencias. Y parece que es algo de familia.
–¡Está en una cama del hospital! –exclamó ella, preguntándose si aquel monstruo tenía corazón.
–Lo cual es terrible, pero él es el único responsable de su estado. Y me alegro de que no arrastrara a mi hermana con él.
Paula ni siquiera se dio cuenta de que había levantado el brazo y que estaba trazando un arco hacia su cara hasta que, a pocos centímetros de entrar en contacto con su mejilla, unos dedos que parecían tenazas la agarraron por la muñeca y la obligaron a bajar el brazo.
No le dio tiempo para que la soltara; se debatió frenéticamente para intentar zafarse. Cuando él la soltó, levantó lentamente la cabeza y su melena cayó hacia atrás, revelando unos ojos llenos de odio, una piel encendida y unos labios entreabiertos que jadeaban en busca de aliento.
Pedro dio un paso adelante y sus cuerpos quedaron pegados.
Ella no se movió, pero se balanceó hacia él como si respondiera a un cordón invisible que los conectaba. Él observó fascinado cómo se dilataban las pupilas de sus increíbles ojos azules.
Tenía la boca más apetitosa que había visto en su vida. Y a pesar de las ensordecedoras alarmas que sonaban en su cabeza, no se le ocurrió ninguna razón por la que no debiera saborearla.
Le puso una mano en la nuca y tiró de ella hacia él, entrelazando los dedos en sus cabellos mientras le colocaba el pulgar de su mano libre bajo la barbilla y agachaba la cabeza.
Sintió sus temblores al mover los labios sobre los suyos, antes de aceptar la irresistible invitación de su boca entreabierta y sumergirse en la dulce humedad que lo aguardaba en su interior.
Paula dejó de pensar en cuanto él tomó posesión de su boca. El resto de su sistema nervioso, sin embargo, funcionaba a pleno rendimiento. Y de pronto se encontró besándolo con una pasión desconocida. Por encima de los atronadores latidos de su corazón oyó un lejano y débil gemido que no consiguió asociar con ella.
Pero en un rincón de su calenturiento cerebro aún le quedaba la suficiente cordura para resistirse. Lo empujó con fuerza en el pecho y el beso se detuvo tan bruscamente como había empezado. Paula se tambaleó hacia atrás, respirando con gran agitación.
–Te odio –le gritó, frotándose la boca con el dorso de la mano.
Él permaneció impasible, mirándola con una humillante serenidad.
–Nada ha cambiado, por lo que veo.
Temblando, mientras él se comportaba como si nada hubiera ocurrido, Paula se pasó una mano por el pelo, horrorizada y avergonzada por su impúdica reacción.
–¡Me has besado!
Si hubiera sabido que ese era el precio por tener la última palabra, se habría tragado el orgullo y habría escapado mientras aún tenía la posibilidad.
–No voy a disfrutar de una luna de miel, así que lo menos que me debes es un beso –repuso él mientras maldecía en silencio su falta de control.
Se maldecía porque ella era el tipo de mujer con quien no bastaba un simple beso. Era el tipo de mujer por la que un hombre enloquecía. El tipo de mujer que él se había pasado la vida evitando.
–¡Tendría que haberte abofeteado! –espetó ella.
–Aún es pronto.
–Y tú tienes prisa.
–Es verdad –corroboró él–. Una última pregunta... ¿Crees que ha valido la pena?
–¿El qué?
–Lo que va a pasar a continuación –sacudió la cabeza y la miró con incredulidad–. No pensaste bien en tu plan de venganza, ¿verdad? –ella no respondió–. Te limitaste a decir que estabas embarazada, pero las cosas no acaban ahí. Habrá consecuencias aparte de un mal momento en mi vida perfecta –ella siguió mirándolo en silencio y confundida–. Consecuencias para ti.
–¿Qué consecuencias? –preguntó con inquietud.
Él no respondió inmediatamente y la dejó sufrir un poco.
–¿Cuántos teléfonos crees que grabaron tu pequeña actuación? Tuviste tus cinco minutos de fama.
Una expresión de horror apareció en su rostro.
–No los quiero.
–Lástima, porque no puedes elegir.
Se puso tan pálida que sus pecas destacaron en su nariz pequeña y recta.
–Casi te compadezco.
–No necesito tu compasión.
–He dicho «casi». Me guardo mi compasión para quien la merezca. Elegiste tener una aventura con un hombre casado y ponerte en evidencia en público, y tu hermano eligió conducir bajo los efectos del alcohol. En vez de lamentarte quizá deberíais madurar un poco los dos.
–Yo elegí ponerte en evidencia a ti –replicó ella–, y diría que lo he conseguido –esforzándose por aparentar indiferencia, sacó su móvil del bolsillo.
–¿Qué haces?
–Llamar a un taxi –esbozó una dulce sonrisa–. Creo que ya he abusado bastante de tu hospitalidad.
Él se dirigió hacia la puerta y se detuvo con la mano en el pomo.
–Tus zapatos y tu sombrero están en el alféizar.
–No tengo sombrero.
Pedro posó momentáneamente la mirada en sus rizos de fuego.
–Claro que no. Un sombrero te impediría ser el centro de atención...
La insinuación de que quería llamar la atención fue tan inesperada que no se le ocurrió una respuesta apropiada.
–Te pediría un taxi para que te esperase en la puerta este si de verdad no buscases la fama, pero... solo estás retrasando lo inevitable, cariño.
Y dicho eso, salió de la habitación sin mirar atrás.
****
El aparcamiento del hospital estaba a rebosar, y Paula tuvo que recorrerlo tres veces hasta encontrar un minúsculo hueco para su Escarabajo, tan estrecho que apenas le quedó espacio para salir entre el vehículo y la pared.
Habían pasado dos días desde el escándalo que había desatado una tormenta mediática, y por algún milagro Marcps no se había enterado de nada. Era lo único positivo de un fin de semana espantoso. Pedro no se había equivocado al predecir serias consecuencias...
Estaba pagando un altísimo precio por su arrebato de locura.
Al bajarse del taxi la esperaban un periodista local y un fotógrafo. Con la cabeza gacha se negó a responder a la batería de preguntas. Una hora más tarde se les unieron una docena de reporteros de periódicos nacionales.
Corrió las cortinas, ignoró las notas que le metían por debajo de la puerta y apagó el móvil, pero no pudo resistir el impulso masoquista de conectarse a Internet. Tal y como se esperaba, encontró sus fotos en numerosas páginas, acompañadas de comentarios a cada cual más negativo.
Pedro, en cambio, aparecía increíblemente atractivo y galán mientras la llevaba en brazos como a una Bella Durmiente pelirroja.
También encontró un artículo bastante divertido que incluía un pormenorizado, y del todo inexacto, análisis sobre lo que había costado su vestido. Estaba publicado en el blog sobre moda de la mujer que había admirado su vestido de camino a la iglesia.
El artículo suscitó una serie de comentarios que especulaban no solo sobre el precio de su ropa, ¡sino el de ella misma! Según los supuestos expertos, casi todo su cuerpo había pasado por las manos de los cirujanos plásticos: nariz, mejillas, labios... sobre sus pechos había opiniones diversas.
Todo el mundo estaba de acuerdo en que Pedro no había escatimado en gastos para convertirla en su mujer perfecta.
La frase ocupaba la primera plana de un periódico sobre dos fotos de ella, una con el vestido supuestamente carísimo que había llevado a la boda, y otra tomada el sábado por la mañana cuando, en pijama, con el pelo hecho un desastre y los ojos legañosos, había abierto la puerta para encontrarse con los flashes de las cámaras.
Pero había conseguido recuperar el control en vez de comportarse como una víctima. El punto de inflexión fue a las dos de la mañana, cuando estaba alargando el brazo hacia las pastillas que tenía en la mesita. ¿Qué otra cosa podía hacer si no conseguía dormir y lo único que la esperaba al levantarse eran burlas e insultos? La píldora cayó en su regazo, se la quedó mirando y se preguntó: «¿Qué estás haciendo,Pau?».
No podía controlar lo que otros escribían, pero no por ello estaba obligada a leerlo. La luz al final del túnel la incitaba a creer que la gente acabaría cansándose de hablar de sus pechos.
Hasta entonces iría con la cabeza bien alta.
Y aquella mañana, cuando vio que el número de periodistas apostados frente al edificio había disminuido considerablemente, pensó que había sobrevivido a lo peor.
Por desgracia, los ataques y críticas seguían llegando...
Por tentador que fuera tirar la toalla, no podía hacerlo. Marcos la necesitaba. Se apartó un mechón que se le había soltado de la trenza y bajó la mirada... Vestida y arreglada y no tenía adonde ir. Se había puesto unos pantalones ceñidos, unos zapatos de tacón y una blusa blanca de corte clásico pensando que sería un día de trabajo normal.
Aun así, el aspecto profesional la ayudaría a conseguir más información de los médicos que si iba vestida con una camiseta y unos vaqueros. Fuera como fuera, necesitaba toda la información posible, después de que Marcos se limitara a responderle con un derrotista encogimiento de hombros. Al menos la prensa no podía entrar en el hospital.
La gente la miraba al pasar, pero Paula ya estaba acostumbrada. Siguió andando sin detenerse, borrando el ceño fruncido de su cara y esforzándose por adoptar una actitud más optimista de camino a la habitación de su hermano.
Se animó un poco al ver un grupo de hombres trajeados e intentó identificar al médico de su hermano. Los hombres no parecieron advertir su presencia, hasta que uno de ellos se giró... y Paula se quedó paralizada como una liebre ante los faros de un coche.
Él ladeó ligeramente la cabeza y el azoramiento de Paula fue barrido por una ola de furia asesina.
–¿Qué haces aquí? –le espetó al llegar junto al grupo. Las posibilidades se agolpaban en su cabeza. ¿Había ido a enfrentarse con Marcos creyendo que era el verdadero responsable de lo sucedido?
El grupo se quedó en silencio, fingiendo cortésmente que no sabían lo que pasaba.
–Señorita Chaves, dos veces en tres días... Debo de ser un hombre muy afortunado –se volvió hacia los otros hombres–. ¿Todos conocen a la señorita Chaves?
–Te he hecho una pregunta.
–Estaba visitando a tu hermano.
Paula vio a su hermano incorporado en la cama a través de los cristales oscuros.
–¿Conoces al director del hospital, el señor Parkinson...?
–Si crees que puedes ignorar tu culpa trayéndole un racimo de uvas, estás muy equivocado.
–No me siento culpable de nada.
–Eres un... –se mordió la lengua para no insultarlo. Tenía que conservar la calma costase lo que costase. No era una tarea fácil, estando frente a un hombre tan apuesto, varonil y seguro de sí mismo–. Te agradecería que te mantuvieras lejos de mi hermano.
Se lo dijo con una voz de hielo, pero Pedro percibió las llamas que ardían bajo la serena fachada. Hasta entonces había creído que el temperamento de las pelirrojas era una leyenda urbana.
–¿No es él quien debería decidir eso? –¿sería igualmente apasionada en la cama? Tensó la mandíbula mientras intentaba apartar la vista de sus voluptuosos labios.
«Es el tipo de mujer que debes evitar, Pedro. No lo olvides».
Paula, que estaba apuntando con un tembloroso dedo hacia su amplio torso, no notó cómo se oscurecían sus ojos.
Estaba demasiado ocupada con la conmoción que la había dejado sin aliento nada más reconocerlo. Miró a todas partes menos a su boca, porque no podía enfrentarse al hecho de que la hubiera besado, o peor aún... que a ella le hubiera gustado.
–Si le has hecho daño, te... –«¿qué, Paula?». La frustración y la impotencia la invadieron mientras sentía cómo se le escapaba el control de su vida.
–Su estado de ánimo parecía muy bueno cuando lo he dejado.
Paula intentó no reaccionar a su provocadora sonrisa mientras él seguía respondiendo a sus recelos y agresividad con una cordialidad que seguramente la hacía
parecer una esquizofrénica a ojos del grupo. Y seguramente lo fuera, porque su comportamiento de los últimos días difícilmente podría calificarse de racional.
No era él el único cuya vida había sufrido un drástico vuelco, pero al menos él tenía los medios y la experiencia para protegerse de la prensa. No como ella.
Pedro sabía lo impredecible que podía ser la opinión pública, por lo que no supuso una sorpresa que los medios se mostraran tan hostiles hacia Paula Chaves. Lo que sí lo sorprendió, sin embargo, fue el grado de aversión y virulencia al que habían llegado. Por una vez él había escapado relativamente ileso, en parte gracias a que Elisa, quien no había tardado en vender la historia de «novia plantada» al mejor postor, había optado por hacer de víctima y había cargado durísimamente contra la mujer que le había robado a su novio.
–¿Y tú cómo estás, Paula? ¿Qué tal tu día?
Paula alzó el mentón al reconocer el tono burlesco de su voz y lo miró fijamente, sintiendo un desprecio del que nunca se había creído capaz.
–Creía que no podría ser peor, pero aquí estás... –su presencia no la había dejado en paz, ni siquiera en sueños.
–Bueno, ha sido un placer volver a verte, señorita Chaves –dijo con una sinceridad tan falsa como la expresión de pesar con la que miró hacia los hombres que esperaban a una distancia prudente–. Me encantaría quedarme a charlar, pero me temo que...
Paula vio cómo se alejaba sin mirar atrás. El mensaje que mostraban sus anchos hombros estaba bien claro: para él no tenía la menor importancia. No significaba nada en absoluto.
«¿Te gustaría que no fuera así?».
Ignoró la vocecita en su cabeza y resistió el impulso autodestructivo de ir tras él. Por mucho que quisiera tener la última palabra, sabía lo terribles que podían ser las consecuencias. No quería perder la poca dignidad que le quedaba.
Esperó a que el grupo se marchara y escondió su agitación bajo una alegre sonrisa antes de entrar en la habitación de su hermano.
–¡Hola! ¿Cómo te encuentras hoy?
El día anterior Marcos se había debatido entre la apatía y la furia, por lo que era un gran alivio ver que estaba más animado.
–Bastante bien... Echa un vistazo a esto, Paula.
Paula se sentó y hojeó el colorido folleto que él le dio.
–¿Ves qué dice sobre este lugar? Mira las estadísticas, Paula. ¿No te parecen impresionantes?
Paula emitió un gruñido. Las cifras que estaba viendo le encogían el corazón.
–¿De dónde ha salido esto, Marcos? –le costaba creer que el hospital repartiera entre sus pacientes publicidad de una carísima clínica privada.
–Oh, el hermano de Fernando vino a verme y me lo dejó para que le echase una ojeada –se rio al ver la expresión asombrada de Paula–. Qué casualidad, ¿no? Resulta que forma parte de la junta directiva del hospital o algo así. Me ha dicho que esta clínica ofrece terapia intensiva y exclusiva siete días a la semana, todo con tecnología punta.
Paula dejó el folleto con un suspiro.
–Por Dios, Marcos, sabes muy bien que no podemos permitírnoslo –¿cómo podía Pedro Alfonso ser tan vengativo y cruel para darle falsas esperanzas a su hermano?
Marcos la miró con expresión decidida.
–Tiene que haber algún modo... Tus ahorros...
Paula odiaba bajar a su hermano de las nubes.
–Sabes que mi trabajo no da para tanto, Marcos –la llamada de la directora de la escuela aún resonaba en su cabeza, y de todos modos nadie se metía a profesor por el sueldo–. A duras penas consigo llegar a fin de mes.
–Podríamos vender alguna cosa.
–Mira, Marcos, haré lo que pueda, pero dudo mucho que...
–O podría pedírselo a Fernanda. Su familia está forrada, y ella siempre me decía que su hermano mayor se toma muy en serio lo de contribuir a la comunidad y esas cosas...
–¿Su hermana te dijo eso?
Marcos se encogió de hombros.
–Sí, bueno, por aquello de dar una buena imagen y tal... El caso es que puede permitírselo. Tú podrías hablar con él, decirle lo mal que me quedé cuando Fernanda me dejó... Sin culparla ni nada, claro, porque parece un tipo muy protector, pero...
–No me parece una buena idea –lo interrumpió Paula, horrorizada por lo que estaba oyendo.
–No pongas esa cara. No estoy diciendo que le pidas dinero así de golpe, sino que pruebes a darle pena, ya sabes, batiendo las pestañas, poniéndole ojitos tristes y eso.
Paula se puso en pie, invadida por las náuseas.
–Ni loca.
–¡Prefieres que me quede en una silla de ruedas toda mi vida!
–Eso no es seguro, Marcos. Los médicos dicen que si te empleas a fondo es posible que... Ya sé que será un camino largo y difícil, pero yo estaré contigo en todo momento.
–¿Por qué siempre tiene que ser todo largo y difícil? Tú puedes estar orgullosa de ser pobre, pero yo no. ¿Por qué no podría tener las cosas fáciles por una vez en mi vida? Nunca te he pedido nada, Paula... –se detuvo al ver su expresión–. Bueno, puede que un par de veces, pero...
–Veré qué puedo hacer –dijo ella, recogiendo el folleto–. Pero no le pediré dinero a Pedro Alfonso.
–¿Te lo impide tu orgullo?
–No se trata de orgullo, Marcos.
–¡Claro que sí! –insistió él con vehemencia–. Siempre has sido igual, incapaz de pedir ayuda. Tienes que hacerlo todo tú sola y por las malas. Bueno, para ti es fácil ser orgullosa... Tú al menos puedes caminar –le sostuvo la mirada durante diez largos segundos, antes de volverse hacia la pared.
–Lo siento, Marcos.
Cinco minutos después abandonó el hospital, con los ojos llenos de lágrimas y sin haber conseguido que Marcos volviera a hablarle. No la había castigado con su silencio desde que eran niños, cuando se pasaba varios días sin dirigirle la palabra.
Quería mucho a su hermano, pero la impaciencia de Marcos lo llevaba a buscar siempre el camino más rápido y fácil.
Estaba convencido de que había una solución mágica para todo, a pesar de la educación basada en el esfuerzo y la perseverancia que sus padres adoptivos habían intentado inculcarle.
Sumida en sus pensamientos apenas se dio cuenta de que había empezado a lloviznar mientras atravesaba el aparcamiento.
–¿Qué tal está tu hermano?
Paula soltó un chillido cuando una figura alta e imponente salió de un coche, o mejor dicho, de un cochazo. ¿La habría estado esperando? No importaba, porque al fin se le presentaba la ocasión para decirle lo que pensaba de él.
–¿Eres un sádico o algo por el estilo?
Al verla salir del hospital, encorvada y con aspecto derrotado, se había desatado una extraña emoción en su interior. Pero cuando lo miró con sus ojos azules volvió a ser la misma pelirroja belicosa y agresiva de siempre, preparada para atacar.
Pedro era un hombre que valoraba el control y la moderación, pero aquella mujer parecía estar hecha para dar rienda suelta a los más bajos instintos...
Era una fuerza desatada de la naturaleza, tan formidable y arrolladora como un huracán, y Pedro sabía que había que tener mucho cuidado con los huracanes.
–Me gusta eso de ti... que no pierdes tiempo en formalidades y vas directa al grano. Lo mismo que yo... –abrió la puerta del coche–. ¿Quieres sentarte y recuperar el aliento?
–¡No me falta el aliento!
–¿Seguro?
Ella le sostuvo desafiantemente la mirada.
–Completamente. No provocas en mí ese efecto.
–Puede que esté perdiendo facultades...
–Oh, yo no diría eso. Pareces estar en plena forma –bufó con desprecio–. Supongo que ver a mi hermano en el hospital no era lo bastante bueno, o malo, para ti... No, claro que no. Tenías que darle falsas esperanzas y dejar que yo lo hundiera –se atragantó al contener un sollozo y apenas pudo acabar de hablar–. ¡Estoy harta de ser siempre la mala!
–Entonces, ¿por qué se lo sigues permitiendo?
–¿Qué quieres decir?
–¿Por qué dejas que tu hermano juegue contigo como...? Lo mires como lo mires, no es muy normal que un hombre adulto deje que sea su hermana la que libre sus batallas –meneó la cabeza–. No solo es denigrante, sino extremadamente manipulador.
–¿Me estás llamando manipuladora? –le preguntó en voz baja y amenazante.
–No, estoy llamando manipulador a tu hermano.
Paula se puso inmediatamente a la defensiva.
–Mi hermano no sabía ni sabe nada de lo que hice en tu boda –se mordió el labio–. Y me gustaría que siguiera siendo así.
No era algo nuevo para Pedro, quien conocía bien a las personas. Si Marcos hubiera sabido lo que había hecho su hermana, habría intentado hacerle ver que él era inocente nada más verlo.
–¿Así que me estás pidiendo un favor?
–Qué tontería...
Pedro sintió un impulso inexplicable de rebajarse a la opinión que ella tenía de él, pero en vez de eso se sorprendió alargando la mano.
Paula tomó aire, pero no retrocedió. No podía moverse; tenía los pies clavados en el suelo. Permaneció inmóvil, temblando, mientras él le acariciaba la mejilla con el dedo.
Le trazó una línea hacia abajo, siguiendo el movimiento con la mirada, y repitió el gesto.
–¿Crees que para mí todo tiene un precio?
Una corriente de deseo abrasó a Paula por dentro. Su respuesta corporal era escalofriante, excitante y humillante al mismo tiempo. Estaba agotada de tanto luchar, no solo contra él, sino contra lo que le hacía sentir, y por un breve instante se preguntó cómo sería si dejara de resistirse.
–¿No es así?
–No le diré a tu hermano lo que hiciste en mi boda.
–Gracias –respondió aliviada, pero no del todo convencida. ¿Y si cambiaba de opinión más adelante?
–Tranquila, soy un hombre de palabra –se echó a reír al ver cómo ella abría los ojos como platos–. Te aconsejo que nunca juegues al póquer –a menos que fuera al strip poker y con él...
–Sé que Marcos lo acabará sabiendo –admitió ella–. Pero cuanto más tarde, mejor. Además, ahora ni siquiera me habla.
–Si no tienes cuidado, te pasarás el resto de tu vida... –negó con la cabeza–. No, mejor dicho, no tendrás una vida propia.
Paula arqueó una ceja, confundida por el duro reproche que emanaban su expresión y sus palabras.
–¿Y por qué te importa tanto?
El desconcierto se reflejó en su rostro.
–No me importa –negó, encogiéndose de hombros–. Parece que disfrutas con lo que haces. Tal vez sea algo simbiótico –mostró sus blancos dientes en una sonrisa que no alcanzó sus ojos y volvió a tocarle la mejilla, pero esa vez no hubo nada de seductor en el gesto–. Llevas la palabra «mártir» escrita en la frente.
Ella apartó la cabeza, asqueada por el comentario y por la forma en que su traicionero cuerpo reaccionaba.
–Y tú llevas «sádico» escrito en la tuya. Cuando le hablaste a Marcos de esa clínica sabías que no tenemos dinero para pagar el tratamiento... ¿Esperas que me crea que lo hiciste por pura bondad?
No sabía qué clase de crueldad era peor, si la intencionada o la casual.
–Yo pagaré el tratamiento.