sábado, 12 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 20




–Déjame ayudar –cuando Ana se levantó del sofá, a Paula le costó reconocerla. Había perdido muchísimo peso y sus ojos estaban rodeados de oscuros círculos.


–Tranquila, mamá, tú descansa.


–Ya he descansado bastante –la mujer contempló su reflejo en la ventana–. A pesar de todo, me alegra que Pedro no resultara herido. Puede que el peligro de un nuevo accidente fuera la sacudida que necesitaba. Me alegra volver a estar con las niñas.


–Mamá… –nunca habían sido muy expresivos a la hora de demostrar sus sentimientos, lo que convertía las palabras de su madre en mucho más significativas. Paula no había esperado un gran discurso, solo que reconociera que aún le quedaba familia–. No pasa nada.


–Lo sé, pero necesito soltarlo. Desde el principio pensé que lo que hizo tu hermana, ceder la custodia de sus hijas a ti y a un hombre que debería estar lejos de nuestras vidas, fue una horrible traición. Y, en lugar de aceptar los deseos de Melisa, aceptar el honor que significaba, él rechazó sus derechos sobre la custodia. Es un hombre horrible. Lo peor.


–No fue así –cuando Ana empezó a sollozar, Paula la abrazó–. Pedro es un buen hombre, pero tiene un trabajo importante, y ahora mismo no está preparado para ser padre.


–¿Y criar a las hijas de tu hermana no es importante?


–No quería decir eso –Paula suspiró–. Es complicado.


*****

–¿Señor? –Pedro se aclaró la garganta–. No estoy seguro de entender a qué se refiere.


–Pues seré más claro –Luis colocó la funda de la cadena en la motosierra–. Puede que Paula sea adulta, pero por lo que a mí respecta, ya has hecho daño a una de mis hijas. Si tu plan consiste en volver a provocar el mismo dolor, entonces…


–Señor –Pedro apretó los puños con fuerza–, no pretendo faltarle al respeto, pero Melisa me engañó. Usted es un hombre, y supongo que sabrá lo que significa mantener a la familia. Si hubiera podido quedarme en casa con Mel después de lo del aborto, ¿no cree que lo habría hecho? Desgraciadamente no pude permitirme ese lujo. Para proporcionarle a su hija el estilo de vida que se merecía, tenía que trabajar. Y lo único que sabía hacer era pescar.


–Lo comprendo –Luis encajó la mandíbula–, pero no te equivoques. Si estás coqueteando con mi hija, haré todo lo posible por detenerte.


–¿Exactamente qué no entiende del hecho de que su hija me abandonó, y encima por mi mejor amigo? Ella no fue la que se vio obligada a alistarse en la marina porque, en cada rincón de esta estúpida ciudad, mis supuestos amigos me miraban con lástima. Paula me entiende. Es una mujer hermosa y cariñosa, muy capaz de…


El derechazo de Luis lo pilló desprevenido y lo dejó momentáneamente sin habla.


–Lo pasaré por alto, dado que todavía está de luto. Pero lo que no voy a aceptar es que se me culpe de que su hija mayor decidiera voluntariamente romper nuestros votos matrimoniales. En cuanto a Paula, es lo bastante mayor para tomar sus propias decisiones.


–Eso ya lo veremos –su exsuegro soltó un gruñido y subió las escaleras del porche.



****


–¿Te golpeó? –Paula acababa de preparar los biberones y dos cuencos de melocotón para las niñas cuando su padre irrumpió en la casa y le dijo a Ana que era hora de marcharse.


–Sí –Pedro sacó una bolsa de guisantes del congelador.


–¿Qué le hiciste? –preguntó ella.


La mirada de Pedro le indicó que la pregunta no era la adecuada.


–¿Qué pasa en tu familia que todos dais por hecho que yo soy el malo? Tu padre quería saber por qué te besé. Y luego te declaró fuera de mi alcance.


–Tienes que estar de broma –Paula se cubrió el rostro con las manos.


–Ojalá.


–¿Y ahora qué? –ella dio de comer a Viviana.


–¿Me lo preguntas a mí? –Pedro hizo lo propio con Vanesa.


–Es evidente que mis padres han perdido la cabeza. No entiendo cómo prefieren quejarse sobre ti antes que disfrutar de la compañía de estas dos monadas.


–Buena pregunta –con un trapo húmedo, él limpió las pegajosas mejillas de Vanesa.


–Lo siento.


–¿Por qué? Tú no me golpeaste.


–Pero de no haber sido por ese estúpido árbol de Navidad, nada de esto habría sucedido.


–Árbol que, por cierto, sigue ahí fuera. En cuanto terminen de comer estas dos, ¿me ayudas a meterlo dentro?


–Nada podría apetecerme más –ella le dio un beso.


–¿Nada? –él sonrió antes de hacer una mueca de dolor–. Al menos, después de haber recibido un puñetazo de tu padre, me debes una sesión de jugar a los médicos.



****


Paula terminó de colgar las luces de Navidad en el bar y dio un paso atrás para admirar su obra.


–Tendrían que estar más a la derecha –observó Rufus.


–No le hagas caso –intervino Clementina–. Está estupendo, aunque sigo sin entender cómo puedes actuar como si nada hubiera sucedido el día después de que tu padre golpee a tu novio.


–Yo no diría que es mi novio.


–¿Entonces qué dirías? –Clementina sacó el árbol metálico guardado bajo las escaleras.


–¿Hay que colgarle una etiqueta por fuerza?


–Supongo que no, pero ¿habéis hablado de lo que pasará cuando se marche?


–No –Paula prefería no pensar en ello.


Las puertas del bar se abrieron y, junto a una ráfaga de helado viento, entró el padre de Paula.


–¿Lo golpeaste? –Paula le hizo frente antes de que se sentara–. Papá, tú no eres así. Eres uno de los hombres más amables que he conocido. ¿Qué le está pasando a nuestra familia?


–Es complicado –Luis se quitó la gorra–. Lo único que sé es que Pedro destrozó a Melisa y que hará lo mismo contigo. No es hombre de familia. Nunca lo ha sido.


–¿Deliras o qué? –la aguda voz de Paula atrajo la mirada de algunos clientes y, tirando de su padre, se lo llevó a un rincón más apartado–. Mamá y tú nunca habéis querido aceptar que vuestra perfecta hija engañó a su marido, pero así fue. Siento que sufriera un aborto, pero eso jamás justificará que se acostara con Alex, el mejor amigo de su marido. ¿Por qué te niegas a verlo? Es más, ¿por qué no reconoces que Pedro fue la parte agraviada en todo este asunto? Melisa y Alex conservaron a sus amigos. Pedro perdió a su esposa, y también toda su vida.


–¿Me traes una cerveza? –su padre suspiró.


–No. No hasta que reconozcas que hiciste mal al golpear a Pedro y que le debes una disculpa. Y también quiero que reconozcas que yo me merezco un poco de felicidad. Si Pedro me hace sonreír, ¿qué mal puede haber en ello?


–Ya veo que no me vas a traer esa cerveza. Me marcho.


–Eres imposible –exclamó ella mientras Luis se dirigía hacia la puerta.


–Y tú alucinas. Acuérdate de lo que te digo, ese chico solo te traerá dolor.


–No es un chico, es un hombre –susurró ella cuando su padre ya se había marchado–. Y, ahora mismo, lo respeto más que a ti.


–No deberías faltarle al respeto a tu padre –Rufus sacudió la cabeza.


–¿En serio? Gracias por el consejo, pero estoy harta de que él me falte al respeto a mí.


****


–Recuérdame por qué estamos haciendo cola para que las niñas vean a Papá Noel por segunda vez este año –el sábado anterior a Navidad, Pedro empujaba el carrito de las gemelas mientras a su alrededor se oían villancicos y los puestos callejeros vendían dulces y chocolate caliente.


Hasta su alistamiento en la marina, no se había perdido ninguna cabalgata de Navidad en Conifer. ¿Por qué se sentía como si hubiera aterrizado en la Luna sin traje espacial?


–¿Y por qué no íbamos a traerlas? Tú mismo solías venir de niño.


–Claro, como todos, pero solo digo que las niñas podrían sentirse confusas ante el concepto de la multiplicidad de Papá Noel, ya que acaban de conocer a otro en la granja de abetos.


–Da igual, tú quédate ahí y pon cara de guapo.


De haber estado solos, Pedro le habría propinado un golpe en el trasero por su descaro. Pero estaban rodeados de parejas con las que Melisa y él habían ido al instituto.


–¿Qué sucede? –preguntó Paula–. Miras como si alguien te hubiera quitado un caramelo.


–No soporto cómo nos mira todo el mundo.


–¿Quién? –ella miró a su alrededor.


–No lo sé. Todos.


–¿Y desde cuándo te preocupan tanto esas cosas?


–Olvida lo que he dicho –avanzaron un poco más–. Acabemos con esto y volvamos a casa.


–¿No podemos ir al mercadillo de artesanía? Me gustaría comprarles algo especial a Fer y a tu padre para agradecerles lo mucho que han ayudado con las niñas.


–Por favor, Paula, ¿no podemos…?


–¡Hola, Pedro! Cuánto tiempo sin verte –Craig Lovett, el tipo que había celebrado su cumpleaños en el sótano de Alex y Melisa la noche antes del accidente, le estrechó la mano–. Eres mi héroe, tío. Un auténtico SEAL. Estás viviendo el sueño.


–Pensaba que el sueño éramos nosotros –Sue, la esposa de Craig empujaba un sillita de bebé.


–Cielo, ya sabes a qué me refiero –Craig besó a su mujer–. ¿Qué tipo no querría ser un SEAL? Yo siempre quise, pero nunca encontré el tiempo. ¿Es cierto que durante la semana infernal tenéis que matar a un tiburón con vuestras manos?


–No –¿de dónde se sacaba la gente esas ideas?


Craig se había portado como un auténtico cretino durante el divorcio y Pedro estuvo tentado de asegurarle que no solo tenían que matar a un tiburón, tenían que matar al gran blanco.


–Nada de tiburones, solo correr mucho y levantar pesas.


–¡Oh! –Craig parecía desilusionado–. Bueno, pero sí tenéis que permanecer bajo el agua durante veinticuatro horas, respirando a través de una caña. Yo lo habría clavado.


–Las técnicas de respiración bajo el agua son alto secreto, tío –Pedro se quitó lentamente las gafas de sol–. Si te hablara de ello, tendría que matarte después.


–Claro, entendido –Craig sacudió la cabeza–. A lo mejor debería considerar alistarme.


–¿Qué tal las gemelas? –Sue puso los ojos en blanco y se volvió a Paula–. Debe de ser duro perder a ambos padres. Nuestro hijo mayor, Frank, perdió a su hámster a los dos años y pensé que iba a tener que llevarle a terapia para que dejara de llorar.


–Eh… sí, claro.


Pedro no estaba seguro, pero le pareció que Paula lo miraba suplicante.


–Acabo de recordar que a las dos tenemos que recoger esas galletas que encargué, y la pastelería cierra en diez minutos. Tenemos que irnos.


–¡Madre mía! –Sue apartó el carrito de su hijo cuando Paula casi lo atropelló con el de las gemelas–. Bueno, me alegra haberos visto.


Pedro –gritó Craig–. Cuando tengas un momento, pásate por la tienda. Me encantará escuchar tus historias de batallas.


–Lo haré –Pedro lo saludó con la mano en el aire.


–¿Qué te parece esa mujer? –cuando estuvieron lo bastante lejos, Paula aminoró la marcha–. Ha comparado la pérdida de Vivi y Vane con la de un hámster. ¿De verdad tuviste que respirar a través de una caña durante veinticuatro horas?


–¿A ti qué te parece?


–No –ella rio–, pero teniendo en cuenta que cortaste un árbol enorme, lo arrastraste hasta casa y lo colocaste sobre un pedestal tú solito, estoy dispuesta a creerme casi cualquier cosa de ti.


–¿Por qué sigues aquí?


–¿A qué te refieres? –Paula cruzó la calle.


–No me malinterpretes, pero no recuerdo tus años de instituto como muy felices. ¿Por qué sigues frecuentando a esa gente?


–No lo hago. Eran los amigos de mi hermana, y solían ser los tuyos.


–No me lo recuerdes –Pedro dio un respingo–. He cambiado.


–Me encanta Conifer. Aquí está mi familia y el bar. Amigas como Clementina, y mis clientes habituales. Hay poca delincuencia y muchas cosas divertidas que hacer. No me imagino un lugar mejor para criar una familia, sobre todo ahora que resulta que tengo una.


–Te admiro –habían llegado al mercadillo de artesanía–. No creo que yo pudiera hacerlo.


–¿Alguien te lo pidió alguna vez?


El tono irritable de Paula lo puso en alerta.



*****

Paula tarareaba un villancico, pero eso no significaba que estuviera tranquila.


Antes de romperse el brazo había controlado la situación con Pedro. De no haber sido tan estúpida como para caerse en esas escaleras, él se habría marchado hacía mucho tiempo. Y, por mucho que intentara convencerse a sí misma de que no se sentía atraída hacia él, que ni siquiera lo deseaba porque antes había sido de Melisa, empezaba a temer que sus esfuerzos eran fútiles.


¿A quién quería engañar? Pedro siempre había formado parte de ella, pero eso no significaba que fuera a comprometerse formalmente con ella.


Su acción de rescate no se diferenciaba de aquella vez que se había roto el tobillo y él la había llevado a su casa en brazos. Ella le importaba, pero nada más. Incluso había admitido que, después de lo que su hermana le había hecho, ya no podía ofrecer nada a nadie.


Y por eso tenía que dejar de contemplarlo como el hermoso hombre de sus sueños y empezar a verlo como lo que era, el amargado ex de su hermana.


–¿Crees que a Fer le gustaría esto? –Pedro sostuvo en alto una caja con forma de casa para pañuelos de papel. Los pañuelos salían de la chimenea.


–Estoy segura de que sí –¿cómo lo hacía? Justo cuando acababa de jurarse a sí misma que iba a superar la enfermiza adicción que sentía por Pedro, él hacía algo adorable.



***


Media hora después Paula acompañó a Pedro a la tienda de deportes de Craig.


–Papá lleva años quejándose por haber perdido su mejor caña de pescar.


Mientras Pedro se eternizaba en elegir la caña perfecta, Paula recordó las innumerables ocasiones en que había comprado en esa tienda, con Melisa y su madre, algo para su padre. Era increíble lo mucho que se habían distanciado desde entonces.


Sus padres sin duda le echarían la culpa a su relación con Pedro, pero se equivocaban. Sus padres, que una vez le habían parecido infalibles, no eran más que humanos.


Por otro lado casi suponía un alivio saber que eran simples mortales, como los demás, pero ¿por qué habían decidido rendirse? Cierto que Melisa estaba muerta, pero no podían desmoronarse, por ella y por sus nietas. Los necesitaba más que nunca aunque, después de que su padre hubiera golpeado a Pedro, ¿qué podía decir siquiera?


–Creo que esta –Pedro eligió una–. A papá le encantará. ¿Qué le vas a comprar al tuyo?


–Un saco de carbón. Sigo furiosa con él. ¿Tú no?


–Al principio lo estaba –se dirigieron hacia la caja–, pero me puse en su lugar. Ha perdido a su hija en una muerte sin sentido. Por eso reacciona con tanta agresividad.


–¿Cómo puedes ser tan clemente con mi padre? –tras pagar, salieron a la calle.


–¿Y qué quieres que haga? –Pedro sacó el coche del aparcamiento–. Luis era como un segundo padre para mí. Su puñetazo dolió más emocional que físicamente. Sin embargo, sigo sin entender por qué se empeñan en echarme a mí toda la culpa del divorcio.


–Yo tampoco lo tengo claro –el tráfico era una pesadilla. Hacía un día tan bonito que todo el mundo parecía haber salido de sus casas–, pero seguro que Melisa tuvo algo que ver.


En cuanto mencionó el juego sucio de su hermana, Paula se sintió culpable.


En muy poco tiempo, Pedro había llegado a significar tanto para ella que la asustaba. Desde el principio se suponía que no iban a compartir más que una diversión temporal.


–¿Melisa habló muy mal de mí? –preguntó Pedro en el siguiente semáforo en rojo.


–Supongo –ella bajó el rostro, pero él le sujetó la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.


–¿Exactamente qué dijo de mí?


–No quiero seguir. No me parece bien.


–¿Y sí te parece bien que tu hermana mintiera sobre mí ante tus padres?


–No quería decir eso.


Durante las horas que siguieron, Pedro no volvió a articular palabra alguna.









UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 19





De regreso a casa, Pedro colocó el árbol que habían comprado, en el salón.


–¿Quieres que ponga unos libros debajo para que parezca más alto?


–En la granja parecía más grande –Paula observaba el árbol con Vanesa en brazos.


La granja había abierto hacía una semana y los mejores ejemplares ya habían sido vendidos.


Viviana hizo sonar el claxon de su nuevo andador.


–Parece que a ella le gusta –Pedro rio.


–Sí, pero yo quería el árbol perfecto. ¿Cómo pude equivocarme en la fecha de apertura?


–¿No tendrá algo que ver el hecho de que hayas perdido a tu hermana, que tu madre haya caído en un pozo, que te rompiste el brazo y te encuentres con la responsabilidad de dos bebés?


–Dicho así –Paula se sentó en el brazo del sofá–, supongo que tienes razón.


–¿En serio? –Pedro la envolvió en un cálido abrazo.


–¿Has mirado ahí fuera? Todo el campo está cubierto de árboles de Navidad…


*****


Paula se despertó acurrucada junto a Pedro. Eran las seis de la mañana y aún sería de noche durante un buen rato. Distraída, jugueteó con la mano de Pedro, apoyada en su estómago.


–Te has despertado demasiado temprano –murmuró él antes de besarle el cuello–. Con suerte, las ratitas seguirán dormidas una media hora más.


–Me he despertado porque estoy excitada.


–Yo también… –la erección subrayó sus palabras–. ¿Y qué vamos a hacer?


–Pensaba que íbamos a ir al bosque a buscar un árbol de Navidad gigante.


–¿No preferirías quedarte en la cama? –Pedro la besó lentamente.


–Supongo que estaría bien –ella rio–, pero ¿qué pasa con lo del árbol más grande?


–Aquí hay algo que se hace más y más grande mientras hablamos.


–¡Eres horrible!


–Y tú deliciosa –contestó él tras otro apasionado beso–. Vamos con ello antes de que nuestras dos monitas empiecen a enredar.


Horas más tarde, cuando el sol al fin salió, abrigaron a las niñas y partieron hacia el bosque.


–Supongo que eres consciente de que esto es una locura –observó Pedro.


–Y eso lo dice el que sacó los pupitres al campo de fútbol para formar con ellos su nombre.


–Cosa de críos –Pedro se hundió en la nieve hasta los muslos–. ¿Se te ocurre cómo vamos a llevar la motosierra y dos bebés con esta nieve?


–Tú eres el SEAL.


–¿De verdad va a funcionar así? –él sonrió de manera seductoramente provocativa.


–Has empezado tú. Alégrate de que no puedo llevar a Vanesa en brazos y lanzarte una bola de nieve al mismo tiempo o te machacaría.


–¿Así? –antes de que ella pudiera prepararse, Pedro le golpeó la cabeza con una bola de nieve.


–¡Bruto! –el frío de la nieve contra el rostro le arrancó a Paula una carcajada, pero también una gran sed de venganza, iniciando una persecución–. Te odio.


–No es verdad –bromeó él, siempre unos pasos por delante.


Al cabo de un rato, redujo la marcha para que ella pudiera alcanzarlo en el cuello con una apretada bola de nieve. 


Soltando un rugido, tumbó a Paula y a Vanesa sobre un montículo de nieve recién caída.


–Eres un ser horrible, atacando a unas pobres chicas indefensas –la sensual sonrisa de Pedro despertó en Paula el deseo de un nuevo beso y la dejó casi sin aliento.


–No soy tan malo –él se volvió hacia Viviana–. A ti te parezco divertido, ¿a que sí?


La pequeña le devolvió una sonrisa desdentada.


–¿Lo ves? Las mujeres me aman –Pedro se inclinó y besó a Paula en los labios.


«Sí, Pedro, sería muy fácil amarte».


–Pero no me estás ayudando a encontrar un árbol más grande.


–Como siempre sucede cuando estás cerca, aquí hay algo que sí se está haciendo más grande.


–¡Eres horrible! –y enormemente sexy.


–Admítelo, nunca te sacias de mí –él la volvió a besar, aumentando su deseo.


–De acuerdo, lo admito, sufro una desesperante adicción por ti, pero ¿qué pasa con mi árbol?


–¿Siempre has sido tan exigente?


–Sí –Paula alzó la barbilla y sonrió–. De modo que dame un último beso y en marcha. Dado que hay más nieve de la que creíamos, las niñas y yo nos quedaremos en casa.


–Trato hecho.



*****

La misión de encontrar el árbol de Navidad perfecto para Paula se había convertido en una absurda urgencia para Pedro. Quería verla sonreír, y ser él el responsable de esa sonrisa.


Tras caminar casi un kilómetro con la nieve por los muslos, descubrió un ejemplar de más de tres metros que hasta Paula encontraría impresionante. Perfectamente simétrico, no era demasiado grande, una auténtica belleza, como la mujer a la que iba destinado.


Desde hacía unas semanas, sobre todo desde que dormía cada noche en la cama con Paula, la casa de Alex y Melisa había empezado a parecerle un verdadero hogar. ¿Qué significaba eso? ¿La comodidad emanaba de la casa o de sus ocupantes? Bastó recordar los ardientes besos y las risas infantiles para comprender que las tres damas lo habían hechizado.


¿Se sentía realmente comprometido con Paula y las niñas, o simplemente había sucumbido a los privilegios de jugar a las casitas con sus ventajas?


Frustrado con sus pensamientos, sacó una pala plegable de la mochila y empezó a cavar alrededor del árbol. Descubrió que, bajo la nieve, era mucho más ancho de lo que parecía.


El siguiente paso era arrancar la motosierra. Pero por más que tiraba de la cuerda de arranque, no se movía. Odiaba esas máquinas desde niño y, al parecer, ellas le correspondían.


Al final se rindió y optó por una pequeña hacha que se había llevado como apoyo.


El cielo estaba cada vez más negro y las temperaturas caían vertiginosamente. Debía darse prisa.


Él había sido pescador, no leñador, y sus habilidades con el hacha dejaban mucho que desear. Sabía hacer la hendidura en el tronco, y sabía que su ubicación era crucial para determinar hacia dónde caería el árbol.


Cruzó los dedos y asestó un golpe final. Un enorme crujido estalló en el aire y el árbol cayó.


Ya solo le quedaba arrastrarlo hasta la casa…



****


Dos horas más tarde, Pedro aún no había regresado. Ese hombre era un SEAL y, sin duda, capaz de derribar a un oso con una mano, pero eso no era excepcional en Alaska.


Aunque el lado más racional de Paula sabía que estaría bien, la parte aún perpleja por la muerte de su hermana y cuñado le advertía que no corriera riesgos. Apenas quedaban dos horas de luz.


Tras pasear inquieta por la cocina, marcó el número de sus padres.


–Papá, siento molestarte –lo saludó–, pero necesito tu ayuda. Puede que Pedro tenga problemas.


–Enseguida llego –fue la respuesta de Luis y colgó.


Nevaba copiosamente y las temperaturas habían caído en picado. Paula dejó a las niñas en el parque y, llevándose el monitor, salió de la casa.


–¡Pedro! –la nieve y los árboles amortiguaban sus gritos–. Pedro, ¿me oyes?


Si le había sucedido algo por su capricho de tener un estúpido árbol, jamás podría perdonárselo.


Temblando de frío, regresó al interior y se arrodilló junto al parque.


–Ahora mismo me gustaría que pudieseis hablar. Mejor aún, que fuerais lo bastante mayores para inculcarme algo de sentido común sobre mis ansias de perfección en la decoración.


Melisa había sido la gran decoradora. ¿Por qué se sentía ella empujada a reproducir lo que solía hacer su hermana? ¿Tenía algo que ver con sus inseguridades hacia Pedro?


El timbre de la puerta sonó y Paula corrió a abrir.


–Gracias por venir –ella lo abrazó con fuerza.


–Lo encontraremos –el hombre le tendió unas raquetas de nieve–. Sus huellas deberían ser fáciles de seguir.


–Pero no puedo acompañarte y dejar a las niñas.


–Yo las cuidaré –su madre apareció, con gesto de amargura y movimientos lentos, pero también con los brazos extendidos para recibir un abrazo.


–¿Seguro que estarás bien? –preguntó Paula.


–Estaré bien –la mujer asintió–. Ya hablaremos más tarde. Ahora id a buscar a Pedro.


Su padre estaba en lo cierto. Incluso con la tormenta, las huellas de Pedro eran visibles. Al comprobar lo profundamente que se había hundido, se sintió enfermar.


A medida que se adentraban en el bosque, la nieve caía con más fuerza.


–¡Pedro! –Paula sentía tal opresión en el pecho que temió sufrir un ataque.


–Le dije a tu madre que, si no volvíamos en una hora, llamara para pedir ayuda.


–¿Cómo conseguiste traerla?


–No lo hice. Ella misma decidió tomar los tranquilizantes solo por la noche. Y quiso venir.


–Eso es estupendo –los dientes de Paula empezaron a castañetear, por el frío y el miedo. Y se le ocurrió que, si su madre se encontraba mejor, debería haber llamado. ¿Seguía enfadada?


–¡Pedro! –gritó su padre.


–¿Luis? –respondió una voz en la oscuridad, seguido de un extraño ruido de arrastre.


–Pedro. Gracias a Dios –al verlo, las lágrimas rodaron por las mejillas de Paula. Con toda la rapidez que le permitían las raquetas, corrió hacia él y, tras rodearle el cuello con los brazos, lo besó en los labios sin importarle que su padre estuviera mirando–. Tenía tanto miedo de que te hubiera sucedido algo. ¿Por qué has tardado tanto?


–¿Tú qué crees? Fue por tu árbol –tras devolverle el beso, Pedro señaló a su espalda.


–¿Por qué elegiste uno tan grande? –preguntó Luis.


–Tu hija lo quería enorme. Temía que, si llegaba a casa con algo más pequeño, no me dejaría entrar –Pedro rio–. Lo que me dio fuerzas para seguir fue la imagen de una taza de café.


–Qué tonto –Paula sacudió la cabeza–. Te habría prometido un suministro vitalicio de café con tal de que regresaras antes.


–Y yo te habría tomado la palabra –Pedro le guiñó un ojo–, pero no me atrevía a regresar sin el árbol.


****

–Estás a salvo –Ana abrió la puerta y se santiguó.


–Siento haberos asustado –estupefacto, Pedro optó por no mencionar nada sobre el aspecto de su exsuegra. Por el bien de Paula, esperaba que marcara el inicio del regreso a la unión entre madre e hija–. Todo este asunto del árbol de Navidad se nos escapó de las manos.


Paula al menos tuvo la decencia de sonrojarse al oír la queja de Pedro.


–No debería habértelo pedido.


–Ya que tenemos aquí el árbol, lo mejor será colocarlo de pie –observó Luis–. A tu hermana le gustaba frente a la ventana, ¿verdad, Paula?


–Quitaré el arbolito ese de en medio –ella asintió.


De nuevo en la calle, Pedro intentó, otra vez sin suerte, arrancar la motosierra para recortar las ramas inferiores.


–¿Me permites? –preguntó Luis.


–Adelante –él se hizo a un lado.


La estúpida máquina arrancó a la primera, haciéndole sentir como un crío de doce años.


–Con esto debería bastar –minutos después, el padre de Paula, terminó su labor.


–Tiene buen aspecto –más que ansioso por terminar con aquello, Pedro agarró el árbol por la base del tronco para llevarlo al interior de la casa.


–Un momento –Luis le bloqueó el paso a las escaleras del porche–. Ya que estamos solos, ¿te importaría explicarme lo de ese beso?