viernes, 6 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 14

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Cuando regresó al despacho, Pedro estaba entrando en el baño. Los papeles y artículos de oficina que había tirado al suelo se hallaban de nuevo sobre la mesa. Todo estaba ordenado, como si no hubiera pasado nada. ¿Quién podía decir que Paula acababa de tener sexo sobre el escritorio con el famoso millonario?


Temblorosa, se sentó, dándole vueltas a lo que había sucedido.


–¿Qué he hecho? – murmuró ella, angustiada.


Poco a poco, comenzó a sentirse culpable y avergonzada. 


¿Qué diría Philip si se enterara? ¿Y qué pensaría su padre?


 Entonces, recordó que Philip le había contado, en una ocasión, que su padre nunca había logrado entender cierto «impulso salvaje» que su madre había tenido.


–Vivir con esa mujer era como construir una casa encima de un depósito de dinamita. No pasaba un día sin que me preguntara cuándo iba a estallarme en la cara – le había confesado un día su padre a Philip.


Ruth Chaves había destrozado a su marido cuando lo había abandonado por un hombre rico y poderoso. Y él había ido a juicio para asegurarse de ser quien se quedara con la custodia de su hija, Paula. Después de sufrir aquellos dolorosos acontecimientos, ella se había jurado no comportarse jamás como su madre.


Pero estaba segura de que, cuando la naturaleza ejercía su poder, los humanos no tenían nada que hacer. Por eso ella había terminado acostándose con Pedro. En ese momento, se sentía como si acabara de sobrevivir a un tornado.


Y había algo más que le preocupaba. Habían tenido sexo sin usar protección. Habían estado tan sumergidos en el momento que ni siquiera se les había pasado por la cabeza.


Al menos, ella sabía que Pedro no había planeado seducirla. 


Si lo hubiera hecho, sin duda, habría usado protección. 


Podía coquetear con el peligro en los negocios, pero un hombre como él no correría riesgos innecesarios en su vida personal.


Aunque sería fácil rendirse al pánico, Paula se negó a hacerlo. Por suerte, conocía la píldora del día después y, antes de volver a casa, iría derecha a la farmacia. Un embarazo no esperado era algo que no entraba en sus planes en absoluto.


Pedro regresó. Por su expresión, parecía avergonzado. Sin embargo, cuando sonrió al verla, ella apretó los muslos de forma inconsciente y se le aceleró el corazón. Había sido increíble cómo habían hecho el amor. En sus brazos, había aprendido lo que significaba el éxtasis y la libertad total de toda restricción. Se había sentido como si hubiera volado.


–¿Quién era? ¿Un cliente? – preguntó él.


Embobada ante aquel hombre tan atractivo, Paula tardó unos segundos en reaccionar. Debía decirle, cuanto antes, que había sido un error convertir su relación de negocios en algo sexual. Los dos ardientes encuentros que habían compartido no podían repetirse.


–Era el cartero.


–No podía haber llegado más a tiempo.


Paula se sonrojó.


–Me dijo que iba con retraso por culpa del tráfico.


–No importa. Lo que me preocupa es qué vamos a hacer. Quiero que vengas a mi casa esta noche. Esta vez, quiero asegurarme de que nadie nos pueda interrumpir – le susurró él con voz sensual, rodeándola con los brazos por la cintura.


De nuevo, Paula se encontró hipnotizada por sus ojos. Su determinación de mantener las distancias perdía fuerza por momentos.


–Puede que eso sea lo que tú quieres, pero no es lo que yo quiero.


–No te creo.


Posando las manos en su pecho, ella intentó empujarlo.


 Pero él no se movió ni un ápice, ni la soltó.


–Mira, tal vez haya aceptado trabajar para ti durante un tiempo, pero eso no significa que esté a tu disposición día y noche.


–¿He dicho yo que eso era lo que quería? – preguntó él, y suspiró, bañándola con su cálido aliento– . A mí tampoco me gustaría estar a tu disposición noche y día, Paula. Pero, si necesitamos pasar más tiempo juntos, eso es distinto, ¿no te parece?


Por sus palabras, no daba la sensación de que Pedro tuviera la intención de utilizarla y dejarla tirada cuando apareciera la próxima mujer que se le antojara.


Aun así, su experiencia con su exnovio le recordaba que no podía entregar su confianza con tanta facilidad. No podía rendirse a la esperanza de que Pedro quisiera de veras mantener una relación con ella. Su largo historial de conquistas era prueba más que suficiente de que no era el tipo de hombre que creía en las relaciones estables.


–No creo que sea buena idea que pasemos más tiempo juntos, al menos, no de ese modo. A partir de ahora, nuestra relación debe ser solo profesional. Haré mi trabajo y venderé las antigüedades, pero no es necesario que nos veamos fuera del trabajo.


–No estoy de acuerdo.


–Ya me lo imaginaba, pero eso es porque quieres salirte siempre con la tuya. He tomado una decisión, Pedro.


–¿Y si descubres que estás embarazada? – preguntó él con mirada fría, sin soltarla todavía.


–No te preocupes por eso.


–¿Quieres decir que estás tomando la píldora?


–No, pero puedo tomar la píldora del día después. Voy a comprarla en la farmacia de camino a casa.


–¿Y yo no tengo nada que decir al respecto?


–Creí que te gustaría saber que podemos hacer algo. Estoy segura de que no quieres verte atado a mí por culpa de un bebé no planeado fruto de un momento de locura.


Durante unos instantes, Pedro no supo qué decir. No estaba acostumbrado a sentirse desconcertado. Pero lo peor era que tenía la sensación de que, por alguna razón, algo había cambiado en él y nunca iba a volver a ser el mismo.


Entonces, recordó lo que había pasado antes de su momento de locura. Él le había dicho a Paula que era su empleada y ella no había parecido contenta con aquel hecho. Luego, ella le había echado en cara no ser como su antiguo jefe, Philip Houghton.


Sus brazos se apretaron como una tenaza alrededor de la fina cintura de Paula. Un irresistible sentimiento de posesión lo inundó.


–¿Estás decidida a tomar esa píldora del día después porque no confías en mí? ¿Crees que no me responsabilizaría del bebé?


Ella suspiró.


–No he pensado en nada de eso. Solo quiero protegerme a mí misma. La nuestra no es una relación seria y yo soy tan responsable como tú de lo que ha pasado. Solo quiero ser prudente.


–¿Por qué? ¿Alguna vez te ha pasado algo parecido? Me contaste que, en una ocasión, alguien te había hecho sufrir.


–Sí. Pero no me dejó embarazada ni me abandonó, si es lo que estás sugiriendo. En cierta manera, se portó todavía peor. Me engañó con otras mujeres y me mintió, como si no fuera importante.


Aunque Paula se había esforzado en mostrar desapego al hacerle su confesión, Pedro percibió cierto dolor en su voz y sintió el primitivo deseo de protegerla y defenderla.


–Siento que tuvieras que pasar por eso – señaló él, bajando la voz– . Pero yo no soy como él. Estás mejor sin ese tipo. Volviendo a la situación presente, sé que lo más práctico es la píldora del día después. Pero ¿qué pasa con nuestros sentimientos? ¿No los vas a tener en cuenta?


Con el corazón acelerado, Pedro se escuchó a sí mismo haciendo una pregunta que nunca antes le había hecho a una mujer. Sin embargo, desde que había conocido a Paula, estaba cada vez más inclinado a enfrentarse a un aspecto de su vida que había tenido apartado desde niño… sus sentimientos.


Los ojos de color violeta de su interlocutora brillaron alarmados.


–¿Estás diciéndome en serio que puedes sentir algo respecto a la posibilidad de que tenga un bebé?


–Yo también tengo corazón. Hay algunas cosas en la vida que pueden hacer que una persona se detenga a recapacitar. Un posible embarazo es una de ellas.


–Ya te he dicho que no es solo responsabilidad tuya.


–Te he oído. Ahora quiero que me escuches a mí, Paula. No sé cómo ni por qué, pero parece que tenemos una especie de conexión… lo que nos une es más profundo que un encuentro pasajero. No es algo que quiera ignorar y tampoco quiero dejarlo pasar.


–No sé qué decir.


–En ese caso, no hay ninguna razón para no tomarnos nuestra relación de forma más íntima, ¿verdad?


–Creo que no se puede hacer más íntima, ¿o sí?


El comentario de Paula pretendía ser irónico. Por desgracia, a él no le pareció gracioso.


Sin decir nada más, Pedro la soltó. Se pasó una mano por el pelo, frustrado por que ella no quisiera tomarse su relación más en serio. Aunque habían hecho el amor, era fácil notar que su amante había levantado barreras entre los dos. Y él deseaba poder echarlas abajo.


Nunca había experimentado antes la sensación de que una mujer lo rechazara. Pero lo peor era el vacío que lo invadía después de haberla soltado. Podía insistir en que lo acompañara a casa, aunque intuía que ella había tomado una decisión y no cambiaría de opinión. De hecho, si la presionaba, podía ser contraproducente. Tendría que buscar otra estrategia.


–Si no quieres venir a mi casa, ¿por qué no me dejas que te lleve a la tuya? – propuso él, mirándola a los ojos.


–No hace falta. Puedo ir en autobús, como hago siempre.


–¿No conduces?


–No. No tengo carné.


Pedro tuvo que controlar su rabia porque las cosas no estaban saliendo como él quería. Respiró hondo.


–Entonces, ve a buscar tus cosas. Te espero en la puerta.


 La primera parada será la farmacia.







jueves, 5 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 13





El recuerdo de la voz de Pedro gritándole que la llamaría pronto, mientras la barca se alejaba de la costa, persiguió a Paula durante varias noches después de llegar a Londres. 


Por su tono, le había parecido que realmente él no había querido que se fuera.


Ella se había quedado contemplando su solitaria figura en la playa hasta que había desaparecido en la distancia. Le había dejado una extraña sensación de vacío en las entrañas, difícil de explicar.


Pero se había animado al saber que Philip había mejorado durante su ausencia. Y, cuando le había dado la noticia de la venta y de que el dinero estaba en su cuenta, su jefe se había mostrado aliviado y feliz.


En la tienda, se había dedicado a catalogar con meticulosidad las antigüedades y, luego, contactar con tratantes de arte y con casas de subastas que podían estar interesados en su compra. Su trabajo estaba a punto de terminar allí, algo que no había esperado hacía solo unos meses.


Una tarde, estaba hablando por teléfono cuando la campanilla de la entrada anunció la llegada de un cliente. 


Agradecida por la distracción, Paula fue a la puerta para ver quién era. Llevaba todo el día intentando convencer a un importante tratante de arte de París, conocido por su gusto exquisito, de que fuera en persona a la tienda para ver un chifonier que sabía que encajaría a la perfección para él. Le había asegurado que podía pagarle el viaje, pensando que a Pedro no le importaría, siempre que vendiera el artículo a buen precio.


En cuanto llegó a la planta baja y vio a Pedro parado allí, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho y un impecable traje hecho a medida, Paula perdió su capacidad de habla.


–Se me ha ocurrido pasarme a saludarte y ver cómo va todo.


Él estaba actuando como si fuera la forma habitual en que hiciera las cosas… presentarse sin más, sin avisar, observó Paula. ¿No tenía una secretaria estirada que le hiciera esos encargos? Claro que sí. Había hablado con ella cuando había concertado la cita para ir a la isla. Y sí, le había sonado bastante antipática.


Aclarándose la garganta, se pasó la mano por el pelo. Desde que se había arreglado por la mañana, no se había mirado al espejo para comprobar su aspecto. Ni siquiera recordaba haberse puesto maquillaje. Se dijo que no debía preocuparse de lo que Pedro pensara de ella, pero lo cierto era que le preocupaba más de lo aconsejable.


–Supongo que quieres saber cómo van las ventas de antigüedades. Seguro que estás deseando tener el edificio vacío para poder empezar con la reforma.


Una inexplicable sonrisa se dibujó en los labios de él.


–Claro que me interesa saber cuántas antigüedades has vendido en mi nombre, pero esa no es la única razón de mi visita, Paula. He venido a ver cómo estabas.


–Sin duda, te preguntas si me he recuperado de la tormenta.
 Fue una experiencia que nunca olvidaré. Pero estoy viva y coleando… como puedes ver.


–No me refería a eso. No nos despedimos demasiado amistosamente, ¿recuerdas? Odio pensar que sigues enfadada conmigo.


–No lo estoy. Había mucha tensión por lo que había pasado, eso es todo.


–Bueno, te eché de menos cuando te fuiste. Al día siguiente, regresé a Londres, porque mi refugio me parecía muy solitario sin ti.


A Paula le dio un vuelco el corazón. ¿A qué estaba jugando él con aquellos comentarios?


–¿No sirven para eso los refugios? Creí que lo querías para estar en paz y disfrutar de tu soledad.


Pedro hizo una mueca y a ella le sorprendió percibir cierta tristeza en sus ojos azules.


–Nunca hay paz cuando estás a solas con tus pensamientos; al menos, es lo que a mí me pasa.


Su humana y sincera confesión volvió a tomar a Paula por sorpresa. La imagen de un hombre como Pedro, capaz de tener todo lo que se le antojara, no encajaba con la de alguien con sentimientos. Sin embargo, de alguna manera, ella había empezado a pensar que, bajo la superficie, había mucho más de lo que se decía de él en la prensa. Y, a pesar de que le daba miedo dejarse utilizar, reconoció para sus adentros que ansiaba conocerlo mejor.


–Sé lo que quieres decir. A veces, los pensamientos nos vuelven locos. Mira, iba a preparar té justo ahora. ¿Quieres uno? – lo invitó ella.


Pedro dejó de fruncir el ceño y esbozó una sonrisa sincera.


–Si pudiera ser café en vez de té, mucho mejor.


–Café, entonces. Nos los tomaremos en el despacho.


Pedro no pudo evitar recordar la última vez que había estado en el despacho de Philip Houghton. Se encogió al recordar cómo había terminado su reunión con Paula. ¿Cómo podía haberse imaginado, entonces, que esa mujer iba a sacudir su mundo como nunca nadie lo había hecho? Con sus mágicos ojos violetas y su tozudez a la hora de negarse a sus demandas, era distinta a todas las que había conocido antes.


El hecho de que no se mostrara impresionada por su riqueza ni por su poder, el que no estuviera dispuesta a sucumbir a sus encantos, la hacía todavía más deseable. ¿Cómo reaccionaría ella si le confesara que no había podido dejar de recordar su apasionado encuentro en la isla? Desde que la había besado, se había infiltrado en sus venas como una fiebre contagiosa que estaba a punto de volverlo loco.


Ni siquiera había podido concentrarse en el trabajo, algo inédito en él.


En ese momento, al verla sentada al otro lado de la mesa, le pareció que estaba un poco sonrojada. Tenía el pelo revuelto, como si se hubiera pasado los dedos por él por haber estado estresada… o preocupada. Él no tenía demasiadas ganas de sacar a Philip a colación, pero tenía que hacerlo, si quería conocer qué preocupaba a Paula.


–¿Cómo está el señor Houghton?


–Mejor de lo que yo esperaba.


–¿Está mejor?


–Sí. No se ha recuperado del todo, pero los médicos están satisfechos con sus progresos. Saber que no iba a tener más preocupaciones económicas le ha ayudado, sin duda.


–Me alegro. ¿Y tú, Paula?


–¿Qué quieres decir?


–Me da la sensación de que algo te inquieta. ¿Qué es?


Suspirando, ella se recostó en el respaldo del asiento.


–No es nada. Solo pienso que voy a tardar un poco en vender todas las antigüedades y que, mientras, necesito encontrar un nuevo empleo.


Era la oportunidad que Pedro había esperado. Sonriendo, le dio un sorbo a su café.


–No tienes que buscar un nuevo empleo. Ahora trabajas para mí, ¿recuerdas?


Ella abrió los ojos de par en par.


–Sé que vas a pagarme por vender las antigüedades, pero eso no es un empleo indefinido.


–No, no lo es. Pero seguro que puedo encontrar algo adecuado para ti en alguna de mis empresas.


–¿Como qué? – preguntó ella, sin dar crédito a lo que oía.


–Quizá algo relacionado con la administración. Supongo que tus habilidades organizativas son buenas, ¿verdad?


–Pero yo no soy administrativa. Soy experta en antigüedades.


Contrariada, Paula se cruzó de brazos. Posando los ojos en el contorno de sus pechos y en su fina cintura, Pedro sintió que su deseo de poseerla crecía de nuevo. No podría resistirse mucho más tiempo.


–En cualquier caso, no quiero que me encuentres un empleo – continuó ella, levantando la barbilla– . Puedo hacerlo sola.


–¿Sabes cuántos currículum llegan a mi mesa todos los días? – replicó él, frustrado, sin poder contener cierta irritación– . Más de cien. ¡La mayoría de las personas darían lo que fuera por poder trabajar para mí!


–Bueno, pues les deseo buena suerte, pero yo no soy una de ellas – insistió Paula. Después de darle un sorbo a su té, dejó la taza de porcelana con fuerza contra el plato.


Pedro no le pasó inadvertido que le temblaba la mano. Qué mujer tan obcecada, se dijo, deseando que relajara un poco sus defensas. Entonces, su mente le llevó a recordar el tacto de sus pechos y cómo se le habían endurecido los pezones nada más tocarlos.


Como impulsado por un resorte, Pedro se levantó y se acercó a ella para observarla más de cerca.


–Me gustaría liberarte de tu compromiso ahora mismo para que puedas buscar trabajo por ti misma, pero no puedo. Lo que puedo hacer es doblarte el sueldo para que no te preocupes en encontrar algo con demasiada urgencia. ¿Te facilitaría eso las cosas?


–No es solo por el dinero.


–¿No quieres vender las antigüedades para mí? ¿Es eso lo que quieres decir?


–Me resulta extraño.


–¿El qué?


–Llevo trabajando para Philip durante años… ¡y tú no eres él!


La tensión que se apoderó de ellos los tomó a ambos por sorpresa. Ella tenía la respiración entrecortada y se mordía el labio inferior, mientras que a él le galopaba el corazón en el pecho.


Estaba claro a qué se refería, reflexionó Pedro. Solo el pensar que tenía más aprecio a su viejo jefe que a él le hacía arder la sangre. Sabía que no tenía razón para estar celoso, pues ella solo sentía respeto y afecto hacia el anciano, pero no podía evitarlo.


–¿Sientes que no sea un viejo caballero inglés que no podría darte una sola noche de placer aunque lo intentara? – le espetó él, tomándola del brazo.


–Es lo más ridículo que he escuchado nunca – contestó ella, temblando– . Si lo conocieras, lo entenderías. Es el hombre más dulce y amable que he conocido y ya te he dicho que no siento ninguna atracción por él.


Pedro la oyó, pero estaba demasiado alterado para asimilar sus palabras. Estaba perdido en el mar incandescente de sus ojos violetas y en su suave perfume de mujer. Sin contemplaciones, acercó la boca y devoró sus labios de cereza.


En algún momento, saboreó sangre en los labios y no supo si era suya o de ella Pero, entonces, se dio cuenta de que ella lo estaba besando también con pasión y lo agarraba con fuerza, apretándolo contra su cuerpo. Al mismo tiempo, estaba emitiendo pequeños gemidos que delataban que lo deseaba tanto como él a ella.


Con la sangre agolpándosele en las venas, Pedro comprendió que las chispas que habían encendido juntos se habían convertido en un incendio. Solo había una salida para apagarlo… y era dejarlo arder.


Con un gemido, él apartó todos los objetos que había en la mesa y los tiró al suelo. Entrelazando su mirada con la de Paula, la colocó sobre el escritorio de caoba con toda la delicadeza de que fue capaz.


Mientras, ella le estaba quitando la chaqueta y abriéndole la camisa para poder tocarlo. Cuando le acarició el pecho, Pedro sintió una irresistible combinación de cielo e infierno. Cielo porque estar junto a ella de esa manera superaba todos sus sueños de placer e infierno porque estaba tan excitado que le dolía.


Capturando la boca de ella con un profundo beso, alargó la mano hacia sus braguitas. Con urgencia, le deslizó la pequeña prenda de seda hasta medio muslo y se bajó la cremallera de los pantalones. No podía esperar más para estar dentro de ella.


Cuando Paula lo rodeó con sus piernas, él no necesitó más invitación. La penetró con su miembro inflamado, hasta lo más hondo de su húmedo interior. Los dos se quedaron quietos un momento, maravillados por el éxtasis de su unión. 


Incapaz de articular pensamiento alguno, él la penetró con más profundidad, mientras le levantaba la blusa y el sujetador y se introducía uno de sus dulces pezones en la boca.


Ya se había hecho adicto a su sabor, el más delicioso de los néctares. Desde su primer encuentro, Pedro había comprendido que no iba a ser fácil de olvidar.


Dejando escapar un sensual gemido, Paula se quedó paralizada de pronto.


Cuando Pedro levantó la cabeza para mirarla, vio que parecía perpleja. Una lágrima bañaba sus ojos incandescentes. Él no se detuvo a preguntarse qué podía hacerle llorar en un momento tan placentero, pues estaba a punto de llegar al momento del clímax de su sensual viaje.


Al instante siguiente, el cuerpo de Pedro vibró con la potencia del orgasmo. Con un poderoso sonido gutural, apoyó la cabeza en el pecho de Paula.


Justo cuando iba a preguntarle a ella si estaba bien y pensaba decirle lo guapa que era, el sonido de la campanilla de la entrada hizo que ambos se quedaran paralizados.


–Debe de ser un cliente – dijo ella con voz ronca, apartándose de él.


Maldiciendo para sus adentros, Pedro se levantó y se arregló la ropa. Sonrojada, ella le lanzó una mirada nerviosa, mientras se colocaba la falda y la blusa. Atusándose el pelo, se dirigió a la puerta.


–Por esa puerta, hay un baño donde puedes refrescarte – indicó ella– . Le diré a quienquiera que sea que es tarde y la tienda está cerrada.


–Buena idea – murmuró él.


Cuando se quedó a solas, Pedro volvió a maldecir. No porque les hubieran interrumpido, sino porque en brazos de una pasión arrebatadora se le había olvidado usar protección.


El inesperado visitante resultó ser un cartero muy insistente y amistoso, que en una ocasión se había presentado como Bill. Estaba haciendo una entrega de última hora, le explicó a Paula.


A ella no solía molestarle charlar con él de vez en cuando, pero, en esa ocasión, no podía entretenerse.


No, cuando Pedro estaba en su despacho, esperándola.


Todavía le daba vueltas la cabeza por la explosión de pasión que acababa de vivir. Le dolía todo el cuerpo y estaba segura de que tendría un par de moratones. ¡Habían hecho el amor en la mesa del despacho! ¿Acaso se había vuelto loca?


Por una parte, le sorprendía su propio comportamiento. 


Pero, por otra, no se arrepentía. De hecho, se sentía libre y más viva que nunca. Había dejado atrás sus prejuicios y una concienzuda educación moralista para actuar según le había dictado el momento. Era una sensación excitante.


Y, aunque todavía le costaba confiar en Pedro, tenía que admitir que él era el responsable de su liberación. En sus brazos, se sentía como si todo fuera posible.


Bill le entregó un montón de cartas mientras seguía charlando animadamente.


–Por cierto, ¿has visto ese Mercedes de lujo en el aparcamiento? Debe de ser de uno de tus clientes ricos. ¿Tienes idea de quién es?


Paula se sonrojó.


–No. Debe de ser de alguien del banco de enfrente. Pero gracias por el correo. Ahora tengo que irme. Voy a cerrar pronto.


–Tienes una cita, ¿a que sí? – preguntó el cartero con un guiño.


Sin responder, Paula le abrió la puerta, invitándolo a marcharse.


–De acuerdo, tesoro, ¡he pillado la indirecta! ¡Hasta pronto!


Con un suspiro de alivio, ella cerró con cerrojo y puso el letrero de Cerrado. Luego, se recolocó la falda otra vez y se preparó para regresar al despacho, con el hombre que no había titubeado en hacerle el amor de nuevo.