viernes, 30 de octubre de 2015

MI FANTASIA: CAPITULO 13




Paula se despertó a la mañana siguiente todavía inquieta, aunque había dormido profundamente gracias a las atenciones de Pedro. No recordaba cuándo fue la última
vez que se sintió tan relajada, a pesar de no haber tenido todo lo que deseaba. Con suerte eso se incluiría en la siguiente fase. Entretanto, tenía trabajo.


Fue por todas las habitaciones de la primera planta haciendo inventario de los muebles, anotando ideas y esbozando algunos bocetos. Por la tarde ya se había dado cuenta del
trabajo que representaba no sólo rehabilitar la mansión, sino también restaurar todos los muebles y modernizar la cocina.


Tenía que ir a la ciudad, pero antes de hacerlo necesitaba ver a Pedro, por lo que fue a su despacho y llamó a la puerta con los nudillos.


-Adelante -dijo él desde dentro.


Paula abrió la puerta y lo encontró de pie, de espaldas a ella, mirando por la ventana y sujetando la cortina con una mano. 


Llevaba la camisa remangada y Paula hubiera jurado que eran los mismos pantalones que la noche anterior. ¿Había dormido vestido?


¿O no había dormido en toda la noche?


-Voy a la ciudad, si te parece bien.


Pedro soltó la cortina y se volvió hacia ella.


Llevaba la camisa totalmente arrugada y desabrochaba.


-No necesitas pedirme permiso para salir -le dijo él.


«Quería verte», pensó ella.


-He pensado que podrías necesitarme antes para algo -dijo en voz alta, mirándolo a la cara.


—Así es -respondió él con una mirada sugerente que insinuaba perfectamente para qué la necesitaba-, pero podemos dejarlo para más tarde -rodeó la mesa y se apoyó en ella-. A menos que lo estés reconsiderando después de lo de anoche.


Paula bajó los ojos y rebuscó en su bolso las llaves del coche, sin éxito.


-Dejo todas las opciones abiertas -dijo sin mirarlo-. ¿Quieres que compre algo?


-¿Necesitamos preservativos?


Por fin encontró el llavero del coche. Sujetó las llaves con fuerza y se ruborizó.


-Si te preocupa un embarazo, tomo la pildora, pero debemos considerar otras cosas.


-He cometido bastantes errores en mi vida, Paula. Pero en lo referente al sexo siempre he tenido cuidado. Créeme, no tengo ninguna enfermedad venérea ni de ningún otro tipo, eso no debe preocuparte. Jamás te haría una cosa así -añadió.


-Lo mismo digo -dijo ella, que pasó varios meses después de echar a Ricardo de su vida asegurándose de que su ex marido sólo le había dejado un montón de amargos recuerdos y ninguna enfermedad.


-Bien -dijo él-. Cuando te haga el amor no quiero nada entre nosotros.


-Me alegra saber que piensas hacerme el amor algún día, con suerte antes de que sea demasiado vieja para que me importe.


¿De dónde demonios había salido eso? Por lo visto de una zona de su cerebro recientemente descubierta, conocida como «centro sexual».


-Eres muy impaciente, ¿verdad? -dijo él, esbozando una sonrisa.


Ahora sí. Estaba impaciente por él.


-Será mejor que me vaya para volver antes de que oscurezca.


Pedro se acercó a ella y trazó la línea de la mandíbula con el dedo.


-Quieres volver para tener más de lo que tuviste anoche.


Muy cierto, se dijo Paula. Pero no pensaba darle la satisfacción de reconocerlo.


-Estaba pensando en la cena.


Pedro le sujetó por uno de los aros del cinturón y la pegó a él.


-Y un cuerno. Estás pensando en el sexo, en mis caricias. Si quisiera, me dejarías tomarte aquí mismo sobre la mesa.


Paula tuvo una imagen muy detallada de la posibilidad, gracias a la imaginación de Pedro


Lo miró y frunció el ceño.


-Creo que esperaré.


-Bien, porque no tengo intención de hacerte el amor por primera vez encima de una mesa.


Con tal de que se lo hiciera, el sitio era lo que menos le importaba, pensó Paula. Le puso la palma de la mano en la mandíbula.


-Hazme un favor y afeítate.


Él se llevó la mano femenina a los labios y le acarició la palma con la lengua antes de presionarla contra su pecho.


-Lo haré. No quiero dejarte marcas.


-Tengo una boca muy sensible.


La sonrisa masculina fue más que picara.


-No me refería a la boca.


Paula retrocedió y se arregló la camiseta.


-Me voy.


Él le hizo una señal con el dedo doblado.


-Todavía no.


Paula sabía exactamente qué era lo que quería, algo que ella también quería. Un beso de despedida, un preludio de lo que le tenía reservado para aquella noche. Se metió entre sus brazos y le ofreció la boca, pero él, en lugar de besarla, le pegó los labios al oído.


-Si crees que ahora tienes ganas, espera hasta esta noche. Disfrutarás como no has disfrutado jamás.


Sólo entonces le tomó los labios y la acarició con la lengua, enloqueciéndola por completo.


Paula quería disfrutar como él prometía, más allá de todo límite. Y ese deseo la tuvo contando los minutos que faltaban para entrar de nuevo en el sensual y oscuro mundo de Pedro.


Pero a la hora de cenar, Pedro no apareció. De hecho, Paula todavía no lo había visto desde su regreso de St. Edwards. 


Después de poner una lavadora y limpiar la cocina, fue a su habitación esperando encontrarlo allí, pero el lugar estaba desierto.


Se dio un baño rápido y se preparó para acostarse, vestida con una bata de satén rosa y el pelo húmedo recogido con una toalla. Salió al pasillo y lo primero que vio fue la
desagradable estatua del sátiro Renato. Sin pensarlo dos veces, se quitó la toalla de la cabeza y se la echó sobre la cabeza. La toalla quedó sujeta en los cuernos del sátiro,
pero no logró cubrir a la mujer casi desnuda entre sus garras.


Después volvió a su habitación vacía y se cepilló el pelo, haciendo tiempo, pero al ver que Pedro no aparecía, decidió acercarse a su despacho. Allí tampoco estaba.


Por un momento pensó que quizá estuviera merodeando por las marismas como una inquieta criatura nocturna, pero si ése era el caso, no tenía la menor intención de salir a
buscarlo.


Cuando volvió a su habitación, Paula miró hacia la estatua del sátiro y vio que ya no llevaba la toalla. Una de dos, o se la había quitado solo, una idea que prefería no considerar, o Pedro había pasado por allí hacía un momento.


Paula decidió echar un vistazo en el dormitorio de Pedro, que tenía la puerta entreabierta. Lo llamó y, al no obtener respuesta, entró. La habitación era mucho más grande que la suya y mucho más fresca, gracias al aparato de aire acondicionado junto a la ventana, y desde luego mucho más lujosa.


Eso no le sorprendió. Después de todo, era el amo de la plantación. En una esquina cerca de las puertas de la terraza había una cama dorada, con el cabecero y los pies
tapizados en brocado azul y dorado y una colcha a juego. A la izquierda de las puertas, una chaise longue de estilo Victoriano tapizada en damasco y dos sillones azules y
dorados formaban una zona de lectura iluminada por una lámpara de pie de bronce.


A la derecha de la cama había una puerta, probablemente la del cuarto de baño. Se acercó, pero no oyó ningún ruido y decidió que sólo tenía dos opciones: esperarlo allí con la esperanza de que apareciera, o esperar en su habitación con las puertas de la terraza abiertas como la noche anterior, con la misma esperanza. Claro que también podía continuar explorando la mansión, empezando por la habitación cerrada con llave que había enfrente. ¿Se atrevería? Si Pedro estaba allí y ella llamaba a la puerta, bien le invitaría a entrar o le diría que se fuera. También podría ponerse furioso por la intrusión, pero si ese era el caso, no le quedaría más remedio que olvidarlo.


Resuelta a continuar explorando, Paula echó un último vistazo a la habitación y giró enredondo, para darse contra la sólida pared que era el pecho masculino.


Paula se llevó una mano al pecho y retrocedió un par de pasos. Era Pedro, en vaqueros y camiseta, recién afeitado, con el pelo todavía húmedo y los pies descalzos. Y una toalla colgando en la mano. 


Su toalla.


-¿Has perdido algo? -preguntó él.


De repente Paula se sintió como una tonta.


-Me estaba preguntando dónde la había dejado.


-Creía que habías dejado un rastro para mí —dijo él, deslizando los ojos por su cuerpo.


-La verdad es que me he cansado de ese monstruo mirándome con esa expresión de viejo verde y lo he tapado con la toalla que llevaba en la cabeza.


-Una lástima que no fuera la del cuerpo -susurró él.


A Paula le habría dado igual. Tal y como él la miraba, se sentía totalmente desnuda.


Pedro dio un paso hacia ella.


-¿Querías algo de mí?


Él sabía exactamente lo que quería de él, pero Paula no iba a morder el anzuelo.


-Quería decirte que el contratista viene el lunes por la mañana para hacer un presupuesto de las obras.


-Todavía estamos a viernes.


-Temía que se me olvidara mencionártelo.


-Temías que no fuera a verte esta noche.


Paula se encogió de hombros.


-Ya es tarde, así que mejor lo dejamos para otro momento -dijo, decidiendo volver a su dormitorio.


Pero cuando fue a pasar junto a él, Pedro la sujetó por el brazo y la obligó a mirarlo.


-No es tarde para darte lo que necesitas.


-No necesito nada de ti.


Otra mentira.


-Bien. Para darte lo que quieres.


Pedro deslizó la mano por el cuello de la bata y le acarició la piel suave de la garganta con el pulgar.


-La adicción ya ha empezado, no te molestes en negarlo.


Todavía no era una adicta a Pedro, pero podría llegar a serlo. Por eso la situación era tan peligrosa.


-Escucha, que quieras o no continuar con esto me trae sin cuidado.


-De eso nada -dijo él, sujetándola por la cintura y pegándola contra él-. Ahora que sabes lo que te perderías, es difícil pasar sin ello.


-Puedo pasar sin ello perfectamente, muchas gracias.


-¿Estás segura?


Sólo estaba segura de una cosa: con una mirada él provocaba sensaciones en ella que no había despertado nunca ningún hombre.


Sin avisar, él le levantó la tela de la bata y le acarició las nalgas desnudas.


-Para no quererlo, has venido muy preparada.


Paula se estremeció pese a sus esfuerzos por evitarlo.


-Después de bañarme no he tenido la oportunidad de vestirme.


-Lo que no has tenido han sido ganas de hacerlo, querida -dijo él, y desabrochó el cinturón de la bata con un simple tirón. Apartó la tela e hizo un recorrido visual por el cuerpo desnudo femenino, ya excitado-. Sólo falta decidir exactamente qué te voy a hacer y dónde.


Paula se cerró la bata y ató el cinturón por el solo placer de que él lo volviera a desatan


-No recuerdo haberte dado permiso para hacerme nada.


Pedro señaló la puerta.


-Entonces vete. No te obligaré nada.


Maldito él. Y maldita ella por ser incapaz de resistirse.


-Bueno, dado que no tengo nada mejor que hacer, podemos pasar un rato juntos.


Pedro esbozó una sexy sonrisa.


-Eso me parecía a mí.


La tomó de la mano y la llevó a la chaise longue, donde la sentó. Después colocó una silla frente a ella, se quitó la camiseta y la echó hacia atrás. Paula contuvo el aliento
mientras él jugueteaba con la bragueta, pero por fin apartó la mano sin bajar la cremallera.


-Puedes quitarte los pantalones, Pedro. No es nada que no haya visto antes.


Pedro estiró las piernas y cruzó las manos sobre los muslos.


-No estés tan segura -se echó hacia delante y la miró a los ojos. El medallón colgaba de su cuello como recordatorio de su fuerza de voluntad-. ¿Has visto alguna vez el cuerpo
desnudo de un hombre, Paula? ¿Has estudiado todos sus detalles?


Paula perdió la virginidad en la oscuridad con un compañero de facultad, y se casó con un hombre que siempre apagaba la luz cuando iba a hacerle el amor.


-Supongo que debo decir que no.


-Entonces aún tienes mucho que aprender-dijo él, poniéndose en pie-. Pero sin prisas - tiró del cinturón de la bata, la abrió y se la deslizó por los hombros-. Tiéndete.


Paula se apoyó en el respaldo inclinado de la chaise longue y estiró las piernas cruzadas. Apoyó un codo en el respaldo y se pasó un brazo por la cintura. Se sentía como una reina esperando las atenciones de un caballero andante. Por un momento pensó en lo extraño que era no sentirse cohibida al estar totalmente desnuda ante él, que continuaba contemplándola como un escultor preparándose para dar forma a su obra maestra.


En un arranque de timidez, Paula fue a cruzar los brazos sobre el pecho, pero Pedro la detuvo.


-No se te ocurra taparte.


-Bien -dijo ella, casi sin voz.


-No tienes ni idea de lo bella que eres, ¿verdad? -preguntó.


-Nunca lo he pensado demasiado.


Pedro se acercó un poco más.


-¿Te decía alguna vez lo hermosa que eres?


Paula suspiró.


-No entiendo tu obsesión con mi ex.


-Él es la razón por la que no puedes relajarte.


-Tenía la sensación de que anoche me relajé bastante bien.


-Pero no del todo. Y eso es lo que quiero que hagas. Quiero ser el único hombre en tu mente.


Pedro no tenía ni idea de lo grabado que estaba en la mente de Paula desde la primera vez que lo vio. E incluso antes, desde las extrañas sensaciones del porche.


-Bien. Pero a pesar de lo tentadora que estás, en la chaise longue no hay sitio para los dos.


-Siempre está la cama -dijo ella.


-También hay otras alternativas.


Era evidente que Pedro tenía aversión a las camas, pensó Paula. Ya las luces, añadió cuando él apagó la lámpara de pie sumiendo el dormitorio en total oscuridad. Cuando oyó el sonido de la cremallera y el roce de la tela de los vaqueros, Paula dejó de pensar.


-Levántate -ordenó él.


Ella obedeció. Pedro le tomó las manos y las sujetó contra su pecho.


-Ésta es tu oportunidad de aprender todos los detalles y secretos del cuerpo masculino.


-Pero ¿cómo si no puedo verte?


Él se llevó la palma femenina a la cara.


-Después de anoche, creo que deberías saber la respuesta.


Paula conocía la respuesta: utilizando las manos.


Empezó pasando las puntas de los dedos por la mandíbula antes de trazar una línea por los labios masculinos, deteniéndose un momento para acariciarle los labios. 


Después descendió por la garganta, y utilizó las palmas extendidas para explorar la clavícula antes de bajar por el pecho ligeramente cubierto el vello. Cuando le rozó los pezones, detectó un ligero estremecimiento que la hizo entretenerse allí unos momentos antes de descender por los costados y las costillas.


Dejando lo mejor para el final, Paula se colocó detrás de él y le acarició los hombros, uniendo las manos en medio de la espalda para seguir el recorrido de la columna. La piel masculina estaba húmeda bajo sus manos y la cadencia de su respiración se iba acelerando paulatinamente. Le tomó las nalgas con las palmas y las masajeó ligeramente antes de deslizar los dedos hacia abajo, entre las piernas. Pedro las separó para darle mejor acceso.


Después volvió de nuevo a plantarse delante de él, y continuó por donde lo había dejado, empezando por el abdomen, que se contrajo al sentir la caricia. Le rodeó el
ombligo con la punta del dedo y escuchó el repentino jadeo. 


Sin embargo, Pedro mantuvo los brazos colgando a sus costados, e incluso cuando ella bajó las manos para
acariciarle la pelvis.


Pero ahora que había llegado el momento, Paula vaciló. Era ridículo. No era la primera vez que acariciaba a un hombre. ¿Por qué acariciar a Pedro era diferente?


-Hazlo, Paula.


Alentada por sus palabras, Paula no tuvo que hacer mucho para comprobar que estaba excitado. Sin dudarlo, exploró la erección con la punta del dedo antes de envolverla con la mano, y no tuvo que preguntar qué le gustaba ni qué partes eran especialmente sensibles. Sólo tuvo que abrir la mente y entrar en sus pensamientos para conocer su reacción. No tardó en sentir la urgente necesidad masculina y su lucha por mantener el control. Supo que estaba al borde del orgasmo y que iba a detenerla un segundo antes de que él le tomara la muñeca y le alzara la mano hasta el corazón, que le latía desbocadamente.


-Para -jadeó.


Después de tirar de ella hasta el suelo y tumbarla sobre la cómoda alfombra persa, Pedro encendió la luz y ella pudo ver el cuerpo que acababa de acariciar en todo su
esplendor.


Pedro se tumbó junto a ella, le colocó una almohada bajo el cuello y le alzó las manos por encima de la cabeza. Unos momentos después, el cuerpo femenino estaba temblando totalmente a su merced, suplicando más, y cuando él se arrodilló entre sus piernas abiertas, Paula estaba segura de no poder aguantar más.


Tras unos momentos acariciándole los senos con la boca y los labios, Pedro descendió por su cuerpo y antes de alcanzar su destino, alzo la cabeza y le dijo:
-Mira y no pienses.


Paula sólo pudo mirar cuando él metió la cabeza entre sus piernas y utilizó los labios y la boca para llevarla al borde de sus fuerzas. Comparado con la noche anterior, nada
podía igualar aquella incomparable intimidad. Nada. La sensación se intensificó aún más cuando Paula abrió la mente a él y vio la escena desde la perspectiva masculina,
sabiendo que a la vez que el le daba placer lo recibía también de ella.


Paula sólo pudo permanecer inmóvil y en silencio hasta que él decidió succionar suavemente. Entonces el orgasmo se apoderó totalmente de ella y arrancó un profundo gemido de lo más profundo de su garganta. Pero Pedro no había terminado y continuó acariciándola hasta que ella estalló en un segundo orgasmo y en una sucesión incontrolable de estremecimientos.


Cuando el momento pasó, Paula le clavó las uñas en los hombros.


-Por favor -suplicó, desesperada. Pedro ascendió lentamente por su cuerpo, acariciándola despacio mientras ella le recorra la espalda con las uñas y movía las caderas,
buscándolo. Entonces sintió la súbita tensión, la lucha por el control y la presión de su erección entre las piernas, hasta que la mente masculina quedó totalmente en blanco,
como si hubiera levantado una fortaleza mental para bloquearla por completo.


Sin ninguna explicación, Pedro se separó de ella y se levantó. De espaldas a ella, se puso los vaqueros.


-Es suficiente por hoy. Continuaremos mañana.


Paula se dio cuenta de que le ocultaba algo más. Mucho más.


-¿Estás diciendo que no me harás el amor aunque lo desee y te lo pida?


Pedro se volvió hacia ella, recogió la bata de satén rosa que había quedado olvidada en el suelo y se la lanzó.


-Esta noche no.


Paula le miró a la bragueta a la vez que se apretaba la bata.


-¿Eres masoquista o esto es un intento de demostrar tu fuerza de voluntad? -preguntó ella, irritada.


-Soy paciente -respondió él con calma-. Puedo esperar. Además tengo trabajo.


Paula se levantó, y mientras se ponía la bata, recordó la primera noche que él invadió sus pensamientos. Cuando también se negó a sí mismo alcanzar el placer más completo.


-¿De qué tienes miedo, Pedro?


-De nada -dijo él, volviéndose a mirarla.


Paula fue hasta la puerta y se detuvo a su lado.


-Tienes miedo de sentir algo, ¿verdad? De que esto no sea sólo sexo puro y duro entre nosotros -recorrió la cinturilla de los pantalones con el dedo-. No puede ser otra cosa, porque físicamente nada te le impide.


Entonces Paula lo vio en otra sucesión de imágenes en la mente masculina: él llevándola contra la pared, bajándose los pantalones hasta los muslos y penetrándola.


Pero Pedro forzó las imágenes fuera de su mente, le tomó la mano y la apartó a un lado.


-No tengo miedo, Paula. Pero yo diré cuándo y dónde hacemos el amor. No tienes que entender por qué quiero esperar. Sólo tienes que respetarlo. 


Paula lo entendía perfectamente. Probablemente la mujer llamada Celeste seguía teniendo una fuerte influencia sobre él, incluso si no quería admitirlo. Pero no se atrevió a pronunciar el nombre porque tendría que explicarle dónde había obtenido la información y no podía decirle que él mismo se la había transmitido, al igual que muchas otras imágenes y pensamientos.


De momento, los dos iban a mantener sus secretos.


—Está bien, vete -dijo, retrocediendo y cerrándose la bata—, Pero recuerda lo que te dije. El poder absoluto no existe. Yo podría ser quien decide cuándo y dónde.


Ella sabía el esfuerzo que él estaba haciendo para no tomarla allí mismo de pie junto a la puerta, pero cuando lo vio rozar con los dedos el medallón que llevaba al cuello, se
dio cuenta de que su fuerza de voluntad había ganado. Por lo menos de momento.


Pedro se encerró en la habitación de enfrente, la que siempre estaba cerrada con llave, para no volver con Paula a terminar lo que había empezado. También porque necesitaba recordar los motivos que le impedían establecer una relación más profunda con ella. ¿Y qué mejor lugar que hacerlo que aquella tumba oscura y desolada fuente de todo su dolor? La habitación no era un santuario; en ella no quedaban recuerdos de Celeste, al menos los que mostraban lo que fue, no en qué se había convertido.


Pedro se acercó a la ventana desde donde ella solía mirar con añoranza los jardines y soñar con cosas que habían quedado fuera de su alcance por culpa de él.


Se dejó caer en una silla y, asediado por el dolor físico de su deseo, analizó las palabras de Paula.


Tenía miedos, pero estaban todos justificados. Lo que más temía era que ella fuera la mujer capaz de obligarlo a enfrentarse a su situación, que abriera sus heridas y éstas
volvieran a sangrar de nuevo. También reconocía que era una mujer que en circunstancias normales no le interesaría. 


Pero su relación no tenía nada de normal.


Desde el principio se dio cuenta de que Paula era especial, y se sintió atraído por ella desde el primer momento.


También reconocía los riesgos, y eran unos riesgos que no se podía permitir. Al tocarla por primera vez había fijado sin saberlo un rumbo peligroso, y necesitaba cambiarlo pronto. 


Antes de hacer algo de lo que los dos se arrepintieran.