viernes, 30 de octubre de 2015

MI FANTASIA: CAPITULO 13




Paula se despertó a la mañana siguiente todavía inquieta, aunque había dormido profundamente gracias a las atenciones de Pedro. No recordaba cuándo fue la última
vez que se sintió tan relajada, a pesar de no haber tenido todo lo que deseaba. Con suerte eso se incluiría en la siguiente fase. Entretanto, tenía trabajo.


Fue por todas las habitaciones de la primera planta haciendo inventario de los muebles, anotando ideas y esbozando algunos bocetos. Por la tarde ya se había dado cuenta del
trabajo que representaba no sólo rehabilitar la mansión, sino también restaurar todos los muebles y modernizar la cocina.


Tenía que ir a la ciudad, pero antes de hacerlo necesitaba ver a Pedro, por lo que fue a su despacho y llamó a la puerta con los nudillos.


-Adelante -dijo él desde dentro.


Paula abrió la puerta y lo encontró de pie, de espaldas a ella, mirando por la ventana y sujetando la cortina con una mano. 


Llevaba la camisa remangada y Paula hubiera jurado que eran los mismos pantalones que la noche anterior. ¿Había dormido vestido?


¿O no había dormido en toda la noche?


-Voy a la ciudad, si te parece bien.


Pedro soltó la cortina y se volvió hacia ella.


Llevaba la camisa totalmente arrugada y desabrochaba.


-No necesitas pedirme permiso para salir -le dijo él.


«Quería verte», pensó ella.


-He pensado que podrías necesitarme antes para algo -dijo en voz alta, mirándolo a la cara.


—Así es -respondió él con una mirada sugerente que insinuaba perfectamente para qué la necesitaba-, pero podemos dejarlo para más tarde -rodeó la mesa y se apoyó en ella-. A menos que lo estés reconsiderando después de lo de anoche.


Paula bajó los ojos y rebuscó en su bolso las llaves del coche, sin éxito.


-Dejo todas las opciones abiertas -dijo sin mirarlo-. ¿Quieres que compre algo?


-¿Necesitamos preservativos?


Por fin encontró el llavero del coche. Sujetó las llaves con fuerza y se ruborizó.


-Si te preocupa un embarazo, tomo la pildora, pero debemos considerar otras cosas.


-He cometido bastantes errores en mi vida, Paula. Pero en lo referente al sexo siempre he tenido cuidado. Créeme, no tengo ninguna enfermedad venérea ni de ningún otro tipo, eso no debe preocuparte. Jamás te haría una cosa así -añadió.


-Lo mismo digo -dijo ella, que pasó varios meses después de echar a Ricardo de su vida asegurándose de que su ex marido sólo le había dejado un montón de amargos recuerdos y ninguna enfermedad.


-Bien -dijo él-. Cuando te haga el amor no quiero nada entre nosotros.


-Me alegra saber que piensas hacerme el amor algún día, con suerte antes de que sea demasiado vieja para que me importe.


¿De dónde demonios había salido eso? Por lo visto de una zona de su cerebro recientemente descubierta, conocida como «centro sexual».


-Eres muy impaciente, ¿verdad? -dijo él, esbozando una sonrisa.


Ahora sí. Estaba impaciente por él.


-Será mejor que me vaya para volver antes de que oscurezca.


Pedro se acercó a ella y trazó la línea de la mandíbula con el dedo.


-Quieres volver para tener más de lo que tuviste anoche.


Muy cierto, se dijo Paula. Pero no pensaba darle la satisfacción de reconocerlo.


-Estaba pensando en la cena.


Pedro le sujetó por uno de los aros del cinturón y la pegó a él.


-Y un cuerno. Estás pensando en el sexo, en mis caricias. Si quisiera, me dejarías tomarte aquí mismo sobre la mesa.


Paula tuvo una imagen muy detallada de la posibilidad, gracias a la imaginación de Pedro


Lo miró y frunció el ceño.


-Creo que esperaré.


-Bien, porque no tengo intención de hacerte el amor por primera vez encima de una mesa.


Con tal de que se lo hiciera, el sitio era lo que menos le importaba, pensó Paula. Le puso la palma de la mano en la mandíbula.


-Hazme un favor y afeítate.


Él se llevó la mano femenina a los labios y le acarició la palma con la lengua antes de presionarla contra su pecho.


-Lo haré. No quiero dejarte marcas.


-Tengo una boca muy sensible.


La sonrisa masculina fue más que picara.


-No me refería a la boca.


Paula retrocedió y se arregló la camiseta.


-Me voy.


Él le hizo una señal con el dedo doblado.


-Todavía no.


Paula sabía exactamente qué era lo que quería, algo que ella también quería. Un beso de despedida, un preludio de lo que le tenía reservado para aquella noche. Se metió entre sus brazos y le ofreció la boca, pero él, en lugar de besarla, le pegó los labios al oído.


-Si crees que ahora tienes ganas, espera hasta esta noche. Disfrutarás como no has disfrutado jamás.


Sólo entonces le tomó los labios y la acarició con la lengua, enloqueciéndola por completo.


Paula quería disfrutar como él prometía, más allá de todo límite. Y ese deseo la tuvo contando los minutos que faltaban para entrar de nuevo en el sensual y oscuro mundo de Pedro.


Pero a la hora de cenar, Pedro no apareció. De hecho, Paula todavía no lo había visto desde su regreso de St. Edwards. 


Después de poner una lavadora y limpiar la cocina, fue a su habitación esperando encontrarlo allí, pero el lugar estaba desierto.


Se dio un baño rápido y se preparó para acostarse, vestida con una bata de satén rosa y el pelo húmedo recogido con una toalla. Salió al pasillo y lo primero que vio fue la
desagradable estatua del sátiro Renato. Sin pensarlo dos veces, se quitó la toalla de la cabeza y se la echó sobre la cabeza. La toalla quedó sujeta en los cuernos del sátiro,
pero no logró cubrir a la mujer casi desnuda entre sus garras.


Después volvió a su habitación vacía y se cepilló el pelo, haciendo tiempo, pero al ver que Pedro no aparecía, decidió acercarse a su despacho. Allí tampoco estaba.


Por un momento pensó que quizá estuviera merodeando por las marismas como una inquieta criatura nocturna, pero si ése era el caso, no tenía la menor intención de salir a
buscarlo.


Cuando volvió a su habitación, Paula miró hacia la estatua del sátiro y vio que ya no llevaba la toalla. Una de dos, o se la había quitado solo, una idea que prefería no considerar, o Pedro había pasado por allí hacía un momento.


Paula decidió echar un vistazo en el dormitorio de Pedro, que tenía la puerta entreabierta. Lo llamó y, al no obtener respuesta, entró. La habitación era mucho más grande que la suya y mucho más fresca, gracias al aparato de aire acondicionado junto a la ventana, y desde luego mucho más lujosa.


Eso no le sorprendió. Después de todo, era el amo de la plantación. En una esquina cerca de las puertas de la terraza había una cama dorada, con el cabecero y los pies
tapizados en brocado azul y dorado y una colcha a juego. A la izquierda de las puertas, una chaise longue de estilo Victoriano tapizada en damasco y dos sillones azules y
dorados formaban una zona de lectura iluminada por una lámpara de pie de bronce.


A la derecha de la cama había una puerta, probablemente la del cuarto de baño. Se acercó, pero no oyó ningún ruido y decidió que sólo tenía dos opciones: esperarlo allí con la esperanza de que apareciera, o esperar en su habitación con las puertas de la terraza abiertas como la noche anterior, con la misma esperanza. Claro que también podía continuar explorando la mansión, empezando por la habitación cerrada con llave que había enfrente. ¿Se atrevería? Si Pedro estaba allí y ella llamaba a la puerta, bien le invitaría a entrar o le diría que se fuera. También podría ponerse furioso por la intrusión, pero si ese era el caso, no le quedaría más remedio que olvidarlo.


Resuelta a continuar explorando, Paula echó un último vistazo a la habitación y giró enredondo, para darse contra la sólida pared que era el pecho masculino.


Paula se llevó una mano al pecho y retrocedió un par de pasos. Era Pedro, en vaqueros y camiseta, recién afeitado, con el pelo todavía húmedo y los pies descalzos. Y una toalla colgando en la mano. 


Su toalla.


-¿Has perdido algo? -preguntó él.


De repente Paula se sintió como una tonta.


-Me estaba preguntando dónde la había dejado.


-Creía que habías dejado un rastro para mí —dijo él, deslizando los ojos por su cuerpo.


-La verdad es que me he cansado de ese monstruo mirándome con esa expresión de viejo verde y lo he tapado con la toalla que llevaba en la cabeza.


-Una lástima que no fuera la del cuerpo -susurró él.


A Paula le habría dado igual. Tal y como él la miraba, se sentía totalmente desnuda.


Pedro dio un paso hacia ella.


-¿Querías algo de mí?


Él sabía exactamente lo que quería de él, pero Paula no iba a morder el anzuelo.


-Quería decirte que el contratista viene el lunes por la mañana para hacer un presupuesto de las obras.


-Todavía estamos a viernes.


-Temía que se me olvidara mencionártelo.


-Temías que no fuera a verte esta noche.


Paula se encogió de hombros.


-Ya es tarde, así que mejor lo dejamos para otro momento -dijo, decidiendo volver a su dormitorio.


Pero cuando fue a pasar junto a él, Pedro la sujetó por el brazo y la obligó a mirarlo.


-No es tarde para darte lo que necesitas.


-No necesito nada de ti.


Otra mentira.


-Bien. Para darte lo que quieres.


Pedro deslizó la mano por el cuello de la bata y le acarició la piel suave de la garganta con el pulgar.


-La adicción ya ha empezado, no te molestes en negarlo.


Todavía no era una adicta a Pedro, pero podría llegar a serlo. Por eso la situación era tan peligrosa.


-Escucha, que quieras o no continuar con esto me trae sin cuidado.


-De eso nada -dijo él, sujetándola por la cintura y pegándola contra él-. Ahora que sabes lo que te perderías, es difícil pasar sin ello.


-Puedo pasar sin ello perfectamente, muchas gracias.


-¿Estás segura?


Sólo estaba segura de una cosa: con una mirada él provocaba sensaciones en ella que no había despertado nunca ningún hombre.


Sin avisar, él le levantó la tela de la bata y le acarició las nalgas desnudas.


-Para no quererlo, has venido muy preparada.


Paula se estremeció pese a sus esfuerzos por evitarlo.


-Después de bañarme no he tenido la oportunidad de vestirme.


-Lo que no has tenido han sido ganas de hacerlo, querida -dijo él, y desabrochó el cinturón de la bata con un simple tirón. Apartó la tela e hizo un recorrido visual por el cuerpo desnudo femenino, ya excitado-. Sólo falta decidir exactamente qué te voy a hacer y dónde.


Paula se cerró la bata y ató el cinturón por el solo placer de que él lo volviera a desatan


-No recuerdo haberte dado permiso para hacerme nada.


Pedro señaló la puerta.


-Entonces vete. No te obligaré nada.


Maldito él. Y maldita ella por ser incapaz de resistirse.


-Bueno, dado que no tengo nada mejor que hacer, podemos pasar un rato juntos.


Pedro esbozó una sexy sonrisa.


-Eso me parecía a mí.


La tomó de la mano y la llevó a la chaise longue, donde la sentó. Después colocó una silla frente a ella, se quitó la camiseta y la echó hacia atrás. Paula contuvo el aliento
mientras él jugueteaba con la bragueta, pero por fin apartó la mano sin bajar la cremallera.


-Puedes quitarte los pantalones, Pedro. No es nada que no haya visto antes.


Pedro estiró las piernas y cruzó las manos sobre los muslos.


-No estés tan segura -se echó hacia delante y la miró a los ojos. El medallón colgaba de su cuello como recordatorio de su fuerza de voluntad-. ¿Has visto alguna vez el cuerpo
desnudo de un hombre, Paula? ¿Has estudiado todos sus detalles?


Paula perdió la virginidad en la oscuridad con un compañero de facultad, y se casó con un hombre que siempre apagaba la luz cuando iba a hacerle el amor.


-Supongo que debo decir que no.


-Entonces aún tienes mucho que aprender-dijo él, poniéndose en pie-. Pero sin prisas - tiró del cinturón de la bata, la abrió y se la deslizó por los hombros-. Tiéndete.


Paula se apoyó en el respaldo inclinado de la chaise longue y estiró las piernas cruzadas. Apoyó un codo en el respaldo y se pasó un brazo por la cintura. Se sentía como una reina esperando las atenciones de un caballero andante. Por un momento pensó en lo extraño que era no sentirse cohibida al estar totalmente desnuda ante él, que continuaba contemplándola como un escultor preparándose para dar forma a su obra maestra.


En un arranque de timidez, Paula fue a cruzar los brazos sobre el pecho, pero Pedro la detuvo.


-No se te ocurra taparte.


-Bien -dijo ella, casi sin voz.


-No tienes ni idea de lo bella que eres, ¿verdad? -preguntó.


-Nunca lo he pensado demasiado.


Pedro se acercó un poco más.


-¿Te decía alguna vez lo hermosa que eres?


Paula suspiró.


-No entiendo tu obsesión con mi ex.


-Él es la razón por la que no puedes relajarte.


-Tenía la sensación de que anoche me relajé bastante bien.


-Pero no del todo. Y eso es lo que quiero que hagas. Quiero ser el único hombre en tu mente.


Pedro no tenía ni idea de lo grabado que estaba en la mente de Paula desde la primera vez que lo vio. E incluso antes, desde las extrañas sensaciones del porche.


-Bien. Pero a pesar de lo tentadora que estás, en la chaise longue no hay sitio para los dos.


-Siempre está la cama -dijo ella.


-También hay otras alternativas.


Era evidente que Pedro tenía aversión a las camas, pensó Paula. Ya las luces, añadió cuando él apagó la lámpara de pie sumiendo el dormitorio en total oscuridad. Cuando oyó el sonido de la cremallera y el roce de la tela de los vaqueros, Paula dejó de pensar.


-Levántate -ordenó él.


Ella obedeció. Pedro le tomó las manos y las sujetó contra su pecho.


-Ésta es tu oportunidad de aprender todos los detalles y secretos del cuerpo masculino.


-Pero ¿cómo si no puedo verte?


Él se llevó la palma femenina a la cara.


-Después de anoche, creo que deberías saber la respuesta.


Paula conocía la respuesta: utilizando las manos.


Empezó pasando las puntas de los dedos por la mandíbula antes de trazar una línea por los labios masculinos, deteniéndose un momento para acariciarle los labios. 


Después descendió por la garganta, y utilizó las palmas extendidas para explorar la clavícula antes de bajar por el pecho ligeramente cubierto el vello. Cuando le rozó los pezones, detectó un ligero estremecimiento que la hizo entretenerse allí unos momentos antes de descender por los costados y las costillas.


Dejando lo mejor para el final, Paula se colocó detrás de él y le acarició los hombros, uniendo las manos en medio de la espalda para seguir el recorrido de la columna. La piel masculina estaba húmeda bajo sus manos y la cadencia de su respiración se iba acelerando paulatinamente. Le tomó las nalgas con las palmas y las masajeó ligeramente antes de deslizar los dedos hacia abajo, entre las piernas. Pedro las separó para darle mejor acceso.


Después volvió de nuevo a plantarse delante de él, y continuó por donde lo había dejado, empezando por el abdomen, que se contrajo al sentir la caricia. Le rodeó el
ombligo con la punta del dedo y escuchó el repentino jadeo. 


Sin embargo, Pedro mantuvo los brazos colgando a sus costados, e incluso cuando ella bajó las manos para
acariciarle la pelvis.


Pero ahora que había llegado el momento, Paula vaciló. Era ridículo. No era la primera vez que acariciaba a un hombre. ¿Por qué acariciar a Pedro era diferente?


-Hazlo, Paula.


Alentada por sus palabras, Paula no tuvo que hacer mucho para comprobar que estaba excitado. Sin dudarlo, exploró la erección con la punta del dedo antes de envolverla con la mano, y no tuvo que preguntar qué le gustaba ni qué partes eran especialmente sensibles. Sólo tuvo que abrir la mente y entrar en sus pensamientos para conocer su reacción. No tardó en sentir la urgente necesidad masculina y su lucha por mantener el control. Supo que estaba al borde del orgasmo y que iba a detenerla un segundo antes de que él le tomara la muñeca y le alzara la mano hasta el corazón, que le latía desbocadamente.


-Para -jadeó.


Después de tirar de ella hasta el suelo y tumbarla sobre la cómoda alfombra persa, Pedro encendió la luz y ella pudo ver el cuerpo que acababa de acariciar en todo su
esplendor.


Pedro se tumbó junto a ella, le colocó una almohada bajo el cuello y le alzó las manos por encima de la cabeza. Unos momentos después, el cuerpo femenino estaba temblando totalmente a su merced, suplicando más, y cuando él se arrodilló entre sus piernas abiertas, Paula estaba segura de no poder aguantar más.


Tras unos momentos acariciándole los senos con la boca y los labios, Pedro descendió por su cuerpo y antes de alcanzar su destino, alzo la cabeza y le dijo:
-Mira y no pienses.


Paula sólo pudo mirar cuando él metió la cabeza entre sus piernas y utilizó los labios y la boca para llevarla al borde de sus fuerzas. Comparado con la noche anterior, nada
podía igualar aquella incomparable intimidad. Nada. La sensación se intensificó aún más cuando Paula abrió la mente a él y vio la escena desde la perspectiva masculina,
sabiendo que a la vez que el le daba placer lo recibía también de ella.


Paula sólo pudo permanecer inmóvil y en silencio hasta que él decidió succionar suavemente. Entonces el orgasmo se apoderó totalmente de ella y arrancó un profundo gemido de lo más profundo de su garganta. Pero Pedro no había terminado y continuó acariciándola hasta que ella estalló en un segundo orgasmo y en una sucesión incontrolable de estremecimientos.


Cuando el momento pasó, Paula le clavó las uñas en los hombros.


-Por favor -suplicó, desesperada. Pedro ascendió lentamente por su cuerpo, acariciándola despacio mientras ella le recorra la espalda con las uñas y movía las caderas,
buscándolo. Entonces sintió la súbita tensión, la lucha por el control y la presión de su erección entre las piernas, hasta que la mente masculina quedó totalmente en blanco,
como si hubiera levantado una fortaleza mental para bloquearla por completo.


Sin ninguna explicación, Pedro se separó de ella y se levantó. De espaldas a ella, se puso los vaqueros.


-Es suficiente por hoy. Continuaremos mañana.


Paula se dio cuenta de que le ocultaba algo más. Mucho más.


-¿Estás diciendo que no me harás el amor aunque lo desee y te lo pida?


Pedro se volvió hacia ella, recogió la bata de satén rosa que había quedado olvidada en el suelo y se la lanzó.


-Esta noche no.


Paula le miró a la bragueta a la vez que se apretaba la bata.


-¿Eres masoquista o esto es un intento de demostrar tu fuerza de voluntad? -preguntó ella, irritada.


-Soy paciente -respondió él con calma-. Puedo esperar. Además tengo trabajo.


Paula se levantó, y mientras se ponía la bata, recordó la primera noche que él invadió sus pensamientos. Cuando también se negó a sí mismo alcanzar el placer más completo.


-¿De qué tienes miedo, Pedro?


-De nada -dijo él, volviéndose a mirarla.


Paula fue hasta la puerta y se detuvo a su lado.


-Tienes miedo de sentir algo, ¿verdad? De que esto no sea sólo sexo puro y duro entre nosotros -recorrió la cinturilla de los pantalones con el dedo-. No puede ser otra cosa, porque físicamente nada te le impide.


Entonces Paula lo vio en otra sucesión de imágenes en la mente masculina: él llevándola contra la pared, bajándose los pantalones hasta los muslos y penetrándola.


Pero Pedro forzó las imágenes fuera de su mente, le tomó la mano y la apartó a un lado.


-No tengo miedo, Paula. Pero yo diré cuándo y dónde hacemos el amor. No tienes que entender por qué quiero esperar. Sólo tienes que respetarlo. 


Paula lo entendía perfectamente. Probablemente la mujer llamada Celeste seguía teniendo una fuerte influencia sobre él, incluso si no quería admitirlo. Pero no se atrevió a pronunciar el nombre porque tendría que explicarle dónde había obtenido la información y no podía decirle que él mismo se la había transmitido, al igual que muchas otras imágenes y pensamientos.


De momento, los dos iban a mantener sus secretos.


—Está bien, vete -dijo, retrocediendo y cerrándose la bata—, Pero recuerda lo que te dije. El poder absoluto no existe. Yo podría ser quien decide cuándo y dónde.


Ella sabía el esfuerzo que él estaba haciendo para no tomarla allí mismo de pie junto a la puerta, pero cuando lo vio rozar con los dedos el medallón que llevaba al cuello, se
dio cuenta de que su fuerza de voluntad había ganado. Por lo menos de momento.


Pedro se encerró en la habitación de enfrente, la que siempre estaba cerrada con llave, para no volver con Paula a terminar lo que había empezado. También porque necesitaba recordar los motivos que le impedían establecer una relación más profunda con ella. ¿Y qué mejor lugar que hacerlo que aquella tumba oscura y desolada fuente de todo su dolor? La habitación no era un santuario; en ella no quedaban recuerdos de Celeste, al menos los que mostraban lo que fue, no en qué se había convertido.


Pedro se acercó a la ventana desde donde ella solía mirar con añoranza los jardines y soñar con cosas que habían quedado fuera de su alcance por culpa de él.


Se dejó caer en una silla y, asediado por el dolor físico de su deseo, analizó las palabras de Paula.


Tenía miedos, pero estaban todos justificados. Lo que más temía era que ella fuera la mujer capaz de obligarlo a enfrentarse a su situación, que abriera sus heridas y éstas
volvieran a sangrar de nuevo. También reconocía que era una mujer que en circunstancias normales no le interesaría. 


Pero su relación no tenía nada de normal.


Desde el principio se dio cuenta de que Paula era especial, y se sintió atraído por ella desde el primer momento.


También reconocía los riesgos, y eran unos riesgos que no se podía permitir. Al tocarla por primera vez había fijado sin saberlo un rumbo peligroso, y necesitaba cambiarlo pronto. 


Antes de hacer algo de lo que los dos se arrepintieran.







jueves, 29 de octubre de 2015

MI FANTASIA: CAPITULO 12





A Paula le extrañó encontrar la mesa preparada en el comedor formal, y no en el de la cocina, pero la sorpresa fue mayúscula al ver a Pedro sentado en un extremo de la mesa rectangular, con una inmaculada camisa blanca. La primera vez que se presentaba a cenar.


Cuando Paula observó que sólo había dos cubiertos, preguntó:
-¿No cena Eloisa con nosotros?


-Ya ha cenado -le informó él-. Se está preparando para salir de viaje.


Una sorpresa más entre varias, que a Paula no le hizo demasiada gracia.


-¿Dónde va?


-¿Por qué no se lo preguntas tú misma?


Paula encontró a Eloisa en la cocina metiendo unos recipientes de plástico en la nevera.


-No sabía que se iba -dijo Paula.


-Voy a Shreveport a ver a mi hermano y a mis sobrinos. Sólo estaré fuera una semana o dos.


¿Una semana o dos? Paula hizo un esfuerzo para no retorcer las manos a causa de un nerviosismo que no podía controlar.


-He dejado comidas preparadas en la nevera. Sólo tiene que calentarlas. Y asegúrese de que come -añadió, refiriéndose a Pedro-. Ha adelgazado mucho. Está muy flaco.


Era cierto que Pedro estaba delgado, pero nadie podía acusarle de flaco. Paula lo había visto desnudo y sabía que tenía un cuerpo perfecto.


-Lo intentaré, pero no creo que me haga mucho caso.


-Sólo le pido que lo intente -dijo Eloisa, dándole una palmadita en la muñeca-. Acompáñeme a la puerta, por favor.


Cruzaron el comedor, donde Pedro seguía sentado, y después salieron al vestíbulo. En la puerta principal, Eloisa se volvió a mirar a Paula con preocupación.


-Recuerde lo que le dije. Manténgase firme con Pedro y no se deje manipular por él.


-No se preocupe por eso, nunca hago nada que no quiero.


Al menos era la decisión que había tomado para su nueva vida.


-Y no debe preocuparse. Pedro nunca le haría daño.


-Eso es tranquilizador.


Eloisa desvió la mirada.


-¿Qué es lo que no me está contando, Eloisa?


-Pedro es un hombre muy persuasivo, pero nadie conoce al verdadero hombre que hay detrás de esa fachada de hierro. Proteja su corazón.


-Créame, Eloisa -dijo Paula con una carcajada que no tenía nada de divertida-, enamorarme es lo último que deseo. Digamos que en ese terreno estoy curada de espanto.


-Enamorarse no es siempre negativo -le aseguró la mujer, y la estudió pensativa durante un momento antes de continuar-: Pero ahora que lo pienso, usted podría ser.


-¿Podría ser qué?


-La mujer que le salve de su aislamiento y su soledad. La mujer que le salve de sí mismo.


Tras un breve abrazo, Eloisa salió por la puerta dejando a Paula con unas afirmaciones que necesitaba analizar.


Desde el principio Paula reconoció que ella sólo sería para Pedro una conquista más, pero al pensarlo mejor se dijo que ella también podía conquistarlo a él. Aquélla era su
oportunidad de vivir la aventura de su vida, la ocasión de explorar todas las posibilidades que la pasión y el sexo ofrecían con él, empezando desde esa misma noche. Quería saberlo de primera mano. Quería saber cómo era tener a un hombre totalmente entregado a satisfacer todos sus deseos y necesidades, como sabía que Pedro haría.


Con energías renovadas volvió al comedor y se sentó frente a Pedro, que todavía no había empezado a cenar.


-¿Has tenido una agradable conversación de despedida con Eloisa? -preguntó burlón él.


-No ha sido una conversación exactamente -dijo Paula-. Le he dicho que lo pase bien y ella me ha dicho que te obligue a comer -desdobló la servilleta y se la puso en el regazo-
. Así que come, no quiero que me despida si vuelve y te ve en los huesos.


-No estaré en los huesos. De hecho, en los últimos días he notado un notable aumento de mis apetitos.


Paula se concentró en comer, sin querer pensar demasiado en que los suyos también habían aumentado considerablemente. Y no precisamente de comida.


Cuando terminaron de comer, Pedro se levantó y recogió los dos platos, el suyo vacío, el de Paula apenas sin tocar.


-Vuelvo ahora mismo. No te muevas.


Poco después regresó con una botella abierta de vino tinto. Se acercó a ella, sirvió las copas que traía y le dejó una delante.


-No suelo beber, pero supongo que una copa me sentará bien -dijo ella.


O dos o tres, pensó nerviosa, aunque no necesitaba emborracharse para disfrutar de las atenciones de Pedro. Él era bastante embriagador.


Para su sorpresa, Pedro volvió a sentarse en el extremo opuesto de la mesa y bebió un largo trago de vino antes de preguntar:
-¿Cómo eras de niña?


Paula no lo esperaba en absoluto.


-Supongo que era una niña seria. Buena estudiante, bastante introvertida.


Y diferente, algo de lo que se dio cuenta siendo muy joven, gracias al «don».


-Interesante. Te imaginaba más bien como una joven alocada.


-No -rió Paula, pensando que ella nunca había salido del cascarón-. Ésa era mi hermana. Un auténtico demonio y un continuo quebradero de cabeza para mis padres. A ella había que mantenerla a raya -recordó.


El comentario pareció despertar el interés de Pedro.


-¿Te llevas bien con ella?


-Como uña y carne. Está en Georgia, a punto de dar a luz a su primer hijo. ¿Y tú, tienes hermanos?


Pedro apuró la copa de vino y la dejó sobre la mesa con más fuerza de la necesaria.


-No.


A juzgar por la expresión de su cara, Paula pensó que le resultaba un tema doloroso y cambió de conversación.


-¿Cómo eras de niño?


-Un torbellino -dijo él con una traviesa sonrisa.


-¿Por qué será que no me sorprende?


Pedro trazó el borde de la copa con el dedo.


-No fui un gran estudiante, aunque conseguí sacar el Master en Administración de Empresas de la Universidad de Notre Dame.


-Yo me licencié en la Universidad de Georgia, pero no continué con los estudios de posgrado, aunque quería. Cometí el error de casarme -dijo con gesto de resignación al
recordarlo.


-Con Ricardo el imbécil.


-Sí, con Ricardo el imbécil -repitió ella, haciendo girar la copa y mirando el remolino que formaba el líquido burdeos en su interior.


Oyó el ruido de una silla al arrastrarse por el suelo y después los pasos sobre él. A su lado, Pedro la apartó de la mesa y la volvió en la silla hacia él. Después colocó otra silla delante de ella y se sentó.


-Me gusta la ropa que llevas -dijo, apoyando las manos en los muslos femeninos.


-Gracias.


Paula había elegido la blusa de seda roja sin mangas y la falda negra a medio muslo para él.


El subió los dedos por la piel desnuda hasta el dobladillo.


-¿Has pensado en lo que te he propuesto antes?


-No he pensado en otra cosa -reconoció ella, incapaz de fingir lo contrario.


-Necesito pensarlo un poco más -dijo ella, incapaz de pensar con las manos masculinas en su piel-. Lo haré mientras recojo la cocina.


-La cocina puede esperar.


-Necesito hacer algo mientras pienso.


Él esbozó una sonrisa como si tuviera una sugerencia más interesante sobre en qué podía ocuparse mientras lo pensaba.


-Deja las puertas de la terraza de tu dormitorio abiertas. Yo iré a tu habitación -dijo él.


Le rozó los labios con los suyos y se incorporó.


-En ese caso, te veo luego, supongo -dijo ella, aceptando sin titubear.


Era evidente que no necesitaba pensarlo mucho.


-No te desvistas. Quédate con esa ropa.


-¿Algo más?


-De momento no.


Veinte minutos después, Paula entraba en el dormitorio en penumbra, buscaba a tientas la lámpara de la cómoda y la encendía. Se quitó las sandalias, y descalza fue a abrir las
puertas de la terraza, a sabiendas de que lo que iba a hacer era arriesgado, pero un riesgo que quería correr.


Abrió las ventanas de par en par, dejando que entrara la brisa caliente y húmeda de la noche. Sin saber qué hacer, apagó la luz, y se sentó en el sillón orejero a esperar.


Y esperó.


Y cuando creyó que Pedro había decidido cambiar de opinión, éste apareció en las puertas abiertas y entró en la habitación como un ser etéreo.


Sorprendiéndola, fue hasta la cómoda y encendió la misma lámpara que ella había apagado poco antes. No siempre prefería la oscuridad. Todavía llevaba los pantalones, pero se había quitado la camisa, y Paula lo vio acariciar con la mano el medallón de oro que colgaba de su cuello. Después se pasó lentamente la palma por el pecho y el vientre. Por un momento, Paula pensó que iba a quitarse los pantalones, pero en lugar de eso fue hacia ella.


-Creía que no vendrías -dijo ella, tratando de mantener una actitud relajada a pesar de los acelerados latidos de su corazón.


Pedro apoyó ambas manos en los brazos del sillón y se inclinó hacia ella.


-Siempre cumplo mis promesas -dijo, y sujetándola de una mano la hizo levantarse y la pegó a él.


Paula apoyó las palmas en su pecho, con intención de explorar, pero él le sujetó las muñecas y dejó los brazos colgando a los costados.


-Yo lo haré todo -dijo él, en tono profundamente grave.


-¿Significa que me quieres sumisa?


-Sí.


Nada nuevo en eso. Era la misma actitud que había tenido con Ricardo, aunque en su caso no le había interesado lo bastante como para participar activamente.


-Normalmente prefiero lo no convencional, pero me temo que esta noche tendré que hacer algunas concesiones.


Ella sentía una gran curiosidad, junto con cierto nerviosismo, ante las posibilidades.


-¿Qué consideras no convencional?


-Cualquier lugar menos la cama -dijo él-. Pero cuando haya empezado, quizá no tengas fuerzas para mantenerte de pie.


No hacía falta esperar tanto, pensó ella. Ya casi se le doblaban las rodillas sólo de imaginar lo que se avecinaba.


Pedro le volvió las palmas de la mano hacia arriba y besó cada muñeca sin dejar de mirarla a los ojos.


-Tranquilízate -dijo él, como si adivinara su preocupación-. De ti depende decirme que pare o siga -se llevó la mano femenina a la mandíbula y se la acarició con los nudillos-.
Aunque me pedirás más que siga que me detenga. Sí más que no -le aseguró.


«Poder absoluto, pensó ella».


-Primero necesito que te relajes -dijo, tomándola de la mano y llevándola a las puertas abiertas. Allí se colocó detrás de ella-. Las marismas hierven de vida por la noche. Los
animales, al contrario que los humanos, no luchan contra la fuerza de la naturaleza. Sólo siguen sus impulsos naturales.
Pedro la besó castamente antes de apartarse, pero ella le buscó la boca. Él se apartó dos veces más, y las dos veces ella lo buscó. Por fin, él intensificó el beso y exploró su boca
con la lengua.


Tan absorta estaba en el placer, que no se dio cuenta de que Pedro le había desabrochado la blusa hasta que sintió la brisa de la noche en el torso casi desnudo.


-¿Estás relajada?


-Más o menos.


-Bien.


Cuando él rodeó el pezón a través del fino encaje del sujetador, Paula sintió que su cuerpo estaba a punto de licuarse, y casi no se atrevió a imaginar su reacción cuando él finalmente la acariciara sin ningún obstáculo.


Pedro deslizó la mano por el abdomen y la cintura, como había hecho antes en la cabaña.


-¿Paro o sigo? -en el momento en que ella titubeó ligeramente, él le dijo-: No pienses demasiado, Paula. Escucha a tu cuerpo, no a tu mente.


-Sigue -dijo con la respiración entrecortada, que se detuvo por completo cuando Pedro le levantó la falda y apoyó la palma de la mano por encima de la braga, presionando
ligeramente-. Sin duda necesitamos una cama -dijo al sentir el ligero desfallecimiento de Paula.


La llevó de nuevo a la cama y la sentó al borde del colchón. 


Después abrió las ventanas que flanqueaban las puertas de la terraza y puso en marcha el ventilador del techo. Por
fin volvió junto a la cama.


-Quítate la blusa y el sujetador -le ordenó.


Paula se quitó la blusa, pero cuando intentó desabrochar el sujetador, le temblaban las manos y fue incapaz. Pedro se arrodilló delante de ella, le retiró las manos y
suavemente soltó el broche de la prenda, poniendo de manifiesto que no era la primera vez que lo hacía. Cuando se inclinó hacia ella y le acarició el pezón con la punta de la
lengua, Paula experimentó una intensa ráfaga de placer y sintió una cálida humedad entre las piernas.


Pedro se levantó, la puso en pie, y después de quitarle la falda, apartó la colcha de la cama.


-Túmbate boca arriba.


-¿Y tú? -preguntó ella, que ya estaba prácticamente desnuda y vio que él continuaba vestido-. ¿No te vas a desnudar?


-Ahora lo importante eres tú.


Era la primera vez en su vida que le ocurría algo así, y Paula decidió no discutir, aunque en cierto modo la decepcionó. 


Claro que la decepción no duró mucho rato.


Después de mirarla durante un largo momento de pie junto a la cama, Pedro se sentó a su lado y apoyó las palmas de las manos a ambos lados del cuerpo femenino.


-Quiero que me mires cuando te acaricio -dijo él.


-Yo quiero cerrar los ojos para concentrarme.


Era cierto, aunque sólo parcialmente. Paula quería mantener la distancia emocional y tratar la situación como una experiencia visceral.


-Si te sientes incómoda, de acuerdo -dijo él-. Al menos por ahora.


Paula cerró los ojos cuando él la besó de nuevo, y cuando le tomó el pezón en la boca, absorbió las sensaciones, saboreando cada caricia de la lengua y de los labios. 


Entonces ocurrió algo inesperado y fascinante: además de sentir lo que Pedro le hacía, podía verlo a través de la mística canalización de sus mentes, ahora conectadas. Vio las manos descender por su cuerpo a la vez que sentía el roce de las palmas endurecidas. También vio y sintió la línea que él trazó desde su pelvis a la cadera antes de doblarle las rodillas.


Durante una eternidad la acarició con manos delicadas, de los brazos a los pies, sin dejar un centímetro de piel sin tocar. Después de otro beso, usó la lengua y los labios para
seguir el sendero que había recorrido con las manos, y cada punto explorado se sensibilizaba hasta extremos que ella nunca había imaginado.


Cuando él succionó un trozo de piel entre los muslos, Paula se sintió al borde mismo del orgasmo, y cuando él arrugó la cinta elástica de las bragas notó otra oleada caliente y húmeda de placer entre las piernas.


Pero en lugar de bajarle las bragas,Pedro se detuvo y le susurró:
-Aguanta todo lo que puedas antes de alcanzar el orgasmo.


Paula abrió los ojos y lo miró a la cara.


-No creo que pueda.


-En ese caso -dijo él-, me veré obligado a provocarte otro.


Aquello tenía que ser un sueño. Paula nunca había conocido a ningún hombre tan empeñado en darle placer.


Pedro deslizó la prenda de encaje por las piernas y se la quitó. Paula volvió a cerrar los ojos y vio lo mismo que él cuando le separó las piernas. Ahora estaba totalmente
expuesta a él y más vulnerable que nunca, pero cualquier preocupación se desvaneció cuando él separó la carne, la recorrió con la punta de un dedo y después dos, acariciándola por dentro y por fuera.


Paula sabía que no iba a poder aguantar mucho más, y las primeras contracciones la hicieron agarrarse con fuerza a las sábanas. Apretó los dientes y trató de mantener el control, pero el orgasmo se apoderó de ella y sacudió todo su cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás y notó un gemido a punto de escapar de su garganta, pero Pedro absorbió el
sonido cerrándole la boca con la suya.


Cuando él interrumpió el beso, Paula abrió los ojos y lo encontró mirándola.


-Ahora estoy relajada -dijo ella, poniéndose el brazo sobre la frente empapada en sudor.


Él soltó una risa grave.


-Eres casi demasiado apasionada -murmuró él-. Pero voy a hacértelo otra vez.


-Pedro, no...


«No podré soportarlo».


Pero Pedro ya estaba acariciándola tan ardientemente como antes.


-Quiero acariciarte con la boca -dijo, deslizando un dedo en su interior-, pero lo dejaré para cuando estés preparada.


Si la acariciaba con la boca, Paula estaba segura de que se disolvería en el colchón.


En cuestión de momentos, la tenía de nuevo al borde mismo del placer, lista para estallar de nuevo.


-Voy a hacerte gritar -dijo él.


Cuando alcanzó el orgasmo, Paula gritó precisamente, sino que dejó escapar un gruñido largo y casi lastimero que ella apenas podía creer que pudiera surgir de su garganta. 


Jadeando y tratando de recuperar el aliento,Paula sintió los brazos de Pedro rodeándola y, mientras, sus labios la calmaban con besos tiernos en las mejillas y en los
labios.


-¿Dónde has aprendido a hacer eso? -preguntó ella por fin.


Pedro le apartó un mechón de pelo de la frente y la besó.


-He estudiado sexo tántrico. Desde entonces he hecho algunas modificaciones y he practicado.


-Con muchas personas -sugirió ella, sintiendo una inesperada punzada de celos.


-No, sólo unas pocas elegidas.


Eso en parte la alivió.


-¿Debo sentirme halagada?


-Sí, soy muy selectivo. Y siempre empiezo con el propósito de dar placer a la mujer.Contigo sólo he arañado la superficie.


-No sé cuánto más puedo soportar.


-Claro que puedes -dijo él, incorporándose y apoyándose en un codo mientras con la otra mano le acariciaba el pecho-. Pero ahora necesitas dormir.


Paula se quedó con la boca abierta cuando Pedro se levantó y se dirigió hacia la puerta.


-Un momento. ¿Esto es todo?


Él se volvió a mirarla.


-¿No ha sido suficiente?


-Bueno, creía que íbamos a... -no sabía muy bien cómo decirlo.


Él se apoyó de espaldas contra la puerta.


-Cualquiera puede montarse y terminar en unos minutos, Paula. Pero no todo el mundo se toma el tiempo necesario para conocer el cuerpo de su amante. Yo quiero conocer el
tuyo antes de penetrarte. Y sólo acabó de empezar.


Después salió de la habitación y cerró la puerta.


Pedro Alfonso era un sibarita del sexo empeñado en demostrarle lo genial que era. Y ella continuaría prestándose gustosa a ello, siempre y cuando él terminara por entregarse
por completo también a ella.