jueves, 8 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 2





—¿Que quieres contratar a alguien para qué? —Paula se levantó bruscamente de su silla. ¿Por qué parecía tan sorprendido? Él le había dicho que lo había contratado su madre, que Barbara sabía lo del anuncio. ¿Entonces por qué reaccionaba así?


—Para engendrar a mi hijo, claro está. ¿No es de eso de lo que hemos estado hablando hasta ahora?


—Tal vez tú sí, pero yo…


—¿Es que no lo comprendes? Escogí este método porque una clínica es tan… clínica…. Es demasiado impersonal. Tener un hijo no debería ser un proceso clínico —cedió a la tentación y tomó otro bombón de chocolate. Al instante se sintió algo más tranquila, y le tendió la caja—. ¿Quieres uno?


—No. Lo que quiero es una explicación.


—Quiero saberlo todo del hombre que engendrará a mi hijo o a mi hija. Quiero saber qué tipo de genes se combinarán con los míos. Quiero conocer su aspecto, saber lo que piensa, si tiene más de dos neuronas albergadas en su cerebro…


—¡Un momento! —exclamó Pedro sin poder contenerse.


—¿Qué pasa?


—¿Es por eso por lo que están esperando todos esos hombres, en el vestíbulo?


—Por supuesto.


—¿Estás buscando un padre para tu bebé?


—Bueno —Paula frunció el ceño—, quizá debí haber programado también un examen psicológico, para tener mayor seguridad.


—Te sugiero que te programes también uno para ti.


Pedro se levantó, avasallándola con su estatura. Paula pensó que quizá fuera su ropa negra lo que encontrara tan intimidante. O quizá la manera en que su camisa se tensaba bajo aquel pecho tan ancho… O tal vez su forma de clavar en ella aquellos penetrantes ojos grises. Tuvo que recurrir a toda su capacidad de autodominio para no ponerse a temblar como una colegiala. No se había sentido así desde, desde… Bueno, pensándolo bien, nunca antes se había sentido así.


—¿Es que has perdido el juicio? —le preguntó él.


—Supongo que sí. Quizá si guardaras un poco más las distancias… —señaló el pecho musculoso que tenía delante de los ojos—… podría pensar con mayor claridad.


—¿Es que estoy demasiado cerca? —inquirió, arqueando las cejas.


—Sí. Para ser sincera, soy una de esas típicas personas que no tienen sentido alguno del espacio personal. Pero contigo… —sacudió la cabeza—… puede que tenga que instalarme un parachoques.


Pedro retrocedió un paso.


—¿Así está mejor?


—Sí, gracias.


—Estupendo. Ahora quizá puedas responder a mis preguntas. ¿Pusiste un anuncio en el periódico demandando donantes de semen?


—Sí. Aunque lo expresé de una manera algo más cuidadosa.


—¿Cómo de cuidadosa?


—¿Es que Barbara no te enseñó esto? —le preguntó Paula a su vez, entregándole un periódico.


Pedro volvió a sacar sus gafas de lectura y leyó en voz alta: 


Se necesita hombre de entre veinticinco y cuarenta años para participar en breve encuentro romántico. Se requieren frutos positivos de la labor mencionada. Necesario firmar contrato, aclarando que cualquier producto o resultado de tal encuentro será propiedad exclusiva de la persona recipiente.


—¿Lo ves? Me he expresado con mucho tacto.


—Quieres decir que te has garantizado la asistencia de todos los chiflados de este lado del Misissipi —Pedro se guardó nuevamente sus gafas—. Al menos habrás tenido el buen sentido de alquilar un apartado de correos para recibir las respuestas.


—Por supuesto.


—Supongo que también habrás pedido que te envíen una foto, currículum y referencias.


—Sí, yo… —de pronto se interrumpió. Había algo que no tenía sentido en aquella situación, y solo tardó un instante en averiguarlo: ¡él no había visto antes el anuncio! Lo miró con expresión desconfiada—. Ahora que caigo en la cuenta, yo no recibí ni tu foto ni currículum. En ese caso me acordaría —de eso estaba segura—. Así que si no has venido por el anuncio… ¿por qué estás aquí?


—Barbara contactó conmigo después de trasladarse a su apartamento. Le preocupaba que te quedaras sola aquí y pensó que podrías necesitar ayuda. No creo que se diera cuenta de hasta qué punto.


—¡Hey! Quizá deberíamos empezar por el principio. ¿Quién eres tú y qué relación tienes con mi madre?


—Ya sabes quién soy. Pedro Alfonso, por si lo has olvidado. Barbara me contrató como regalo de cumpleaños. Se supone que trabajo para ti. En el sentido más tradicional del término, podría añadir. Cuando vi a los otros en el vestíbulo, supuse que estarías haciendo una ronda de entrevistas para el empleo para el que me contrató tu madre.


—¿Y qué empleo es ese?


—«Chico para todo», asistente personal, ayuda de cámara —se encogió de hombros—. Lo que tú gustes.


—Pues no, gracias. No necesito ese tipo de ayuda. Puedo cuidar de mí misma, y las demás tareas de la casa ya están cubiertas.


—¿Excepto la de que alguien te ayude a fabricar un niño?


—Eso no es asunto tuyo.


—Qué gracioso. Hace cinco minutos me estabas entrevistando como padre potencial.


—Eso fue hace cinco minutos —Paula le señaló la puerta—. Y ahora, quiero que te vayas.


—Seguro. Me encantará volver con Barbara y contarle que ya no necesitas un empleado —se interrumpió un momento—. ¿O debería sugerirle que te ofreciera mis servicios como semental? Quizá ese pueda ser tu regalo de cumpleaños en vez del asistente personal.


—¡No! No quiero que le cuentes nada de esto.


—Terminará descubriéndolo un día de estos. ¿O es que pensabas mantenerlo en secreto hasta que dieras a luz al bebé?


—Tengo intención de decírselo —Paula intentó no adoptar un tono defensivo, pero no dio resultado—. Lo que pasa es que no quiero apresurarme.


—Lo que quieres decir es que si ella descubre tus intenciones antes de que la buena acción sea realizada, hará todo lo posible para hacerte desistir, ¿no?


—Bueno, seguro que me expresaría su opinión al respecto —confesó Paula, haciendo una mueca.


—Comprendido —Pedro esbozó una sonrisa de suficiencia—. ¿Tengo que inferir entonces que has decidido aceptar tu regalo de cumpleaños?


—¡Eso es chantaje!


—Sí que lo es —cruzó las manos sobre el pecho.


—¿No tengo otra elección?


—No la tienes. Le di a tu madre mi palabra de que desempeñaría ese empleo, y no pienso echarme atrás.


Hablaba terriblemente en serio. Paula examinó las posibilidades que tenía. Quizá no fuera tan malo tenerlo cerca: parecía fuerte, capaz, inteligente, y quizá pudiera ayudarla con las entrevistas. Se animó de repente. Podría resultar divertido tenerlo de asistente personal. Solamente necesitaban aclarar un pequeño detalle.


—¿Harás lo que te diga?


—Seré tu empleado, si es eso lo que quieres decir.


—Pareces tener problemas para recibir órdenes —comentó, sospechosa—. Este es tu primer trabajo como asistente personal, ¿verdad?


Pedro abandonó su expresión fría y adoptó otra peligrosamente atractiva.


—¿Tan obvio resulta?


—Bueno, no te preocupes —repuso con un tono de compasión—. Confío en que podrás arreglártelas. No me sorprende que te comportaras de una manera tan extraña. No sabías en lo que te habías metido.


—¿Quiere eso decir que vas a permitirme que me quede?


—Claro. ¿Cómo podría rechazarte sabiendo que esta es la primera vez que realizas ese trabajo? Debiste habérmelo explicado desde el principio. Me habría mostrado mucho más comprensiva.


—Espera, a ver si lo entiendo bien. Si yo hubiera tenido alguna experiencia, me habrías rechazado. Pero me conservas precisamente porque no la tengo.


—Exacto —Paula le dio una palmadita en el brazo—. Oye, ¿por qué no te tomas el día libre? Tranquilízate y procura no preocuparte demasiado. Podrás empezar mañana —se dirigió a la puerta y la abrió—. Si me disculpas, tengo que seguir con las entrevistas.


Pedro echó un vistazo al vestíbulo.


—Querrás decir con la entrevista.


—¿Perdón? —lo miró confundida.


—La entrevista, y no las entrevistas. Tus potenciales padres parecen haberse evaporado. Todos excepto ese caballero que se ha subido a la cómoda —Pedro volvió a mirar divertido al hombre en cuestión—. No me parece un candidato muy prometedor.


Paula miró y se quedó con la boca abierta.


—Bájese ahora mismo de ahí —ordenó.


—No pienso moverme —el tipo sacudió la cabeza—. ¡No hasta que se lleven a este lobo de aquí!


Paulaobservó con interés cómo Pedro ordenaba en silencio a Loner que se retirase.


—De acuerdo, ya no hay peligro. Ya puede bajarse.


—Es inofensivo —intervino Pedro.


—¡Inofensivo! —el hombre rió sin humor—. Nos ha echado a todos uno a uno, gruñéndonos, ladrando, enseñando los dientes. Si no me hubiera subido aquí, no sé lo que me habría pasado.


—Exactamente lo que ha pasado: nada —Pedro señaló a Loner, que se había tumbado en el suelo—. ¿Lo ve? Completamente inofensivo.


El hombre bajó de la cómoda y se dirigió apresuradamente hacia la salida.


—Espere un momento —protestó Paula—. ¿Qué pasa con la entrevista?


—Olvídelo. No estoy tan desesperado.


La puerta se cerró a su espalda, y Paula se volvió hacia Noah con las manos en las caderas.


—¿Y ahora qué se supone que debo hacer?


—Yo tengo una sugerencia. Búscate un marido. Así podrás concebir todos los hijos que quieras. Es más seguro. Y más inteligente.


—Oh —exclamó de pronto una voz desde la entrada—. ¿Interrumpo algo?


Pedro se apresuró a colocarse delante de Paula.


—Pues sí, si es que ha venido para la entrevista.


Paula le dio un golpe en la espalda.


—Hazte a un lado, tonto. Él no ha venido para la entrevista.


—¿Loner? —Pedro hizo una seña al perro, que se había puesto inmediatamente alerta. Cuando logró que se relajara, se hizo a un lado—. Vale. No hay peligro.


—¿Tú crees? —Paula abrazó al recién llegado, contenta de disponer de un momento para recuperarse—. ¡Tío Reynaldo! ¡Qué alegría verte!


—Hola, querida. ¿Cómo estás?


—Estupendamente —le dio un rápido beso en la mejilla—. ¿Dónde has estado? Es como si de repente hubieras desaparecido de la faz de la tierra. Te he echado de menos.


—Lo siento, cariño. A veces los negocios se interponen en el camino del placer —miró a Pedro—. ¿No nos vas a presentar?


—Oh, perdón. Este es Pedro AlfonsoPedro, te presento a mi tío Reynaldo Alfonso.


Reynaldo enarcó las cejas mientras le estrechaba la mano.


—Alfonso… Alfonso… ¿por qué me resulta tan familiar ese apellido?


—Estás pensando en Manuel Alfonso —se apresuró a explicarle Paula—, el ex prometido de mamá. Pedro es un pariente lejano suyo.


—¿Es que ha vuelto Manuel a la vida de Barbara? —una extraña emoción cruzó por el rostro de Reynaldo—. Yo creía que eso estaba acabado.


—No, no ha vuelto a su vida —Pedro no esperó a que Paula respondiera—. Y no es por eso por lo que yo estoy aquí —se interrumpió por un instante—. Soy un empleado contratado por Paula.


—¿Un empleado? —inquirió sorprendido Reynaldo, y en sus ojos azules apareció un brillo de curiosidad mezclada con preocupación—. Creo que he estado demasiado tiempo fuera. ¿Cuándo sucedió eso?


Paula miró a uno y a otro, percibiendo una tácita e intensamente masculina comunicación entre los dos hombres que no pudo menos que inquietarla.


—Ahora mismo.


—Soy un regalo de cumpleaños de Barbara—Pedro cruzó los brazos sobre el pecho, sosteniendo firmemente la mirada del tío de Paula—. Lo que necesite la señorita Chaves, yo se lo procuraré.


—¿Cualquier cosa? —Reynaldo arqueó una ceja.


—Lo que sea —confirmó Pedro.


Paula se interpuso entre ambos. Un codazo en el estómago de Pedro la ayudó en esa tarea, aunque sospechaba que con eso se hizo más daño a sí misma que a él.


—Creo que te olvidaste de mencionarme esa parte.


—Tendrás que disculparme ese olvido —pronunció Pedro con un tono a todas luces nada apologético—. No hemos tenido mucho tiempo para describir con profundidad mi trabajo. Pensé que podríamos hacerlo una vez que me instalara aquí.


—¿Que se instalara aquí? —Reynaldo miró a uno y a otra, alarmado—. ¿Cree que eso será prudente?


—¿De qué otra forma podría atenderla en todo lo que necesitase? —inquirió a su vez Pedro, con una sonrisa de inocencia tan falsa como la de un ángel caído.


—Discúlpenos, por favor —Reynaldo tomó a su sobrina del brazo y se la llevó aparte—. ¿Has investigado los antecedentes de ese hombre? —le preguntó en voz baja—. ¿Será seguro tenerlo en la casa contigo?


—No, no he investigado sus antecedentes —respondió Paula con tono paciente y miró a Pedro, sospechando que podía escuchar todas y cada una de las palabras que estaban pronunciando—. Barbara lo contrató. Si eso hace que te sientas mejor, me encargaré de revisar su historial.


—Ya sabes lo mucho que quiero a tu madre. Pero a veces… —Reynaldo suspiró—. No quiero molestarte, querida, pero tu madre no se distingue precisamente por su prudencia. No me sorprendería que hubiera contratado al señor Alfonso nada más que por su impresionante apariencia física, basándose en su tan a menudo desafortunada intuición con los hombres.


—Es cierto que no ha tenido demasiada suerte con ellos —le concedió Paula—. Estoy segura de que pensó que necesitaría alguna ayuda, ahora que se ha ido de aquí y se ha quedado sola —añadió, con la esperanza de cambiar de tema.


—Entonces… —su tío se aclaró la garganta—… ¿es que tu madre está envuelta en otra relación?


—Si es así, no me ha contado nada al respecto.


—Pero es solamente en esos casos cuando se va de casa, ¿no? Bueno, supongo que pronto recibiremos invitaciones para su boda número cinco.


—Seis —Paula le tocó un brazo—. Ella amó a papá más que nadie, tío Reynaldo. Tú lo sabes. Nadie más ha sido capaz de reemplazarlo en su vida.


—Pero aun así continúa intentándolo.


—Quizá el próximo sea diferente.


—¿Lo conoces?


—Ya te lo he dicho. Si es que hay alguien nuevo, ella todavía no me ha dicho una sola palabra —Paula esbozó una mueca—. Ya sabes cómo es Barbara.


—Sí, querida —murmuró con una melancólica sonrisa—. Soy muy consciente de las excentricidades de tu madre.


—Bueno, todo esto es nuevo para mí. Ella siempre ha esperado a comprometerse antes de irse de casa. En esta ocasión casi ni ha avisado. Hace un par de días hizo las maletas, me dio un beso en la mejilla y salió por esa puerta. Solamente la veo cuando pasa por aquí para recoger la correspondencia.


—¿Qué estará tramando esa mujer?


—Quizá quiera vivir sola durante una temporada. Está usando el apartamento de Nob Hill.


—Tu madre no es de las personas que puedan vivir solas durante mucho tiempo —Reynaldo se irguió con una pose tan estirada como la de un militar, llevándose una mano al cuello almidonado de su camisa—. Sospecho que deberíamos prepararnos para lo peor.


—Quizá esta vez se trate de lo mejor.


Por alguna razón, eso lo deprimió aún más.


—Tendremos que esperarlo. Tu madre se merece la felicidad. Quizá la encuentre si deja de mariposear de… —se interrumpió de pronto, ruborizado.


—¿De marido en marido? —inquirió secamente Paula.


—Perdóname, querida. Ha sido una intolerable indiscreción por mi parte.


—No te preocupes, tío Reynaldo —le dio una palmadita en el brazo—. Más que indiscreción, ha sido sinceridad.


—¿Señorita Chaves? —la llamó en ese instante Pedro—. ¿Puedo saber ya cuál es el veredicto? ¿Va a arriesgar su vida y su integridad conservándome a su lado? ¿O debo marcharme ahora mismo?


Paula le regaló a su tío una reconfortante sonrisa antes de reunirse nuevamente con su «empleado». Le resultaba ridículo referirse a él con ese nombre. Nunca en toda su vida había encontrado a una persona tan independiente y segura de sí misma.


—¿Cómo podría rechazar un regalo de cumpleaños de mi madre? —exclamó con tono ligero—. Pero comprenderás que necesito revisar tu currículum y referencias.


—Eso no es ningún problema.


—Entonces, ¿cuándo piensas instalarte aquí?


Antes de que Pedro pudiera responder, un niño pequeño, de menos de diez años, irrumpió en la casa.


—¡Hey, Paula! Deberías ver el coche que está aparcado justo enfrente. Es larguísimo. Y luego está ese tipo tan grande, esperando en la puerta. Lleva uniforme y todo.


—Hey, Patricio —Paula lo saludó con alegría—. Llegas tarde. ¿No te habrán vuelto a castigar en la escuela, eh?


—Qué va. He estado por ahí, echando una mano… ¡Oh! —de pronto chasqueó los dedos—. Casi me olvidaba. Será mejor que vengas rápido. Era eso lo que quería decirte.


—Creo que debo marcharme ya —anunció Reynaldo.


—Oh, no —protestó Paula—. ¿No puedes quedarte a cenar?


—Me temo que no en esta ocasión —lanzó una rápida mirada a Pedro—. Pero ya me aseguraré de que nos veamos pronto.


—¿Lo prometes?


—Ya sabes que siempre cumplo mis promesas, querida.


—¿Ese coche es tuyo? —le preguntó en ese momento Patricio—. ¿Ese enorme coche de ahí fuera?


—Desde luego, jovencito —Reynaldo sonrió divertido.


—¿Y el gigante también?


—Es mi chófer.


—¡Guau!


—¿Patricio? ¿No dijiste que tenías un problema? —inquirió Paula.


—Oh, sí. Será mejor que vengas rápido. La situación se está complicando por momentos.


—Bueno, ahora ya sí que tengo que irme —Reynaldo le dio a Paula un rápido beso en la mejilla—. Hablaremos pronto, ¿de acuerdo?


—Por supuesto —repuso con tono ausente, percibiendo algo extraño en su actitud—. Puedes venir cuando quieras.


—Querida… —Reynaldo se interrumpió, sacudiendo la cabeza con una triste sonrisa—. Olvídalo. En otra ocasión.


—Tío Reynaldo, ¿qué pasa?


—No importa. Ya te lo contaré —después de darle un último abrazo, salió de la casa.


—¿Cuál es ese problema, Patricio? —preguntó Pedro, y desvió la mirada del niño a Paula—. Quizá pueda servir de ayuda.


Paula comprendió que aquel era un hombre habituado a hacerse cargo de cualquier situación.


—No hace falta, yo puedo encargarme de ello —se apresuró a decir—. Ibas a descansar durante el resto del día, ¿recuerdas? No empiezas a trabajar hasta mañana.


—¿Te parezco que necesito descansar? —inquirió arqueando una ceja, y no le dio tiempo a contestar—. Podría echar un vistazo, para acostumbrarme al funcionamiento normal de las cosas por aquí.


Patricio insistió entonces, tirándola de un brazo:
—¡Date prisa!


Paula sopló para apartarse los rizos de los ojos. Tenía la inequívoca sensación de que carecía de capacidad alguna de elegir. Pedro pretendía seguirla tanto si ella quería como si no.


—Vale, de acuerdo. Pero no asustes a nadie.


—¿Asustar? —clavó en ella sus ojos grises—. ¿Qué quieres decir con eso?


—Puedes llegar a ser muy inquietante, en caso de que no lo sepas —Paula se plantó ante él, con las manos en las caderas—. Y preferiría que no molestaras a nadie soltando alguna provocación o lanzándole una de tus miradas.


—¿Qué miradas?


Pero Patricio ya no podía más de impaciencia.


—Si no os dais prisa, acabarán matándose entre sí —los advirtió.


Una vez más, Pedro volvió a colocarse delante de Paula.


—No mientras yo pueda impedirlo.


El primer impulso de Paula fue apartarlo de su camino, pero se lo pensó mejor. Mientras lo rodeaba, le dijo con tono bromista.


—Esa mirada que tienes ahora mismo, tarzán.








QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 1





Cuando Pedro entró en la residencia de Paula Chaves, fue como sumergirse en un puro caos. Hombres de todas las formas y tamaños se desperdigaban por el vestíbulo. 


Algunos estaban sentados en filas de sillas alineadas cerca de la entrada, y otros parecían esperar en la ancha escalera curva que llevaba al segundo piso. Unos pocos se habían sentado incluso en el parqué de madera. Diablos, ¿qué significaba todo aquello? Pedro ordenó a Loner que se sentara al lado de la puerta mientras se dedicaba a analizar la situación. Barbara había decidido que Paula necesitaba un hombre que se encargara de su casa: al menos esa era la excusa que habían elaborado para explicar su presencia allí. 


Pero todo indicaba que Paula había llegado a la misma conclusión, y que ya había comenzado con la ronda de entrevistas.


Pedro frunció el ceño. Las entrevistas abiertas eran peligrosas. Cualquier tipo podía aspirar a convertirse en futuro empleado. Miró a los que se encontraban en el vestíbulo: no podía resultar más fútil la pretensión de descubrir al autor del anónimo en una sala llena de desconocidos. Podía ser cualquiera de ellos… o ninguno. 


Maldijo entre dientes. ¿Y si el tipo se presentaba de pronto?


Lo más sensato era acercarse a la comisaría de policía más próxima y dejarlos a ellos a cargo del asunto. Sin duda Barbara terminaría llorando y Paula descubriría la verdad, pero al menos él habría actuado con responsabilidad. Antes de que pudiera poner manos a la obra, un hombre alto y esbelto salió de una habitación situada a un lado del vestíbulo.


—¡Señora, usted está loca! —exclamó.


—Mi anuncio era muy claro, señor Griffith —replicó una mujer, apareciendo en el umbral de la puerta, detrás de él—. No es culpa mía que no reúna usted los requisitos para el trabajo.


Aquella era Paula, decidió Pedro. Tenía que serlo. De melena rubia y rizada, no era mucho más alta que su madre, aunque de curvas algo más generosas. Su belleza no era estrictamente de tipo clásico; su rostro era más triangular que oval, con destacados pómulos, grandes ojos claros enmarcados por largas pestañas y una barbilla que hablaba de su terca naturaleza. Pero irradiaba la misma intensidad que Barbara, como si su esencia vital hubiera sido constreñida en un recipiente demasiado pequeño, que no alcanzara a contenerla. Descalza y con la cara limpia de maquillaje, llevaba unos pantalones color naranja, que dejaba sus tobillos al descubierto, y un top verde que dejaba vislumbrar su estómago plano y su fina cintura. De la cabeza a los pies, todo en ella hablaba de una deliciosa vivacidad. 


Agitó un recorte de periódico en dirección a Griffith, señalándolo.


—Está bien escrito aquí —entró en el vestíbulo, avanzando decidida hacia el infortunado candidato—. ¿Qué parte de mi aviso es la que no ha comprendido?


—¡La parte en la que usted está loca de atar! —el hombre se giró en redondo para dirigirse a los demás—. Si fuerais un poco listos, saldríais de aquí lo antes posible. ¡Corred antes de que sea demasiado tarde!


Pedro calculó sus posibilidades y tomó una rápida decisión. 


Si tenía que cumplir con sus obligaciones hacia Barbara, no podía permitir que nadie más ocupara aquella posición para la que había puesto aquel anuncio. A pesar del fracaso de Griffith, el vestíbulo rebosaba de candidatos, y tenía que actuar con celeridad. Le hizo a Loner una seña, y luego, con ensayada economía de movimientos, se deslizó en la habitación que Paula había abandonado, seguido de su perro. Dudaba que alguien se hubiera dado cuenta. No mientras una mujer como Paula ocupaba el centro del escenario.


—¡Señor Griffith! Usted no es el hombre adecuado para el empleo, pero eso no quiere decir que otros no lo sean. Por favor, no intente ahuyentar al resto de los candidatos solo porque haya saboreado una amarga derrota —le señaló la puerta, agitando las pulseras de colores que adornaban su muñeca—. Le sugiero que se marche.


—De acuerdo, me voy —se dirigió hacia la salida, pero se detuvo en el último momento—. Y en cuanto a vosotros… no diréis que no os lo he advertido. Esa mujer tiene unas ideas muy particulares acerca del hombre que considera perfecto para ese empleo.


Nada más marcharse el señor Griffith, Paula cerró de una patada la puerta con tanta fuerza que temblaron todos los cristales de las ventanas. Pedro sacudió la cabeza con expresión de divertido asombro. Era sorprendente que no se hubiera hecho daño en el pie, cuyos dedos, no había podido dejar de advertirlo, estaban pintados de un color rosa chillón.


Apartándose los rizos de los ojos, Paula se volvió para mirar al resto de los hombres que ocupaban el vestíbulo, pero su ceño fruncido no tardó en transformarse en una amplia y algo burlona sonrisa. Pedro se quedó paralizado. Solía sorprenderse de pocas cosas, pero aquella sonrisa lo había dejado estupefacto, maravillado. Y había transformado a Paula en la mayor belleza que había visto en su vida.


Los rumores de la sala murieron cuando todas las miradas se concentraron en ella, fascinadas. «Impresionante», decidió Pedro. Sin decir una palabra, Paula se apoderaba de la atención de todo el mundo; su personalidad era así de magnética, como la de una mítica sirena dueña de la voluntad de los hombres. Diablos. Él sería el único hombre en resistirse a las promesas de aquella sonrisa. Lo que quería decir que más le valía que fuera preparándose para convertirse en ese ser «único», si no quería que todo aquello terminara en un desastre.


—De acuerdo, ustedes ya han sido advertidos —anunció, soltando una deliciosa carcajada—. Entonces, ¿cuál es mi próxima víctima?


Siguió un momentáneo silencio, al cabo del cual Pedro pronunció, aclarándose la garganta:
—Aquí estoy, dispuesto y deseoso.


—Oh —Paula se giró en redondo, mirándolo sorprendida—, no sabía que estuviera ya allí. ¿Es usted el siguiente candidato?


Consciente de que estaba de espaldas a la ventana, Pedro dudaba que a contraluz pudiera distinguir bien su rostro. Pero él podía ver el suyo. Desde más cerca, lo encontraba todavía mucho más atractivo. Particularmente le gustaban sus ojos, del verde más luminoso que había visto nunca. Nunca en toda su vida había visto una expresión más cándida y abierta. Aquella no era una mujer habituada a esconderle secretos al mundo. Suspiró; en otras palabras, aquella mujer significaba… problemas.


—¡Hey! No le toca a él —protestó uno de los hombres del vestíbulo—. Era yo el siguiente.


«Basta ya», decidió Pedro. Paula estaba a punto de entrevistar a su último candidato.


—Loner, atento.


El perro salió de la habitación y se plantó en medio del vestíbulo, gruñendo y enseñando los dientes. El hombre que había protestado levantó las manos, retrocediendo.


—Perdón. Quería decir que yo era el siguiente después de usted.


Asintiendo satisfecho, Pedro le hizo a Loner otra seña y tomó a Paula del brazo para hacerla entrar de nuevo en la habitación.


—Eso ha sido ciertamente impresionante —comentó ella cuando Pedro hubo cerrado la puerta—. ¿Le tocaba a usted entrar?


—No.


—Así que se ha colado —chasqueó los labios—. ¿No le parece que eso es un poquito injusto para los otros candidatos?


—No. Yo deseo el empleo más que ellos.


—¿En serio?


—Jamás bromearía con algo tan importante.


—Usted sabe… —Paula miró hacia la puerta cerrada y frunció el ceño—. Oiga, su perro parece más bien un lobo.


—Hay una leve semejanza.


—Más que leve —Paula se dirigió al otro extremo de la habitación, metiendo la mano en una caja de bombones que había sobre una mesa, cerca de un muñeco de peluche. Irónicamente, era un cachorro de lobo. Un poco avejentado, pero reconocible al fin y al cabo. Paula lo señaló con su dedo índice—. En mi opinión, se parece muchísimo a un lobo.


Era insistente, eso Pedro tenía que concedérselo. Pocas personas le exigían más información de la que él estaba dispuesto a dar. Por alguna razón la gente lo encontraba intimidante; quizá fuera por su preferencia por el color negro, el que más convenía a su solitaria naturaleza… O quizá fuera su expresión la que descartara toda familiaridad de trato. ¿Cuántas veces le habían dicho que sus ojos grises eran inquietantes, o que su impasibilidad ponía nerviosos a sus interlocutores? O quizá no fuera él quien los amedrentara, sino su inseparable Loner.


—¿Y bien? ¿Va a responderme?


—Sí. Loner se parece muchísimo a un lobo.


—¿Loner? Un nombre interesante.


—Le sienta bien.


—Yo diría que también le sienta bien a su amo.


—¿Qué le hace pensar eso? —inquirió, curioso.


—Me gusta fijarme en la fisonomía de la gente. Y usted… —para su asombro, le clavó suavemente el dedo índice en el pecho—… ostenta un evidente dominio de sí mismo. Es autosuficiente. Un hombre que recorre su propio camino. ¿Estoy o no en lo cierto? Usted también es un solitario.


—Me han llamado cosas peores —se encogió de hombros.


—¿Así que lo es? —como anticipándose a la confusión que pudiera generar esa pregunta, esbozó otra de sus impresionantes sonrisas—. Me refiero a lo de que Loner sea un lobo.


—Eso podría ser ilegal —explicó Pedro—. Va contra la ley tener animales salvajes como si fueran domésticos.


—¿Y usted nunca sería capaz de hacer algo ilegal?


—¿Qué le parece si empezamos la entrevista?


—Ya lo hemos hecho.


—¿Hablar de Loner forma parte de la entrevista? —inquirió él.


—No, pero hablar de su sinceridad, sí.


—¿Quiere saber la verdad?


—Siempre quiero saber la verdad.


—Cuando encontré a Loner, era un pobre cachorrillo abandonado. Estaba herido. Quizá haya notado que todavía cojea un poco…


—Pobrecillo —murmuró Paula, compasiva.


—Sospecho que por sus venas corre sangre de lobo, aunque cuando finalmente localicé a su dueño, no abordamos ese tema.


—¿Localizó a su dueño?


—Sí.


—¿Al que abandonó a Loner?


—Exacto.


—¿Para qué?


Pedro dejó escapar un lento suspiro. No podía recordar la última vez que había tenido que dar explicaciones a alguien.


—Necesitaba explicarle lo importante que es cuidar bien a los animales, evitando todo maltrato.


—Entiendo. ¿Y… acogió bien su explicación?


—Digamos que no volverá a cometer el mismo error otra vez.


—Bien —Paula fijó en su rostro una mirada mezclada de aprobación y admiración—. Supongo que Loner habrá estado con usted desde entonces…


—Me acompaña a donde quiera que vaya —Pedro pensó que la frase merecía una puntualización—. Sin excepción alguna.


—¿Incluso a la cama? —preguntó Paula, incapaz de contenerse.


—En el dormitorio, al pie de mi cama.


—¿Pero no dentro de ella?


—Hace usted unas preguntas ciertamente peculiares, señora —suspiró, sin dejar de mirarla a los ojos—. No. A ese extremo no he llegado.


—Pensé que debíamos clarificar antes ese punto.


—¿Por qué?


—Porque será en mi cama donde usted va a dormir.


—¿Es que el empleo incluye alojamiento?


—¿El empleo? —Paula rió entre dientes—. Muy ingenioso. Escuche, ¿por qué no nos sentamos y empezamos a conocernos mejor, señor…? —se interrumpió—. Dios mío, no puedo creer que hayamos estado hablando durante todo este tiempo y todavía no nos hayamos presentado.


—Me llamo Alfonso.


—Yo soy Paula Chaves —le tendió la mano, haciendo resonar las pulseras—. ¿Alfonso es nombre o apellido?


Las cosas se estaban poniendo difíciles. Los siguientes minutos podían ser cruciales. Si Paula no creía en sus palabras, o si lo sorprendía en una mentira, no tardaría en seguir la misma suerte que el infortunado señor Griffith.


—Apellido. Mi Nombre es Pedro Alfonso.


—¿Alfonso? —Paula frunció el ceño—. Me suena. ¿Pero de qué?


Pedro le dio la espalda para acercarse a una mesa rodeada de sillas, donde ella había estado realizando las entrevistas. 


Tomó asiento sin esperar a que lo invitaran.


—Entonces, ¿qué preguntas son las que me tiene reservadas?


—Ya lo sé —de repente, Paula chasqueó los dedos—. Mi madre pensó una vez en casarse con un hombre que se apellidaba igual. Manuel Alfonso. ¿Ha oído hablar de él? ¿Son ustedes parientes?


—Creo que hay una relación —admitió con naturalidad—. De hecho, fue así como me enteré de este empleo.


—¿Cómo? —Paula se sentó frente a él, abriendo unos ojos como platos—. ¿Manuel le habló de mi aviso? ¿Él lo sabe? ¿Cómo diablos pudo…?


—Bueno, fue su madre quien me sugirió que viniera aquí.


—¡Mi madre! —exclamó sin aliento—. No puedo creerlo. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cuándo?


Pedro permaneció en silencio, esperando; se trataba de una técnica efectiva. Paula tardó algunos segundos en caer en la cuenta, pero en el instante en que lo hizo, su anterior agitación desapareció. Apoyó la barbilla en la palma de la mano y lo miró con ojos brillantes, de buen humor.


—Está esperando a que me quede callada para que pueda contestar a todas mis preguntas, ¿verdad?


—Si no le importa…


—Tengo tendencia a interrumpir —suspiró, apartándose los rizos de los ojos—. Supongo que este es un buen momento para confesar que cuando se me ocurre algo, en seguida abro la boca para soltar lo primero que se me pasa por la cabeza. Lo acabo de hacer ahora mismo.


—¿Sin mediatizaciones ni límites? —Pedro sabía por qué había formulado la pregunta, cuando ya sabía su respuesta.


—De ningún tipo.


—Eso debe de proporcionarle una vida muy interesante.


—Desde luego —Paula se inclinó hacia delante, bajando la voz—. Cuando era pequeña, me metía constantemente en problemas. Pasaba más tiempo en el despacho del director que en clase —se interrumpió de pronto—. Pero iba usted a hablarme de mi madre, ¿no?


—¿De verdad?


—Estoy segura.


Pedro pensó que para alguien a quien le gustaba salirse por la tangente, Paula tenía una incuestionable capacidad para volver al asunto original. Le habría gustado evitar aquella pregunta tan concreta.


—Yo soy su regalo de cumpleaños —respondió, transmitiéndole la monumental mentira de Barbara.


Para su sorpresa, Paula se quedó en silencio durante un minuto entero, hasta que un intenso rubor tiñó sus mejillas.


—¿Está hablando en serio? ¿Sabe realmente mi madre lo que estoy haciendo? ¿Y fue ella…? —se interrumpió, perdido el aliento—. ¿Fue ella quien lo envió? ¿Por mi cumpleaños? ¿Ella aprueba…?


Pedro sabía que acababa de pisar un terreno peligroso.


—¿Por qué se sorprende tanto? —le preguntó—. Usted ya es una mujer adulta y perfectamente capaz de hacer con su vida lo que quiera, ¿no?


—Bueno, sí —Paula se aclaró la garganta—. Pero mi madre suele ser un tanto tradicional, a pesar de sus numerosos matrimonios y compromisos. O precisamente a causa de ellos.


—¿No cree entonces que Barbara aprobará que usted tenga a un hombre aquí, en su casa, cuando usted no está casada? —qué extraño, pensó Pedro. Habría esperado que a una mujer tan segura de sí misma como Paula no le preocuparía tanto la opinión de su madre. Y tampoco tenía mucho sentido que absolutamente todos los candidatos a aquel empleo fueran hombres.


—No es que…


—Creo que Barbara podrá asegurarle que soy de toda confianza.


—No lo dudo. Pero… ¿está usted seguro de esto? —inquirió Paula—. ¿Y ella no tiene ninguna objeción?


—Estoy seguro. Barbara me explicó que sería algo temporal, así que está dispuesta a financiar los tres primeros meses de servicio. Después de eso, podremos renegociarlo.


Para su sorpresa, el rubor de Paula se intensificó. En el vestíbulo se había hecho perfectamente cargo de la situación… ¿acaso todo había sido una farsa? Se sintió decepcionado.


—¿Tanto importa que Barbara me recomendara para el empleo? Considérelo como un asunto familiar.


Pero Pedro había escogido el peor argumento posible. Paula se atragantó literalmente:
—Ni hablar.


—Teniendo en cuenta que yo acepté la petición de Barbara, ¿es que no puede aceptar mis servicios en lugar de perder el tiempo con más entrevistas?


—No considero esas entrevistas como una pérdida de tiempo. Esta es una decisión seria, que no puedo tomar a la ligera.


—Entonces sigamos con la entrevista, hasta que esté dispuesta a tomar una decisión. Supongo que tendrá más preguntas. Adelante, dispare.


Por alguna extraña razón, Paula tardó bastante en recuperarse. ¿Por qué? Pedro tenía la desagradable impresión de que algo no funcionaba.


—¿Qué edad tiene? —le preguntó finalmente ella.


—Treinta y cinco.


—¿Está casado?


—No.


—¿Tiene hijos?


—No.


—¿Cómo se gana la vida?


Diablos; Pedro no había esperado aquella pregunta. Si iba a trabajar como asistente suyo, su manera de ganarse la vida debería resultar evidente.


—¿Se refiere a antes de esto?


—Señor Alfonso…


—Llámame Pedro. Será mejor que empecemos a tutearnos.


Pedro, entonces. Esto no es como un empleo a tiempo completo.


—¿No?


—Después de… después de tus… —agitó una mano en el aire, sin atreverse a precisar la palabra—… servicios durante el día, estarás en libertad de retornar a tus ocupaciones habituales. De hecho, ni siquiera creo que pases la mayor parte del día aquí. Si quieres buscarte otro empleo para compaginarlo, no pondré problema alguno.


Pedro se dijo que eso no podía ser. Si tenía alguna esperanza de encontrar al tipo que le envió esa nota a Paula, tendría que pasar con ella las veinticuatro horas del día.


—Se me dijo que debía estar a tu disposición en todo momento. Dado que ya me están pagando, y muy bien, por atender a tus necesidades, eso es precisamente lo que pretendo hacer. Dime cómo, cuándo y dónde, y pondré manos a la obra.


—¿Cómo? —repitió ella débilmente—. ¿Necesitas saber… el cómo?


Preguntándose en qué consistiría su problema, la miró con aire impaciente.


—Me darás algunas instrucciones, ¿no? ¿O acaso esperas que adivine la forma en que hay que hacer las cosas?


—Oh, cielos —Paula enterró el rostro entre las manos—. No puedo creerlo. Debía haber ido a una clínica. Todo esto debería haber sido mucho más fácil, pero no… tenía que hacerlo a mi manera.


Pedro no entendía nada; ¿por qué le resultaba tan problemático el proceso de contratar a un hombre para hacerse cargo de las tareas domésticas? ¿Acaso no lo había hecho antes? ¿Y qué era eso de la clínica?


—¿Pasa algo malo?


—Simplemente no esperaba que… Dijiste que tenías treinta y cinco años. ¿Es que no lo sabes hacer?


—En general sí, claro. Pero prefiero recibir instrucciones específicas sobre la manera en que prefieres que se hagan las cosas. Tengo que conocer tus preferencias.


Aquello pareció aliviarla un tanto. Dejó caer las manos en el regazo, aunque seguía ruborizada.


—No había pensado en eso.


—Mira… Barbara ya ha dispuesto que sea tu regalo de cumpleaños. ¿Por qué no me pones a prueba durante un tiempo? Digamos un mes, o mes y medio. Si no
satisfago tus expectativas, me despides. Si te agrada el arreglo, apuraremos los tres meses que ya me ha pagado. 
La satisfacción está garantizada. ¿Qué te parece?


—¿Satisfacer expectativas? —repitió, estupefacta.


Pedro se dijo que debía andar con cuidado. Ser paciente, amable y comprensivo con ella.


—Si te gusta lo que hago, siempre puedes seguir conmigo.


Pero la frase resultó contraproducente. Una sombra oscureció la expresión de Paula.


—Ni hablar. Una vez que… una vez que tú… ¿cómo lo diría? Oh, bueno. Una vez que tú satisfagas mis expectativas, saldrás de aquí. ¿Entendido?


No. Pedro no comprendía absolutamente nada.


—¡Espera un momento! Ahora lo entiendo —Paula se levantó como un resorte de la silla, y se plantó frente a él—. Tú eres un hombre. Eres soltero. Tienes treinta y cinco años. Y estás sugiriendo que contraiga contigo un compromiso de larga duración. Barbara quiere que te cases conmigo, ¿verdad?


—¿Qué diablos estás…?


—No te molestes en negarlo —lo interrumpió—. Mi madre lleva intentando casarme durante toda la pasada década.


—Yo no tengo intención alguna de casarme.


—No importan las intenciones de ninguno de los dos. Se trata de Barbara. Está jugando a la casamentera. De nuevo.


Pedro se levantó a su vez, la tomó con delicadeza de los hombros y la hizo sentarse nuevamente.


—No —pronunció con tono firme—. Barbara no está haciendo eso.


—¡Ja! Tú no la conoces. Barbara…


—Sí conozco a Barbara —para su alivio, aquella información sí que logró acallarla—. Y ahora presta atención, cariño. No he venido a casarme contigo. He venido en respuesta a tu anuncio. Así de claro. Soy un regalo de cumpleaños, no un marido potencial. ¿Está claro?


—¿Entonces por qué quieres quedarte más de tres meses? —le preguntó Paula, sospechando todavía de sus intenciones.


—No sabía durante cuánto tiempo me necesitarías. Satisfacción garantizada, ¿recuerdas?


—Oh. ¿Estás seguro de que Barbara no pretende casarnos?


—Segurísimo —al menos, eso esperaba Pedro.


Aquello no se le había ocurrido antes. Ya que Paula lo había mencionado, debería ponerse en guardia.


—Te recordaré tu promesa —lo advirtió ella.


—Una vez que me contrates, podrás recordarme todas las promesas que quieras. No me importa.


Paula lo observó por un momento, antes de asentir con la cabeza:
—Vale, de acuerdo. Pasemos a otra cosa. Si decido aceptar tu demanda, necesitarás pasar por un examen físico.


—¿Te importaría explicarme para qué necesito hacerme una prueba física? —inquirió Pedro, evitando formular la pregunta de una manera más brusca.


—Yo creía que resultaba obvio.


—Quizá debamos aclarar ahora mismo esas obviedades. Habitualmente es mejor hablar claro para evitar malentendidos.


—Eso me parece razonable. Necesito que pases ese examen para asegurarme de que no tienes ningún defecto físico que te impida satisfacer los requerimientos de nuestro acuerdo. En estos días que corren hay que ser muy cauto.


—¿Temer que pueda contagiarte algún tipo de enfermedad? —le preguntó Pedro, luchando contra un sentimiento de humillación.


Paula se quedó muy quieta, algo insólito en ella, según barruntaba Pedro. Lo observó con atención, como si quisiera calibrar su estado emocional.


—¿Ya te ha examinado mi madre?


—¡No! ¿Por qué habría de hacer eso?


—En ese caso —cruzó los brazos sobre el pecho—, me temo que tendré que insistir. También tendré que insistir en pedirte referencias y un currículum. Y luego estará el contrato.


—¿El contrato?


—Comprenderás que tendrás que renunciar a todo tipo de responsabilidad y control sobre nuestro… sobre el fin último de nuestra asociación. Cuando te vayas de aquí, esperaré que no vuelvas a entrar nunca en mi vida.


—¿No te parece eso un poquito exagerado?


—En absoluto —replicó a la defensiva—. Mira… pude haber ido a una clínica, ya lo sabes.


Pedro recordó que ya había dicho eso antes. En esa ocasión decidió no dejarlo pasar por alto.


—¿Una clínica? ¿Te refieres a un especialista o algo así?


—No, me refiero a una clínica. Si hubiera sido más lista, a estas horas ya habría terminado con todo esto. De esa manera nunca habría conocido al donante y él nunca me hubiera conocido a mí. No habría existido la posibilidad de ningún contacto entre nosotros.


—Un donante… ¿has dicho un donante?


—¿Por qué repites todo lo que digo? —le preguntó ella, con el ceño fruncido—. ¿Te encuentras bien?


—¿Recuerdas que te pedí que habláramos claro para evitar malentendidos?


—Sí.


—Bueno, pues necesito que empieces a hacerlo ahora mismo. Quiero que me expliques algo.


—¿Qué es lo que necesitas que te explique? —suspiró, exasperada.


—Voy a hacerte una pregunta, y vas a responderme de la manera más concisa y posible. ¿De acuerdo?


—Claro y conciso. Adelante.


—Vale. ¿De qué donante y de qué clínica estás hablando?


—De un donante de semen y de una clínica de fertilidad —lo miró asombrada—. ¿De qué crees que hemos estado hablando durante todo este tiempo?