viernes, 25 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 15






Pero no todo estaba bien, y simular que lo estaba no merecía ninguna recompensa. Paula se sintió muy hipócrita al sentarse a desayunar con sus padres, Pedro y Juana. 


Alicia había insistido en preparar un desayuno opíparo en honor a los re­cién casados. Precisamente por eso, Paula se sintió cul­pable.


Alicia les contó las novedades de la familia de Elena, les mostró fotografías de sus dos hijos, que Pedro inspeccionó con atención. Le relató a Pedro anécdotas de la niñez de Paula que la hicieron ponerse colorada y sonreírle a él. Si no hubiera sabido que no era así, Paula habría pensado que Pedro se estaba divirtiendo: actuaba como un yerno reciente que trata de impre­sionar a la familia de su novia.


Lisonjeó a la madre de Paula y escuchó con cre­ciente interés cuando el padre se embarcó en uno de sus cuentos, que tradicionalmente eran muy abu­rridos. A instancias de ellos, Pedro divulgó los entretelones del teleteatro en que actuaba. Alicia quiso saber todo lo referente a los romances entre bam­balinas: quién estaba casado y quién no. ¿Tal actriz era tan bonita personalmente como se la veía en la pantalla? ¿Los actores y actrices se guardaban la ropa que usaban en el teleteatro? ¿Quién cocinaba la comida que se utilizaba en los sets? Y cosas por el estilo. Pedro respondió pacientemente a cada una de las preguntas y hasta exageró algunos de los relatos para que fueran más entretenidos.


Las conversaciones las realizaban con lenguaje de señas en beneficio de Juana, aunque todos sabían que la pequeña no podía entender todo. Por Elena, los Chaves estaban acostumbrados a ese lenguaje y lo usaban en forma automática. Juana los aceptó enseguida, una aceptación que fue recíproca.


Si Juana tenía otros abuelos, Paula no estaba enterada. Los padres de Pedro habían muerto y era tan poco lo que conocía de Susana que no tenía cómo saber si sus padres habían llegado a ver a su nieta. Pedro insistió en ayudar a Alicia a lavar las cosas del desayuno mientras Paula tendía las camas. Andres se instaló en el living a leer el diario. 


Juana se le sentó en las rodillas y se puso a leer las tiras cómicas.


Paula subió a cumplir con sus tareas matinales. De mala gana admitió que tenía la garganta cerrada, y tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para reprimir las lágrimas que pugnaban por aso­marse a sus ojos. Todo sería tan maravilloso si fuera cierto; pero era una impostura, una farsa. Pedro ejercitaba su habilidad como actor en un rol difícil, y lo hacía en forma brillante. Debería sentirse orgulloso.


El hecho de tender la cama que habían compar­tido le despertó recuerdos que tenía grabados en la mente. El se había mostrado tierno y bondadoso; ella le había respondido como no lo había hecho con ningún otro hombre en su vida.


En su noche de bodas, había ido virgen a la cama de Samuel. Bajo su guía impaciente, su iniciación a los ritos del amor no fueron precisamente fascinantes, pero dio por sentado que se exageraba mucho en materia de sexo. 


¿Habría perdido su mística debido a que se esperaba demasiado de él? ¿En la actualidad ocurría lo mismo?


Recordaba con mucha intensidad cierta noche en que Samuel estaba particularmente irritado por culpa de una canción que estaba componiendo. Como era su costumbre cada vez que se sentía frustrado, se iba a la cama a ventilar su fastidio. La había despertado y ella, semidormida, había cumplido con el ritual. Cuando la lujuria de él quedó satisfecha, se levantó y se estaba poniendo los jeans cuando le dijo, con aversión:
—Tú no te esfuerzas en hacer bien nada que no tienes ganas, ¿verdad?


A ella le dolieron esas palabras. Él no le había demostrado ternura ni amor. No hubo caricias, nin­gún intento de prepararla. Sin embargo, esperaba que reaccionara con pasión instantánea a su forma apura­da y frenética de hacer el amor.


A esa altura ya ella estaba totalmente despierta, y se sentó en la cama y dijo, acaloradamente:
—No puedes encenderme como si fuera un inte­rruptor eléctrico, Samuel, sólo porque estás listo para tener relaciones sexuales. Si yo realmente te importara, te tomarías un poco más de tiempo en...


—¡No trates de decirme cómo hacer el amor!


—¡Entonces enséñame tú a mí! —exclamó ella—. Quiero aprender a complacerte. Enséñamelo. —Esta­ba desesperada por su amor. Su cuerpo y su alma clamaban que él la amara.


Samuel se subió el cierre de los jeans como poniendo punto final al asunto.


—¿De qué serviría? Tú siempre serás la recatada hijita de un predicador. —Se dio media vuelta y abandonó el dormitorio, y Paula lloró hasta quedarse dormida.


Ahora, mientras alisaba las cobijas de la cama de Pedro, se estremeció al recordar lo que sintió cuando él la tocaba. 


Pedro la había mimado y acariciado como Samuel nunca lo había hecho. Le había observado el cuerpo y se lo había elogiado, y no sólo usado. Paula siempre había temido el momento en que Samuel, en forma abrupta y dolorosa, fundía su cuerpo con el de ella. Para Paula siempre había sido una invasión, una violación.


Instintivamente, sabía que no sería así con Pedro. El la penetraría como si estuviera recibiendo un re­galo maravilloso. Y, después de apreciar ese regalo y de enriquecerse con esa aceptación, se lo devolvería de una manera que ella jamás había experimentado antes.


Paula apartó de su mente esos pensamientos acon­gojado, se vistió rápido y se dirigió a la planta baja. A Juana no le hizo mucha gracia tener que renun­ciar a su lugar sobre las rodillas de Andres y tener que ir con Paula al aula. Paula insistió en que dieran algunas clases, puesto que no habían tenido ninguna el día anterior, cuando se hicieron la rabona y fueron a Alburquerque.


¿Eso había sucedido apenas el día anterior?


Andres hizo que la alumna recalcitrante se mos­trara más dispuesta a cooperar cuando pidió permiso para asistir también a la clase. Paula aceptó, sabien­do que su padre había participado en la educación de Elena y la ayudaría a mantener la atención erráti­ca de Juana.


Pedro le preguntó a Alicia si le gustaría conocer algunos sectores de la ciudad y ella aceptó esa invita­ción encantada. 


Los dos se fueron prometiendo estar de regreso para la hora del almuerzo.


El almuerzo fue más alegre y distendido que el desayuno. 


Todos lo pasaron bien, salvo Paula, quien estaba abrumada por la culpa que le provocaba tanto engaño, que ella no hacía ningún esfuerzo por revelar. ¡No debía continuar! Pero, ¿cómo parar ese engaño?


Paula tenía el entrecejo fruncido por la conster­nación, y cuando Pedro la miró, su expresión fue de perplejidad. Como si no supieras lo que me pasa, pensó ella mientras lo fulminaba con la mirada.


—¿Alguna vez pescaste en estos arroyos, Pedro?
—preguntó su padre, interrumpiendo así sus desa­gradables pensamientos.


—Sí, señor. ¿Le gustaría que esta tarde fuéramos un rato a pescar?


—No traje la vestimenta adecuada, aunque sí me habría gustado mucho. —Su voz reflejaba decepción.


—Bueno, no hay por qué exagerar las cosas —dijo Pedro y se echó a reír—. Podemos pararnos en la orilla y lanzar algunas líneas desde allí. ¿Qué le parece? —La sonrisa de Pedro fue compradora, y a Paula le fastidió que él pudiera manejar esa situación extraña con semejante aplomo, mientras ella estaba nerviosa e irritable.


—¿Por qué no vas, querido? —sugirió su madre—. Los tres días próximos estarás de reunión en reunión. Y el aire de montaña te hará bien.


Andres se pasó el pulgar y el índice por el puente de la nariz mientras trataba de decidirse. Su mirada se posó en Juana, y la acarició en la cabeza mientras decía:
—Sólo si Juana viene con nosotros. ¿Te gustaría ir? —le preguntó por señas.


La pequeña miró a Paula. Sabía el significado de la palabra ir, tal como lo conocía cualquier otra niña. ¿Ir adonde, Paula?, preguntó, lo más rápido que se lo permitieron sus dedos regordetes.


Ir a pescar, le explicó Paula, pero por la expresión de desconcierto de los ojos de Juana, se dio cuenta de que no había entendido.


—Ven con nosotros, Paula. Será una buena lección para Juana —dijo Pedro.


—No, debo quedarme con ma...


—No te quedes por mí —la interrumpió enseguida Alicia—. Quiero terminar un bordado que traje, y después creo que dormiré una siesta. Como en casa el teléfono suena todo el tiempo, rara vez me puedo dar ese lujo.


—Entonces está todo arreglado —dijo Pedro y se puso de pie—. Vamos, Andres, vayamos a revisar el equipo. Está en el cobertizo de atrás.


Andres no necesitó más para acompañarlo, y se apresuró a seguir a Pedro, con Juana trotando detrás.


—Paula querida, será mejor que te cambies de ropa. Yo lavaré esos platos —dijo Alicia mientras co­menzaba a despejar la mesa.


—De acuerdo —dijo Paula, desalentada. Las cosas estaban escapando a su control, y se sentía impotente para hacer nada al respecto.


Se puso sus jeans más viejos, y calzado que el ba­rro no podía arruinar. Tomó una chaqueta para Juana y una para sí, recogió varias mantas viejas y bajó. Alicia había colocado en una bolsa grande bizcochos, fruta y bebidas frías, así como un termo con café.


—Mamá, sólo estaremos ausentes alrededor de una hora —protestó Paula.


—Ya lo sé. Pero ya sabes el apetito que da el aire libre —se defendió su madre.


—¿Seguro que estarás bien? —le preguntó Paula.


—¡Por Dios, sí! De hecho, disfrutaré de la privaci­dad. Lo único que podré hacer los próximos días será hablar.


Los cuatro se despidieron de ella al salir en direc­ción a las colinas detrás de Pedro. Él transportaba casi toda la parafernalia para pescar, pero Andres había insistido en llevar las mantas y la caja con los anzuelos. Juana portaba una pequeña cesta de pescador y su infaltable Conejito, y Paula, los comes­tibles que su madre había reunido.


No fue difícil encontrar un lugar agradable para la salida. Las colinas parecían en llamas con el color dorado de los álamos. Las hojas secas crujían bajo los pies cuando el grupo atravesó el bosque. El arroyo que Pedro había elegido gorgoteaba al bajar de la montaña y brillaba con la luz del sol cuando esa agua cristalina se deslizaba por sobre las rocas lisas que tapizaban el lecho del arroyo. El cielo era un bol celeste invertido sobre la tierra; el aire era fresco. En resumen: un día perfecto de otoño.


Los dos hombres se enfrascaron en la pesca aunque, tal como lo había anunciado Pedro, no podían tener demasiadas ambiciones en ese sentido. Para ellos, la diversión consistió en arrojar las líneas en el arroyo y luego recogerlas. Sólo en pocas oca­siones encontraron una pequeña trucha sujeta al anzuelo, y las echaron de vuelta al agua no bien Juana las inspeccionó.


Era glotona con respecto al conocimiento. Le preguntaba a Paula los nombres de todo, y a su maestra le costaba mantener el ritmo de su insaciable curiosidad. La pesca la intrigaba, pero cuando Paulai le explicó que por lo general los pescados se conser­vaban y se comían, el labio inferior de la chiquilla comenzó a temblar, y entonces Paula se puso a hablarle de las travesuras de una ardilla que saltaba de árbol en árbol. Habían tenido una clase sobre de dónde procedían los alimentos y la carne, pero al parecer el hecho de ver a un animal vivo marcó una gran diferencia para la niña. Lo hablarían en otra ocasión, cuando Juana no estuviera tan involucrada emocionalmente.


Los hombres se reunieron con ellas para comer un bocadillo y se recostaron en las mantas que Paula tuvo la precaución de llevar. Cuando Pedro se puso de pie y caminó de nuevo en dirección al arroyo, Andres dijo:
—Creo que he tenido suficiente. ¿Qué te parece si llevo a Juana de vuelta a la casa, y leemos un libro o hacemos algo menos extenuante?


—Iré con ustedes —se apresuró a decir Paula.


—No, no —dijo su padre—. Yo puedo encontrar el camino de vuelta, y quiero estar un tiempo a solas con mi nieta. Tú quédate aquí con tu marido. No he olvidado que están en luna de miel. Sé cuándo desaparecer de la escena.


Andres le guiñó un ojo a Pedro, quien le respon­dió con una sonrisa traviesa. Paula tuvo ganas de abofetearlo. Pero no podía hacer nada sino aceptar quedarse en el bosque, sola con él. Le abrochó el suéter a Juana con lentitud intencional para prolon­gar así su inminente partida. Andres le hablaba a la pequeña del color de las hojas cuando se perdieron entre los árboles y dejaron a Paula con Pedro.


—¿No te parece un lugar muy acogedor? —pregun­tó él y se sentó más cerca de ella—. Envolvámonos en la manta.


Ella lo apartó poniendo las palmas de las manos sobre sus hombros.


—No te hagas el gracioso conmigo. Ya puedes dejar de actuar; no hay por aquí nadie que pueda apreciar tu maravillosa interpretación de un tórtolo enamorado.


—Yo te enfurezco, ¿verdad? —Su cara estaba de­masiado cerca de la de Paula. 


—¡Sí, así es! —saltó ella.


—Más vale que tengas cuidado —le advirtió él y blandió un dedo delante de su cara—. Es peligroso. 


—¿De qué hablas?


El le aferró la mandíbula con dedos firmes y la obligó a mirarlo. Y con un susurro, le dijo:
—Si no me desearas, yo no podría enojarte tanto. 


Antes de que Paula pudiera contestarle, él la besó y se puso de pie de un salto.


Ella se quedó sentada sobre la manta viendo cómo él se dirigía de nuevo a la orilla del arroyo, recogía la caña y accionaba el reel. Interiormente estaba furiosa, pero las palabras de Pedro habían tocado un punto sensible. El tenía razón. ¿Por qué se torturaba tanto? La rabia era sólo uno de los sentimientos que él le despertaba, y ella se lo demostraba con demasiada facilidad y frecuencia.


Con una indiferencia intencional que no sentía, Paula le dio la espalda y se estiró sobre la manta. Recostada de espaldas, Paula sintió que el sol le bañaba la cara con su calidez, y cerró los ojos frente a sus rayos. Pedro no podía saber lo que ella sentía al recordar cada beso, cada roce. No podía saber que su corazón latía con fuerza cada vez que pensaba en la mañana en que había yacido desnuda bajo sus manos y su boca experimentadas. Sus manos... su boca... sus ojos.



****



Despertó cuando algo le hizo cosquillas en la oreja. Trató de apartarlo, pero la mano de Pedro le tomó la muñeca y se la sujetó contra el pecho mientras siguió jugueteando con su oreja. Enseguida se agachó y sus labios la marearon con besos breves y esquivos en el cuello.


Pedro estaba acostado boca abajo, extendido detrás de ella en dirección contraria, de modo que formaban una línea recta en la que sólo se super­ponían sus cabezas. Él le apartó la camisa para tener un acceso ilimitado a su cuello. Inconscientemente. Paula arqueó la garganta y le dio así más lugar para explorar. Por último, Pedro levantó la cabeza y la miró.


—Despertarte se está convirtiendo para mí en un pasatiempo que crea hábito. Estás lindísima.


—Y tú eres un mentiroso. Estoy hecha un espanto. Siempre tengo este aspecto cuando me despierto.


—No es verdad —dijo Pedro con tono seductor—. Me pareciste preciosa el primer día que te vi de pie, aterrada —pero desafiante—, junto a la mesa de utilería.


Al recordarlo, Paula rió.


—Fuiste muy cruel con... ¿Lois? ¿Así se llamaba? —Él asintió. —Fuiste cruel con ella cuando le dijiste que sabía a pizza de anchoas.


—¡Yo nunca le dije eso! —saltó él, fingiendo indig­nación.


—Ya lo creo que sí. Hizo que Murray... —Calló cuando comprendió que él bromeaba. Los dos se echaron a reír. —Entiendo que te debe resultar difícil besar a alguien que no te gusta demasiado y hacer que parezca sincero. Jamás entenderé cómo lo hacen los actores.


—Es una de las primeras lecciones en la escuela de arte dramático.


—¿En serio? —preguntó ella.


—Por supuesto —respondió él con jactancia—. Ven, siéntate aquí un minuto.


Ella lo hizo, y los dos quedaron frente a frente sobre la manta.


—Ahora bien —dijo él, y asumió un tono docen­te—, el primer beso que se aprende es el beso des­cuidado que da un marido negligente o distraído. Por lo general ni siquiera llega a la mejilla. De esta manera. —Y se lo demostró rozándole apenas la mejilla antes de girar deprisa la cabeza. —Se lo puede utilizar con un poco más de emoción para darle la bienvenida a una tía solterona en una reunión familiar o para saludar a alguna amiga cercana de la familia.


—¿Hablas en serio? —preguntó ella secamente.


—Por supuesto. Nos tomaron pruebas.


—¿Una prueba de besos?


—Yo recibí las calificaciones más altas. —Los dientes de Pedro brillaron desde detrás del bigote.


—Apuesto a que sí.


—¿Podemos seguir con la lección? —preguntó él, y Paula asintió.


—Tenemos, también, el beso apurado y brutal. Por lo general está motivado por alguna emoción violenta, como el miedo, la furia o la desesperación. Es así. —Sus dedos se clavaron en los brazos de Paula y la oprimieron contra su cuerpo mientras sus labios se apretaron contra los de ella.


Paula quedó azorada cuando él la apartó de un empujón.


—¿Ves lo que quiero decir? En ese beso, los labios siempre están cerrados —dijo, con pedantería.


—Gracias a Dios por sus pequeños favores —mur­muró ella mientras se tocaba los labios magullados.


—Desde luego, el beso más importante es el de los amantes —prosiguió él—. Exige horas de ensayo para que sea perfecto. Debe resultar convincente. Cada uno de los espectadores tiene que poder sentirlo.Por lo general, el actor toma a la muchacha en sus brazos de esta manera —dijo y la rodeó con un cálido abrazo—. Después, acerca sus labios sobre los de ella, hasta que el público jadea anticipando el contacto entre ambos. Después el actor... —No ter­minó la frase porque sus labios se cerraron sobre los de Paula. 


Participando ahora activamente en el jue­go, ella levantó los brazos y le rodeó la nuca. La boca de Pedro se movió contra la de ella, pero no siguió besándola. Pedro levantó la cabeza y la tras­pasó con la mirada fija de sus ojos verdes. Su voz era ronca.


—Está también el beso que dice, en forma ine­quívoca: "Terminemos de una vez con estas tonterías y vayamos al grano". Es más o menos así:
Se recostó contra ella hasta que Paula cayó hacia atrás sobre la manta, bajo su cuerpo firme. La lengua de Pedro jugueteó en los bordes de su boca y delineó su labio inferior antes de explorar los huecos dulces del interior de su boca. Ella le devolvió un beso igual, hasta que se separaron para poder respirar.


—No sólo eres un excelente alumno de besos, sino también un maravilloso instructor —dijo ella.


—Sólo con las alumnas más talentosas —sonrió él.


Paula le pasó los dedos por el pelo.


—¿Y cuántas alumnas así has tenido? —preguntó, celosa.


—Miles, por la parte baja. —Le dibujó los labios con un dedo provocador. —Susana, cuando tomaba clases de actuación...


El dedo de Pedro detuvo su tierno tormento, y en nombre de Susana quedó flotando entre ellos, invisible pero poderoso. 


Los ojos verdes que habían sido cálidos y tiernos, se cubrieron con un velo frío y acerado. Durante un rato, permanecieron tendidos, totalmente inmóviles. Hasta que Pedro se movió.


—Creo que deberíamos volver—dijo y se levantó.


Paula no pudo responder. El nudo que tenía en la garganta no la dejaba emitir ningún sonido. Se limitó a asentir.


Recogieron las cosas en silencio. Toda la luz del sol se había extinguido; Paula se sintió sumida en la penumbra. 


Susana. Siempre Susana.


Retomaron el camino tapizado de hojas secas en dirección a la casa. Pedro trató de iniciar una con­versación, pero al percibir el estado de ánimo de Paula, abandonó todo esfuerzo.


Cuando se acercaban a la casa vio una furgoneta estacionada en el camino de acceso. Estaba junto al Mercedes y al automóvil alquilado por los Chaves.


—¿Quién puede ser? —preguntó Pedro.


—No lo sé. No es el auto de Betty.


Pedro abrió la puerta y la hizo pasar. Paula se encontró de pronto frente al flash de una cámara fotográfica. Estupefacta y momentáneamente cegada por esa luz tan potente, retrocedió y buscó el apoyo del pecho de Pedro


Impulsivamente, él le rodeó la cintura.


—¿Qué demonios? —exclamó Pedro.


El flash volvió a destellar.


—Creo que por el momento es bastante. Al menos déjelos entrar —dijo Andres.


Cuando los ojos de ambos se adaptaron al interior en penumbras de la casa, y los spots color púrpura vivo que tenían delante adquirieron una coloración amarillo pálido, Paula y Pedro lograron ver al hombre joven que portaba la cámara. Vestía jeans y zapatillas, incongruentemente combinados con cha­queta deportiva, camisa y corbata. —Hola, señor Sloan. Soy Bob Scott, del The Scoop Sheet. ¡Esto es formidable! —Su pelo con permanente le rebotaba sobre la cabeza como una esponja gigantesca con las inclinaciones de cabeza que hacía.


Paula no tenía idea de por qué ese muchacho estaba allí, con sus padres y Juana, que estaba sentada sobre las rodillas de Andres y observaba con gran interés lo que ocurría. Sin embargo, Paula conocía bien la publicación que ese tal Bob Scott había nombrado. Era una revista semanal que se vendía por millones en los supermercados de todo el país, y solía tener titulares sensacionalistas que ofrecían relatos muy parciales, por lo general, en detrimento de los personajes en cuestión. Sus editores disfrutaban reve­lando escándalos, secretos e indiscreciones. ¿Qué hacía allí ese hombre?


Cuando el joven volvió a llevarse la cámara a los ojos, Pedro ordenó:
—¿Quiere bajar eso —dijo y miró hacia Andres y Alicia—, esa cámara y tener la bondad de decirme qué hace en mi casa?


Por primera vez, Bob Scott perdió algo de su efusividad. A Paula no le sorprendió nada: la expresión de Pedro habría intimidado al mismísimo Atila.


—Yo... bueno... He estado siguiéndole la pista durante semanas. Han corrido toda clase de rumores sobre por qué no está en el set de La respuesta del corazón. El productor o director o lo que sea —¿se llama Murray?—, bueno, él no quiso decirme nada. Es tan mudo como un cadáver. Por último conseguí sonsacarle a un camarógrafo que usted había venido a Nuevo México a pasar un tiempo con su hija. Encontré su rastro —el aeropuerto, la compañía de alquiler de automóviles y esa clase de cosas—, y fi­nalmente hoy lo encontré aquí.


—Pues bien, ahora que me encontró, ¿qué quiere saber? —Pedro había aprendido hacía mucho que esos periodistas de publicaciones sensacionalistas podían ser tenaces y que, si no se les daba el gusto, podían ser muy malévolos.


—Bueno, ¡tiene que reconocer que la noticia de su matrimonio hará que todo el mundo se caiga de culo! —Sonrió, pero se topó con la mirada pétrea de Pedro. Al comprender que había ido demasiado lejos, tragó fuerte y farfulló: —Perdónenme, señoras —dirigiéndose a Alicia y a Paula


Paula no podía creerlo. ¿Cómo podía haber su­cedido eso? 


Seguro que Pedro desmentiría lo del matrimonio, pero ¿qué les diría entonces ella a sus padres?


Alicia se puso de pie, se acercó a Pedro y le puso una mano en el brazo.


—Pedro, espero que no te enfades conmigo. Este hombre vino poco después de que ustedes se fueran. Hablaba tan rápido y hacía tantas preguntas que, antes de que yo me diera cuenta, le había contado que tú y Paula se habían casado. Sé que dijiste que planeabas mantenerlo en secreto por un tiempo. —Le comenzó a temblar la voz. —Lo siento...


—Bueno, bueno —dijo Pedro, rodeó a Paula y puso un brazo sobre los hombros de Alicia—. Sé cómo son los periodistas cuando andan en busca de una noticia exclusiva. Usted me ahorró el trabajo de tener que notificárselo personalmente a la prensa.


Si Paula no lo hubiera amado ya, lo habría amado entonces. 


Con toda facilidad podría haber herido y lastimado a su madre, porque, debajo de esa fachada serena, ella sabía que debía de estar furioso con el giro que habían tomado los acontecimientos.


Bob Scott pareció un poco aliviado por la actitud más distendida de Pedro, y dijo:
—Si se me permite decirlo, usted sí que eligió una chica linda como esposa, señor Sloan. —Le guiño un ojo a Paula, que todavía no había podido reunir suficiente fortaleza mental como para reaccionar a lo que estaba ocurriendo.


—Puede decirlo, pero no lo divulgue —gruñó Pedro y frunció el entrecejo como una advertencia exagerada—. Me gustaría tenerla para mí solo por un tiempo. —De nuevo echaba mano de sus dotes de actor. El periodista joven y audaz ahora le comía de la mano.


—Supongo que ya conoce a los padres de mi esposa —dijo Pedro, cortésmente. Bob Scott asintió. —Y ésta es mi hija Juana. —Pedro alzó a la pequeña y le palmeó cariñosamente la espalda.


—Todos sabíamos que tenía una hija en alguna parte, pero siempre la mantuvo alejada de nosotros. ¿Se debe a que es sorda?


A Paula se le escapó un gemido y supuso que Pedro estrellaría el puño en la cara del periodista. En cambio, sólo vio que un músculo de su mandíbula se movía cuando respondió, con voz serena:
—No. Quería protegerla de los integrantes de los medios que tal vez no sean tan sensibles como usted, señor Scott. No la puse en un instituto privado como pupila porque me avergonzara de ella.


El periodista, nervioso, se pasó la lengua por los labios y dijo:
—Bueno, señor Sloan, yo no quise decir...


—Saluda a Bob —dijo Pedro, interrumpiendo el tartamudeo del periodista, y le hizo las señas corres­pondientes a Juana.


La pequeña respondió con dulzura, y en su cara se dibujó esa sonrisa angelical que cautivaba a todos. Bob Scott preguntó:
—¿Cómo puedo decirle yo "hola"?


Pedro se lo mostró, y Juana rió cuando él le hizo la seña con torpeza. Ve a sentarte junto a tu abuelo, le dijo por señas Pedro al bajarla al piso y palmearle el trasero cuando le obedeció. Al enderezarse, dijo:
—Y ésta es Paula. Era la maestra de Juana. —Fue a pararse junto a ella y le rodeó la cintura en actitud posesiva.


—Caramba. ¿Puede contarme cómo se conocieron?


Pedro adornó espantosamente la historia, pero la dijo con tanta desenvoltura y emotividad, que hasta Paula estuvo por creerse las mentiras. Cuando Pedro terminó, el periodista preguntó:
—¿Puedo tomar algunas fotografías más?


—Sólo unas pocas, y después debo pedirle que se vaya. El matrimonio Chaves tiene que irse esta tarde a Santa Fe y queremos pasar el mayor tiempo posible con ellos.


—Sí, claro. Lo que usted diga, señor Sloan. —Ahora que tenía la noticia del año, Bob Scott de pronto se mostraba humilde y zalamero.


Durante los minutos que siguieron, Paula sufrió cuando le sacaron fotografías con Pedro y también con Juana. Se sintió una tonta, que llevaba adelante una farsa, y no sabía cómo harían para reparar el daño que esa historia causaría.


Justo cuando el periodista estaba guardando su equipo, Betty Groves entró corriendo al cuarto desde la cocina.


—¿Qué está pasando, Paula? —preguntó con su característico apuro—. Vi todos los autos que hay en el sendero. Acabamos de regresar de Alburquerque. —A Paula le había alegrado que Betty pasara unos días con su familia. 


Eso la salvaba de tener que presentarle a sus padres, lo cual, en esas circuns­tancias, habría resultado engorroso.


Y ahora, con Betty allí de pie con su expresión curiosa y sus ojos escrutadores, Paula tuvo la sensación de estar viviendo una pesadilla interminable. ¿Qué más podía pasar? Como en respuesta a esa pregunta interior suya, Raul y Raquel entraron como una exha­lación y se abalanzaron sobre Juana, quien saludó a sus amigos con idéntico entusiasmo.



—¿Quiénes son estas personas? —preguntó Betty por sobre los gritos de los chicos.


Pedro levantó las manos en gesto de derrota y se echó a reír con ganas. Andres y Alicia se pusieron de pie y se acercaron a Betty para presentarse. Para peor, Bob Scott tomaba fotografías a la velocidad que su cámara se lo permitía.


—¿Los padres de Paula? —Paula oyó que Betty exclamaba—. Bueno, mucho gusto...


—...su casamiento... —oyó que decía la voz de su madre.


—...casados... —eso lo dijo Andres.


—Dios, qué caos —dijo Pedro en voz baja.
De pronto, Lauri sintió que los brazos regordetes de Betty la abrazaban.


—¡Se casaron! ¡Oh, Paula! ¡Pedro! ¡Qué alegría! Yo siempre dije —pregúntenselo a Jim si no me creen—, que los dos estaban hechos el uno para el otro. ¡Y sabía que estaban enamorados! ¡Y la pequeña Juana! ¿Cómo reaccionó? Dios, ¡creo que voy a ponerme a llorar! —Y con esas palabras, Betty estalló en lágrimas y lloró copiosamente hasta mucho des­pués de que Pedro hubiera acompañado a Bob Scott a su automóvil.


El periodista, agradecido, le prometió a la "feliz pareja" una fotografía de tapa y una nota importante con fotografías en color. Pedro empleó palabras breves y se aseguró que el señor Scott partiera en su vehículo.


Betty se ofreció a llevarse a Juana a su casa por un tiempo para que Paula, Pedro y los Chaves pudieran tener un respiro de tanto barullo. Los Chaves se fueron a su habitación para empezar a pre­parar las valijas; tendrían que irse en menos de una hora para llegar a tiempo a la primera reunión del congreso de pastores, prevista para esa noche.


Paula se dirigió al piso superior y se sacó la ropa. Se metió bajo la ducha y se quedó un rato recibiendo la presión de esa lluvia bien caliente, con la esperanza de que aliviara la tensión que sentía.


Cuando finalmente cerró las canillas y abrió la puerta de vidrio para buscar una toalla, se sobresaltó al ver a Pedro parado junto a la puerta, mirándola.


Paula tomó la toalla y se cubrió.


—No te molestes en taparte —dijo él—. Ya he visto todo lo que hay que ver —dijo con voz ronca y comenzó a acercársele.


—De acuerdo —declaró Paula y se puso a secarse. Algo en la actitud enojada de sus hombros y su men­tón lo detuvo. 


Ella terminó su tarea a fondo y en forma mecánica, sin prestar atención a Pedro, y eso lo desconcertó más que si hubiera corrido a ocultarse.


—Ya una vez te advertí que no deberías deambular por casa desnuda —dijo él.


—Me estaba duchando. No esperaba tener público.


Cuando terminó de secarse, sacó una bombacha de un cajón y se la puso. Pedro se recostó contra la cómoda sin quitarle los ojos de encima.


Paula volvió a meter la mano en el cajón y sacó un corpiño de encaje. Antes de que tuviera tiempo de ponérselo, él se lo arrancó de la mano y lo tiró al piso. La única reacción de Paula fue encogerse de hombros con indiferencia y ponerse el suéter sin la prenda interior. Todavía sin prestar atención a Pedro, se puso un par de pantalones que había llevado al cuarto de baño.


No bien se subió el cierre automático, Pedro se abalanzó sobre ella y la abrazó con ferocidad. Sus labios magullaron los de Paula y sus manos le re­corrieron la espalda. Ella reunió toda la fuerza de voluntad que tenía para no responderle y permanecer muy tiesa. Por último, él levantó la cabeza y dijo:
—Estás enojada.


Ella lo apartó.


—Sí, es posible. —Tomó un cepillo y comenzó a pasárselo por el pelo.


— Las cosas se salieron un poco de control, ¿verdad? —dijo él al cabo de un largo rato de silencio.


—Así es. —Puso el cepillo sobre el tocador y miro a Pedro. —¿Tienes idea de los estragos que has cau­sado en mi vida? ¿En la vida de mis padres? ¿No piensas nunca en nadie que no sea tú mismo? —Hizo una inspiración profunda. —Me disculpo por la metida de pata de mi madre, aunque al menos fue una equivocación que cometió de buena fe. Nada de esto habría pasado si no hubieras dicho esa mentira flagrante. —En su mentón apareció una expresión de desafío.


—¿Acaso yo he culpado a alguien? —preguntó él en voz baja—. ¿Éste es el momento en que debería decir cosas como "Se cosecha lo que se ha sembrado"?


—Siempre tienes la frase adecuada, ¿no? —Lo esquivó y salió del cuarto de baño, pero la mano de él se cerró alrededor del brazo de Paula y la acercó a su cuerpo.


—Paula, mi pequeña agitadora. Siempre a la de­fensiva, siempre lista para una pelea. Por una vez, ¿por qué no te rindes? —Con los labios le rozó la sien. —¿No se te ha ocurrido pensar que a lo mejor a mí me gusta la idea de que todos crean que eres mi esposa? Eso me protegería, por cierto, de los que andan a la pesca de chismes. Y nosotros podríamos...


Ella se apartó con tal fuerza que Pedro se sor­prendió.


—Podríamos, ¿qué? —gritó Paula—. ¿Podríamos seguir viviendo en este mundo de mentiras que has inventado? —Rió con amargura. —Tu arrogancia, engreimiento e insensibilidad son una fuente constante de asombro para mí, Pedro. ¿Por un momento crees que yo simularía ser tu esposa?


Él le dio la espalda y se metió las manos en los bolsillos, en un gesto que ella conocía bien. Él lo usaba para sumergirse en sí mismo, y revelaba una pequeña grieta en la pared, una partícula de vulnerabilidad.


—Yo tuve una esposa —murmuró—. Te dije...


—Sí, desde luego —se mofó ella—. Me lo dijiste todo acerca de tu esposa. La amabas. Y, ahora, no quieres ningún compromiso emocional.


Paula se le acercó y lo obligó a darse media vuelta y a mirarla.


—Para variar, deja que yo te diga algo a ti. No quiero ser tu esposa, ni simulada ni de ninguna otra clase. Su propuesta me resulta poco atractiva, señor Sloan. Y juro que no puedo entender tus persistentes intentos de meterme en tu cama. ¿No crees que esta­ríamos allí un poco apretados yo, tú y el fantasma de tu esposa?


La piel que cubría los pómulos de Pedro se tensó y las líneas que le rodeaban la boca se endurecieron tanto que Paula tuvo miedo de que Pedro la golpeara. La tomó por los hombros y tiró de ella hasta acercarla. Paula sintió la furia que bullía en él.


—Paula, Pedro, me gustaría hablar con los dos un momento, si es posible. —La voz de Andres acom­pañó un tímido golpe en la puerta del dormitorio.


Pedro tardó varios segundos en permitir que esa interrupción se abriera camino por entre su furia, pero Paula lentamente sintió que las manos que la aferraban se iban aflojando hasta que Pedro las dejó caer al costado del cuerpo.


—Papá —dijo ella con vacilación—, ¿qué quieres?


—Detesto molestarlos, pero es importante. Al menos lo es para tu madre y para mí.


Paula miró a Pedro por encima del hombro al entrar en el dormitorio y decir:
—Adelante.


Andres entró deprisa en el cuarto y volvió a disculparse por interrumpirlos.


—Tenemos que irnos pronto, así que me pregun­taba si serían tan bondadosos en hacer realidad el capricho de un anciano.


Por el rabillo del ojo, Paula vio que Pedro se acercaba y permanecía de pie junto a ella, quien se cruzó de brazos como para protegerse.


—¿Qué es, papá? —preguntó con una calma que no sentía.


—Siempre pensé que tú y Samuel habrían tenido más posibilidades si yo los hubiera casado en nuestra iglesia. Sé que suena anticuado —se apresuró a decir cuando ella empezó a protestar—. Por favor, Paula, Drake, permítanme celebrar una breve ceremonia de matrimonio para ustedes antes de irme.






SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 14





—Mmmm, buenas tardes


Paula oyó que Pedro decía:
—Yo soy...


—Sabemos quién es, jovencito. Paula nos ha hablado mucho de usted. Mi esposa ha estado revo­loteando como una mariposa, contándoles a todos que su hija trabaja para Pedro Sloan.


—No puedo creer que estoy hablando personalmente con usted. Mis amigas...


—Alicia, por favor, ¿no ves que este hombre está sin camisa y lo obligamos a permanecer afuera, en el fresco de la noche? ¿Podemos pasar, señor SI... quiero decir, señor Alfonso?


Paula había escuchado ese intercambio de palabras en un estado de shock y permanecía inmóvil frente al sofá. Su primer impulso fue subir corriendo y esconderse, pero la escalera estaba a la vista de la puerta de calle, y no podría llegar a ella sin que sus padres la vieran.


¿Qué hacían sus padres allí? Pensarían... sabrían... ¿Qué podía hacer ella? Se alisó la bata todo lo po­sible y se pasó la mano por el pelo, que estaba totalmente despeinado. Ya no tenía tiempo de nada: Pedro escoltaba a sus padres al living.


—¡Mamá! ¡Papá! —exclamó con falso entusiasmo y cruzó la habitación para saludarlos. Tendría que afrontar la situación con descaro. No se te ocurra parecer culpable, se dijo.


—Paula, mi pequeña. ¿Cómo estás? —Alicia Chaves abrazó a su hija muy fuerte, y Paula tuvo la certeza de que su madre se daría cuenta de que estaba desnuda debajo de la bata. 


Miró a Pedro por encima del hom­bro de su madre; él se encogió de hombros y parecía un poco pálido. Paula notó, angustiada, que el pelo de Pedro estaba tan despeinado como el suyo. Además, cubierto sólo con un par de jeans con la cintura desa­brochada, anunciaba su excitación sexual con tanta seguridad como un destellador de neón. ¡Dios!


Se hizo un silencio incómodo cuando se separaron y sus padres pasearon la vista por la habitación. El cuarto clamaba seducción, como si la palabra estu­viera pintada con vivos colores en las paredes. Del equipo estéreo seguía brotando música suave. El resplandor del fuego, que teñía el living de tonos suaves y sombras profundas, insinuaba secretos íntimos. El balde con la botella de vino y las copas a medio vaciar los señalaban desde la mesa baja como dedos acusadores. Más comprometedores todavía eran los almohadones arrugados del sofá. Uno estaba incluso en el suelo, porque Pedro lo había pateado al extender sus largas piernas en el sofá.


Si Paula no se hubiera sentido tan mortificada por la situación, se habría alegrado de ver a sus padres. Siempre había tenido una relación muy afectuosa con ellos y sabía que era afortunada de tener padres que no le habían demostrado más que amor.


Miró a su madre, que era menuda y casi no le llegaba al hombro a su marido. El pelo de Alicia Chaves era del mismo tono cobrizo del de Paula, pero con los años tenía una apariencia menos vibrante. Su cara no tenía arrugas, tan sólo líneas provocadas por la risa, testimonios de su carácter alegre.


Andres Chaves llevaba su peso con orgullo y dis­tinción. Su pelo oscuro y entrecano estaba peinado hacia atrás en grandes ondas y dejaba al descubierto una frente alta. Sus ojos grises eran afables y bonda­dosos y su voz, profunda y tranquilizadora. Era un consuelo para su congregación, pero se mostraba inflexible en sus convicciones sobre moralidad, por muy moderna que fuera la época actual.


La alegría inicial de ambos al ver a su hija menor se vio empañada por la escena que ahora se presen­taba ante sus ojos, y Paula vio que la decepción cubría esos rostros tan amados. Verlo y saber lo que estarían pensando le destrozó el corazón.


—Bueno, creo que ya conocieron a Pedro en la puerta —dijo, porque no se le ocurrió nada mejor y para romper ese silencio tan desagradable—. ¿Qué hacen aquí? No porque no me alegre verlos —se apresuró a agregar—. Es sólo que yo...


—Quisimos sorprenderte, querida. Tu madre y yo asistiremos a una conferencia de pastores que comien­za mañana por la noche en Santa Fe. Decidimos viajar un día antes para poder estar un tiempo contigo.


—Me alegra muchísimo que lo hicieran —dijo Paula.


—Pero no esperábamos encontrar aquí al señor Alfonso —dijo Andres y miró en dirección a Pedro, quien había tomado su suéter del sofá y en ese momento se lo pasaba por la cabeza.


Era típico de su padre no andarse con rodeos, aunque Paula deseó haber tenido más tiempo para encontrar una explicación plausible. Pero, ¿el tiempo le proporcionaría una? Lo dudaba mucho. ¿Era su imaginación, o el labio inferior de su madre empezaba a temblar un poco? ¿Por qué se habían presentado esa noche? ¿Y si hubieran llegado quince minutos más tarde? Paula se estremeció y se rodeó el cuerpo con los brazos. Eso habría sido tan espantoso que no quiso ni siquiera pensarlo.


Se pasó la lengua por los labios y dijo, con todo el aplomo que pudo reunir:
Pedro... bueno, vino hace algunos días a ver a Juana. Espera a conocer a la pequeña, mamá —dijo Paula con voz temblorosa—. La adorarás. —Cuando nadie dijo nada, ella prosiguió: —Él la extrañaba tanto que se tomó un tiempo libre del programa de televisión para venir. Y Juana estaba tan contenta de verlo... —Paula calló. No decía nada que tuviera sentido y esquivaba el tema que sabía era el más importante para todos.


Andres observó las dos copas de vino que estaban sobre la mesa de café.


—Él ha estado aquí contigo. —Paula vio dolor en los ojos de su padre cuando lo dijo. Deseó poder borrar esa pena. Ellos nunca entenderían. Paula cerró los ojos contra la dolida acusación que advirtió en los rostros de sus padres.


—Paula, querida, será mejor que se los contemos —dijo Pedro muy sereno, se le acercó y le rodeó los hombros con el brazo. Ella lo miró, aterrorizada por lo que podría decir. La sonrisa de Pedro fue tierna al mirarla. —Sé que convinimos en mantenerlo en se­creto por un tiempo, pero cuando tomamos esa decisión no sabíamos que tus padres nos sorpren­derían de esta manera. Me temo que están pensando lo peor.


Y tienen razón, habría querido decir Paula, pero estaba como hipnotizada por las palabras y la actitud de Pedro.


—Señor —dijo él con tono formal al mirar al señor Chaves—, Paula y yo nos casamos hoy en Alburquerque. Nos pescaron en nuestra luna de miel.


Paula habría caído redonda al piso si el brazo de Pedro no la hubiera sostenido. Toda la sangre del cuerpo se agolpó en su cabeza y sintió cómo le gol­peaba en las venas. Los oídos le zumbaban con una cacofonía de sonidos que ahogaban las exclamaciones de sus padres, aunque alcanzó a ver que la noticia los había alegrado y aliviado muchísimo.


Ellos reían y farfullaban sorprendidas felicita­ciones. Su madre se acercó a Pedro y lo abrazó y lo besó en la mejilla, mientras le decía: —Bienvenido a nuestra familia, Pedro.


Andres lo palmeaba en la espalda y le decía:
—Me tuvo mal durante un momento. No quiero ni decirle lo que pensé.


Después abrazaron a Paula, y ella se vio abrumada por el amor y la renovada confianza de ambos. To­davía se sentía demasiado estupefacta para reaccionar.


—Andres, ¿te das cuenta de que ahora tenemos otra nieta? —Alicia aplaudió frente a ese pensamiento tan maravilloso. —¿Podemos verla, Pau? Te pro­meto que no la despertaré, pero ya me has dicho lo preciosa que es. De todas formas estaba ansiosa por conocerla, y ahora resulta que pertenece a mi fa­milia. —Los ojos marrones de Alicia brillaban de alegría, y Paula no tuvo el coraje de decepcionarla una vez más.


—Está arriba, mamá. En el dormitorio más pe­queño. ¿Por qué no suben tú y papá y la ven? Yo prepararé un poco de café. Me temo que me tomaron tan de sorpresa que no me he mostrado demasiado hospitalaria —dijo. Su cerebro no podía formar un pensamiento coherente, y mucho menos articularlo.


—Ven, Andres. —Alicia tomó de la mano a su marido y él puso los ojos en blanco en fingida exaspe­ración. —A esta mujer le encantan los chicos, Pedro. Tendrás que acostumbrarte a su actitud demasiado indulgente.


—Lo espero con impaciencia, lo mismo que Juana. 


Habló con calidez. ¿Por qué no mostraba señales de estrés? ¿No se daba cuenta de que no podría mantener su mentira? ¿Qué motivo había tenido para decir una cosa así?


Cuando sus padres subieron por la escalera y desaparecieron en el vestíbulo del piso superior, ella miró con recelo a Pedro, quien la contempló con expresión inocente. Paula cerró los puños. Algo en la inclina­ción arrogante de la cabeza de Pedro había encendi­do su furia. 


¡Y él disfrutaba al verla mortificada!


—¿Por qué, Pedro? —le preguntó ella en un susurro, porque no quería que sus padres oyeran esa conversación—. ¿Por qué les dijiste una mentira tan absurda?


—Fue una actuación merecedora de un Oscar, ¿verdad? Creo que deberías agradecerme por salvarte el cuello,Paula. Las pruebas estaban contra ti. Tus padres estaban a punto de sacar una conclusión correcta y me parece que no querrías eso, ¿no? Es un poco tarde para eso —comentó cuando ella encendió una lámpara—. Será mejor que la dejes apagada. Es obvio que has sido muy besada y...


—¿Te callarás? —saltó ella y golpeó el pie en el piso—. Pedro, ¿qué voy a hacer? ¡Mis padres creen que estoy casada contigo! ¿Qué les diremos cuando descubran la verdad?


—Les diremos que las cosas no anduvieron bien y que nos separamos —dijo él, imperturbable.


Paula se dejó caer en el sofá y se cubrió la cara con las manos.


—Se angustiaron muchísimo cuando Samuel y yo nos separamos. No quiero hacerlos pasar de nuevo por eso.


Pedro quedó callado un momento. Luego dijo, muy despacio:
—Entonces les diré que lo dije por mortificarte. Y tú puedes explicarles las circunstancias por las que estoy viviendo aquí contigo. Estoy seguro de que com­prenderán. ¿Acaso el negocio de tu padre no consiste en perdonar? —Su tono burlón la irritó todavía más que su mentira flagrante.


—No lo hagas, Pedro. —Los ojos de Paula tenían una expresión feroz, y no era el resplandor del fuego lo que les confería ese brillo peligroso. —No te atrevas a burlarte de mí ni de ellos —le advirtió con tono severo.


Cuando él vio su mirada, enseguida se puso serio.


—Lo siento. No quise referirme frívolamente a la ocupación de tu padre ni a tu posición.


—No importa —dijo ella—. Estoy segura de que para ti esto se parece mucho a una escena sacada de una farsa romántica, pero es muy real para mí. No podría tolerar verlos lastimados.


—Paula, ya tienes casi treinta años —dijo él—. Tienes derecho a vivir tu vida como te parezca mejor. Es posible que a ellos no les guste todo lo que haces. Les sucede a todos los padres. Pero ellos viven de acuerdo con sus normas, y tú, con las tuyas.


—No entiendes —dijo ella—. Jamás he hecho nada para traicionar la confianza de mis padres. Si decidiera hacer algo que sé que no aprobarían, se los ocultaría para protegerlos a ellos, no a mí. Y nunca se me ocurriría tirarles a la cara mis indiscreciones.


—¡Pero tú no has hecho nada! —saltó él, y ense­guida bajó la voz—. Créeme, sé lo casta que te has mostrado. Y lo digo con dolor.


A pesar de la furia que sentía, su corazón se salteó un latido al oír esas palabras. Paula apartó la vista.


—Tengo la conciencia tranquila, y si les contara cuáles fueron los hechos, ellos me creerían. Es sólo que... —movió las manos como buscando las pala­bras apropiadas—, para ellos sería diferente, eso es todo. Son de otra generación y jamás aceptarían que yo viviera con un hombre sin estar casada con él. Tú jamás has amado suficiente a alguien como para que te importe lo que piensan de ti.


Se equivocó al decirlo, y Paula se dio cuenta en cuanto las palabras salieron de su boca. La cara de Pedro se tensó y él metió las manos en los bolsillos del jean y se dio media vuelta para mirar fijo hacia el fuego.


Oyeron que el matrimonio Chaves salía del dormi­torio de Juana, y Pedro le dijo a Paula en voz baja, pero sin mirarla:
—Te lo dejaré a ti. Yo apoyaré lo que digas.


Alicia comenzó a hablar antes de llegar al último escalón.


Pedro, Juana es un verdadero ángel. Ya la amo y estoy impaciente por que llegue la mañana para poder jugar con ella. —La cara de Alicia estaba radiante de felicidad y a Paula se le apretó el corazón al comprender que debía seguir con el engaño.


—Lo siento —se apresuró a decir—. Todavía no he preparado el café. —Echó a andar hacia la cocina, pero su padre la detuvo.


—No lo prepares por nosotros. Somos demasiado viejos para tomar café a esta hora de la noche. Nos provoca insomnio. Será mejor que busquemos un lugar para pasar la noche. Si les parece bien, volveremos por la mañana.


—Tonterías —dijo Pedro—. Se quedarán aquí, en mi casa. Tenemos lugar suficiente.


—No, nada de eso —protestó Alicia—. Tú y Paula están en su luna de miel.


—Yo no tengo inconveniente, si a Paula no le im­porta —dijo Pedro y se encogió de hombros—. ¿Te importa, querida?


—Yo... sí, quiero decir, no —tartamudeó Paula mientras trataba de analizar las intenciones de Pedro.


—Hay un pequeño dormitorio pasando la cocina. Allí he estado durmiendo los últimos días. De todos modos, esta noche pensaba mudarme al dormitorio principal.


—Lo entiendo —dijo Andres y palmeó con entu­siasmo a Pedro en los omóplatos—. Personalmente, yo preferiría quedarme aquí y no en un motel. Alicia, ¿qué dices tú? 


Todos parecían haber olvidado a Paula, quien reaccionó con violencia ante la mención de Pedro de mudarse al dormitorio principal.


Entonces se dio cuenta de lo que él tenía en mente, y la enfureció.


—Bueno, por supuesto que prefiero estar aquí con Paula —contestó Alicia.


—Entonces, asunto arreglado —dijo Pedro con firmeza—. Permítanme recoger algunas de mis cosas mientras Paula cambia las sábanas. Después, los dejaremos dormir un poco. Deben de estar agotados.


La siguiente medía hora fue un concierto de confusión. 


Pedro fue al dormitorio de la planta baja y volvió a aparecer en el living con una caja de im­plementos para afeitarse y artículos personales. Tenía una bata de terciopelo colgada del hombro. Le guiñó un ojo a Paula cuando ella se sentó a escuchar el relato detallado del vuelo de sus padres a Alburquerque y el trayecto en auto a Whispers. Ella lo fulminó con la mirada.


Puso sábanas limpias en la cama y comenzó a tenderla lentamente con la esperanza de que Pedro volviera a ese cuarto. Planeaba decirle lo que pensaba sobre los arreglos que había hecho para la noche, pero él la evitó. Mientras los padres de ella les deseaban buenas noches, Pedro le rodeó la cintura y la atrajo hacia sí.


—Me alegro de tenerte como yerno, Pedro. Cuida de mi hija y ámala, eso es todo lo que te pido —dijo Andres.


—Lo haré, señor —dijo solemnemente Pedro. Paula tuvo ganas de patearlo en las canillas.


La pareja mayor se retiró a su habitación. Dócil­mente, Paula subió las escaleras detrás de Pedro, pero en cuanto cerró la puerta del dormitorio grande, lo enfrentó con expresión beligerante.


—Sé lo que estás pensando, Pedro, y tu pequeño plan no tendrá éxito.


—¿Qué estoy pensando? —preguntó él mientras se quitaba el suéter por segunda vez en esa noche.


—Crees que me meteré en esa cama contigo.


—Jamás se me ocurrió nada semejante —dijo él con naturalidad mientras se abría el cierre automático de los jeans.


—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella y trago fuerte.


—Me estoy sacando la ropa. ¿Qué otra cosa parece? —Mientras procedía a hacer justamente eso, dijo: —Un verano hice una gira con una compañía que hacía Hair y, desde entonces, no sé lo que es la modestia. Si te ofende, date vuelta.


Su ropa interior era color celeste, ajustada y breve, y Paula tragó fuerte cuando él se sacó los jeans y los arrojó sobre una silla. Pedro giró y comenzó a abrir la cama.


—Yo dormiré en el sillón —farfulló ella y abrió el placard donde se guardaban las frazadas adicionales.


—Como quieras. Tu padre puede ser un ministro, pero es obvio que aprecia los hechos de la vida. ¿Qué les dirás cuando te vean allí por la mañana? ¿Que fueron peleas de enamorados?


Paula habría querido abofetearlo cuando se dio media vuelta y lo vio en la cama, recostado contra las almohadas y con las sábanas tapándolo hasta la cintura.


—Yo me despertaré antes que ellos.


—Bueno, me alegra que lo tengas todo solucio­nado. —Bostezó y se hundió en las almohadas. —Buenas noches.


En lugar de responderle agresivamente, Paula salió de la habitación con los brazos llenos de frazadas. Bajó sigilosamente por la escalera y, con la ayuda de las últimas luces del fuego, encontró el camino hasta la planta baja.


Se sobresaltó cuando alguien encendió las luces.


—Dios, espero no haberte asustado. Justamente pensaba subir para pedirte algunas frazadas —explicó Alicia—. Tendré que dormir en el sofá. Tu padre está roncando tan fuerte que no podré dormir. Hace eso cuando está sumamente cansado. ¿Qué ibas a hacer con eso? —preguntó Alicia al ver las frazadas que Paula llevaba en los brazos.


—Yo, bueno, pensé que tú y papá tal vez las nece­sitaran antes de la mañana. Aunque todavía no sea época, aquí suele hacer mucho frío por las noches. —¡Mi madre va a dormir en el sofá!, Pensó con alarma. 


—Estaremos muy bien. Tal vez pondré un leño más en el hogar. Tu padre ni siquiera se daría cuenta si por la mañana se desatara una tormenta de nieve, así que vuelve junto a tu marido y deja de pre­ocuparte por nosotros. 


Su madre la besó en la mejilla y después se dirigió de nuevo a su cuarto. Usaba la bata acolchada que Paula le había regalado la Navidad anterior. La fragancia de la crema que le cubría la cara le recordó a Paula los momentos en que, durante su infancia, su madre entraba en la habitación de ella y de Elena para arroparlas antes de dormir.


—Buenas noches, mamá —dijo con ternura mientras volvía a subir.


Se detuvo junto a la puerta que daba al dormito­rio principal. 


Barajó la posibilidad de ir al cuarto de Juana y dormir con ella, pero la cama era muy angosta. Y si despertaba a Juana en mitad de la noche, se produciría un alboroto que después tendría que explicar. No le quedaba más remedio que dormir con Pedro en la cama.


Abrió la puerta muy despacio, esperando que él ya estuviera dormido. Pero sus esperanzas se esfumaron cuando Pedro giró en la cama y la miró, intrigado. Paula no había encendido la luz, pero el claro de luna se filtraba por las ventanas, y ella alcanzó a ver con toda claridad el cuerpo de Pedro delineado debajo de las sábanas. El corazón le golpeó en el pecho.


—¿Lo has pensado mejor?


—No —respondió ella con énfasis—. Mamá dormi­rá en el sofá para escapar de los ronquidos de papá.


—Una particularidad que espero no hayas here­dado —dijo Pedro mientras volvía a sepultar la cabeza en la almohada y a mirar en dirección opuesta.


Dios, ¡qué insufrible era ese hombre! Paula hizo todo el ruido posible mientras se cepillaba los dientes y se lavaba la cara. 


Todavía muy enojada, se sacó la bata y, sin pensarlo, se encaminó al dormitorio. ¿Qué estaba haciendo? Ella jamás dormía con camisón, pero no podía meterse en la cama con Pedro comple­tamente desnuda.


Abrió un cajón, sacó un corpiño y una bombacha y se los puso. No la cubrían demasiado, pero era mejor que nada. Si trataba de dormir con la bata, amanecería asada. Las luces estaban apagadas, así que Pedro no la vería.


Se acercó a la cama en puntas de pie y se deslizó entre las sábanas, cuidando de mantenerse en el borde. Apoyó la cabeza en la almohada, cerró los ojos bien fuerte y le ordenó a su cuerpo que se relajara. Casi lo había logrado cuando por entre la oscuridad brotó la voz de Pedro.


—¿Te pusiste la armadura?


—Cállate y déjame en paz —lo amenazó ella, pero sin demasiada convicción.


—Eso pienso hacer —dijo Pedro—. Por ahora. Pero ya cambiarás de idea. —La palmeó en el trasero por afuera de las cobijas, antes de darse media vuelta y quedar mirando hacia el otro lado.


Bueno, al menos no la había forzado a recibir sus atenciones. Eso la alegraba. ¿O no?



****



Un amanecer color violeta suave se filtró por las ventanas. 


Pero no fue eso lo que despertó a Paula de un sueño profundo. Estaba acostada boca abajo, con la cara hundida en la almohada. Algo tibio y húmedo le acariciaba la espalda con deliberada lentitud. Paula despertó de mala gana porque disfrutaba de esa vaga mezcla de vigilia y de sueño y habría querido que esa sensación flotante durara eternamente.


El broche de su corpiño cedió bajo dedos hábiles, que luego apartaron la delgada tira que le cruzaba la espalda. 


Entonces Paula despertó del todo, y sus múscu­los se tensaron bajo el masaje hipnótico que la mante­nía en esa lánguida actitud de sumisión.


—¿Pedro? —murmuró.


—¿Mmmm? —fue la única respuesta.


A Paula le resultaba difícil invocar sentimientos de antagonismo mientras Pedro siguiera haciéndole eso.


—¿Qué haces? —preguntó ella, sin aliento.


—Desayuno —murmuró él mientras le mordis­queaba la piel suave de los hombros. Sus manos se desplazaron por la curva de sus caderas. —Está de­licioso.


Paula gimió y apretó más la cara contra la almo­hada cuando sintió la textura húmeda y aterciopelada de la lengua de Pedro en su columna.


Una pierna pesada estaba apoyada sobre sus mus­los, manteniéndola prisionera en la cama, mientras Pedro seguía acariciándole la espalda con la boca y las manos. Fue bajando hasta la cintura y luego volvió a subir. Esta vez le mordisqueó el costado, por encima de las costillas.


Cuando llegó a la axila, hizo girar a Paula hasta dejarla de espaldas y se quedó mirando fijo sus ojos color ámbar mientras le apartaba el pelo de la cara.


—Buenos días —dijo.


—Buenos días.


Le deslizó los breteles del corpiño por los brazos y se lo quitó con toda facilidad. Le observó la piel, que estaba tibia y enrojecida por el sueño. Paula cerró los ojos porque no pudo tolerar la intensidad de la mirada de Pedro cuando le cubrió el cuerpo con el suyo.


Le levantó los brazos por encima de la cabeza y, comenzando por el codo, le besó y mordisqueó las partes sensibles de los brazos hasta que Paula habría querido gritar de gozo. Con la boca, Pedro le dibujó la clavícula y fue subiendo por su cuello hasta quedar por encima de los labios de Paula, que estaban entre­abiertos y expectantes.


El paciente trabajo que Pedro había realizado para despertar los sentidos de Paula tuvo su recompensa cuando ella lo besó con un fervor que dejó estreme­cidos a ambos.


El apetito que antes había sentido por ella se convertía ahora en voraz, y con la boca y las manos Pedro le estaba suplicando que aplacara el hambre que lo consumía desde el día en que la conoció.


—Tienes un sabor tan maravilloso. Eres dulce... cálida... suave —le susurró mientras se acercaba más y centraba su atención en los pechos de Paula, que ya anticipaban el alivio que sólo sus labios podía propor­cionarle. Él así lo hizo y Paula pronunció su nombre en voz baja y le aferró los hombros con las manos.


Paula se prohibió todo pensamiento que pudiera opacar el gozo de ese momento, pero igual se le cruzaron por la mente. Aunque sentía la urgencia del deseo de Pedro presionando contra ella, se recordó que era sólo eso, que él no la amaba. ¿Qué pasaría cuando su lujuria quedara satisfecha? ¿Se mandaría a mudar indemne, dejándola con el corazón vacío? ¡No! No debía permitir que eso pasara. Podía tolerar su arrogancia, su actuación, su desdén, su furia, pero jamás su indiferencia.


Pero, igual, lo deseaba. Su mente le negaba lo que su cuerpo anhelaba. Paula se arqueó contra las piernas fuertes de Pedro y se retorció bajo las embriagadoras caricias de esa boca en su estómago.


Los dedos de Pedro le recorrieron la piel del abdo­men y rozaron el suave promontorio. Paula jadeó. La actitud de Pedro la catapultó en la realidad. ¿Se daba cuenta Pedro de quién estaba debajo de él? ¿Pensaba en Susana? ¿Imaginaba...?


Paula le apoyó las manos en los hombros y lo apartó con una fuerza que iba del pánico a la repug­nancia.


—No, Pedro. Por favor. Basta.


Él levantó la cabeza y vio su rostro angustiado y sus lágrimas... que ella no sabía que vertía.


—¿Paula? —dijo él en voz baja. Se apoyó en un codo, se inclinó sobre ella y detuvo una lágrima con un dedo. La otra la sorbió de su mejilla con labios solícitos. —No voy a violarte, Paula —le dijo muy despacio. No había burla en su voz. —También yo tengo escrú­pulos. Tus padres me recibieron en su familia con una aceptación incondicional. Yo no me sentiría bien si me acostara contigo —pese a desearlo tanto— mientras ellos están abajo, convencidos de que somos marido y mujer. —Le acarició la sien con un dedo y le susurró: —Nunca debes tenerme miedo. —Y la besó muy sua­vemente en los labios.


Paula sentía su aliento en la nariz, en la boca, cuando él dijo:
—Por favor. Déjame paladear un poco más tu leche y tu miel. 


Le rodeó el pecho con la mano, se lo levantó apenas, agachó la cabeza y tomó en su boca el pezón. Fue un gesto carente de pasión, pero lleno de anhelo. Tironeó de él con suavidad. Fue apenas un movimiento de los músculos de la mejilla, pero Paula lo sintió en todas las células de su cuerpo.


Pedro se apartó de ella y abandonó la cama. Se puso los jeans y dijo por encima del hombro:
—Creo que oigo moverse a Juana. La vestiré y me reuniré contigo abajo. —Se detuvo una vez más junto a la puerta. —Debido a lo que he renunciado esta mañana, creo que debería ser canonizado o internado en un manicomio. —Le sonrió con ternura antes de irse del cuarto.