sábado, 4 de diciembre de 2021

LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO FINAL

 


La casa estaba en silencio. Cuando Olivia y Pedro hubieron intercambiado los regalos, la niña se quedó dormida en el regazo de él. Paula la llevó a la cama y luego entró con el hombre en su dormitorio, donde los dos se amaron hasta quedar satisfechos.


En aquel momento estaban abrazados en la cama después de hacer el amor.


—Hum, se está muy bien así —dijo Paula, soñadora—. Dime que no me dejarás nunca.


Pedro le acarició el cuello.


—No volveré a dejarte.


—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?


—Es sencillo. No podía soportar vivir ni un día más sin Olivia o sin ti.


La abrazó con fuerza.


—Tengo un empleo.


—¿De verdad?


—Sí —su rostro se oscureció—. No es lo que quería…


—¿No hay posibilidad de que puedas volver a los fuegos?


—Ninguna. Aquel resbalón en el hielo acabó con todas.


—Sigo pensando que fue culpa mía.


—No digas tonterías. No fue culpa tuya. No fue culpa de nadie.


—¿Y qué vas a hacer?


—Seré supervisor de campo en la oficina principal, a unas treinta millas de aquí —sonrió—. No es lo que quería, pero no está mal.


—¿Te gustará?


—Si sé que todas las noches vendré a casa contigo, me encantará.


—Te quiero.


—Demuéstralo.


Paula obedeció y luego yació otra vez a su lado, completamente satisfecha.


—Vamos a hacer de Papá Noel —sugirió él—. Nuestra hija se levantará pronto.


La joven se conmovió al oírlo. No había duda de que ya eran una familia y era maravilloso sentirse como una.


Pedro se puso sus tejanos y ella cogió una bata. Luego entraron juntos en la sala de estar. Pedro se acercó a su saco, que estaba ya casi vacío.


—Tengo un regalo para ti —anunció.


—Tú eres el único regalo que quiero.


—Concedido —repuso él, sonriente—. Y ahora cierra los ojos.


La joven obedeció. Esperó un rato, pero no sintió que le pusiera nada en las manos.


—Ya puedes mirar —anunció él, al fin.


Paula abrió los ojos, dio un respingo y luego se echó a reír. En el suelo había una caja llena con las tallas de madera más exquisitas que había visto nunca.


Pedro se inclinó y la besó.


—Feliz Navidad, amor mío.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 31

 


Al día siguiente era Nochebuena. El día amaneció nevado y perfectamente navideño, pero la belleza exterior hizo poco efecto en Paula. Sin embargo, no tenía más remedio que disimular por Olivia. Puesto que era domingo y la tienda estaba cerrada, le había prometido que harían bizcochos y la niña no estaba dispuesta a olvidar su promesa. Además, Paula tenía que preparar la comida de Navidad para ellas dos.


Solange las había invitado a ir a su casa, pero ella rehusó. No se sentía con ganas para acompañar a nadie. Además, necesitaba mantenerse ocupada, hacer algo constructivo que apartara a Pedro de su mente.


Antes de que acabara la tarde, tenían ya tres cajas llenas de bizcochos. El pavo y los complementos estaban en el frigorífico, preparados para ser asados al día siguiente. Paula estaba agotada, pero no lo suficiente para poder dormir.


Oía a Olivia en el cuarto de baño, preparándose para acostarse. Cuando terminara, le diría que Pedro no iría a verlas el día de Navidad. Cegada por unas lágrimas repentinas, apagó la luz de la cocina y avanzó hacia la sala de estar. En lugar de sentarse, se acercó a la ventana y apoyó la cara contra el cristal. No veía nada; las lágrimas se lo impedían.


Tenía que dejar de sufrir. La vida tenía que continuar. Después de todo, tenía motivos para estar contenta. Había hecho una pequeña fortuna en la tienda y el día anterior había pagado una buena suma en concepto de primer pago. Pero ya no le bastaba con su negocio, y ni siquiera con su hija. Cuando Pedro la rechazó, algo se rompió en su interior y ya no podía seguir adelante.


Entonces, ¿por qué no había luchado más? Sabía que él la amaba. ¿Por qué le había dejado marchar tan fácilmente? Quizá la cobarde hubiera sido ella. Se había rendido demasiado pronto. Debería haber intentado hacerle recuperar el sentido común. ¿Acaso no había aprendido mucho tiempo atrás que hay que luchar por las cosas que merecen la pena?


¿Debería intentar convencerlo de nuevo de que lo amaba pasara lo que pasara. ¡Sí! Lo haría. Se lo debía a Olivia y a ella misma.


—Mamá, ya he terminado.


Paula se dio la vuelta. Su hija entró desnuda en el cuarto.


—Ya lo veo, cariño.


—¿Por qué lloras, mamá? ¿Tienes miedo de que Papá Noel no venga a vernos?


—Espero que venga a vernos a las dos.


—¿Ya es la hora?


—No, es demasiado temprano para Papá Noel. Antes de que venga, tenemos que ir a un sitio.


—¿Adónde?


—Te lo diré por el camino —dijo Paula, temblorosa—. Ponte algo bonito y caliente.


Diez minutos después, la joven cogió a su hija de la mano y avanzó hacia la puerta. Entonces oyeron un ruido poco familiar y se detuvieron a escuchar. Eran campanadas. El sonido de campanadas llenaba el aire.


—¡Mamá, mamá, es Papá Noel! —gritó Olivia, corriendo a la ventana.


Paula se quedó inmóvil, temiendo haber perdido el juicio.


—¡Mamá, date prisa!


La voz excitada de Paula la obligó al fin a moverse y se acercó a su lado.


—¡Oh!


Un carro tirado por caballos, decorado con luces y campanillas ocupaba el espacio frontal de la tienda. Encima había una persona vestida de Papá Noel.


Mientras Paula y Olivia miraban, el hombre saltó al suelo y luego cogió un saco que parecía lleno de juguetes.


—Ya te dije que era Papá Noel —gritó Olivia.


—Es Pepe vestido de Papá Noel —pudo decir su madre, mientras la niña corría a abrir la puerta.


Cuando Paula llegó hasta ellos, Olivia estaba colgada de su pierna, pero los ojos brillantes del hombre estaban fijos en la mujer.


—¿Me perdonas? —dijo simplemente.


—¿Me quieres?


—Más que a mi vida.


—Entonces, eso es lo único que importa.


—No, me he portado mal. Lo siento.


La joven no dijo nada.


—¿Quieres casarte conmigo?


Olivia lo cogió de la mano y tiró de él. Pedro se agachó hasta ella.


—¿Qué quieres, preciosa?


—¿Vas a ser mi papá?


—¿Quieres tú que lo sea?


—Sí —le acarició la mejilla—. Pero no irás a dejarme para irte al cielo como mi otro papá, ¿verdad?


—¡Oh, Olivia! —susurró Paula.


Pedro tragó saliva.


—Espero que eso no ocurra en mucho tiempo.


Cogió a la niña en brazos y se puso en pie. Se volvió hacia la joven.


—Bueno, ¿te casarás conmigo?


—Sí, sí —gritó Paula, echándose en sus brazos.






LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 30

 


—Mamá, ¿por qué no puedo ir a ver a Pepe?


Paula se mordió la lengua para no gritar. Su hija le había repetido aquella pregunta muchas veces y se sentía irritada y de mal humor.


—Porque estoy ocupada con la tienda.


—¿Y por qué no puede venir él a verme a mí?


Su madre se quedó un momento confusa.


—Bueno, supongo que él también estará ocupado.


—¿En qué trabaja?


—Hace figuras de madera, creo —dijo de modo evasivo.


Pero sabía que pronto tendría que decirle la verdad a su hija. Y tendría que hacerlo antes del día de Navidad, porque él no aparecería entonces.


Se estremeció y sintió una punzada de dolor en el pecho. Lo echaba tanto de menos que el dolor parecía no remitir nunca. Sólo habían pasado tres días desde que la rechazó, pero a ella le habían parecido una eternidad.


Olivia no la ayudaba precisamente. No cesaba de hablar de Pepe y de Papá Noel.


—¿Por qué no puede ser Pepe mi papá? —preguntó la niña.


Paula temió que el corazón le iba a estallar.


—¿No podemos hablar de esto más tarde? —preguntó—. Además, tenemos que estar en tu fiesta dentro de veinte minutos.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 29

 


Pedro se disponía a acompañar a Marcos Helm, su jefe de la oficina de guardabosques, hasta su coche. Todavía no habían hablado del motivo principal de aquel encuentro. El visitante echó un vistazo a su alrededor y dijo:

—Debo admitir que esto parece un paraíso.


—Eso es muy relativo —sonrió Pedro.


—Bueno, parece un lugar muy pacífico.


—No hay otro lugar que me guste tanto.


Marcos golpeó un trozo de hielo con su bota y luego miró a su amigo.


—¿Qué diablos te ocurre? Para ser alguien que profesa amar la vida solitaria, te veo muy tenso.


—Me conoces demasiado bien, Marcos.


Habían llegado al porche frontal de la cabaña, pero en lugar de dirigirse hacia el coche, subieron los escalones y se sentaron en el columpio. Hacía un día hermoso, frío pero claro, y ambos se quedaron unos momentos en silencio.


—¿No crees que ya te has torturado demasiado?


—No es eso, aunque todavía me culpo por la muerte de Carlos y me culparé siempre.


—Bueno, si te gusta hacerte el mártir… Repetiré la pregunta. ¿Qué diablos te pasa?


—No podré volver a trabajar en los fuegos —repuso Pedro con tono inexpresivo.


—¿Te lo ha dicho el médico?


—Sí.


—Pues vuelve como supervisor de campo. El viejo Camilo se jubilará de la oficina de Ozark dentro de tres meses —suspiró—. Ya sé que no es eso lo que quieres hacer, pero…


—No, no lo es —repuso el otro, ceñudo—, ¿pero me dejarás tiempo para pensar en ello?


—Tómate todo el tiempo que necesites.


Marcos se puso en pie.


—Tengo que irme. Y a propósito, todavía no me has dicho por qué estás tan tenso.


—Y no pienso hacerlo.


El hombre sonrió.


—Siempre has sido muy terco, pero también el mejor en tu trabajo. Supongo que por eso te soporto.


—Vamos, márchate de aquí —ordenó Pedro, con rudeza, pero sonriente a su pesar.


Se quedó de pie y lo observó hasta que su camioneta desapareció por el camino. Luego volvió a sentarse en el columpio, pero no pudo quedarse mucho rato quieto. Su cuerpo y su mente se hallaban poseídos por demonios que insistían en atormentarlo. Era algo que le ocurría desde que dejara a Paula. Sin embargo, se aferraba a la idea de que le había hecho un favor.


Debería haber tenido más sentido común y no haber hecho el amor con ella. La gente que jugaba con los sentimientos se merecía sufrir luego. Su única alternativa era intentar olvidar a Paula y Olivia y continuar su vida como si nada hubiera cambiado.


Pero no era fácil. Los razonamientos no hacían nada por disminuir su tormento. Pensaba continuamente en aquella mujer y en lo maravilloso que era estar con ella. Había probado el paraíso y deseaba más.


Se levantó del columpio y un débil dolor en la pierna le hizo recordar su incapacidad. Sin embargo, podía trabajar. Marcos le había ofrecido un empleo, aunque no fuera el que deseaba. No podría volver a apagar incendios, pero al menos sí podía ofrecer a Paula una vida decente y…


Apartó sus pensamientos. Aunque quisiera acercarse a ella y decirle que había sido un estúpido, ella se negaría a verlo.


¿O no?


Unas gotas de sudor le cayeron por la frente. Se las limpió con el dorso de la mano mientras seguía pensando. ¿Por qué no volvía y le suplicaba que le perdonara? Si había una remota posibilidad de que ella accediera a verlo, tenía que aprovecharla.


En cuanto llegó a esa conclusión, se dejó llevar por un sentimiento de paz y la determinación de volver a intentarlo. Aquella vez haría todo lo posible por no estropearlo.



LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 28

 


—¿Está dormida?


—Sí, gracias a Dios —dijo ella, dejándose caer a su lado en el sofá.


Pedro no dijo nada, pero a la joven no le importó. Se sentía bien. Escuchó un rato el crepitar del fuego en la chimenea. Las luces parpadeantes del árbol de Navidad añadían más calidez al ambiente.


Si no hubiera estado tan consciente de la presencia del hombre a su lado, quizá hubiera cerrado los ojos y se hubiera dormido, pero no quería desperdiciar ni un momento del poco tiempo que pasaban juntos. Deseaba sentir los labios de él contra los suyos y sus brazos en torno a su cuerpo.


Pedro.


—¿Qué?


—Te he echado de menos —dijo con suavidad.


El hombre miró sus labios y luego sus pechos. Contrajo la mandíbula, pero no se acercó a ella. En lugar de eso, se puso en pie y se dirigió a la chimenea.


—¿Qué ocurre? —preguntó la joven.


Pedro se volvió y la miró largo rato, muy serio.


—¿Por qué me miras así? —preguntó ella, asustada.


—A partir de hoy, no volveré a veros ni a Olivia ni a ti.


Paula palideció.


—No puedes hablar en serio —musitó.


—Sí hablo en serio.


—Pero yo creía…


El hombre evitó su mirada.


—Estabas equivocada.


Paula se puso en pie de un salto y lo obligó a mirarla a los ojos.


—Ha pasado algo y quiero saber qué es.


—No insistas. Déjame ir.


—¡No! —repuso ella, enfadada—. Yo te quiero y tú lo sabes. ¿Por qué haces esto? —terminó, sollozando.


—Porque te mereces a alguien que no sea un tullido y que pueda darte más cosas que yo.


—¿Estás loco? No son tus piernas lo que amo, sino tú, lo que hay dentro de ti. No me importa que estés cojo.


El hombre la miró con frialdad.


—A mí sí.


—¿Sabes lo que creo?


Pedro no respondió.


—Te lo diré de todos modos —prosiguió ella, con fiereza—. Creo que te gusta estar solo para poder compadecerte a ti mismo.


—No sabes lo que yo creo.


—¿Es eso lo único que tienes que decir?


—Se acabó, Paula. Es lo único que hay que decir.


La joven sintió ganas de gritar, de abrazarlo, de suplicar, pero sabía que sus palabras caerían en oídos sordos. Se estremeció. Perdería el tiempo. Las cicatrices de él eran demasiado grandes. Se enderezó y dijo:

—Muy bien. Si eso es lo que deseas, vete. Pero quiero que sepas que creo que eres un cobarde, Pedro Alfonso, y que tienes razón, estaré mejor sin ti.


El hombre la miró un momento, inexpresivo, y luego avanzó lentamente hasta la puerta.


Cuando se quedó sola, se sujetó el estómago. Todos sus sueños acababan de hacerse pedazos a su alrededor y ella no podía hacer nada al respecto.


Pero no se derrumbaría. No podía permitirse ese lujo. Tenía que pensar en Olivia. Recordó el paquete que con tanto cariño preparara su hija y la invadió la tristeza. A la niña se le partiría el corazón.


Se sentó en el sofá, puso la cabeza entre las manos y se echó a llorar.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 27

 


Pedro cogió el libro de manos de Olivia y empezó a leer. Antes habían comido la cena que había preparado Paula, consistente en pavo ahumado, patatas hervidas, salsa, ensalada y tarta de manzana.


Cuando la cocina estuvo recogida, la niña insistió en ver las luces de Navidad. Subieron todos al Cherokee y pasaron casi una hora conduciendo por la ciudad.


En cuanto regresaron al apartamento, Paula entró directamente en la cocina y preparó un enorme cuenco de palomitas de maíz. Acababan de comérselas cuando Olivia se subió en las rodillas de Pedro con un libro en la mano.


Al verlos juntos, Paula sintió renacer su confianza. Había tenido la impresión durante la tarde de que había algo diferente en él, pero lo achacó a su imaginación. Era evidente que las quería a las dos. Algunas personas tenían dificultad a la hora de expresar sus sentimientos en palabras y él debía ser uno de ellos. Tendría que ser paciente y confiar en que él acabaría por decidirse y juntos formarían una familia.


—Es hora de irse a la cama —le dijo a su hija—. Dale a Pepe un beso de buenas noches.


—¡Oh, mamá!


—Haz lo que te dice tu madre —intervino él, señalándose la mejilla—. Dame un beso.


Olivia sonrió y obedeció. Después se bajó del sofá y siguió a su madre fuera de la habitación.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 26

 


Los días que siguieron a la caída de Olivia, fueron de verdadera locura. Los ciudadanos más ancianos declararon que nunca habían visto tantos turistas en la ciudad. Paula no se quejaba. Turistas significaban dinero y, puesto que la mayoría de sus ganancias anuales se producían durante ese período de vacaciones, tenía que aprovecharse de ello. El problema era que le quedaba poco tiempo para Pedro. El hombre había pasado a verla varias veces y hasta se había llevado a Olivia a su casa una tarde a jugar con Moro.


Su pierna estaba mejor, aunque parecía cojear más. Paula le había preguntado por ella en una ocasión, pero sintió que él no deseaba hablar del tema, así que no insistió.


Había decidido tomarse la tarde libre. Tanto Solange como Pamela habían insistido en ello. Había pasado unas horas comprando regalos con su hija y había invitado a Pedro a cenar. Tenía planes para los dos una vez que se hubiera acostado la niña. Se moría de ganas de volver a hacer el amor con él, de sentir su cuerpo musculoso contra el de ella.


—Mamá, ¿quieres ver lo que le hemos comprado a Pepe?


—Pero si ya lo he visto.


—Vamos a verlo otra vez.


Paula sonrió.


—De acuerdo, pero luego tengo que preparar la cena.


Olivia la precedió hasta el dormitorio, donde estaban los regalos de Pedro en la cama, esperando a ser envueltos. La niña le había elegido un pequeño cuadro de un águila. La elección de Paula era más tradicional; le había comprado un jersey de punto del mismo color que sus ojos.


—¿Cuándo podemos envolverlos? —preguntó la pequeña.


—¿Por qué no ahora mismo?


—De acuerdo.





LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 25

 

Pedro estaba de pie delante de la ventana contemplando el suelo cubierto de nieve. Desde el último piso del edificio de consultas médicas, podía ver el parque de abajo.


—Siento haberle hecho esperar —dijo el doctor Hernán Stewart, sentándose en su mesa.


—No importa.


—Siéntese, señor Alfonso.


—Prefiero estar de pie, si no le importa.


—Como prefiera.


—¿Cuál es el veredicto, doctor?


—Primero permítame que le pregunte por qué no volvió usted al especialista que lo trató en Houston. Es uno de los mejores.


Pedro se encogió de hombros.


—Presentía que ya había hecho todo lo que podía.


—¿Y espera usted que yo pueda hacer más?


Pedro volvió a encogerse de hombros.


—No lo sé. ¿Puede hacerlo?


—No —lo miró a los ojos—. No esperaba usted que lo hiciera, ¿verdad?


—Sí y no.


—Desgraciadamente, no hay curas milagrosas para una herida como la suya. Cuando está dañado el músculo además del hueso, lo único que puede ayudar es la terapia.


—Ya la he probado y no ha dado mucho resultado.


—Entonces me temo que tendrá que aprender a vivir así.


—Oh, puedo vivir así, doctor —dijo Pedro, con voz tensa—. Ese no es el problema. Lo que quiero es volver a mi trabajo. A apagar fuegos. Ese es el problema.


El doctor Stewart no vaciló.


—Lo siento, pero eso no va a ser posible.


—Bueno, supongo que esto es todo —se acercó a la mesa y le tendió la mano—. Gracias por su tiempo, doctor.


—Lo siento.


—Sí. Yo también.





LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 24

 


Poco rato después, Pedro aparcaba el Cherokee delante de la casa. Los dos salieron del coche al mismo tiempo. Mariana Holt estaba de pie esperándolos.


—¡Oh, Paula! ¡Lo siento tanto!


—Dime qué ha pasado —gritó la joven.


—Estábamos jugando al escondite —musitó la mujer, sollozando.


—Continúa.


—Y encontramos a todos excepto a Olivia. No sabemos dónde puede haberse metido.


Pedro murmuró un juramento.


—Vamos —musitó—. Muéstrenos el lugar donde vieron a la niña por última vez. No hay tiempo que perder —miró al cielo—. Se espera otra tormenta de nieve esta noche y no creo que vaya a tardar mucho.


Paula siguió la mirada de él con sus ojos y el estómago se le contrajo. Pedro le cogió la mano. Habían recorrido la mitad del patio cuando, en la esquina de la casa, apareció una figura agitando los brazos.


—La he encontrado —gritó una mujer—. Se ha caído en un barranco.


Los tres adultos echaron a correr hacia ella.


—¿Dónde? —preguntó Paula.


—Por ahí.


—¡Oh, Dios mío!


Paula la apartó a un lado y siguió corriendo en la dirección indicada.


—Creo que está bien —dijo la mujer—, al menos, por lo que he podido ver.


—Démonos prisa —gritó Pedro, tomando el mando.


Oyeron a Paula antes de poder verla.


—Mami.


Aquel gemido lastimoso le dolió a Paula hasta el punto de creer que iba a desmayarse. Pero no lo hizo. Su hija la necesitaba y no podía fallarle.


La mujer que los guiaba se apartó y la joven y Pedro se arrodillaron en la parte superior del barranco y miraron hacia abajo. La niña estaba sentada en el fondo con las mejillas llenas de lágrimas.


—Mamá.


—Estoy aquí, cariño. ¿Te encuentras bien?


—Me he caído.


Paula hizo un esfuerzo por reprimir las lágrimas.


—Ya lo sé. Dile a mamá si estás herida.


—Mamá —volvió a gemir la niña.


Paula se volvió hacia Pedro.


—Hola, jovencita —dijo él, con voz segura.


Su tono de voz cortó los sollozos de Olivia. Tendió sus bracitos.


—Pepe, ven a sacarme.


—Ya voy, cariño. Tú agárrate fuerte, ¿vale?


Paula lo miró y vio la determinación en su cara. Estaba decidido a rescatar a Olivia y sabía que no podía impedírselo. Sin embargo, ella temía por los dos.


—Ten cuidado —suplicó, observando la pendiente. La capa superior de nieve se había convertido en hielo.


Pedro asintió y se agarró al arbusto más cercano. Empezó a bajar con cuidado. La joven lo miraba sin poder contener su ansiedad. ¿Y si se hacía daño?


El hombre no vaciló. Estaba ya a mitad de camino cuando su pierna herida cedió y cayó sobre ella.


Paula suprimió un grito.


Pedro lanzó un juramento al tiempo que intentaba recuperar el equilibrio.


—¿Te encuentras bien?


—Sí. Es la pierna mala —dijo.


Su rostro estaba gris y sus ojos parecían hundidos. No podía moverse. Se sentía frustrado por su propia insuficiencia.


Paula sintió una oleada de pánico, pero la ignoró.


—No te muevas. Ya voy.


Pedro volvió a maldecir.


La joven respiró hondo y luego recorrió el camino que había andado él. Cuando llegó hasta él, estaba tumbado en la nieve, con el rostro contraído por el dolor.


—Voy a buscar a Olivia y luego te ayudaré a ti.


El hombre movió la cabeza enfadado.


—Olvídate de mí. Cógela a ella.


Los minutos siguientes pasaron como en una niebla. A Paula le pareció que cada paso duraba una hora. Al final llegó hasta su hija.


—Oh, querida, querida —murmuró, abrazándola.


—Mamá —suspiró Olivia.


Paula lloró de alegría abrazando a su hija. Cuando pudo recuperar el control de sus emociones se puso en pie y miró hacia arriba. Mariana se había atado una cuerda a la cintura y, con la ayuda de la otra mujer, estaba ya a mitad del barranco.


Con su ayuda, Paula llevó a Olivia arriba y luego se concentró en ayudar a Pedro, que había conseguido ponerse en pie. Con los dientes apretados, se apoyó en la cuerda y consiguió subir también hasta arriba.


—Atiende a Olivia —dijo, apoyándose contra un árbol.


A pesar de lo impresionante de la caída, la niña no estaba gravemente herida. Sólo tenía unos rasguños en las mejillas y las piernas. Paula lloró de alivio y luego miró a su alrededor. Las mujeres se habían retirado para dejarlas solas.


¿Dónde estaba Pedro? Volvió la cabeza. El hombre se había apartado del árbol y estaba de pie mirando al vacío. A Paula se le contrajo el estómago. Nunca había visto tanta desesperación en un rostro humano. Deseaba consolarlo, decirle que no importaba que no hubiera podido rescatar a Olivia, que ella lo amaba igual. Pero el miedo a empeorar las cosas si decía algo la mantuvo callada.


—Mamá —dijo Olivia—. Bájame.


—Está bien —la joven se tragó las lágrimas.


—Mamá, por favor, no llores.


—No puedo evitarlo, cariño.


—¿Dónde está Pepe?


—Está allí, de pie.


La niña se volvió en la dirección indicada y lo miró durante largo rato. Como si intuyera que algo no iba bien, se acercó a él y lo miró.


—¿Te duele la pierna?


El hombre la miró.


—Un poco.


—¿Quieres que te la frote, Pepe?


Pedro sonrió.


—Me gustaría mucho.


—Te dolerá menos, te lo prometo.


Paula los observó con ojos llenos de lágrimas y el corazón henchido de amor por la niña y el hombre. Sin embargo, tenía miedo de moverse por miedo a empezar a llorar y no ser capaz de parar.





LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 23

 


—Oh, Paula, es la cosa más bonita que he visto nunca.


La joven sonreía con satisfacción mientras examinaba la delicada lámpara que sostenía un cliente.


—Tienes razón, Maxima. Es hermosa —se echó a reír—. Aunque esté mal que yo lo diga.


—Tienes derecho a hacerlo, créeme —Maxima la observó colocar la lámpara en una caja—. Espera a que la vea mi hermana de Seattle. Apuesto a que deseará comprar otra.


—Eso sería fantástico —replicó la joven.


—Gracias por todo y feliz Navidad.


—Feliz Navidad a ti también y tened cuidado en el viaje.


Cuando se quedó sola, respiró hondo y se quitó los zapatos. Le dolían mucho los pies. No debería haberse puesto aquellos zapatos de tacón, pero había sentido la necesidad de vestirse bien en un esfuerzo por animar su decaído espíritu.


¿Por qué no la llamaba él? ¿Cómo era posible que no supiera lo mucho que deseaba verlo? Le había dicho que no lamentaba que hubieran hecho el amor. Si aquello era cierto, ¿por qué no llamaba?


—Vaya, esto está muy tranquilo.


La joven salió de sus pensamientos y sonrió a Solange, que salía del taller de trabajo.


—Lo sé y resulta agradable.


Su amiga se echó a reír.


—Estás muy guapa. ¿Ocurre algo que yo no sepa?


—No.


—Hum.


Paula miró a su amiga.


—¿Qué significa ese «hum»?


—Bueno, Olivia ha dicho que tenía un nuevo amigo —sonrió—. Y supuse que, si es amigo de Olivia, también será amigo tuyo.


—Recuérdame que le ponga una mordaza a mi hija cuando vuelva de la fiesta.


—Así que no piensas revelarme ningún secreto, ¿eh?


—Así es.


Sonó el teléfono. Paula fue a cogerlo, escuchó un momento; luego se apretó el estómago y lanzó un gemido. Segundos después volvía a colocar el auricular en su sitio.


—Paula, ¿qué ocurre?


La joven tosió y, cuando pudo hablar, sus dientes castañeteaban descontroladamente.


—Se trata de Olivia.


—¿Qué le pasa? —insistió Solange.


—Ha desaparecido.


Su amiga frunció el ceño.


—¿Desaparecido? No comprendo.


Paula perdió la compostura.


—¡Oh, Dios! —gritó—. ¿Qué hago aquí parada? Tengo que irme.


Solange no hizo más preguntas.


—Cerraré la tienda e iré contigo.


¡Pedro! ¡Necesitaba a Pedro! Él la ayudaría. Él sabría lo que había que hacer.


—No, tú quédate aquí. Llamaré a Pedro.


La joven sintió los ojos de él sobre ella mientras la llevaba en su coche, pero siguió mirando al frente con la espalda rígida y las entrañas contraídas.


—Procura relajarte, ¿vale?


—No puedo —musitó.


El miedo la invadía por completo. Cuando Mariana, la anfitriona de la fiesta, le dijo que Olivia había desaparecido, pensó que alguien le estaba gastando una broma. Luego oyó los sollozos de Mariana y supo que iba en serio.


Después del secuestro, se había negado a dejar a la niña fuera de su vista. Sólo cuando llegaron a aquella ciudad pequeña, se sintió lo bastante segura para bajar algo la guardia. Ahora la pesadilla volvía a repetirse y no podía soportarlo. Multitud de imágenes y posibilidades llenaban su mente. Sin embargo, hizo un esfuerzo por pensar de un modo racional. Aquella desaparición no tenía nada que ver con su ex marido. Él había muerto y no podía volver a hacerles daño.


Quería gritar, pero respiró profundamente y miró a Pedro. Su presencia era lo único que le impedía derrumbarse. En cuanto le dijo que lo necesitaba, él respondió sin vacilar:


—Voy para allá.


Ella lo había esperado fuera de la tienda y saltó al coche en cuanto él lo detuvo. Sólo llevaban diez minutos viajando, pero a la joven le parecía una eternidad.


—Paula.


—¿Qué?


—Dime qué te ha dicho esa mujer.


—No hay mucho que decir. Lo único que ha dicho es que no podían encontrar a Olivia.


—¿Qué clase de fiesta era?


—Una fiesta de cumpleaños y de Navidad combinada. ¡Y pensar que he estado a punto de no dejarla ir!


—¿Por qué?


—Porque yo no podía ir con ella. Pero se echó a llorar cuando le dije que no podía ir y, como conozco a Mariana, cedí.


El hombre la miró con rabia.


—¿Cómo puede haberse perdido? ¿Dónde diablos estaban los adultos?


—No lo sé —repuso ella, temblando de miedo.


—Eh, tranquilízate. La encontraremos.


—¿Cómo puedes estar tan seguro? ¿Y si…?


—No adelantes acontecimientos. Ya veremos lo que ocurre cuando lleguemos allí. Todo irá bien.


Hablaba con tanta seguridad que ella deseaba creerlo. Necesitaba creerlo



LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 22

 

Pedro extendió el trozo de madera tallada en la mano y examinó su trabajo. Levantó la navaja y cortó un trozo minúsculo del pico del pájaro. Cuando hubo terminado, dejó la talla sobre su mesa de trabajo y flexionó la espalda. Los músculos le dolían. Llevaba trabajando desde por la mañana temprano y el pájaro era el tercer animal que terminaba en dos días.


Se mantenía ocupado para evitar pensar. Sin embargo, el trabajo no había expulsado la imagen de Paula de su cabeza.


Se repetía que estaba loco por haber bajado la guardia y haber hecho el amor con ella. Nada había cambiado; seguía sin tener nada que poder ofrecerle a Paula.


Sin embargo, deseaba verlas a Olivia y a ella. Habían pasado dos días desde que hicieran el amor y no había intentado ponerse en contacto con ella. Al principio intentó fingir que no había ocurrido, que no había sido tan estúpido. Después juró que no volvería a ocurrir.


Pero sabía que no era cierto. A pesar de sus intenciones, le gustara o no, su vida había adquirido un nuevo significado. Paula había llevado algo especial a su aburrida existencia.


Sin embargo, le asaltaban preguntas que no conseguía olvidar. ¿Podía arriesgarse a otra relación? ¿Lo amaba de verdad ella?


Se dejó caer sobre una silla de madera y apoyó la cabeza contra la pared. Con los ojos cerrados, intentaba olvidarla cuando sonó el timbre del teléfono de modo persistente. Incapaz de ignorarlo, se puso en pie y avanzó hacia la cabaña.



LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 21

 

Paula se despertó cerca del amanecer. Se movió lentamente y entonces recordó lo ocurrido. Movió la cabeza. Pedro estaba tumbado de lado, profundamente dormido. Lo miró y se preguntó qué significado tendría lo que había pasado entre ellos.


¿Sería sólo sexo? Decidió que sí. Ambos habían sido víctimas de sus cuerpos; dos personas solitarias que necesitaban alivio físico. Sería una tontería pretender que aquello podía ser otra cosa. Eso sólo conseguiría hacerla sufrir más.


Pero ya era demasiado tarde. Había hecho lo que se había prometido a sí misma que no ocurriría nunca. Se había enamorado de él como una loca. Su corazón le decía que aquello era el verdadero amor y que duraría para siempre. Aquel hombre, cuya soledad ocultaba un corazón amable y generoso, despertó emociones en su interior que nadie había despertado nunca. Y, desde luego, no su ex marido.


Pero eso no la hizo sentirse mejor. Todavía la esperaban el dolor y la desilusión.


El hombre se despertó de repente y se sentó en un lado de la cama. Ella observó su espalda musculosa y tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no acerarse a besarlo.


Como si pudiera leer sus pensamientos, él se volvió hacia ella. Sus ojos estaban oscurecidos por la pasión.


—Si empiezo a tocarte de nuevo —dijo en un susurro—, no podré detenerme. Y no quiero que Olivia se despierte y…


—Lo sé.


—Yo no me arrepiento de lo ocurrido.


Ella bajó los ojos.


—Paula, mírame.


La joven obedeció y levantó la cabeza.


—Yo tampoco me arrepiento —dijo al fin.


Pedro se puso en pie y se acercó a la puerta.


—Te veré luego. ¿De acuerdo?


Paula se quedó rígida hasta que la puerta del dormitorio se cerró tras él. Entonces se dejó caer contra la almohada, apretó la sábana contra sus labios temblorosos y se echó a llorar.


LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 20

 


El hombre hizo una mueca y volvió a reunirse con ella en el sofá.


—No hay nada que decir.


—Todo el mundo tiene familia.


—Yo no. Mi madre me dejó cuando era demasiado joven para enterarme de nada. Mi padre, bueno, ¿quién sabe quién es? Mi madre desde luego, no.


Paula lo miró horrorizada.


—No es una historia bonita, ¿verdad?


—No, no lo es —repuso ella, compasiva.


—Pero aprendí del modo más duro a cambiar las cosas que pueden cambiarse y dejar estar las que no.


—¿Cómo te heriste la pierna?


El hombre se lo contó.


—Siento mucho lo de tu amigo.


—Sí. Yo también.


—Pero también hay una mujer en tu historia, ¿verdad?


—¿Cómo lo sabes? —musitó él, con voz ronca.


Paula se encogió de hombros.


—Intuición, creo.


—Cuando resulté herido, me dejó —se rió sin ganas—. La idea de estar atada a un tullido que no pudiera darle lo que deseaba la asustaba demasiado.


—No puedes juzgar a todas las mujeres por ella.


—¿No?


De pronto, pareció que no quedara nada por decir. Sus ojos se encontraron durante largo rato. La joven se ruborizó. Su modo de mirarla le provocaba un extraño dolor en su interior y se pasó la lengua por los labios resecos.


—Paula.


—¿Qué?


—No hagas eso —dijo él, con rudeza.


La mujer tragó saliva.


—¿El qué?


—Ya lo sabes.


—No, no lo sé.


—Tu lengua, el modo en que la pasas por tus labios.


—¡Oh!


Siguieron mirándose. Ninguno de los dos se movió ni dijo nada. El reloj antiguo de la pared dio la hora y el viento sonó contra las persianas. Ellos ni siquiera parpadearon.


—¿Paula?


A ella le latía el corazón con tanta fuerza y el dolor que sentía entre sus piernas era tan intenso, que no fue capaz de responder. Lo deseaba tanto que sufría por ello. Sin embargo, si se entregaba a aquel sentimiento, sabía lo que la esperaría y deseaba desesperadamente alejar la catástrofe, impedir que él la destruyera. Pero no podía. Lo único que podía hacer era mirarlo con ojos llenos de lágrimas y labios temblorosos.


Con un gemido, él se acercó a ella y la estrechó contra su pecho. Luego la besó posesivamente en los labios.


Ella le pasó las manos por el pelo y se apretó contra él. Él se apartó y la miró suplicante.


—Quiero más.


—Yo también.


—Te quiero entera.


Se pusieron en pie y se quitaron la ropa, echándola a un lado.


Pedro miró el cuerpo de ella y, por una vez, no había ni rastro de frialdad en sus ojos. El calor que emanaba de ellos parecía quemarle la piel a Paula, pero carecía de fuerza de voluntad para moverse. Ya no pensaba en las consecuencias; ya no le importaban. Sólo sabía que necesitaba poseerlo.


—Eres hermosa —susurró él—. Tus pechos son perfectos.


La joven se ruborizó y él sonrió y luego le tocó un pezón.


—¿Dónde? —preguntó él.


—Por ahí —musitó ella.


Sin apartar la vista de ella, Pedro la cogió de la mano y la condujo al dormitorio. Dejó la puerta abierta. La luz que entraba desde el cuarto de estar lo iluminaba de sobra.


Se sentó a los pies de la cama y la atrajo hacia él. Levantó la cabeza y separó las piernas para poder colocar el cuerpo de la joven entre ellas, dejando sus labios al nivel de sus senos. Se metió un pezón en la boca y se lo acarició con la lengua.


—¡Oh, Pedro! —susurró ella, estrechándose contra él.


Sólo después de que sus pechos brillaran por la humedad, le suplicó él:

—Tócame.


—¡Oh, sí!


Pasó su mano en torno al sexo de él y se lo acarició. El hombre gimió y sus ojos brillaron. Después de un rato, le cogió la mano.


—No puedo aguantar más.


Pero, en lugar de moverse para poder penetrarla, le acarició el pubis con la mano, presionándolo ligeramente.


Paula se movió bajo su mano y no tardó en perder el sentido de la realidad. Empezó a gritar, pero él le tapó la boca con la suya.


Al final, la apartó y cayó sobre la cama, colocándola sobre él.


—Eres como una flor suave y fragante —musitó.


Paula se movió un poco para colocarse mejor. El hombre se puso tenso y luego gimió y le apretó las nalgas mientras la penetraba. Con un grito, ella le acarició el cuello y guió su boca hasta uno de sus pezones.


Levantó las caderas y respondió a los movimientos de él en su interior con una ansiedad idéntica a la del hombre. Sólo después de que se apagaran sus gritos, volvieron ambos a respirar con normalidad.