sábado, 4 de diciembre de 2021

LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO FINAL

 


La casa estaba en silencio. Cuando Olivia y Pedro hubieron intercambiado los regalos, la niña se quedó dormida en el regazo de él. Paula la llevó a la cama y luego entró con el hombre en su dormitorio, donde los dos se amaron hasta quedar satisfechos.


En aquel momento estaban abrazados en la cama después de hacer el amor.


—Hum, se está muy bien así —dijo Paula, soñadora—. Dime que no me dejarás nunca.


Pedro le acarició el cuello.


—No volveré a dejarte.


—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?


—Es sencillo. No podía soportar vivir ni un día más sin Olivia o sin ti.


La abrazó con fuerza.


—Tengo un empleo.


—¿De verdad?


—Sí —su rostro se oscureció—. No es lo que quería…


—¿No hay posibilidad de que puedas volver a los fuegos?


—Ninguna. Aquel resbalón en el hielo acabó con todas.


—Sigo pensando que fue culpa mía.


—No digas tonterías. No fue culpa tuya. No fue culpa de nadie.


—¿Y qué vas a hacer?


—Seré supervisor de campo en la oficina principal, a unas treinta millas de aquí —sonrió—. No es lo que quería, pero no está mal.


—¿Te gustará?


—Si sé que todas las noches vendré a casa contigo, me encantará.


—Te quiero.


—Demuéstralo.


Paula obedeció y luego yació otra vez a su lado, completamente satisfecha.


—Vamos a hacer de Papá Noel —sugirió él—. Nuestra hija se levantará pronto.


La joven se conmovió al oírlo. No había duda de que ya eran una familia y era maravilloso sentirse como una.


Pedro se puso sus tejanos y ella cogió una bata. Luego entraron juntos en la sala de estar. Pedro se acercó a su saco, que estaba ya casi vacío.


—Tengo un regalo para ti —anunció.


—Tú eres el único regalo que quiero.


—Concedido —repuso él, sonriente—. Y ahora cierra los ojos.


La joven obedeció. Esperó un rato, pero no sintió que le pusiera nada en las manos.


—Ya puedes mirar —anunció él, al fin.


Paula abrió los ojos, dio un respingo y luego se echó a reír. En el suelo había una caja llena con las tallas de madera más exquisitas que había visto nunca.


Pedro se inclinó y la besó.


—Feliz Navidad, amor mío.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 31

 


Al día siguiente era Nochebuena. El día amaneció nevado y perfectamente navideño, pero la belleza exterior hizo poco efecto en Paula. Sin embargo, no tenía más remedio que disimular por Olivia. Puesto que era domingo y la tienda estaba cerrada, le había prometido que harían bizcochos y la niña no estaba dispuesta a olvidar su promesa. Además, Paula tenía que preparar la comida de Navidad para ellas dos.


Solange las había invitado a ir a su casa, pero ella rehusó. No se sentía con ganas para acompañar a nadie. Además, necesitaba mantenerse ocupada, hacer algo constructivo que apartara a Pedro de su mente.


Antes de que acabara la tarde, tenían ya tres cajas llenas de bizcochos. El pavo y los complementos estaban en el frigorífico, preparados para ser asados al día siguiente. Paula estaba agotada, pero no lo suficiente para poder dormir.


Oía a Olivia en el cuarto de baño, preparándose para acostarse. Cuando terminara, le diría que Pedro no iría a verlas el día de Navidad. Cegada por unas lágrimas repentinas, apagó la luz de la cocina y avanzó hacia la sala de estar. En lugar de sentarse, se acercó a la ventana y apoyó la cara contra el cristal. No veía nada; las lágrimas se lo impedían.


Tenía que dejar de sufrir. La vida tenía que continuar. Después de todo, tenía motivos para estar contenta. Había hecho una pequeña fortuna en la tienda y el día anterior había pagado una buena suma en concepto de primer pago. Pero ya no le bastaba con su negocio, y ni siquiera con su hija. Cuando Pedro la rechazó, algo se rompió en su interior y ya no podía seguir adelante.


Entonces, ¿por qué no había luchado más? Sabía que él la amaba. ¿Por qué le había dejado marchar tan fácilmente? Quizá la cobarde hubiera sido ella. Se había rendido demasiado pronto. Debería haber intentado hacerle recuperar el sentido común. ¿Acaso no había aprendido mucho tiempo atrás que hay que luchar por las cosas que merecen la pena?


¿Debería intentar convencerlo de nuevo de que lo amaba pasara lo que pasara. ¡Sí! Lo haría. Se lo debía a Olivia y a ella misma.


—Mamá, ya he terminado.


Paula se dio la vuelta. Su hija entró desnuda en el cuarto.


—Ya lo veo, cariño.


—¿Por qué lloras, mamá? ¿Tienes miedo de que Papá Noel no venga a vernos?


—Espero que venga a vernos a las dos.


—¿Ya es la hora?


—No, es demasiado temprano para Papá Noel. Antes de que venga, tenemos que ir a un sitio.


—¿Adónde?


—Te lo diré por el camino —dijo Paula, temblorosa—. Ponte algo bonito y caliente.


Diez minutos después, la joven cogió a su hija de la mano y avanzó hacia la puerta. Entonces oyeron un ruido poco familiar y se detuvieron a escuchar. Eran campanadas. El sonido de campanadas llenaba el aire.


—¡Mamá, mamá, es Papá Noel! —gritó Olivia, corriendo a la ventana.


Paula se quedó inmóvil, temiendo haber perdido el juicio.


—¡Mamá, date prisa!


La voz excitada de Paula la obligó al fin a moverse y se acercó a su lado.


—¡Oh!


Un carro tirado por caballos, decorado con luces y campanillas ocupaba el espacio frontal de la tienda. Encima había una persona vestida de Papá Noel.


Mientras Paula y Olivia miraban, el hombre saltó al suelo y luego cogió un saco que parecía lleno de juguetes.


—Ya te dije que era Papá Noel —gritó Olivia.


—Es Pepe vestido de Papá Noel —pudo decir su madre, mientras la niña corría a abrir la puerta.


Cuando Paula llegó hasta ellos, Olivia estaba colgada de su pierna, pero los ojos brillantes del hombre estaban fijos en la mujer.


—¿Me perdonas? —dijo simplemente.


—¿Me quieres?


—Más que a mi vida.


—Entonces, eso es lo único que importa.


—No, me he portado mal. Lo siento.


La joven no dijo nada.


—¿Quieres casarte conmigo?


Olivia lo cogió de la mano y tiró de él. Pedro se agachó hasta ella.


—¿Qué quieres, preciosa?


—¿Vas a ser mi papá?


—¿Quieres tú que lo sea?


—Sí —le acarició la mejilla—. Pero no irás a dejarme para irte al cielo como mi otro papá, ¿verdad?


—¡Oh, Olivia! —susurró Paula.


Pedro tragó saliva.


—Espero que eso no ocurra en mucho tiempo.


Cogió a la niña en brazos y se puso en pie. Se volvió hacia la joven.


—Bueno, ¿te casarás conmigo?


—Sí, sí —gritó Paula, echándose en sus brazos.






LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 30

 


—Mamá, ¿por qué no puedo ir a ver a Pepe?


Paula se mordió la lengua para no gritar. Su hija le había repetido aquella pregunta muchas veces y se sentía irritada y de mal humor.


—Porque estoy ocupada con la tienda.


—¿Y por qué no puede venir él a verme a mí?


Su madre se quedó un momento confusa.


—Bueno, supongo que él también estará ocupado.


—¿En qué trabaja?


—Hace figuras de madera, creo —dijo de modo evasivo.


Pero sabía que pronto tendría que decirle la verdad a su hija. Y tendría que hacerlo antes del día de Navidad, porque él no aparecería entonces.


Se estremeció y sintió una punzada de dolor en el pecho. Lo echaba tanto de menos que el dolor parecía no remitir nunca. Sólo habían pasado tres días desde que la rechazó, pero a ella le habían parecido una eternidad.


Olivia no la ayudaba precisamente. No cesaba de hablar de Pepe y de Papá Noel.


—¿Por qué no puede ser Pepe mi papá? —preguntó la niña.


Paula temió que el corazón le iba a estallar.


—¿No podemos hablar de esto más tarde? —preguntó—. Además, tenemos que estar en tu fiesta dentro de veinte minutos.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 29

 


Pedro se disponía a acompañar a Marcos Helm, su jefe de la oficina de guardabosques, hasta su coche. Todavía no habían hablado del motivo principal de aquel encuentro. El visitante echó un vistazo a su alrededor y dijo:

—Debo admitir que esto parece un paraíso.


—Eso es muy relativo —sonrió Pedro.


—Bueno, parece un lugar muy pacífico.


—No hay otro lugar que me guste tanto.


Marcos golpeó un trozo de hielo con su bota y luego miró a su amigo.


—¿Qué diablos te ocurre? Para ser alguien que profesa amar la vida solitaria, te veo muy tenso.


—Me conoces demasiado bien, Marcos.


Habían llegado al porche frontal de la cabaña, pero en lugar de dirigirse hacia el coche, subieron los escalones y se sentaron en el columpio. Hacía un día hermoso, frío pero claro, y ambos se quedaron unos momentos en silencio.


—¿No crees que ya te has torturado demasiado?


—No es eso, aunque todavía me culpo por la muerte de Carlos y me culparé siempre.


—Bueno, si te gusta hacerte el mártir… Repetiré la pregunta. ¿Qué diablos te pasa?


—No podré volver a trabajar en los fuegos —repuso Pedro con tono inexpresivo.


—¿Te lo ha dicho el médico?


—Sí.


—Pues vuelve como supervisor de campo. El viejo Camilo se jubilará de la oficina de Ozark dentro de tres meses —suspiró—. Ya sé que no es eso lo que quieres hacer, pero…


—No, no lo es —repuso el otro, ceñudo—, ¿pero me dejarás tiempo para pensar en ello?


—Tómate todo el tiempo que necesites.


Marcos se puso en pie.


—Tengo que irme. Y a propósito, todavía no me has dicho por qué estás tan tenso.


—Y no pienso hacerlo.


El hombre sonrió.


—Siempre has sido muy terco, pero también el mejor en tu trabajo. Supongo que por eso te soporto.


—Vamos, márchate de aquí —ordenó Pedro, con rudeza, pero sonriente a su pesar.


Se quedó de pie y lo observó hasta que su camioneta desapareció por el camino. Luego volvió a sentarse en el columpio, pero no pudo quedarse mucho rato quieto. Su cuerpo y su mente se hallaban poseídos por demonios que insistían en atormentarlo. Era algo que le ocurría desde que dejara a Paula. Sin embargo, se aferraba a la idea de que le había hecho un favor.


Debería haber tenido más sentido común y no haber hecho el amor con ella. La gente que jugaba con los sentimientos se merecía sufrir luego. Su única alternativa era intentar olvidar a Paula y Olivia y continuar su vida como si nada hubiera cambiado.


Pero no era fácil. Los razonamientos no hacían nada por disminuir su tormento. Pensaba continuamente en aquella mujer y en lo maravilloso que era estar con ella. Había probado el paraíso y deseaba más.


Se levantó del columpio y un débil dolor en la pierna le hizo recordar su incapacidad. Sin embargo, podía trabajar. Marcos le había ofrecido un empleo, aunque no fuera el que deseaba. No podría volver a apagar incendios, pero al menos sí podía ofrecer a Paula una vida decente y…


Apartó sus pensamientos. Aunque quisiera acercarse a ella y decirle que había sido un estúpido, ella se negaría a verlo.


¿O no?


Unas gotas de sudor le cayeron por la frente. Se las limpió con el dorso de la mano mientras seguía pensando. ¿Por qué no volvía y le suplicaba que le perdonara? Si había una remota posibilidad de que ella accediera a verlo, tenía que aprovecharla.


En cuanto llegó a esa conclusión, se dejó llevar por un sentimiento de paz y la determinación de volver a intentarlo. Aquella vez haría todo lo posible por no estropearlo.



LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 28

 


—¿Está dormida?


—Sí, gracias a Dios —dijo ella, dejándose caer a su lado en el sofá.


Pedro no dijo nada, pero a la joven no le importó. Se sentía bien. Escuchó un rato el crepitar del fuego en la chimenea. Las luces parpadeantes del árbol de Navidad añadían más calidez al ambiente.


Si no hubiera estado tan consciente de la presencia del hombre a su lado, quizá hubiera cerrado los ojos y se hubiera dormido, pero no quería desperdiciar ni un momento del poco tiempo que pasaban juntos. Deseaba sentir los labios de él contra los suyos y sus brazos en torno a su cuerpo.


Pedro.


—¿Qué?


—Te he echado de menos —dijo con suavidad.


El hombre miró sus labios y luego sus pechos. Contrajo la mandíbula, pero no se acercó a ella. En lugar de eso, se puso en pie y se dirigió a la chimenea.


—¿Qué ocurre? —preguntó la joven.


Pedro se volvió y la miró largo rato, muy serio.


—¿Por qué me miras así? —preguntó ella, asustada.


—A partir de hoy, no volveré a veros ni a Olivia ni a ti.


Paula palideció.


—No puedes hablar en serio —musitó.


—Sí hablo en serio.


—Pero yo creía…


El hombre evitó su mirada.


—Estabas equivocada.


Paula se puso en pie de un salto y lo obligó a mirarla a los ojos.


—Ha pasado algo y quiero saber qué es.


—No insistas. Déjame ir.


—¡No! —repuso ella, enfadada—. Yo te quiero y tú lo sabes. ¿Por qué haces esto? —terminó, sollozando.


—Porque te mereces a alguien que no sea un tullido y que pueda darte más cosas que yo.


—¿Estás loco? No son tus piernas lo que amo, sino tú, lo que hay dentro de ti. No me importa que estés cojo.


El hombre la miró con frialdad.


—A mí sí.


—¿Sabes lo que creo?


Pedro no respondió.


—Te lo diré de todos modos —prosiguió ella, con fiereza—. Creo que te gusta estar solo para poder compadecerte a ti mismo.


—No sabes lo que yo creo.


—¿Es eso lo único que tienes que decir?


—Se acabó, Paula. Es lo único que hay que decir.


La joven sintió ganas de gritar, de abrazarlo, de suplicar, pero sabía que sus palabras caerían en oídos sordos. Se estremeció. Perdería el tiempo. Las cicatrices de él eran demasiado grandes. Se enderezó y dijo:

—Muy bien. Si eso es lo que deseas, vete. Pero quiero que sepas que creo que eres un cobarde, Pedro Alfonso, y que tienes razón, estaré mejor sin ti.


El hombre la miró un momento, inexpresivo, y luego avanzó lentamente hasta la puerta.


Cuando se quedó sola, se sujetó el estómago. Todos sus sueños acababan de hacerse pedazos a su alrededor y ella no podía hacer nada al respecto.


Pero no se derrumbaría. No podía permitirse ese lujo. Tenía que pensar en Olivia. Recordó el paquete que con tanto cariño preparara su hija y la invadió la tristeza. A la niña se le partiría el corazón.


Se sentó en el sofá, puso la cabeza entre las manos y se echó a llorar.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 27

 


Pedro cogió el libro de manos de Olivia y empezó a leer. Antes habían comido la cena que había preparado Paula, consistente en pavo ahumado, patatas hervidas, salsa, ensalada y tarta de manzana.


Cuando la cocina estuvo recogida, la niña insistió en ver las luces de Navidad. Subieron todos al Cherokee y pasaron casi una hora conduciendo por la ciudad.


En cuanto regresaron al apartamento, Paula entró directamente en la cocina y preparó un enorme cuenco de palomitas de maíz. Acababan de comérselas cuando Olivia se subió en las rodillas de Pedro con un libro en la mano.


Al verlos juntos, Paula sintió renacer su confianza. Había tenido la impresión durante la tarde de que había algo diferente en él, pero lo achacó a su imaginación. Era evidente que las quería a las dos. Algunas personas tenían dificultad a la hora de expresar sus sentimientos en palabras y él debía ser uno de ellos. Tendría que ser paciente y confiar en que él acabaría por decidirse y juntos formarían una familia.


—Es hora de irse a la cama —le dijo a su hija—. Dale a Pepe un beso de buenas noches.


—¡Oh, mamá!


—Haz lo que te dice tu madre —intervino él, señalándose la mejilla—. Dame un beso.


Olivia sonrió y obedeció. Después se bajó del sofá y siguió a su madre fuera de la habitación.




LA MAGIA DE LA NAVIDAD: CAPÍTULO 26

 


Los días que siguieron a la caída de Olivia, fueron de verdadera locura. Los ciudadanos más ancianos declararon que nunca habían visto tantos turistas en la ciudad. Paula no se quejaba. Turistas significaban dinero y, puesto que la mayoría de sus ganancias anuales se producían durante ese período de vacaciones, tenía que aprovecharse de ello. El problema era que le quedaba poco tiempo para Pedro. El hombre había pasado a verla varias veces y hasta se había llevado a Olivia a su casa una tarde a jugar con Moro.


Su pierna estaba mejor, aunque parecía cojear más. Paula le había preguntado por ella en una ocasión, pero sintió que él no deseaba hablar del tema, así que no insistió.


Había decidido tomarse la tarde libre. Tanto Solange como Pamela habían insistido en ello. Había pasado unas horas comprando regalos con su hija y había invitado a Pedro a cenar. Tenía planes para los dos una vez que se hubiera acostado la niña. Se moría de ganas de volver a hacer el amor con él, de sentir su cuerpo musculoso contra el de ella.


—Mamá, ¿quieres ver lo que le hemos comprado a Pepe?


—Pero si ya lo he visto.


—Vamos a verlo otra vez.


Paula sonrió.


—De acuerdo, pero luego tengo que preparar la cena.


Olivia la precedió hasta el dormitorio, donde estaban los regalos de Pedro en la cama, esperando a ser envueltos. La niña le había elegido un pequeño cuadro de un águila. La elección de Paula era más tradicional; le había comprado un jersey de punto del mismo color que sus ojos.


—¿Cuándo podemos envolverlos? —preguntó la pequeña.


—¿Por qué no ahora mismo?


—De acuerdo.