domingo, 20 de diciembre de 2015
UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 4
Has vuelto a quedarte pálida –le dijo Pedro caminando con decisión hacia donde ahora estaba Paula, paralizada junto a la puerta cerrada de su despacho. Frunció el ceño al ver que esas suaves mejillas habían vuelto a perder todo su color.
–Tal vez deberías sentarte un minuto…
–¡Por favor, no! –dio un paso atrás alejándose de la mano que Pedro había alzado con la intención de agarrarla suavemente del brazo; seguía con los dedos aferrados a su bolso y sacudió la cabeza con una aterciopelada mirada gris oscura cargada de furia y determinación–. Tengo que irme.
Pedro apretó los labios con frustración al ver que sentía aversión solo ante el hecho de que pudiera tocarla.
–Aún no hemos terminado nuestra discusión, Paula…
–Oh, sin duda ha terminado, señor Alfonso –le aseguró enérgicamente–. Como he dicho, gracias por el… el honor de elegirme como séptima candidata, pero de verdad que no me interesa perder el tiempo para ser subcampeona –sus ojos se encendieron con un brillo oscuro–. Y no tengo ni idea de por qué se le ha ocurrido que yo…
–Has sido, con mucho, la mejor de los seis candidatos elegidos para la exposición, Paula –dijo Pedro con fervor–. Me he guardado lo mejor para el final –añadió secamente.
–Gracias por su interés, pero… –se detuvo para mirarlo cuando, por fin, asimiló esas palabras. Se humedeció los labios, ¡esos labios tan sensuales!, con la punta de la lengua antes de volver a hablar–: ¿Acaba de decir que…?
–Sí –le confirmó con determinación.
–Pero antes ha dicho… me ha dicho que era la séptima persona que iban a entrevistar…
–Y una de las seis anteriores es el candidato de reserva. Y está muy contento por ello, por cierto –añadió con aspereza.
Paula se quedó mirando a Pedro espantada ante lo que acababa de hacer, lo que acababa de decir. Él tenía razón; en ningún momento le había dicho que fuera la candidata que había quedado en séptimo lugar en la competición, sino solo que era la séptima que estaban entrevistando.
Tragó saliva; sentía náuseas. Volvió a tragar totalmente en vano, ya que el whisky que se había tomado como si fuera limonada en una fiesta de cumpleaños infantil había caído como un puñal en su estómago vacío. Esa mañana había estado tan nerviosa por el hecho de volver a la galería que no había sido capaz de desayunar.
–¡Creo que voy a vomitar! –dijo llevándose una mano a la boca.
–El cuarto de baño está por ahí –se apresuró a decirle Pedro agarrándola delicadamente del brazo y llevándola hacia una puerta cerrada frente al despacho.
En esa ocasión, Paula no se resistió a que la agarrara, estaba demasiado ocupada intentando controlar las náuseas como para molestarse en resistirse mientras él abría la puerta del baño y la metía dentro.
¿Cuarto de baño? Era más bien un baño que podías encontrarte en una residencia privada, con una ducha con mampara de cristal que recorría toda una pared y unos sanitarios de porcelana en color crema. ¡Parecía más grande que la habitación donde Paula había vivido y pintado durante el último año!
Tiró el bolso al suelo y cruzó la habitación a tiempo de llegar al inodoro donde inmediatamente perdió la batalla contra las náuseas.
–Vaya, ¡eso sí que es desperdiciar un whisky de malta de treinta años! –comentó Pedro secamente unos minutos después, cuando fue obvio que a Paula ya no le quedaba en el estómago nada más que echar.
Por si el hecho de vomitar no había sido ya bastante humillante, él se había quedado en el baño todo el rato.
–Le compraré una botella igual –murmuró al tirar de la cadena y evitó mirar la oscura figura que se alzaba en la puerta cuando se dirigió al lavabo y abrió uno de los grifos de oro para echarse agua en las mejillas.
–¿Una de mil libras?
Paula abrió los ojos de par en par al bajar la toalla con la que se había secado antes de girarse y verlo apoyado en el marco de la puerta con los brazos cruzados sobre su musculoso torso.
Al instante, al verlo con ese gesto de mofa, deseó no haberlo mirado.
–¿Quién paga esa cantidad de dinero por…? Está claro que usted sí –añadió al verlo enarcar las cejas–. De acuerdo, es posible que ahora mismo no pueda permitirme comprarle otra botella igual.
Él soltó una pequeña carcajada que hizo que a Paula se le acelerara el corazón.
Hacía años que no veía a Pedro reír; no había habido sitio para las risas ni para palabras amables después de que hubieran arrestado a su padre. Y la transformación que sufrió su hermoso y oscuro rostro con esa risa le recordó exactamente por qué se había enamorado tan perdidamente de él años atrás.
Había creído, y esperado, que si alguna vez se encontraban de casualidad, ella no reaccionaría de ese modo, pero la calidez que ahora resplandecía en su mirada, las arruguitas que le salían alrededor de los ojos y los hoyuelos que le aparecían en sus esculpidas mejillas, junto con la hilera de perfectos dientes blancos entre esos sensuales y esculpidos labios, le demostraron al instante lo equivocada que había estado. Si Pedro resultaba pecaminosamente guapo cuando no estaba sonriendo, ¡se volvía letal cuando lo hacía!
Desvió la mirada bruscamente para terminar de secarse la cara y las manos antes de mirarse en el espejo: oscuras ojeras bajos unos ojos cansados, mejillas pálidas y un cuello esbelto y vulnerable. Una vulnerabilidad que no podía permitirse en presencia de ese hombre.
Respiró hondo antes de girarse para mirarlo.
–Me disculpo por lo que he dicho antes, señor Alfonso. Ha sido una grosería y…
–Para, Paula –la interrumpió–. Unas disculpas así de sumisas no van contigo –le explicó mientras ella lo miraba con cautela.
Las mejillas de Paula recuperaron su color.
–Al menos podría dejar que terminara con mis disculpas antes de burlarse de mí.
Sin duda, él tuvo problemas para contener la sonrisa mientras le respondía.
–Como te acabo de decir, ¡esa clase de disculpas no te van!
–Me disculpo una vez más –ahora Paula ni siquiera se atrevió a enfrentarse a su burlona mirada y, en su lugar, prefirió mirar el hermoso suelo de mármol. Por mucho que supiera perfectamente el porqué del resentimiento que albergaba hacia ese hombre, tal como había esperado y supuesto, Pedro no lo recordaba en absoluto y no quería decir ni hacer nada que lo provocara.
–¿Podemos terminar ya nuestra conversación? –preguntó con tono animado–. ¿O necesitas quedarte un rato más junto a mi inodoro?
Paula frunció el ceño.
–Ha sido por tomar whisky con el estómago vacío –¡y el hecho de que tanto ella como él supieran que había juzgado sus palabras sin dudarlo!
–Por supuesto –respondió Pedro al apartarse para dejar que Paula fuera delante de él hacia el despacho sabiendo que la razón de que hubiera sacado una conclusión equivocada se debía al hecho de que le guardaba rencor por todo lo sucedido en el pasado–. Y es sacrilegio tomar un whisky de malta si no es solo.
–Al precio que vale, no me extraña –la oyó murmurar con sorna y prefirió ignorarlo y volver al tema que la había llevado hasta allí.
–Como he dicho, estás entre los seis candidatos elegidos para la Exposición de Nuevos Artistas que se celebrará en la galería el mes que viene. ¿Nos sentamos a discutir los detalles? –señaló el cómodo sofá de piel y las sillas dispuestas alrededor de la mesita de café frente a esos ventanales que iban de techo al suelo.
–Por supuesto –ella prefirió sentarse en uno de los sillones antes que en el sofá. Después, se cruzó de piernas y lo miró.
Pedro no se sentó de inmediato, sino que primero se acercó al mueble bar para sacar una botella de agua de la nevera, agarró un vaso limpio y los dejó sobre la mesita antes de sentarse en el sillón frente a ella.
–Gracias –murmuró suavemente, destapando la botella y sirviéndose el agua. Dio un largo trago antes de volver a hablar–. El señor Sanders me comentó algunos de los detalles la semana pasada, pero obviamente me interesa conocer más… –dijo con un tono muy profesional.
Pedro la observaba mientras seguían discutiendo los detalles de la exposición y Paula iba anotando los detalles en una libreta que había sacado de su abultado bolso.
Cinco años atrás esa mujer había sido una joven dulce e inocente, una combinación que lo había intrigado y fascinado. El paso de los años se había llevado toda esa inocencia, al menos en lo que respectaba a las relaciones sociales. Si seguía conservando su inocencia físicamente era algo que no podía saber, aunque dudaba que fuera así.
Cinco años eran mucho tiempo.
Pero no solo se había embellecido durante esos años, sino que también había crecido en confianza sobre todo en lo que concernía a su arte, y hablaba del tema con gran conocimiento.
–¿Alguna vez se te ha ocurrido trabajar en una galería de arte como Arcángel? –le preguntó media hora más tarde cuando su conversación se acercaba a su final.
Paula levantó la mirada después de guardar la libreta en el bolso.
–¿Cómo dice?
Él se encogió de hombros.
–No hay duda de que eres toda una entendida en el tema, entusiasta y brillante, y que esas cualidades te convierten en una valiosa aportación para cualquiera galería, no solo para Arcángel.
Paula frunció el ceño mirando a Pedro desde el otro lado de la mesita de café, no muy segura de si lo había entendido correctamente.
–¿Está ofreciéndome un empleo? –le preguntó incrédula.
Él la miró con gesto imperturbable.
–¿Y si así fuera?
–¡Entonces mi respuesta tendría que ser «no»! Gracias –añadió al darse cuenta demasiado tarde de que volvía a ser grosera.
–¿Y eso por qué?
–¿Por qué? –sacudió la cabeza con impaciencia–. Porque quiero ver mis cuadros colgados en una galería y que, con suerte, se vendan. ¡No quiero trabajar como ayudante en una!
–¿Es que no puedes aceptar un empleo que te ayude a pagar las facturas hasta que eso suceda?
Paula se lo quedó mirando; era demasiado consciente de que a la semana siguiente tenía que pagar el alquiler y otras facturas. Pero ella ya tenía un trabajo en una cafetería… aunque tampoco es que llegara a cubrir gastos por mucho que intentaba economizar.
Fue casi como si Pedro se lo hubiera imaginado y estuviera ofreciéndole su caridad…
Pero no, ¡Pedro Alfonso no estaba intentando ayudarla!
Simplemente sabía, tan bien como ella, que era perfectamente capaz de desempeñar el puesto que le estaba ofreciendo y, sin duda, había dado por hecho que aceptaría inmediatamente por el hecho de que era de sobra conocido que la mayoría de los artistas se morían de hambre en sus buhardillas.
En el caso de Paula no es que se estuviera muriendo de hambre, exactamente, simplemente había días que no comía. Y aunque su habitación en un tercer piso no era una buhardilla, en ella apenas había espacio para dormir, cocinar y pintar.
–Yo ya tengo un trabajo…
–¿En otra galería?
Paula frunció el ceño al captar la brusquedad de su tono.
–¿Y qué más da dónde trabaje?
–En este caso importa porque no sería apropiado que tus cuadros estuvieran expuestos en Arcángel si estás trabajando para otra galería.
–Es cierto –asintió–. Bueno, pues no trabajo para otra galería, pero sí que tengo un trabajo –continuó al agacharse para recoger el bolso del suelo–. Y mi próximo turno empieza en una media hora, así que…
–¿Tú próximo… turno?
–Sí –le confirmó bruscamente–. Trabajo en una cadena de cafeterías muy conocida.
–¿Latte, capuchino, expreso y una magdalena baja en calorías? ¿Te refieres a esa clase de establecimientos?
La anterior media hora de conversación se había desarrollado tranquilamente y hasta había resultado agradable en ciertos momentos mientras habían hablado de los cuadros que ella expondría el mes próximo, los horarios y demás detalles. Pero, sin duda, eso no había sido más que una breve tregua si ahora Pedro estaba dejando claro quién estaba por encima de quién. Lo miró desafiante.
–¿Tiene algo en contra de las cafeterías?
–No recuerdo haber estado nunca en ninguna.
¡Por supuesto que no! La gente tan rica como Pedro Alfonso frecuentaba restaurantes exclusivos y bares de moda, no cafeterías concurridas por el gran público.
–Pero sí que tengo algo en contra de que una de mis artistas trabaje en una, sí.
–¿Una de sus artistas? –le preguntó tensa.
–Esta será tu primera exposición pública, ¿no es así?
–He vendido algún que otro cuadro en galerías más pequeñas –respondió a la defensiva.
–¿Pero tengo razón al pensar que será la primera vez que se exponen juntos en una exposición oficial tantos cuadros de Paula Chaves?
–Sí –confirmó lentamente.
–Entonces, en el futuro, te guste o no, tu nombre se verá vinculado al de la Galería Arcángel.
Y eso a Paula no le gustó nada; no le gustaba la idea de que su nombre quedara unido para siempre ni a los odiosos hermanos Alfonso ni a sus galerías.
Además, ni siquiera se lo había contado a su madre, y la aterraba pensar en cómo reaccionaría si descubría que iba a exponer su obra en esa galería.
Y tal vez debería habérselo pensado un poco más antes de decidirse a entrar en la competición.
Pedro casi podía ver la guerra que se estaba desatando en la cabeza de Paula. El deseo natural de que su talento fuera no solo expuesto, sino también reconocido, sin duda batallaba con su deseo de que en el futuro no se la asociara ni con el apellido Alfonso ni con la Galería Arcángel. Un indicador más de lo mucho que lo detestaba y de todo lo malo que representaba para ella.
–¿Y qué quiere decir con eso? –preguntó Paula.
–Creo que en el catálogo que se va a imprimir y enviar a nuestros clientes antes de la exposición quedaría mejor que no aparecieras como «En la actualidad, trabajando en cafetería».
–¿Mejor para quién?
Pedro contuvo la rabia ante su desafiante tono de voz al no tener ninguna intención de admitir que era él, personalmente, al que no le gustaba la idea de que trabajara allí. Tal vez nunca había entrado en un establecimiento así, pero solo imaginarla exhausta de trabajar día tras día, noche tras noche, para poder pagar las facturas del mes no le resultaba especialmente atrayente.
Además, por las discretas averiguaciones que había hecho sobre ella en cuanto Rafael le había dicho quién era, sabía que Paula Chaves, a pesar de su empleo, tenía serias dificultades para pagar esas facturas. Un empleo en Arcángel la liberaría de esa carga más que de sobra.
–¿Qué razón podrías tener para rechazar un empleo aquí?
–A ver, a ver… –ella se llevó un dedo a la barbilla como si estuviera pensando–. Primero, no quiero trabajar en una galería. Segundo, no quiero trabajar en una galería. Y tercero, ¡no quiero trabajar en una galería! –la mirada se le encendió con determinación.
–¿En esta galería en particular o en cualquiera? –le preguntó él tranquilamente.
–En cualquiera. Además, ¿no se podría considerar algo… incestuoso que empezara a trabajar en Arcángel ahora?
–¿Por el hecho de que formes parte de la exposición?
–Exacto.
–¿Y es tu última respuesta? –preguntó él frunciendo los labios.
–Lo es.
–Es usted algo intratable, señorita Chaves.
–Prefiero verlo como un modo de mantener mi independencia, señor Alfonso –le respondió bruscamente.
–Tal vez –contestó él al levantarse y dejando claro, con la sequedad de su tono, que pensaba lo contrario–. Creo que hemos dicho todo lo que había que decir por hoy. Tengo otra cita en… –miró el reloj de oro que llevaba en la muñeca– diez minutos.
–Oh, de acuerdo –dijo ella levantándose tan apresuradamente que le dio una patada al bolso y todo el contenido se esparció por el suelo–. ¡A la porra! –exclamó y se puso de rodillas avergonzada mientras empezaba a recoger sus pertenencias, algunas extremadamente íntimas, y volvía a meterlas en el bolso.
–Siempre me he preguntado qué guardan las mujeres en sus bolsos –dijo Pedro con tono divertido.
–¡Bueno, pues ahora ya lo sabe! –Paula se había detenido para mirarlo y al instante fue consciente de cómo su alto y esbelto cuerpo se alzaba sobre ella casi amenazadoramente–. ¡Y terminaría mucho antes si me ayudara en lugar de quedarse ahí de pie sonriendo! –«como un idiota», podría haber añadido, aunque no lo hizo porque no habría sido la verdad.
Lo último que Pedro era o parecía cuando sonreía de ese modo era un idiota; endemoniadamente disoluto, endemoniadamente atractivo y sensual e, incluso, puerilmente pícaro, como si esa sonrisa le quitara años.
Pero, sin duda, lo que no parecía era un idiota.
Además, ahora había dejado de sonreír y esos ojos chocolate la miraban con una expresión absolutamente masculina y varonil.
Pedro fruncía el ceño mientras la miraba de rodillas ante él.
Era una pose… provocativa, por decir poco… tal y como lo atestiguaba el bulto cada vez más grande de su entrepierna.
Paula se había sonrojado, tenía los labios ligeramente humedecidos, y el modo en que esos pantalones negros se amoldaban a su trasero así agachada…
–Es verdad –dijo con voz áspera y se agachó a su lado para recoger el boli y la libreta, además de un bote de crema de manos y un bálsamo labial–. ¿A la porra? –repitió secamente captando su perfume; a Paula Chaves no le pegaba algo tan flojo como un aroma floral. Ella era más de mezcla de especias con un toque sensual a mujer.
–Mi madre nunca ha visto bien que una mujer diga tacos.
Pedro apenas la escuchó. El aroma de esas especias, algo afrutado, tal vez un toque de miel, y ese aroma a mujer sensual, no hizo más que excitarlo aún más.
–¿Un tarro de pimienta blanca, Paula? –le preguntó alzándolo.
–¡Es más barato que el gas lacrimógeno! –le arrebató el bote de la mano antes de volver a guardarlo en el bolso.
–¿Gas lacrimógeno?
–Varios días a la semana tengo que ir caminando hasta casa a última hora de la noche –respondió sin mirarlo y perdiéndose el gesto de desaprobación en el ensombrecido rostro de Pedro.
–Al salir de la cafetería –dijo tenso.
–¿Por qué le molesta tanto?
Buena pregunta, aunque no era una que Pedro pudiera responder. No, sin revelar que sabía exactamente quién era, ni el hecho de que se sintiera culpable de su actual situación; sabía que ella no querría oír nada de eso.
Y esa última media hora en compañía de Paula Chaves había bastado para decirle que lo que ella llamaba «independencia» era en realidad orgullo, y de eso tenía más que de sobra.
¿Por el escándalo en el que se había visto involucrado su padre cinco años atrás? Sin duda ese era un factor que influía bastante, pero Pedro tenía la sensación de que
siempre habría sido una persona fácilmente irritable; su susceptibilidad era demasiado aparente en esos ojos llenos de vida y en el pertinaz gesto de su barbilla.
–¿No tenía otra cita en unos minutos? –preguntó a Pedro, que seguía arrodillado a su lado.
¿Por qué no provocarla un poco más?
–Estaba preguntándome qué diría alguien si entrara en mi despacho ahora mismo y nos viera a los dos así en el suelo.
–¡Puede que lo descubramos si su siguiente cita llega antes de tiempo! –respondió ella con las mejillas encendidas al inclinarse para recoger un pintalabios de debajo de la mesita de café.
Y ya que la siguiente cita era el anciano lord David Simmons, un ávido coleccionista de arte, ¡a Pedro le preocupó que al hombre pudiera darle un infarto allí mismo si veía ese trasero de Paula tan bien formado!
–¿He dicho algo divertido? –sentada en el suelo miró a Pedro, que volvía a sonreír. Al ver que se había despeinado y el pelo le caía sobre la frente, tuvo que cerrar los puños para controlarse y no echar mano a esas sedosas ondas negras.
–No, nada –su sonrisa de desvaneció y sus ojos se volvieron casi negros mientras seguía mirándola con intensidad.
Como pudo comprobar avergonzada, Pedro estaba fijándose únicamente en sus labios. Unos labios separados y ligeramente humedecidos que cerró de inmediato a la vez que se levantaba bruscamente y se echaba el bolso al hombro. Sin embargo, quedó paralizada al darse cuenta de que con su diferencia de altura ahora el rostro de Pedro había quedado al nivel de sus pechos.
Circunstancia de la que él no dudó en aprovecharse mientras no se esforzaba en ocultar su interés en los pechos desnudos que podía captar bajo la gasa de su blusa de flores…
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