Ella lo miró, incapaz de creer lo que oía.
–¿Me has oído, Paula? Quiero que nos volvamos a casar, como debe ser.
–Pero yo no quiero todo eso –contestó ella espantada–. No quiero toda esa ceremonia.
–No me mientas, Paula –Pedro gritó, perdiendo el control–. Sé lo que quieres. Lo vi en tus ojos. Tu rostro resplandecía en la boda de papá. ¡Te encantó!
–Lo que me encantó –Paula respiraba entrecortadamente, sospechando de repente que sus más íntimos sueños podrían estar al alcance de la mano– fue cómo me mirabas. No fue la ceremonia, fuiste tú. No podías evitar tocarme, querías estar cerca de mí. Me hiciste sentirme hermosa.
–Es que eres hermosa –contestó él con dulzura–. Te amo, Paula, y quiero casarme contigo.
–Sé sincero –a Paula se le quebró la voz–. Tú no quieres casarte. No crees en ello. Vi cómo te estresaba la boda de tu padre. En cuanto lo supiste en Mnemba, te cerraste en banda.
–No era la boda lo que me preocupaba –Pedro dio un paso hacia ella–. Era el momento. Significaba que teníamos que abandonar la isla y no estaba preparado para separarnos. Aquella mañana, en el sofá de Felipe, tuviste razón al decir que no quería ir, pero porque quería quedarme contigo. Estar contigo. Creía que te alegrabas de acabar con todo. ¡Te conformabas con que tu examante no fuera más que un amigo! y sí, estaba enfadado –alzó una mano–. Entonces me fijé en cómo me mirabas mientras me planchaba la camisa, y supe que aún tenía una posibilidad.
Paula sonrió tímidamente y Pedro dio un paso al frente.
–¿Qué quieres que haga, Paula? ¿Cómo conseguiré que creas que te amo?
Paula no podía hablar ni moverse mientras, por segunda vez ese día, Pedro se acercaba paso a paso a ella.
–Escúchame, Paula, y créeme, te amo. Mereces ser amada. Te lo mereces todo. Y vamos a hacerlo, vamos a serlo todo y lo vamos a tener todo… juntos. Con papeles o sin ellos, jamás te abandonaré. ¿Lo has entendido?
–Entonces… –balbuceó ella–. Entonces… quizás… –las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas–. No rompamos ese papel. Guardémoslo.
–¡Sí, sí, sí! –Pedro la rodeó con sus brazos–. ¡Oh, sí! ¡Gracias a Dios!
La apretaba con tal fuerza que Paula tenía el rostro aplastado contra el pecho de Pedro, pero no le importaba. Lo sentía temblar, sentía los besos que le daba en los cabellos.
–Lo siento –murmuró Pedro–. Lo siento mucho.
–No necesitas divorciarte de mí para arreglar las cosas, Pedro. Limítate a quedarte a mi lado. Por favor, quédate conmigo. Te amo.
Pedro aflojó el abrazo lo justo para levantarle el rostro hacia él. Se besaron apasionadamente, aunque con mucha dulzura, hasta que él se apartó con un gruñido.
Paula vio la desesperación que aún latía en los glaciales ojos y se le encogió en corazón.
–¿Seré lo bastante bueno para ti, Paula? ¿Lo seguiré siendo siempre?
–¿A qué te refieres? –preguntó ella perpleja. Pedro lo era todo para ella.
–Desearías haber tenido a nuestro bebé, ¿verdad?
–Sí, pero…
–Yo jamás quise tener hijos, Paula. Tomé la decisión hace años y no había vuelto a pensar en ello hasta el día en que me dijiste que habías perdido al nuestro. Durante años presencié el sufrimiento de mi madre. Ella quería más hijos, pero nunca llegaron. Esterilidad secundaria, ningún motivo que lo explique, ningún remedio. Le destrozó un matrimonio tras otro. No quiero que eso nos suceda.
–Pedro, a quien yo quiero es a ti.
–Pero, ¿bastará, Paula? –él sacudió la cabeza–. ¿No llegará un día en que quieras formar una familia? Perder al bebé casi te destroza. ¿Qué pasará si no conseguimos tener otro?
–Yo nunca había pensado en tener familia –Paula lo apartó ligeramente–. No he tenido muy buena experiencia con las familias…
–Lo sé –interrumpió él–. ¿Pero no hay una parte de ti que quiera formar la clase de familia que no tuviste?
–De acuerdo –ella susurró, inquieta ante lo bien que la conocía ese hombre–, pero no tiene por qué ser con hijos biológicos –lo miró a los ojos–. Hay muchos niños que necesitan amor y un hogar. Podríamos adoptar o acoger. Siempre he querido hacerlo. Quiero hacer que la vida de un niño sea mejor, darle lo que yo no tuve.
–¿Estás segura?
–Pues claro.
–Entonces así lo haremos –Pedro tomó el rostro de Paula entre sus manos ahuecadas–. Deseo y espero verte embarazada de un hijo mío, pero pase lo que pase, nos tendremos el uno al otro y de algún modo formaremos una familia. ¿Trato hecho?
–Trato hecho.
De nuevo se besaron, con tal pasión y fuerza que tuvieron que apartarse para juntarse de nuevo con más delicadeza mientras las risas se mezclaban con las lágrimas.
–¿Estás segura de no querer un pedrusco? –preguntó él jadeando.
Paula sacudió la cabeza tímidamente, pues le había visto meterse la mano en el bolsillo.
–Nunca te llegué a comprar un anillo de compromiso. Mejor tarde que nunca, ¿no crees?
Pedro abrió la cajita y Paula contuvo el aliento.
–No es ninguna baratija. Es auténtico –sostuvo el anillo en alto para verlo al trasluz.
–Es precioso –ella lo miraba fijamente.
–Lo encontré esta tarde. Estuve mirando cientos de anillos, pero en cuanto vi éste, lo supe. No es un zafiro, es un diamante azul. O sea que no es lo que parece, como tú. Además, hace juego con tus ojos. ¿Te gusta el platino? Si no te gusta haré que lo cambien.
–Es perfecto –Paula puso una mano sobre la boca de Pedro para acallar el parloteo.
Pero entonces Pedro se arrodilló ante ella y creyó que iba a desmayarse.
–Con este anillo yo te desposo –él le tomó la mano y sonrió–. Prometo amarte y estar siempre junto a ti. Para lo bueno y para lo malo… para siempre. Te amo, Paula.
Pedro ya no sonreía. Lo único que reflejaba su rostro mientras deslizaba el anillo en el dedo de Paula era sinceridad.
–Te amo, Pedro –Paula se agachó, sin preocuparse por las lágrimas que rodaban por sus mejillas mojando a su marido.
Pedro tiró de ella y ambos acabaron rodando por el suelo. Y entonces, lentamente, muy lentamente, le hizo el amor. Y ella gritó de felicidad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario