sábado, 2 de enero de 2021

SIN TU AMOR: CAPITULO 47

 


Paula al fin se levantó de la cama. Había pasado horas retozando, durmiendo. De todas las noches que habían pasado juntos, aquélla había sido la más intensa. La conexión entre ambos había sido más que íntima, más que física. Allí había surgido un lazo, invisible e irrompible. No había sido un sueño y al fin se sentía capaz de creer en ello.


Soltó una risita nerviosa mientras se decía que debía vivir el día a día. Pedro pensaba que era hermosa, se lo había dicho, y no podría haberle aguantado la mirada, acariciarla como lo había hecho si sus sentimientos no hubieran sido sinceros. De modo que quizás las cosas podrían salir bien.


Se puso una bata y bajó al estudio, decidida a trabajar un poco. Se sentía fresca y positiva, y entusiasta y más viva de lo que había estado jamás.


Evidentemente Pedro había pasado por ahí antes. Había carpetas desperdigadas sobre el escritorio y las agrupó para poder sentarse al ordenador. Y entonces lo vio. Pedro había escrito algo en una de esas carpetas… su nombre.


Antes de abrir la carpeta, supo que aquello no podía ser bueno, pero eso no le impidió continuar. Le movía una especie de fatalismo. Lo mejor era saberlo. Aun así, la conmoción fue tremenda.


Miró fijamente la firma. La fecha. E intentó comprender el significado de aquello.


Pero falló.


Una furia ciega le nubló los sentidos.


Los había firmado. Tras haberle vuelto loca durante horas, había bajado al despacho para firmar los papeles del divorcio.


Era increíble. Ni siquiera a él le hubiera creído capaz de pasar de la intimidad más tierna a la ruptura más fría. ¿Qué había supuesto para él la noche anterior? ¿Una despedida?


La ira aumentó. Había llegado a creer que la amaba.


Y todo para darse cuenta de que no era más que una perdedora con mayúsculas.


–Paula.


Levantó la vista y sintió la amarga bilis ascender hasta su boca. Pedro estaba en la puerta.


–Una vez me advertiste de que no me acercara a ti –escupió ella en voz baja–. Bueno, pues ahora soy yo la que te lo advierte, Pedro. No te acerques a mí.


Sin embargo él no la escuchó. Siempre hacía lo que quería. Las manos de Paula temblaban y apretó los puños arrugando el papel que aún tenía en la mano mientras él se acercaba.


–Paula.


Paula se lanzó contra él, arrojándole el papel a la cara, deseando que los bordes le hiriesen. Jamás había golpeado a nadie, pero era incapaz de contener la violencia que surgía de su interior. Extendió los dedos a modo de afiladas garras y los lanzó contra él. Quería golpearlo o arañarlo. Cualquier cosa que le permitiera vengarse.


Pedro se agachó evitando el golpe y, con sus grandes manos y su fuerte y rápido cuerpo, le agarró las muñecas, sujetándolas a los lados del cuerpo.


Pero eso no le impidió continuar.


–Los has firmado. Bastardo –le gritó a la cara–. Los has firmado.


–Sí.


–Hoy –siseó ella con la respiración entrecortada.


–Sí.


–¿Sabes lo que eres? –Paula soltó un puntapié–. ¿Sabes lo que eres, Pedro?


–Dímelo tú –contestó Pedro con los dientes apretados y sujetándola con más fuerza.


–Un desalmado. Un tarado. Un mutante emocional. Ni siquiera eres humano –le espetó–. Me da igual lo difícil que te hicieran la vida tus padres, eso no te da derecho a tratar así a la gente. A utilizar a la gente con tanta crueldad. ¿Cómo puedes vivir contigo mismo? ¿Cómo puedes pasar de la mayor ternura a hacerme pedazos?


–¿Eso hago, Paula? –el rostro de Pedro había palidecido de ira.


–Sabes que sí –ella se retorció en un intento de soltarse.


–No, no lo sé.


–Ahí voy –rugió ella–. No tienes ni idea de cómo me siento, de cómo se siente nadie. O de lo que desean los demás. Eres un amargado, Pedro. Y jamás serás feliz. Vives tu vida con tus pequeños revolcones sin conocer jamás la verdadera satisfacción. El amor verdadero.


–¿Y tú qué, Paula? ¿No eres tan inútil como yo? Eres incapaz de manejar el amor –la apartó de un empujón–. No crees que nadie pueda amarte.


Aquello fue un golpe bajo y ella se sintió vencida. Dando un paso atrás, empezó a llorar.


–No me digas eso. No te atrevas a decir eso.


–¿Por qué no? Es la verdad.


–¿Y vas a decirme quién es esa persona que me ama? –quizás él tuviera razón–. ¿Eres tú?


–¡Sí!


–Claro –Paula soltó una carcajada histérica–. Me amas tanto que vas a divorciarte de mí.


–Eso es.


–Es lo que suele hacer un hombre enamorado –ella se enjugó las lágrimas.


Pedro se quedó a cierta distancia, mirándola.


Paula al fin empezó a calmarse. Pedro bloqueaba la puerta y no podía escapar. Era el golpe de gracia para su corazón.


–Hace un año en Gibraltar, delante de ese funcionario, mentí –Pedro habló con tranquilidad y mucha frialdad–. Dije que te amaba. Dije que me importabas. Que sería tu esposo para siempre. Pero no me creí ni una sola palabra.


–Soy plenamente consciente de ello –contestó ella.


–O sea que ambos estamos de acuerdo en que ese trozo de papel no vale nada, ¿verdad?


Ella cerró los ojos, incapaz de evitar que otra lágrima rodara por su mejilla.


–¿Tengo o no tengo razón, Paula?


¿Por qué la torturaba de ese modo?


–Sí –susurró ella al fin.


–Paula, mírame.


–¿Ya empiezas otra vez con eso, Pedro?


–Por favor, Paula, mírame.


Y ella lo hizo, e incluso a través de su dolor percibió la respiración entrecortada de Pedro, vio los ojos desmesuradamente abiertos, la terrible tensión en el rostro.


–Paula, sé que tengo muchos defectos, pero quiero que comprendas que te amo. Tú te mereces mucho más que una rápida, mugrienta y artificial boda –Pedro respiró hondo–. En cuanto nos divorciemos, quiero que nos casemos, pero quiero hacerlo bien. Y quiero que lo tengas todo. Un enorme pedrusco, el vestido, el vals, la maldita tarta y las flores. Todo aquello con lo que has soñado. Todo aquello que te robé la última vez.



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