sábado, 31 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 20

 

Cuando llegó al sauce, Paula tuvo que admitir que Pedro había elegido un sitio estupendo para una merienda. El río se deslizaba tranquilo, meditabundo, acariciando la orilla y… casi curando las heridas del alma. Se preguntó entonces si Pedro sentiría lo mismo. Quizá era por eso por lo que había decidido enterrarse allí.


Dejándose caer sobre la hierba, bajo la agradable sombra del árbol, pensó en el inusual rescate. Y en su más inusual salvador.


Pedro, llevando perritos calientes y una jarra de limonada, apareció entonces a su lado.


—Qué bien. Gracias.


—De nada.


El azul de su camisa destacaba el color de sus ojos. Los vaqueros gastados destacaban la firmeza de sus muslos. Y los latidos del corazón de Paula destacaban un desconocido afecto por aquellos estupendos muslos envueltos en tela vaquera.


—Gracias otra vez por… rescatarme.


—No hay de qué.


Paula apartó la mirada, intentando recrear la sensación de paz y bienestar que había experimentado unos segundos antes. Pero no podía dejar de mirar a Pedro por el rabillo del ojo.


—Ahora entiendo por qué vives aquí. Esto es precioso.


—¿No te imaginas a ti misma viviendo aquí?


—No.


No podría. Aquel sitio, aunque precioso, le daba un poco de miedo. Estaba tan apartado de todo…


—¿Eres una chica de ciudad?


—No, qué va. Vivo en un pueblo en la costa, a unas tres horas de aquí. Es precioso, sobre todo en esta época del año.


Cuando terminaba el verano y empezaba el otoño, cuando los días eran aún cálidos y las noches un poco más frescas.


—Si es tan bonito, ¿qué haces aquí?


Buena pregunta. Paula mordió su perrito caliente, pensativa.


—Mi padre murió… bueno, ya te lo he contado. Sufrió demencia senil durante unos años. Yo cuidé de él y… en fin, tenía que alejarme de allí durante un tiempo.


Pero a algún sitio divertido, alegre. Algún sitio donde pudiera cerrar los ojos y respirar con libertad. No un sitio en el que había que pelearse para hablar con alguien. Y tampoco había querido irse durante todo un mes. Una semana habría sido más que suficiente.


Paula tragó saliva. No debería ser tan ingrata.


—Supongo que fue muy difícil para ti —dijo Pedro.


Ella asintió con la cabeza, emocionándose al ver la amabilidad reflejada en sus ojos azules. Pedro Alfonso sabía lo que era la pena. Él tenía que entenderlo mejor que nadie.


Como si le hubiera leído el pensamiento, Pedro le apretó la mano y el corazón de Paula se aceleró al ver que miraba sus labios… con deseo. Ella lo deseaba también. Lo necesitaba. No recordaba haber deseado tanto las caricias de un hombre.


Sin pensar, se inclinó hacia él con los labios entreabiertos. Y el tiempo pareció detenerse. Deseaba acariciar su cara, respirar su aroma masculino, echarle los brazos al cuello y enredar los dedos en su pelo…


En los ojos de Pedro había un brillo de deseo pero luego, sacudiendo la cabeza, soltó su mano y miró hacia el río. Y Paula se sintió avergonzada.


—¿Quieres un trozo de pastel? —preguntó, por decir algo—. No sabía lo que te apetecería, así que he traído un poco de todo. También hay merengue…


—No habría sido buena idea —la interrumpió Pedro.


Paula sabía que no estaba hablando de los pasteles. Estaba hablando de besarla.


—Sí, lo sé —murmuró. Nerviosa, miró alrededor y se quedó sorprendida al ver la cantidad de gente que estaba llegando al merendero—. ¿De dónde han salido?


—De Gloucester —contestó Pedro—. Desde hace un par de años algunas de las especialidades locales se han hecho un buen nombre en la zona.


—¿Por ejemplo?


—¿Quieres decir además de la salsa de tomate y la miel? —bromeó él.


Paula soltó una carcajada. De modo que Pedro Alfonso también sabía hacer bromas.


—Dímelo, tonto.


—Los sándwiches de salchichas con pepinillos, por ejemplo.


—¿En serio?


—Nada está más rico que eso… salvo esto quizá —sonrió Pedro, señalando la tarta de chocolate—. Está mejor que buena.


—Ya te dije que me salía mejor si la hacía sin la mezcla ésa de sobre. ¿Qué más cosas se venden?


—El jabón casero de Chloe Isaac. La opinión popular se divide entre el de olor a fresa y el de limón.


—Ah, qué bien. Ése es el tipo de detalle que deberías poner en las cabañas. A la gente le encantaría. ¿Y la miel? ¿Tenéis buena miel por aquí?


Pedro tomó un trozo de tarta de chocolate, sonriendo.


—Tendré que presentarte a nuestro productor de miel local, Franco Todd. Vende tarros de miel recién sacada del panal. Y está buenísima.


—Estupendo —sonrió Paula—. ¿No quieres probar el merengue?


—¿Crees que necesito engordar?


—No te hace falta.


Desde luego que no.


—Lo guardaré para después —dijo él, señalando el mercadillo—. Pensé que querrías que fuéramos a comprar algo.


A Paula le gustó que hablase en plural. Eso significaba que no pensaba marcharse por el momento.


—Primero quiero disfrutar de esto.


—¿De qué?


—De ver a la gente pasándolo bien, de oírlos reír. Eso es lo que quería cuando les dije a mis hermanos que necesitaba un respiro.


—¿No quieres ser parte de la diversión?


—Sí, supongo… —Paula no dejaba de mirar a la gente—. Pero disfruto saboreándolo antes. Ah, mira, una pintora está colocando su caballete.


—Es uno de los tesoros de Martin's Gully. Ven, voy a enseñarte los productos locales —dijo Pedro, tomando su mano.


Ella estaba más que contenta de darle la mano, más que contenta de formar parte del grupo de gente que lo pasaba bien.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 19

 


Paula se marchó temprano por la mañana. Pedro lo sabía porque estaba observándola desde su casa. De modo que Bridget Anderson la había convencido para que la ayudase a montar el puesto… qué típico de ella.


Cuando el coche desapareció por el camino, recordó cómo había abrazado a Molly el primer día, recordó sus curvas pegadas a él cuando la ayudó a bajar del árbol…


Pedro sacudió la cabeza y se llamó idiota de todas las maneras posibles. Paula Chaves podía cuidar de sí misma. No era su responsabilidad.


—Ve a mirar el ganado —murmuró. Al menos eso era algo de lo que sí era responsable.


Pero tardó menos de una hora en hacerlo. Y se preguntó qué tal lo estaría pasando Paula en el mercadillo. Seguro que había vendido sus pasteles. Y seguro que Bridget Anderson la haría estar en el puesto todo el día…


—¡Ve a limpiar las cabañas!


Antes de las doce había terminado y todo estaba tan limpio como antes. Las cabañas llevaban semanas sin alquilarse, de modo que no había mucho que hacer.


Pedro apartó la mirada al pasar frente a la de Paula, pero recordó cómo se habían iluminado sus ojos cuando le dijo que lamentaba lo que le había pasado a su familia…


Nadie en Martin's Gully, ni siquiera Lu Perkins, se atrevía a mencionar esa historia. Todos sabían lo que había pasado y andaban de puntillas con él. Paula no. Y no podía dejar de admirar su sinceridad.


Y su generosidad.


Una generosidad de la que, sin ninguna duda, Bridget Anderson se estaba aprovechando en aquel momento.


Pedro dejó el cubo y la fregona en la cocina y, sin pensar, tomó las llaves del coche. De repente, le apetecía tomar salsa de tomate y miel. Se negaba a reconocer que era algo más que eso.


Vio a Paula enseguida, sola en un puesto, con los hombros caídos.


—¡Pedro! ¿Qué haces aquí?


—Me he quedado sin salsa de tomate.


Paula sonrió y esa sonrisa fue como una patada en el estómago.


—¿Puedo tentarte con alguno de nuestros pasteles?


«¿Nuestros?». Pedro reconoció la tarta de manzana de Luciana, pero estaba seguro de que el resto de los pasteles eran de Paula.


—¿Cuánto tiempo llevas aquí?


—Da igual. En cuanto termine la subasta, Bridget volverá…


—No te has movido de aquí en toda la mañana, ¿verdad? Seguro que aún no has tenido oportunidad de ver los demás puestos.


—Pero tengo mucho tiempo…


—¿Has comido?


—El destino me está castigando por saltarme el desayuno —sonrió Paula—. Detrás de la iglesia están organizando una barbacoa y se me hace la boca agua.


—¿Dónde está Lu?


—Está enferma.


Enferma de su hermana, seguro.


—Ven —dijo Pedro entonces.


—No puedo dejar el puesto…


—¿Por qué no? Todos los demás se han ido.


—Pero le dije a Bridget que me quedaría aquí… Además, está el bote del dinero y…


—Bridget volverá en cuanto vea que no hay nadie. ¿Ves ese sauce grande a la orilla del río? Toma un par de pasteles y reúnete allí conmigo.


—No puedo llevarme los pasteles…


—¿Por qué no? Los has hecho tú.


—¡Es para una obra benéfica! —protestó ella, indignada.


Pedro tuvo que sonreír mientras sacaba un billete de veinte dólares. Paula Chaves lo hacía sentirse diez años más joven.


—Eso es mucho dinero.


—Es para una obra benéfica, ¿no?


Paula sonrió y esa sonrisa, de nuevo, calentó partes de él que no deberían calentarse.


—O sea, que tienes hambre.


—No te lo puedes ni imaginar.


Y haría falta algo más que azúcar para satisfacerlo.


—¿El sauce llorón? —sonrió Paula.


—El sauce llorón —asintió él.


Después, se dio la vuelta para no tomarla entre sus brazos y besarla hasta dejarla sin aire.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 18

 


El viernes por la mañana Paula fue a Gloucester para comprar suministros y un libro de recetas.


Por la tarde, Molly y ella fueron a dar un largo paseo. Pedro tenía razón: los caminos que llevaban al río eran preciosos. Aunque no tuvo oportunidad de decírselo porque no lo vio.


El viernes por la noche hizo merengues de limón y bollos de licor.


El sábado por la mañana hizo magdalenas, pastel de caramelo y una tarta de chocolate.


Y el sábado por la tarde encontró una garrapata en su cintura.


Asustada, se dejó caer en el sofá, intentando recordar lo que sabía de primeros auxilios. Era auxiliar de enfermería, debía recordar algo. Paula tragó saliva, pero tenía la mente en blanco. Ella no sabía nada sobre garrapatas.


Se bajó la cinturilla del pantalón y miró el parásito. Debía de habérsele pegado durante el paseo del día anterior. Se movía… Agggg, era asquerosa. ¿Y si tenía más? ¿Y si estaba cubierta de garrapatas?


De repente, le picaba todo el cuerpo.


—No seas ridícula —dijo en voz alta. Pero empezaba a sentir pánico. A lo mejor la adrenalina les hacía algo a las garrapatas. Sí, seguramente las convertiría en súper garrapatas—. Por favor…


Molly apoyó la cara en su pierna y Paula la miró, asustada. ¿Y si la perra también tenía garrapatas? ¿Cómo se le quitaba una garrapata a un perro? Entonces se levantó. Tendría que preguntarle a Pedro.


Se sentía orgullosa de no haber ido corriendo y haber llamado a la puerta con los puños. No, se obligó a sí misma a caminar lentamente y, cuando llegó a la puerta, levantó una mano y llamó dos veces: toc, toc.


Un ceño fruncido fue lo primero que vio.


—Sólo quiero hacerte una pregunta. No tardaré nada, te lo prometo.


—¿Qué?


—¿Cuál es el tratamiento para las garrapatas?


Dejando escapar un suspiro, Pedro la tomó del brazo y la llevó al interior.


—¿Dónde está? —preguntó.


—Por favor, mira a Molly primero. Ella es más pequeña que yo y tengo entendido que las garrapatas pueden causar infecciones…


—A los humanos también. Molly se pondrá bien, le daré la pastilla antiparásitos que le doy todos los meses.


—Menos mal. Pensé…


—¿Dónde tienes la garrapata? —la interrumpió Pedro.


—Pues verás… dime lo que tengo que hacer y yo misma me la quitaré.


Tenía la impresión de que sería mucho más seguro no dejar que Pedro Alfonso la tocase.


—Lo que tienes que hacer es decirme dónde está la maldita garrapata. Tranquila, soy médico.


—Sí, ya.


Pedro Alfonso estaba disfrutando con su angustia, seguro. Pero entonces recordó lo que Bridget le había contado…


—Aquí —murmuró, bajándose la cinturilla del pantalón.


Pedro se puso en cuclillas, girándola hacia la luz. Luego se levantó, tomó un tarro de vaselina, volvió a ponerse en cuclillas y aplicó una generosa cantidad sobre la garrapata.


—¿Vaselina? —murmuró Paula, casi sin voz. Sus dedos eran tan cálidos, tan seguros…


Oh, no. Sabía que había áreas de su vida que había desatendido durante los últimos meses, pero aquello era ridículo.


—Las garrapatas respiran a través del trasero, pero no pueden hacerlo si están cubiertas de vaselina. Luego la quitaré con esto —Pedro le mostró unas pinzas de depilar—. Para que la cabeza no se quede enganchada.


Ella tragó saliva.


—Ah, bien.


No quería que la garrapata dejase una sola porción de su cuerpo atrás, muchas gracias. Y no quería saber lo que pasaría si lo hiciera.


—¿Tienes más?


—No lo sé.


—Date la vuelta.


Paula obedeció y Pedro le levantó la camiseta para ver si tenía alguna en la espalda.


—No, está bien. Siéntate. Las garrapatas, como la mayoría de las criaturas, buscan calor y zonas protegidas. Voy a mirarte detrás de las orejas y en el cuello.


Ella se apartó el pelo a un lado y… tuvo que hacer un esfuerzo para que el calor de sus manos no la derritiera. Como el aroma de su cuerpo, una mezcla de madera y hierba. Quería respirar ese aroma y no dejar de hacerlo nunca…


Pensamientos locos, se dijo. Por culpa de la garrapata.


—Gracias por aconsejarme que llevase las magdalenas a Martin's Gully —empezó a decir, para distraerse.


—¿Has conocido a Luciana Perkins?


—No. Lu no estaba en la tienda, pero he hablado con su hermana Bridget.


—Ah, Bridget. La cotilla del pueblo.


—Voy a ir al mercadillo benéfico del domingo… mañana, al mercadillo de mañana —al día siguiente era domingo, pero con Pedro Alfonso tan cerca no podría estar segura.


—¿Por eso no dejas de hacer pasteles?


—Sí.


¿Cómo sabía él que estaba haciendo pasteles?


—El olor llega hasta aquí. Y huele muy bien —dijo Pedro, rozándole el cuello con los dedos.


—¿Cuál es tu pastel favorito?


Si se lo decía, lo haría para él. Para darle las gracias por quitarle la garrapata. Pero no cometería el error de pensar que iban a compartirlo.


—¿Por qué?


—Por nada, para encontrar inspiración.


Pedro terminó de inspeccionarla y ella respiró aliviada cuando se alejó… pero sólo un momento, porque inmediatamente se puso en cuclillas para volver a mirar la garrapata.


—Hay que esperar un par de minutos más. ¿Estás bien? ¿Sientes náuseas, mareos?


—No —contestó Paula. Estaba un poquito mareada por el roce de sus manos, pero nada más.


—¿Así que Bridget te ha convencido para que te pongas a hacer pasteles?


—Bueno, me ha dicho que su hermana y ella tienen un puesto en el mercadillo y yo voy a ayudarlas.


—Es una oportunista.


En fin, Bridget le había pedido que fuera temprano para ayudarla a montar el puesto, pero…


—No, qué va. Yo quería hacerlo de todas formas. ¿Tú piensas ir?


—¿Yo? Lo dirás en broma.


—¿Por qué no? Es una comunidad muy pequeña y deberías apoyarlos.


—¿Dejando que Bridget se meta en mi vida? No, gracias. Tengo cosas mejores que hacer.


¿Como qué?, le habría gustado preguntar. Pero no lo hizo, no se atrevió.


—Pues yo creo que será divertido. Además, por aquí no hay mucho que hacer y Bridget…


—¿Bridget qué?


—Sí, tienes razón, es un poco cotilla. Pero eso no significa que sea mala persona. Además, no todo el mundo en Martin's Gully será así, ¿no?


Los ojos de Pedro se oscurecieron.


—¿Por qué lo dices?


—Bridget me contó lo que le pasó a tu familia —contestó Paula, nerviosa.


Él dio un paso atrás, como si lo hubiera abofeteado.


—No tenía derecho…


—No, ya lo sé. Lo siento, lo que te pasó… debió de ser lo más horrible del mundo para ti. Lo siento mucho, de verdad.


Pedro la miraba como si no supiera qué decir. Tampoco ella sabía qué decir.


—Creo que ya podemos quitar la garrapata.


Antes de que pudiera decir nada más, él tomó las pinzas y, delicadamente, apartó el parásito.


—Gracias —murmuró Paula, levantándose—. ¿Quieres que te traiga algo de Martin's Gully?


—¿Por ejemplo?


—No sé… a lo mejor te gusta la salsa de tomate que hace la señora Elwood o la miel del señor Smith.


—No hay ninguna señora Elwood en Martin's Gully.


—¿Y tampoco hay señores Smith?


—Varios, pero ninguno de ellos produce miel.


—Entonces, ¿nada de salsa de tomate?


—No, gracias.


—Muy bien. Buenas noches —murmuró ella, abriendo la puerta.


—Paula.


—¿Sí?


—Tienes que darte una ducha. Lávate bien las axilas y el cuello. Cualquier sitio donde pueda alojarse una garrapata.


—Lo haré.


Esperó un momento, pero cuando él no dijo nada más, se marchó.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 17

 

Paula volvió a su cabaña temblando de rabia.


—¡Será arrogante! ¿Una aventura de verano? ¿Quién se cree que es?


Dejó el plato de magdalenas en la cocina y se dio la vuelta. ¡Ja! Al menos se había librado del gris.


—Y no pensará que voy a quedarme aquí toda la tarde llorando.


Molly apretó la nariz contra su mano y Paula se puso en cuclillas para acariciarla.


—Lo siento, chica. No es culpa tuya. Tú eres leal y buena. Es una lástima que te haya tocado un amo tan antipático —Molly se tumbó de espaldas y gruñó de placer cuando Paula le acarició la tripita—. Y, además, eres preciosa.


Tardó exactamente doce minutos y medio en llegar a Martin's Gully. No era exactamente un pueblo abandonado, pero tampoco estaba lejos de serlo. Había como máximo doce casas, una iglesia, una oficina de correos abierta dos días a la semana y una tienda de alimentación.


Paula entró en esta última.


—¿Quería algo? —le preguntó una mujer de mediana edad.


—Hola, me llamo Paula Chaves y me alojo en Eagle's Reach.


—Bridget Anderson —se presentó la mujer—. ¿Eagle's Reach no es la propiedad de Pedro Alfonso?


—Eso es.


Había pensado que en Martin's Gully lo conocería todo el mundo. Pero a lo mejor Pedro Alfonso mantenía las distancias también con la gente del pueblo.


Como si le hubiera leído el pensamiento, la mujer se inclinó hacia ella, con gesto conspirador.


—Ésta es la tienda de mi hermana, pero ahora está enferma. Yo la estoy ayudando durante unos días.


¿Otra recién llegada? Ah, a lo mejor podían hacerse amigas.


—El marido de Lu, Gustavo, murió en noviembre.


—Ah, lo siento.


—Ella no deja que nadie hable mal de Pedro Alfonso.


¿Ah, sí? Paula intentó no mostrar su sorpresa. De modo que Pedro tenía una amiga en el pueblo.


—Yo, por otro lado…


—Es muy solitario —la interrumpió Paula.


—¿Solitario? Antipático, diría yo. Pero claro, una tiene que entenderlo, con esa tragedia en su pasado…


—¿Una tragedia?


—Su padre intentó asesinar a toda la familia mientras dormían. Incendió la casa de madrugada y Pedro fue el único que pudo escapar. Su madre, su hermana y su padre murieron en el incendio.


Paula se quedó boquiabierta. Tenía la impresión de que la tienda giraba y tuvo que agarrarse al mostrador.


—Pero… eso es horrible. Es una de las cosas más horribles que he oído en mi vida.


—El padre era un hombre violento. ¿Y sabe lo peor?


No, Paula no lo sabía. Había oído más que suficiente, pero no podía moverse.


Pedro se había llevado a su madre y a su hermana a vivir con él, para protegerlas. Pero no salió bien.


Ella tuvo que tragar saliva. Ahora entendía que Pedro fuese como era. Perder a su familia de esa manera tan terrible…


De inmediato, perdonó sus groserías. Pero… ¿enterrarse en vida era la forma de olvidar aquella tragedia?


Recordó entonces cómo se había comido la tarta de chocolate… seguro que estaba hambriento de algo más que harina y azúcar, pensó.


Cuando Bridget abrió la boca para añadir lo que Paula sospechaba eran detalles morbosos, abrió la tapa de la fiambrera de plástico que llevaba para cambiar de tema.


—Quería saber si alguien estaría interesado en comprar magdalenas caseras.


Bridget tomó una y la devoró.


—Umm, está muy rica. En fin, nunca se sabe. Podemos ver si se venden. Pero si sólo estás aquí de vacaciones… ¿por qué te has puesto a hacer magdalenas?


Paula tragó saliva. No quería ser objeto de cotilleos en el pueblo.


—Es una afición —mintió—. Quería probar nuevas recetas ahora que tengo tiempo.


Bridget se sirvió otra magdalena.


—¿Cuáles son tus especialidades?


—¿Qué cree usted que se podría vender?


—Tarta de limón, merengues, magdalenas de fresa…


Paula se preguntó si Bridget estaría recitando sus pasteles favoritos.


—El domingo, en la iglesia, se hace un mercadillo benéfico y se venden muchos pasteles. ¿Por qué no haces unas bandejas de los que más te gusten?


Si Paula tuviera orejas como las de Molly, se le habrían levantado de inmediato. ¿Un mercadillo benéfico? Así tendría algo que hacer durante el fin de semana…


—Me parece muy bien.


—Lu y yo tenemos un puesto. ¿Quieres venir con nosotras?


—Sí, claro.


—¿Has hecho alguna vez tarta de chocolate?


—Sí…


—Pues hazla. Seguro que se vende.


Paula sonrió cuando Bridget iba a tomar la tercera magdalena. Por lo visto, no iban a faltarle clientes por allí. Pero a ese paso no quedarían magdalenas para el resto de Martin's Gully.


No pasaba nada. Haría más para el domingo.


Pero mientras volvía a Eagle's Reach no pensaba en el mercadillo ni en las recetas, sino en la horrible historia que Bridget le había contado sobre Pedro. Más que nada, se encontró deseando poder hacer algo por él. Algo más que una tarta de chocolate.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 16

 

Pedro masculló una palabrota cuando oyó el golpecito en la puerta. Dejó de mala gana la pieza del ajedrez que estaba tallando y miró su reloj: las dos.


A las cuatro el martes, a las tres el día anterior. A ese ritmo no aguantaría una semana.


Mejor. Paula Chaves estaba empezando a ser tan pesada como un moscardón. E igual de insistente. Pedro se pasó una mano por el cuello. Siempre podía salir por la otra puerta… ella no lo sabría nunca.


No. Paula no iba a echarlo de su casa. Entonces oyó otro golpe y apretó los dientes. Y tampoco a colarse en ella. Cuanto antes dejase claras las reglas, más fácil sería aguantar durante todo un mes.


De modo que abrió la puerta de golpe. Y, como esperaba, Paula estaba allí. No había salido el sol, pero su pelo brillaba como el sándalo, algo que, por alguna razón, le molestó.


—¿Qué? —ladró. Nada de hacerse el simpático, nada de fingir amabilidad.


Cuando vio que Paula daba un paso atrás endureció su corazón… y se odió a sí mismo por ello.


—He hecho magdalenas, pero me parece que he hecho demasiadas. Es una pena tirarlas y he pensado que te gustarían…


El olor a magdalenas recién hechas, mezclado con su fresca y afrutada fragancia, le llegó directamente al corazón. No recordaba la última vez que se había visto enfrentado a una tentación así.


—Pues te equivocas.


Debía ser fuerte, se dijo.


Esas magdalenas tenían tan buena pinta como ella y empezaba a intuir que podría acostumbrarse a comer magdalenas caseras de forma habitual. Y, si era sincero consigo mismo, debía admitir que también podría acostumbrarse a Paula y eso no podía pasar. La defraudaría como había defraudado…


—Pero te gustó la tarta del otro día. Y lo pasamos bien, ¿no?


Precisamente. Y por eso no podía dejar que ocurriera otra vez.


—Mire, señorita Chaves…


—Paula.


—No soy una niñera y no soy su amigo. Soy el hombre que le ha alquilado la cabaña por un mes, nada más. ¿Lo entiende?


Ella abrió mucho los ojos, sorprendida por su brusquedad.


—¿No te sientes solo?


—No.


Ya no. Casi nunca.


—¿Cómo lo haces? ¿Cómo puedes vivir solo aquí día tras día sin que eso te importe?


Pedro se daba cuenta de que no lo preguntaba por simple curiosidad. Quería saberlo. Quizá necesitaba saberlo. Y, seguramente, él había empezado como Paula.


No la búsqueda de contacto humano. Se había apartado de eso a propósito. Pero él hacía piezas de madera como ella hacía repostería. Se ocupaba del ganado y de las cabañas hasta que los días tomaban una forma propia, hasta que eso se había convertido en su vida.


Así que no necesitaba que aquella chica lo estropease todo. Que lo hiciera desear cosas que no podía tener.


—Eso no es humano. Todos necesitamos gente…


—Te aseguro que yo no. Y tampoco necesito una aventura de verano. ¿Qué crees que puede pasar entre nosotros? Te marcharás dentro de un mes… menos quizá.


—Podríamos ser amigos.


Pedro se rio, un sonido seco y duro que no le satisfizo. Tenía que librarse de aquella chica como fuera. Paula Chaves podía capturar a un hombre con esos ojos tristes y la suave curva de sus labios… Y todo terminaría en lágrimas. Sus lágrimas. Y entonces sí que se odiaría a sí mismo.


—Eres muy raro —murmuró ella.


Sí, eso lo sabía. Y también sabía que Paula no estaba hecha para aquel sitio.


—Ve a Martin's Gully —dijo, señalando el plato de magdalenas—. Puede que estén interesados en venderlas en la tienda de alimentación. Podrías sacar un dinero.


Luciana Perkins tomaría a Josie bajo su ala protectora y eso sería lo mejor para los dos.


Y después de eso, Pedro le cerró la puerta en las narices antes de que el sentimiento de culpabilidad lo obligase a dejarla entrar.



viernes, 30 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 15

 


—Estupendo —sonrió, respirando profundamente—. ¿Estás lista para la gran prueba?


Molly movió la cola.


Paula tomó un sorbo de té, cruzó los dedos y se levantó. Llevaba horas redecorando el interior de la cabaña y había llegado el momento. Tenía que volver a entrar para ver si seguía chupándole toda la energía.


Salió al porche y cerró la puerta. Luego, conteniendo el aliento, volvió a abrirla y… con un suspiro de alivio, casi un sollozo, cayó de rodillas y abrazó a la perrita.


—Éste es un sitio en el que puedo vivir durante un mes. ¿Qué dices?


La respuesta de Molly fue lamerle la cara. Riendo, Paula se levantó. Bueno, ¿qué podía hacer durante el resto del día?


Entonces vio el cuaderno sobre la mesa. La lista de lo que iba a hacer con el resto de su vida. Pero se le encogió el corazón.


—Magdalenas. ¿Qué clase de magdalenas le gustan a tu amo? ¿De nueces o de manzana y canela?




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 14

 


El sonido de la lluvia despertó a Paula el jueves por la mañana. Suspirando, sacó al porche la silla de camping que había comprado en Gloucester el día anterior y miró el paisaje gris.


—Parece que hoy no vamos a poder ir de paseo —murmuró, acariciando la cabecita de Molly. Ése había sido el plan para aquel día, ir de paseo. Pedro le había asegurado que los varanos no eran feroces carnívoros.


Se preguntó entonces si la lluvia afectaría al trabajo de Pedro o si estaría en casa. No lo había visto desde el martes. ¿Y si se había caído por un terraplén y roto una pierna? ¿Y si lo había mordido una serpiente?


No, imposible, llevaba años viviendo en Eagle's Reach y debía de conocer el terreno como la palma de su mano. No iba a empezar a romperse piernas o dejarse morder por serpientes precisamente porque ella hubiese aparecido por allí. Además, Molly lo sabría si le hubiera pasado algo. Paula miró a la perrita mordiéndose los labios. Lo sabría, ¿no?


En fin, Pedro no necesitaba a los demás como le pasaba a ella. El día anterior se había sentado en dos cafés diferentes en Gloucester, observando a la gente con envidia. En un par de días, cuando la soledad fuera demasiado para ella, volvería al pueblo.


Pero no aquel día. Aquel día empezaría a hacer un cojín de petit point. O podía terminar de leer los periódicos. Había comprado todos los periódicos que encontró y aún no había terminado de repasarlos. O podía leer una de las novelas que había comprado. Y había comprado seis.


Entró en la cabaña, decidida, pero la tristeza del interior la desanimó. Era horrible. Horrenda.


El día anterior había ido a buscar a Pedro, pero no lo había encontrado en casa. De modo que había vuelto allí y se había quedado mirando la pared hasta que se hizo de noche.


—¿Sabes una cosa, Molly? Si quiero conservar la cordura durante todo este mes, vamos a tener que hacer algo para que este sitio sea medianamente soportable.


Abrió la maleta buscando inspiración y, de repente… sarongs2. Había llevado sus sarongs. No sabía bien para qué, pero allí estaban.


Eso era lo que había imaginado que serían las cabañas de Eagle's Reach, casitas rodeadas por hermosos jardines alrededor de una piscina y bebidas exóticas servidas en cocos.


Había imaginado confort y alegría. Relajación. No un paisaje solitario.


Paula sacó los sarongs de la maleta y buscó en su nueva radio una emisora en la que ponían música pop las veinticuatro horas del día.


Algo alegre y superficial le sentaría muy bien en aquel momento.


Un sarong es una pieza larga de tejido, que a menudo se ciñe alrededor de la cintura y que se lleva como una falda tanto por hombres como mujeres en amplias partes del sureste asiático excluyendo a Vietnam, y en muchas islas del Pacífico



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 13

 


Pedro giró los hombros, intentando relajarlos. Había pasado la mayor parte del día arreglando una cerca rota y se moría de ganas de tomar un té.


Y el resto de la tarta de chocolate que Paula había hecho el día anterior.


No recordaba cuándo fue la última vez que comió algo tan rico. Se le hacía la boca agua sólo de pensarlo. Pero cuando alargó la mano para abrir la verja, se quedó helado.


—¿Pedro?


Paula.


Estaba en el porche de su casa, llamando a la puerta. Con un plato de algo que parecían sospechosamente galletas caseras.


A la luz del sol, su pelo brillaba con todos los tonos de una pieza barnizada de sándalo. No podía creer que el primer día le hubiera parecido poca cosa…


Pero no, aquello no podía pasar. Él no tomaba galletas con la vecina.


«Y tampoco das clases de ajedrez», le dijo una vocecita interior.


Sí, bueno, en cuanto encontrase la manera de escapar de las clases, lo haría.


—¿Pedro?


Paula se volvió entonces y, antes de que lo viera, Pedro se escondió entre los arbustos.


Los hombres adultos no se escondían detrás de los arbustos, pensó. ¿Qué había de malo en tomar una taza de té con ella? La del día anterior no lo había matado.


Pero sí, él sabía perfectamente lo que había de malo. Reconocía la soledad en sus ojos. Si tomaban otro té, se convertiría en una costumbre. Una cosa diaria. Paula empezaría a depender de él y… Pedro se miró las manos. No, no iba a dejar que eso pasara.


Había visto algo en ella el día anterior. Y sabía exactamente dónde llevaría ese algo porque, sin quererlo, había sentido una punzada de deseo. Y sería un idiota si se arriesgaba.


Si volvía a tomar el té con Paula Chaves, tarde o temprano acabarían en la cama.


Ese pensamiento lo hizo sentirse incómodo. Sobre todo, en la entrepierna.


Pero él sabía que las mujeres como Paula Chaves no tenían aventuras.


Y los hombres como él no ofrecían otra cosa.


De modo que se apartó de la verja y volvió por donde había llegado, con una mezcla de deseo y culpabilidad. Se decía a sí mismo que era lo mejor para los dos. Pero, por alguna razón, era incapaz de convencerse.


Entonces se enfadó, y el enfado dio alas a sus pies. Maldita fuera por invadir su espacio. Maldita fuera por invadir su refugio.




jueves, 29 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 12

 


Paula habría querido salir corriendo al ver su cara de ogro. Pero entonces recordó que el único sitio al que podía ir era a su cabaña. Su aburrida y triste cabaña. De modo que entró tras él.


Pero arrugó la nariz mientras miraba alrededor. Desde luego, era la casa de un hombre soltero; ni una nota de color, ningún objeto de decoración, prácticamente ningún confort. Una mujer no soportaría aquello.


Pero tenía la impresión de que a Pedro Alfonso le importaría un bledo lo que dijera una mujer sobre la decoración.


Una mesa grande de madera dominaba la cocina. Eso era lo único que había visto el día anterior, cuando entró para llamar por teléfono. Se preguntó entonces si habría un comedor, pero luego pensó que no. No había sitio suficiente.


Parecía una antigua cabaña de mineros. La siguiente habitación sería un cuarto de estar, luego habría un dormitorio y un cuarto de baño. Y nada más.


Pero ella no quería que le enseñase el dormitorio. No podía imaginar a Pedro Alfonso borrando esa expresión antipática de su cara para besar a una mujer y mucho menos para…


«¿Estás segura?», le preguntó una vocecita interior.


Decidida a no seguir pensando en eso, se dio la vuelta… y se encontró con la espalda de Pedro, y con el trasero de Pedro, mientras sacaba dos tazas del armario.


Pero ella no quería admirar su trasero. De hecho, seguramente no sería buena idea admirar el trasero de ningún hombre hasta que decidiera qué iba a hacer durante el resto de su vida.


¿El resto de su vida? ¿Qué iba a hacer durante los próximos diez minutos?


¡Agggg! Paula miró alrededor buscando una distracción y vio un tablero de ajedrez. Un precioso tablero de ajedrez hecho a mano.


—¡Pero bueno…!


—¿Qué? —preguntó Pedro, mirando alrededor como esperando ver un lagarto o una araña.


—¿Tú has hecho eso?


—Sí.


—Es precioso —Paula intentaba conciliar al creador de aquella obra de arte con el hombre que tenía delante—. Es la cosa más bonita que he visto nunca.


—Entonces tienes que salir más.


Cada una de las piezas estaba tallada en forma de árbol. La habilidad y la artesanía del trabajo eran increíbles. Los reyes estaban hechos de roble, las reinas de madera de sauce y los caballos de álamo. Y ella pensando en hacer alguna manualidad…


Paula tomó un peón, una banksia en miniatura, maravillándose de la atención por el detalle. Hasta podía ver las flores cilíndricas en las delicadas ramas. ¿Cómo había podido hacer eso?


—¿Juegas al ajedrez?


Ella dio un paso atrás, sorprendida por su proximidad.


—Pues… no —Paula dejó la pieza en el tablero—. Mi padre estaba enseñándome a jugar antes de ponerse enfermo.


El resto de Pedro Alfonso podía parecer duro como una piedra, pero sus ojos podían pasar de una tormenta de invierno a una brisa primaveral. Y el corazón de Paula empezó a palpitar como loco.


—Siento lo de tu padre, Paula.


—Gracias.


La había llamado Paula.


—Siento que no tuviera tiempo de enseñarte a jugar al ajedrez.


—Yo también.


—Yo te enseñaré, si quieres.


Paula se preguntó si parecería tan sorprendida por la oferta como él. Pero no tenía intención de ponérselo fácil.


—¡Me encantaría!


Pedro dio un paso atrás. Y, en un pestañeo, sus ojos volvieron a ser los del hombre duro como una piedra.


—¿Cuándo? ¿Ahora mismo? —sonrió ella, esperanzada.


—No, el lunes por la tarde. A esta misma hora.


Aquel día era martes. Faltaba una semana entera para el lunes. Lo había hecho a propósito para fastidiarla, estaba segura. Pero se obligó a sí misma a sonreír porque no quería que se retractase.


—Estupendo.


Se preguntaba si podría convencerlo para que le diera clases dos tardes a la semana. Pero, al ver su expresión, decidió dejar la pregunta para otro momento.


—¿Por qué no tomamos el té en el porche?


—Muy bien.


Paula cortó la tarta mientras él servía el té. Pedro no intentó entablar conversación y, curiosamente, no le importó. Lo observaba, en cambio, mientras devoraba su trozo de tarta con un apetito que despertó algo en su interior.


Algo cálido.


Pero tuvo que apartar la mirada cuando empezó a chuparse los dedos. Unos dedos largos, muy masculinos.


Paula carraspeó.


—¿Creciste por aquí?


—No.


Pedro se echó hacia atrás en la silla, con expresión sombría. Paula se sintió decepcionada. No quería contarle nada de su vida, pero al menos sabía que su fortaleza no se debía al paisaje de Eagle's Reach. De modo que aún había esperanza para ella.


—Puedo hacer una tarta mucho mejor en casa. Aquí sólo tenía la mezcla…


—Está muy buena.


Sus maneras estaban mejorando, pero esa expresión desconfiada no desaparecía de sus ojos. ¿Por qué desconfiaba de ella? Eso la hacía sentirse mal y no sabía qué decir.


—Es una pena que no tuviese guindas para ponerlas encima. Pero luego he pensado que a ti no te gustarían las guindas. La tarta de chocolate a lo mejor, pero las guindas…


Pedro la miró. Y entonces, de repente, echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Una carcajada que lo cambió por completo y dejó a Paula sin aliento.


Una cosa quedó totalmente clara entonces: podía imaginar a Pedro Alfonso besando a una mujer. Lo veía prácticamente en tecnicolor.


Pero que lo viera no significaba que quisiera experimentarlo.


No, no.