sábado, 21 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 23




Pedro vio el dolor reflejado en el rostro de Paula.


¿Qué podía hacer él? Sin embargo, vio que Paula se recuperaba y hablaba con seguridad a su abuela.


—Venga, venga, no puede ser tan malo como tú te imaginas. Llamaré al señor McDougal y… Espera. Nos estamos olvidando de los buenos modales. Abuela, este es el señor Alfonso… mi jefe. Y esta es mi abuela, la señora Wilcox.


Las palabras de Paula parecieron conseguir que la mujer recordara sus modales y se volviera a saludarle.


—Señor Alfonso, siento mucho haber llamado evitando que Paula fuera a trabajar a su despacho, pero… bueno, tenemos una pequeña emergencia. Oh, estas son mis vecinas…


Pedro respondió cortésmente, pero ni siquiera entendió los nombres de las dos mujeres. Estas se fueron en seguida, ya que ellos habían llegado.


Estaba empezando a darse cuenta de que la situación era peor de lo que se había imaginado y pensando cómo diablos se había metido él en eso cuando recordó.


¿Qué diablos había querido decir la anciana con lo de evitar que Paula fuera a trabajar a su despacho?


—Intente hacer que se tome esto —dijo Paula, dándole una pequeña copa de coñac—. Tengo que ir a hacer una llamada…


Pedro hizo lo que ella le había pedido mientras Paula hablaba por teléfono. Se sentó en el sofá al lado de la anciana y estuvo intentando animarla hasta que Paula colgó el teléfono.


—Abuela —dijo ella—. Lo principal es que el abuelo ha regresado sano y salvo. Ahora, vamos a ir a verlo y estoy segura de que no le gustará verte tan preocupada. Ve a lavarte la cara y a pintarte un poco los labios. Venga… —cuando salió su abuela, añadió—: Lo siento, señor Alfonso, necesito ver exactamente cómo… cómo están las cosas. Tal vez tenga que quedarme. No estoy segura de cuánto tiempo.


—Tal vez no sea tan grave como te imaginas —respondió él—. Esperaré mientras vas a ver.


—Pero ya se ha tomando tantas molestias.


—Y estoy aquí. Un poco más no va a suponerme mucho.


—Oh, bueno, no debería llevamos mucho tiempo. Si no le importa…


—Claro que no me importa.


—Tarda todo lo que necesites —respondió Pedro. Ya no podía dejarla allí sola. Decidió llamar a Sam para que fuera en su nombre a la reunión.


—Eso está mucho mejor —exclamó Paula, al ver a su abuela—. Déjame que te peine un poco antes de marcharnos. Quiero pedirle un desayuno al señor Alfonso. Todavía es hora y la comida aquí es muy buena —le dijo antes de marcharse escaleras abajo.


Efectivamente, la comida era muy buena y estaba muy elegantemente servida. Todavía estaba sentado, disfrutando de la conversación con las dos ancianas que había en su mesa, cuando Paula apareció.


—Aprecio mucho que haya esperado. Voy a poder marcharme con usted —explicó Paula—. Solo tengo que rellenar algunos papeles, dejar instalada a mi abuela y volveré enseguida.


Pedro observó cómo volvía a salir, con la cabeza bien alta, la espalda recta, sonriendo y saludando a todos los demás. Era el ejemplo perfecto de la calma. Había pensado… Bueno, estaba equivocado. Ella no lo necesitaba en absoluto.


Cuando ella regresó, ya estaban limpiando las mesas. Insistió en que no tenía hambre.


—Así llegaremos a tiempo de su reunión —dijo ella, rápidamente, mientras regresaban al aparcamiento.


Ella se puso detrás del volante como había prometido y al salir por la verja, se despidió de George. Aparentemente, la situación no era tan grave como ella se había imaginado. Sin embargo, a los pocos metros, ella detuvo el coche al lado del bordillo.


—¿Qué pasa? —preguntó él.


—Nada. Solo necesito…


La voz se convirtió en un hilo de voz. Tenía el volante fuertemente agarrado y parecía estar conteniendo el aliento. Pedro extendió una mano, apagó el motor y agarró la llave. 


Entonces, salió del coche y se dirigió a la puerta del conductor.


—Estoy bien —susurró ella—. Puedo conducir.


—Claro, pero primero es mejor que nos tomemos un respiro —dijo él. En realidad había decidido conducir pero, al salir del coche, había visto un pequeño café y decidió que a Paula le sentaría bien comer algo.


En cuanto entraron, Pedro pidió un plato de sopa caliente para los dos.


—Ha sido una mañana muy larga. Te sentirás mejor si comes algo.


—Sí —respondió ella, haciendo un valiente esfuerzo. Sin embargo, cuando trató de comer, la cuchara se le caía de los dedos.


Estaba allí, muy rígida, sin poder contener las lágrimas. Era como Sol cuando llegaron al hotel y se había empeñado en proteger tanto a su hermano. Paula hacía lo mismo por sus abuelos y trataba igualmente de ocultar su propia desesperación. Por eso, Pedro rodeó la mesa y se sentó a su lado, como había hecho con Sol, y la tomó entre sus brazos.


—Venga, venga…


—Mi abuelo —dijo ella, a duras penas—. Dios, no podía creérmelo. Es como un niño pequeño… No… Esta mañana… pensó que… Se levantó, se vistió con su traje y su corbata… Creía que tenía una reunión. El colegio estaba cerrado y…


Con aquellas frases inconexas, Pedro dedujo que el abuelo de Paula tenía Alzheimer.


—Mi abuela no hacía más que decírmelo —añadió ella—. Yo no la creí… debería…


—¡Calla! —dijo él—. No hay nada que pudieras haber hecho.


—Claro que lo hay. Mi abuelo y yo siempre hemos estado muy unidos y yo creo que si…


—¡Basta! Te pareces a mí…


—¿A usted?


—Cuando mi madre murió. También estábamos muy unidos. A mí se me metió en la cabeza que yo tenía la culpa de que le hubiera dado un ataque al corazón. Ella no quería que yo me marchara a la universidad. Y entonces, cuando mi trabajo me llevó aún más lejos y yo casi nunca estaba en casa… Nunca nos gusta cuando algo malo que ocurre a alguien que amamos, pero no podemos cargar con la culpa solo por eso. La vida no es perfecta.


—Lo sé. Tiene razón. Es que… ver a mi abuelo así, saber que no puedo ayudarle… ¡Tengo tanto miedo!


Pedro la miró fijamente. Había conseguido recordar. Aquella cabeza contra su hombro, el terror reflejado en aquellos hermosos ojos…


Lo había visto antes… ¡En un ascensor!



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