sábado, 23 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 19




Paula llegó a Sacramento el lunes por la mañana. Llamó a casa desde el aeropuerto y Daphne le dijo que Alicia aún estaba durmiendo y que todo estaba bien.


—Estupendo. Dile a Alicia que ya he vuelto y que la veré esta tarde.


Después, tomó el autobús a la ciudad y fue directamente a trabajar.


—No es posible que hables en serio, no puedes volver a Groves a trabajar —le había dicho Jorge al despedirse—. No tendrás tiempo para eso. Además, tu contrato incluye una paga mensual bastante sustanciosa, sin mencionar el porcentaje sobre las ventas una vez que empecemos a vender. Estamos hablando de algo muy serio, Pau.


—Lo sé, y sé que te debo mucho —le había contestado ella dándole un abrazo—. Y también te agradezco que veles por mis intereses; no te preocupes, no te decepcionaré, voy a hacer un buen trabajo. Pero tengo que avisarles con tiempo para que encuentren a alguien que me sustituya.


Jorge no podía saber lo que el trabajo de Groves había significado para ella en el aspecto financiero y la confianza en sí misma que eso le había dado. No podía dejarlos en la estacada.


Por tanto, se presentó en el trabajo a las diez y no dijo nada a nadie sobre su proyecto, siguiendo las advertencias de Sue. Sin embargo, sí se presentó en el departamento de personal a las doce del mediodía para decirles que se marchaba, aunque esperaría a que encontraran una sustituta.


También comenzó a hacer sus planes. 


Necesitaría contratar una costurera competente, quizá dos. Hablaría con Ann Levinson, una mujer de mediana edad que, de vez en cuando, trabajaba para el departamento de arreglos de Groves. Paula era consciente de la profesionalidad de Ann, quien le había dicho que no quería hacer el viaje de Roseville a Sacramento, ya que vivía cerca de la casa de Paula. También pensó en Dan, su amigo de la escuela de diseño. ¿Qué estaría haciendo ahora? Si se ponía en contacto con él, ¿se mostraría interesado en dibujar patrones?


Aunque no era un día de mucho trabajo, le resultó difícil pensar en una cosa y, con las manos, hacer otra. Además, había pasado toda la noche de viaje y aún tenía que acostumbrarse al cambio de horario. A las siete de la tarde, cuando una compañera de trabajo la dejó en su casa, estaba completamente agotada.


—Oh, Paula —Alicia estaba sentada en el sofá con Daphne viendo la televisión—, ¿por qué no me has llamado? Daphne me ha dicho que has llegado esta mañana y creí que me llamarías durante el día.


—Lo siento, quería hacerlo, pero he tenido tanto trabajo que no me ha dado tiempo.


Paula dejó la maleta en el suelo y fue a darle un beso a su madre. Pagó a Daphne, que parecía tener ganas de marcharse, y luego se volvió a Alicia. Estaba deseando acostarse, pero también quería contarle a su madre lo ocurrido y compartir con ella su buena suerte.


—Alicia, tengo tantas cosas que decirte. No puedes imaginar lo que ha pasado. Al señor Spencer, Bruno, le han gustado tanto mis diseños que va a lanzar una línea con ellos. La línea Paula. La primera muestra será en abril, en Nueva York. ¡Tienes que venir al desfile! Ya está todo en marcha. ¡Estoy loca de alegría! ¡Estoy encantada!


—¡Paula, eso es maravilloso! Pero no me sorprende. Tu padre siempre decía que tenías mucho talento, y él entendía de esas cosas. Pero querida, no sabes cuánto me alegra que hayas vuelto. Desde que te marchaste, no he dormido casi nada. Y esa chica no sabe cocinar, casi no he comido.


Paula miró fijamente a su madre. El encantador rostro de Alicia estaba más pálido.


—¿Quieres que prepare algo para tomar ahora? —preguntó Paula inmediatamente—. ¿Tostadas de queso y una taza de té?


A pesar del cansancio, se fue a preparar algo para tomar. Comieron en la cocina mientras Paula le describía Nueva York a su madre, pero pronto se dio cuenta de que Alicia se estaba durmiendo y no podía concentrarse en la conversación.


En cuestión de minutos, ayudó a su madre a acostarse y luego volvió a la cocina.


Después de fregar los cacharros, se encaminó hacia las escaleras para subir a su cuarto y fue cuando notó la correspondencia sin abrir en la consola del vestíbulo. Todo eran recibos. De repente, vio un sobre procedente de la clínica del doctor Richard Hartfield y lo abrió con curiosidad. Contenía un recibo por una suma de mil cuatrocientos noventa y ocho dólares.


¿Un recibo que no había sido pagado? Le habían dicho que la operación era gratis; debía tratarse de un error, llamaría a la clínica al día siguiente.


A la mañana siguiente, durante el desayuno, Alicia se mostró más exigente de lo normal. El café estaba demasiado fuerte y los huevos poco hechos, y… ¿podía Paula ir a por otra novela a la biblioteca?


¿Por qué Alicia no podía hacer absolutamente nada por sí misma? Se preguntó Paula irritada mientras, obediente, se dirigió a la biblioteca. 


Después, se disgustó consigo misma por culpar a Alicia de la tensión a la que ella estaba sometida. Había ocurrido algo maravilloso en su vida y debería estar feliz.


Pero seguía cansada durante el trayecto al trabajo.


Durante un pequeño descanso en el trabajo, llamó a la clínica del doctor Harfield para aclarar la confusión sobre la cuenta que le pedían que pagara. La recepcionista se disculpó.


—Lo siento, señorita Chaves, se ha tratado de un error, nos hemos equivocado al enviarle la cuenta. El señor Alfonso nos dio un cheque, pero el doctor Harfield lo rompió; sin embargo, la chica que se encarga de eso ya había metido la información en el ordenador y, no sabemos cómo, pero ha ido a parar al archivo de las cuentas aún por pagar. Perdone, no se preocupe, ignórelo.


—Gracias —Paula colgó el teléfono atónita.


Así que el señor Alfonso les había dado un cheque, pero el doctor Harfield lo había roto.


Pedro le había mentido, había pagado por la operación o, al menos, lo había intentado; no obstante, su cuñado había rechazado el cheque. 


También debía haber pagado por los días que había estado hospitalizada. Se tocó el corazón de oro y recordó la noche en el restaurante del aeropuerto de San Francisco, la camarera le había devuelto la tarjeta de crédito por no ser válida.


Su operación no había sido una operación gratis por ser una demostración, eso era una mentira fabricada por Pedro, y que Richard había aceptado, a pesar de saber que su cuñado no tenía mil quinientos dólares.


Quizá Pedro hubiera pagado una parte de la operación.


Le hubiera dado lo que fuese, Richard sabía que Pedro no tenía nada y que estaba viviendo de él… ¡Y haciendo que ella también se aprovechara de él! Se sintió terriblemente humillada en medio de una situación imposible.


Cierto que la operación quirúrgica había sido maravillosa y se alegraba de no llevar gafas, pero… podría haber esperado.


En fin, pagaría. Iba a llamar al doctor Hartfield para decírselo. No, tenía que decírselo a Pedro.


Pero, de repente, no quería verlo.


Cuando salió a la hora del almuerzo, Pedro la estaba esperando al pie de las escaleras automáticas, sonriendo alegremente. Se le veía seguro de sí mismo y responsable, pero Paula sabía que era una fachada y le deprimió mucho.


—Hola —dijo él—. Te llamé ayer, pero la chica que estaba con Alicia me dijo que aún no habías vuelto. No te llamé por la noche porque pensé que estarías cansada del viaje. En fin, cuéntame, ¿qué tal en Nueva York?


—Muy bien —respondió ella muy sería.


—Pues no tienes cara de que te haya ido bien —comentó Pedro mientras salían de los grandes almacenes—. Vamos a algún sitio tranquilo a almorzar y me cuentas todo lo que has hecho.


—No tengo hambre.


—¡Eh, un momento! —Pedro le sujetó ambos brazos y la obligó a mirarle a la cara—. ¿Qué es lo que te pasa?


—Me has mentido —Paula se liberó de él, ignorando a los transeúntes.


—¿Qué? 


-Me has mentido respecto a la operación, no fue una demostración gratis.


—¿Cómo te has enterado? Quiero decir que cómo…


—Eso da igual. La pagaste tú, ¿verdad?


—Bueno, en realidad, no…


—¡Eso es! No has pagado por la operación, manipulaste a tu cuñado para que me operase gratis.


—¿Que manipulé a mi cuñado? Paula, por favor, no fue así. A Richard no le ha importado.


—Pero a mí sí. ¡No deberías haberme mentido!


Paula notó a una mujer mirándola sorprendida y continuó andando.


—Vamos, Paula, tranquilízate —le dijo Pedro tratando de aplacarla—. ¿No te parece que estás sacando las cosas de quicio? Necesitabas esa operación y…


—No la necesitaba, no estaba ciega. Con las gafas…


—Créeme, encanto, necesitabas desesperadamente deshacerte de esas gafas. En un caso como el tuyo…


—¿Un caso como el mío? —Paula volvió a detenerse y se volvió para lanzarle una mirada furibunda—. ¿Estás diciendo que soy una mujer sin cerebro que tendría un ataque de histeria por un par de gafas?


—¡No, no, claro que no! No he querido decir eso. Si hay algo que no se puede negar, Paula, es que eres una mujer con los pies en la tierra, quizá demasiado. Me pareció que…


—¡Te pareció! Tienes la mala costumbre, Pedro, de decirle a los demás cómo tienen que vivir su vida. ¿Por qué no se te ocurrió pensar en lo que yo quería?


—No parecías contraria a la cirugía.


—Porque creía que se trataba de una operación de demostración, un favor mutuo. No sabía que ibas a pedirle de rodillas a Richard que…


—¡Richard estaba encantado de hacerlo! Además, tiene problemas con los impuestos y…


—Yo no soy una excusa para pagar menos impuestos. Ni tampoco necesito la caridad de nadie —declaró Paula apartándose de él.


—Vamos, Paula —Pedro la siguió—. En serio, Richard estaba encantado de hacerlo. No le ha importado el dinero.


—Pues a mí sí. ¿Es que no comprendes que no me gusta que me hagan favores?


—Ése es el problema. Puedes cuidar de ti misma, ¿verdad?


—¡Claro que sí!


—Y Dios no permita que algún día tengas que depender de alguien, ¿verdad?


—Digamos que necesito mi independencia y que soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma —Paula sintió la creciente irritación de Pedro, pero estaba demasiado enfadada para que le importase—. Sólo porque no te gustaban mis gafas…


—¡Tus gafas me importaban un pimiento!


—Entonces, ¿por qué me convenciste para que me sometiese a una operación que ninguno de los dos podíamos pagar?


—¡Tú no tienes ni idea de lo que yo puedo pagar o no!


—Sí que la tengo. Cuando la tarjeta de crédito de una persona… —Paula se interrumpió y se tapó la boca con la mano cuando se dio cuenta de lo que había dicho.


—¿Qué? Ah, ya, estás hablando de San Francisco. Eso es, pagaste tú, ¿verdad? —Pedro sonrió traviesamente, como si estuviera acostumbrado a pasar por esa situación constantemente—. Está bien, deja que te devuelva el dinero.


Pedro se metió la mano en el bolsillo para sacarse la cartera.


—¡No! ¡No quiero tu dinero!


—Estábamos celebrando tu buena suerte, no voy a permitir que pagues tú. De todos modos, gracias por el préstamo —aún sonriendo, Pedro le tendió unos billetes.


—No —Paula le apartó la mano—, no quiero tu dinero. No estoy hablando de eso.


—Entonces, ¿de qué estás hablando? —la expresión de Pedro se tornó confusa.


—Estoy hablando de extralimitarte. Y… Oh, Pedro, no quiero que lo hagas por mí. No quiero que…


—¿Extralimitarme? Escucha, Paula, se trató de un error. No lo comprendes.


—Sí lo comprendo, lo comprendo mejor de lo que crees. Y… No, no quiero seguir hablando de eso. Tengo que irme.


Paula se dio media vuelta y, casi corriendo, volvió al trabajo. Había hablado demasiado. No quería hacerle daño. No quería estar enamorada de él. Pero su enfado había desaparecido y parpadeó para contener las lágrimas sintiendo… el vacío.



***


—Creí que te estaba haciendo un favor —respondió Richard cuando Pedro se enfrentó a él en la cocina—. ¿Quieres un bocadillo?


—No, no quiero un bocadillo. Lo que quiero es saber quién le ha contado lo de la operación a la única persona que quería que no se enterase.


—Nadie, ha sido un error —Richard cortó unas rodajas finas de jamón con la habilidad de un cirujano experimentado—. La enviaron con los recibos a falta de pago.


—¿A falta de pago? Te dejé un cheque en la oficina y tú me dijiste que…


—Que lo rompí, sí, eso es. Lo hice por cortesía profesional y… porque cuando uno está preocupado de que su cuñado acabe siendo un eterno soltero, y dicho cuñado muestra un interés profesional por una joven… Bueno, me apeteció dar un empujoncito y…


—¡Quieres dejarte de palabrería y contarme qué ha pasado! —gritó Pedro.


—Al parecer, mi muy competente secretaria había metido ya la información en el ordenador y…


—¡Dios mío, no puedo creerlo! —Pedro se sentó en un taburete y miró fijamente a Richard—. Sé que esas máquinas no piensan por sí mismas, pero estoy empezando a creer que la tienen tomada conmigo.


—¿Y eso? —Richard apartó los ojos del bocadillo que se estaba preparando para mirar a su cuñado.


—La otra noche, fui la víctima de un error de ordenador en el restaurante del aeropuerto de San Francisco.


—¿En serio? —Richard se sentó al lado de Pedro y le dio un mordisco a su bocadillo—. Ya, entiendo. Oye, sácame un refresco del frigorífico, amigo. En fin, ¿debo suponer que la misma dama ha estado comprometida en ambos errores de ordenador?


—¿Adonde quieres ir a parar? —preguntó Pedro mientras abría una botella de agua mineral y la dejaba en la mesa, delante de Richard.


—Me atengo a los síntomas: pérdida de apetito, irritación por pequeñas cosas… Dime, ¿cómo te sientes? ¿Te sientes rechazado por la dama?


—¡Creo que deberías dejar de meterte donde no te llaman!


—Sólo estoy intentando ayudarte- Richard se echó a reír.


Pedro salió de la cocina dando un portazo.


Pero sabía que estaba más enfadado consigo mismo que con las bromas de Richard. Trató de averiguar el motivo por el que le enfadaba tanto algo sin importancia, algo que se podía explicar fácilmente. Comenzó a pasearse por el cuarto de estar de la casa de invitados, intranquilo y nervioso.


De repente, se detuvo, algo profundamente enterrado en su subconsciente afloró.


Silvia. La despampanante, vivaz y tempestuosa Silvia. ¡Cómo la había amado! ¡Qué poder había tenido ella para destrozarlo! El último año había sido una serie de peleas y falsas acusaciones. 


Recordó las discusiones que siempre surgían después de alguna emergencia o de que él hubiera pasado una noche con un paciente suicida.


Ahora veía a Silvia tal y como era, una mujer arrogante, caprichosa y egoísta: sin embargo, por aquel entonces, era demasiado joven y estaba profundamente enamorado. Se sintió destrozado cuando Silvia le dejó por un magnate «a quien yo le importo más que el resto de la gente».


Pedro se preguntó si le habría marcado en cierta forma, si la experiencia le había hecho temeroso de arriesgarse a intimar con otra mujer. ¿Se había refugiado en los problemas de los demás para así no enfrentarse a los suyos?


Entró en el estudio y se sentó en un gran sillón de cuero. Paula era diferente, era natural y tierna, e inocente.


Se incorporó en el asiento. ¡No confiaba en él! 


Tan sólo un pequeño problema con su tarjeta de crédito y dudaba de su integridad… bueno, de su solvencia económica. ¿Qué sabía Paula sobre él?


«¿Qué le has contado sobre ti?» Pedro se agitó incómodo en su asiento. Había pasado el mayor tiempo posible con ella, habían compartido muchas cosas.


«Los sueños de ella. Sus problemas. La has sonsacado, ¿no es cierto»


«Porque me intereso por ella».


«Pero no le has permitido compartir nada de tu vida».


Meditó sobre ello. Su hermana Lisa siempre le había acusado de pasarse la vida observando a la gente, escuchándola… observando, pero no participando. Se mantenía al margen como un mero espectador.


No, no le había hablado a Paula de sí mismo ni de su trabajo, su libro o su vida. Porque una vez amó y sufrió. Después de aquello, aún tenía miedo a correr riesgos.


Miró el manuscrito que tema encima del escritorio, el título: «la vida es para vivirla: una guía para la felicidad».


Sus labios esbozaron una sonrisa irónica.



***


Dos días después, por la tarde, Lisa se presentó en su estudio.


—Me gustaría hablar contigo, querido hermano.


—¿Y eso?


Pedro se recostó en el respaldo del asiento y colgó el teléfono. Como de costumbre, Paula no estaba en casa, sino en Groves. Alzó el rostro y miró a su hermana, que se había sentado en el escritorio y lo miraba críticamente.


—Sí, eres realmente guapo —declaró Lisa sonriendo maliciosamente—. Un poco descuidado, pero guapo. Necesitas un corte de pelo.


—¡Lisa, vamos, suéltalo ya!


—Está bien. Paula me llamó ayer y hoy hemos almorzado juntas.


—¡Vaya! -Pedro se incorporó en el asiento, pero algo le vino a la cabeza—. Quería enterarse de cómo puede pagar la operación, ¿verdad?


—Sí, pero eso ya no tiene importancia, la he convencido para que le envíe una nota a Richard de agradecimiento y, para que se quede tranquila, un pequeño regalo.


—Estupendo.


—Pero me he dado cuenta de que eso no es lo que más le preocupa.


—¿No?


—Lo que intento decirte, querido hermano, es que, a pesar de ser encantador y muy guapo, lo que a las mujeres les gusta más de ti es tu dinero.


—¡Lisa!


—Y me parece casi un milagro encontrar, por una vez, una mujer que te quiere a pesar de estar convencida de que eres un vago sin un céntimo.


—¿Paula… te ha dicho eso?


—No, claro que no, ha tenido mucho cuidado en no decírmelo. Veamos, ¿qué ha dicho? —Lisa se quedó pensativa mientras Pedro la miraba en silencio—. Creo que ha dicho que eres un hombre sumamente generoso, bueno y comprensivo, y que sólo piensas en los demás. Después, ha empezado a hablar de generalidades como que hay gente que se preocupa tanto por los demás que descuidan sus propios asuntos. Y, aunque hizo todo lo posible por no decirlo, me he dado cuenta de que cree que tú eres una de esas personas, alguien que da tanto que, cuando se quiere dar cuenta, está en la ruina.


Pedro miró a su hermana asombrado.


—¿Y todo eso lo ha deducido a partir de un problema con una tarjeta de crédito?


—¿Qué tarjeta de crédito? —preguntó Lisa sin comprender—. Que yo recuerde, no ha mencionado ninguna tarjeta de crédito. No, mis deducciones se han basado en generalidades. Por ejemplo, llevas bastante tiempo aquí y, en apariencia, no estás realizando ninguna actividad productiva. Y ahora que lo pienso… debe haber malinterpretado una de las bromas de Richard.


—¿Sabes una cosa, Lisa? Me dan ganas de retorcerle el cuello a tu marido.


—No culpes a Richard de tu mala costumbre de ser tan reservado respecto a tus cosas.


—¡Yo! Queridísima hermana, fuiste tú quien insistió en no decirle a nadie quién soy ni a qué me dedico hasta no acabar el libro.


—De acuerdo, tienes razón, pero no te enfades. Además, he venido a darte eso —Lisa le enseñó un cheque—. Quinientos dólares. Paula no estaba segura de si habías pagado el hospital, pero me da la impresión de que no quiere que te quedes sin un céntimo a cuenta de ella. Como estaba segura de que si te lo daba ella no lo aceptarías, me lo ha dado a mí. Y si no lo quieres, se supone que tengo que guardarlo hasta que lo necesites.


—¿En serio?


Pedro aquello le llegó al alma. ¡Pero tenía que hacerla comprender!


—Bueno, ¿no te parece que le debes una explicación a Paula, querido hermano?


—Sí, puede —Pedro sonrió maliciosamente—. O puede que no.



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