sábado, 24 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 6




Paula Chaves seguía a su vecino calle abajo en la oscuridad. Pedro, medio divertido medio irritado, caminó más lentamente a propósito para que no perdiera la pista. Aquella vecina, vestida con vaqueros y una camisa tan ajustada que casi le quedaba pequeña, era una tentación para cualquier lunático, pensó Pedro. Y ya que había salido de casa a altas horas de la noche por su causa se sentía obligado de protegerla. Sin embargo, tenía que convencerla de que lo dejara en paz, se dijo jurando entre dientes.


Aquella era la tercera noche en que se encontraba demasiado inquieto como para dormir, y sin embargo tampoco se sentía capaz de hacer lo que se había propuesto. Después de muchos años por fin había conseguido encontrar a su padre. Se había quedado mirando su casa durante dos noches seguidas, pero no había llamado a la puerta. Seguía estando demasiado enfadado con Luas Alfonso.


Si hubiera sido a Guillermo a quien hubiera localizado no lo habría dudado ni un segundo. Durante los últimos diez años había estado poniendo anuncios en la prensa de los alrededores de Coresburg Junction, Kentucky, la ciudad en la que los servicios sociales los habían separado. Y hacía ya casi un año que esos avisos habían logrado, en parte, su objetivo. Su madre había leído uno de aquellos periódicos y le había escrito. Pedro había ido a visitarla nada más volver de Europa esperando obtener noticias de Guillermo.


El reencuentro había sido difícil, pero al menos habían hablado. Gracias a él, Pedro había conocido la versión de su madre de lo ocurrido. Maria le había contado que, después de que su padre los abandonara, había encontrado un trabajo, pero pronto lo había perdido. No tenía dinero ni parientes a los que recurrir, de modo que no había tenido más remedio que dejar a sus hijos al cuidado temporal de los servicios sociales. Sin embargo, cuando por fin consiguió un trabajo y volvió a recogerlos, Guillermo y él habían desaparecido, tragados por el sistema social de acogida familiar. Le habían advertido que era imposible recuperarlos, y todavía seguía sin conocer el paradero de Guillermo.


Tras aquel encuentro, Pedro había vuelto a Alemania, su destino en las fuerzas aéreas, paralizado y entumecido por el dolor. Trató de olvidar zambulléndose de lleno en el trabajo, e incluso consiguió el ascenso a capitán. Pero entonces su madre volvió a escribirle, y aquella misiva le había conducido a Bedley Hills, Ohio. Su padre le había escrito una carta a Maria contándole que quería rehacer su vida. Lucas Alfonso, ex-alcohólico, decía que estaba buscando a su familia, a las personas a las que tanto daño había hecho, para pedirles perdón y tratar de remediar la situación. Sin embargo, para Pedro, Lucas llegaba unos cuantos años tarde.


Pedro rodeó la verja de la casa de Lucas por la parte exterior esperando a Paula. En cuanto volvieran a casa le diría que lo dejara en paz, pensó. Necesitaba concentrarse en aquel reencuentro con su padre, pero no podía hacerlo con mamá osa siguiéndolo a todas partes. Bastante tenía ya con no poder quitársela de la cabeza, pensó. No podía dejar de fantasear con ella, de pensar en cómo se sentiría abrazándola, besándola. Desde la tarde en que ella se había colado en su propiedad a través de los arbustos no había podido apartarla de su mente.



—No estoy en absoluto metida hasta el cuello — decía Paula en voz alta mientras se acercaba—. No me importa lo que diga Chantie, no estoy para nada involucrada en la vida de ese...


¿En su vida? ¿Estaba hablando de él?, se preguntó Pedro, que la había oído. Aquello era peor de lo que suponía, se dijo entre dientes. 


Nunca conseguiría deshacerse de ella. La observó girar en la curva, detenerse, y mirar confusa a su alrededor.


—¿Me estás buscando a mí? —preguntó Pedro dando un paso hacia adelante. Paula giró, asustada y temblorosa, alumbrándolo con la linterna—. Se te están gastando las pilas.


—¿Qué estás haciendo a estas horas de la noche?


—Eso no es asunto tuyo —contestó Pedro sin poder desviar la vista de la camisa de Paula, cuyos botones la mantenían cerrada a duras penas.


—Sí que es asunto mío —contestó Paula con un gesto de la mano mientras Pedro tragaba e imaginaba que se abría—. Soy la jefa de la vigilancia nocturna, hemos tenido casos de vandalismo.


—Razón de más para que no salgas en mitad de la noche —contestó él—. ¿Es que no ves lo fácil que es asustarte para cualquier depredador vicioso?


—El único depredador con el que me he encontrado eres tú.


Nada más terminar de decir aquello, Pedro dio un paso hacia adelante y clavó los dedos en los hombros de Paula sacudiéndola y atrayéndola hacia sí. Paula no pudo escapar. Por un momento se quedó mirando para arriba con los ojos grandes y desafiantes.


—No te atrevas —advirtió sin apartarse.


No obstante, Pedro sólo pretendía demostrarle lo vulnerable que era, pero de pronto, al tenerla cerca, notó los latidos de su corazón y sus propias defensas comenzaron a fallar. Paula resultaba dulce y suave en sus brazos, y hacía tanto tiempo que no sostenía en sus manos un pedazo de cielo, que Pedro no pudo evitarlo. Se inclinó y besó las suaves curvas de sus labios.


Paula sintió que toda su carne temblaba. Abrió la boca y la presionó contra la de él. La linterna cayó dando tumbos y haciendo ruido contra el suelo. Luego deslizó las manos a tientas por los brazos de Pedro. Él tuvo la sensación de que ambos habían estado esperando aquel momento.


Pedro gozó de la exquisitez de aquel instante y saboreó el contacto de las manos de Paula sobre sus hombros y su pecho. Profundizó en aquel beso con la lengua y acarició la suave y cálida piel de su nuca con dedos temblorosos. 


Por lo general no le resultaba atractivo el pelo corto en las mujeres, pero a Paula le sentaba bien. La hacía sexy y descarada, pensó, y resultaba encantador rozar su cabello con los dedos. Un intenso deseo comenzó a surgir en él mientras trataba de recordar la última vez en que había deseado de esa forma a una mujer.


Pero justo cuando pensaba en ello, Paula lo empujó y se apartó de él. Pedro se quedó mirándola, convencido de que aquellos enormes ojos y aquellos labios lo perseguirían, de que no le dejarían dormir. Gracias a aquellos exquisitos instantes podía comenzar a creer que era capaz de sentir, de tener emociones. Podía dejar de pensar en sí mismo como en un iceberg, y ninguna mujer lo había conseguido hasta ese momento, recapacitó.


—¿Por qué me has besado? —preguntó Paula.


—Para asustarte, para que me dejes en paz —contestó él torciendo la boca.


—Bueno, en ese caso has fracasado rotundamente.


—Sí —contestó él serio—, ya me he dado cuenta.


—Voy a seguirte como si fuera tu propia sombra, voy a descubrir si eres el vándalo —aseguró Paula.


—Bueno, pero no te hagas ilusiones —bromeó Pedro—, no estoy disponible, no deseo tener relaciones.


—Magnífico, porque yo tampoco —contestó ella sintiendo que temblaba de cintura para abajo—: Escucha, voy a ser razonable. Con que me cuentes qué es pero desde luego sería incapaz de hacerle daño a nadie.


—¿Y no te importa que la gente encuentre extraña tu forma de comportarte? Si sigues así nunca vas a conseguir integrarte en una comunidad —añadió Paula tratando de aparentar normalidad mientras sus rodillas temblaban y sus labios reclamaban otro beso.


—No confío en la gente, no me preocupa lo que los demás puedan pensar de mí.


—¿No? —repitió Paula levantando las cejas sorprendida—. ¿Y te has dado cuenta de que tus ojos a veces dicen exactamente lo contrario? Dices que no quieres que te molesten, pero la expresión de tus ojos parece estar tachando ese «no».


Pedro sacudió la cabeza. No, no se había dado cuenta. 


Según creía la expresión de su rostro nunca delataba sus sentimientos. Al menos hasta conocer a Paula, recapacitó. 


Dieron la vuelta a la esquina y Pedro olió la fragancia a flores salvajes de su cabello. De pronto aquel aroma le hizo fantasear con un lecho de flores sobre el que ella se tumbara observándolo...


—¿En qué estás pensando? —preguntó Paula.


—No creo que quieras saberlo.


Pedro observó su rostro y vio que estaba dolida. 


Quizá aquella respuesta hubiera sido demasiado dura, pensó. Sin embargo no le importaba lo que ella pensara. Nunca le había importado nadie, ni a nadie había necesitado. Cada vez que lo hacía resultaba herido, de modo que, ¿para qué preocuparse?, se preguntó.


—Te he visto salir esta mañana —comentó cambiando de tema. Recordaba perfectamente su vestido azul. Nunca olvidaría su aspecto ni su forma de moverse. Sólo de recordarlo se le quedó la boca seca. Tragó y preguntó—: ¿Ibas a trabajar?


—Sí, tengo una tienda para novios. Se llama Weddings and Whatnot.


Pedro no contestó nada. No se sentía capaz, de modo que se concentró en las sombras de la noche. Si había algún vándalo en el vecindario debía estar preparado, se dijo. No quería que Paula corriera ningún peligro.


Paula suspiró. Habían vuelto a su calle, pero Pedro no le había dicho aún lo que necesitaba saber.


—Sales a pasear por la noche para no tener que hablar con nadie, ¿verdad?


—Sí, pero ya has visto que no me ha dado resultado —contestó Pedro. Paula enfocó su rostro con la linterna para ver su expresión y saber si le estaba tomando el pelo, pero sus ojos negros se mantenían oscuros e indescifrables—. Cuéntame lo de ese vándalo.




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