sábado, 21 de octubre de 2017

NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 14





Hacía mucho que Cenicienta había regresado del baile.


Paula sonrió de forma irónica al abrir la puerta principal de su casa y entrar en ésta tras un largo día de trabajo. El contraste entre la belleza y el estilo de la hermosa mansión de Pedro en Sevilla y aquella pequeña casa no podía ser más pronunciado. Pero por lo menos aquella casa era un hogar y no un lugar de interés turístico como lo había sido la mansión de Sevilla. Un lugar turístico sin corazón y sin calidez. Muy parecido a su dueño.


Pero aquel día su pequeña casa parecía fría y poco acogedora. Pensó que seguramente había problemas con el sistema de calefacción.


El tiempo también era muy distinto al que había disfrutado en España. Las cálidas temperaturas de aquel país no se podían comparar con el molesto viento y el frío que hacía en Yorkshire. Y los partes meteorológicos predecían que la situación iba a empeorar durante el fin de semana. Incluso se esperaban tormentas. Ella misma se había percatado de lo oscuro y cargado que estaba el cielo cuando había conducido de vuelta a casa desde la biblioteca en la que trabajaba. Simplemente rezaba para que la calefacción funcionara cuando comprobara el sistema y la encendiera manualmente.


La casa acababa de comenzar a calentarse y ella había empezado a preparar la cena cuando inesperadamente sonó el timbre de la puerta.


Se preguntó quién podría ser. No esperaba a nadie y la casa estaba lo suficientemente apartada del pueblo como para que nadie llamara a su puerta por casualidad. Tampoco tenía vecinos. Se limpió las manos en un paño y se apresuró a averiguar quién había llamado.


Cuando abrió la puerta y vio la figura que esperaba al otro lado, se quedó sin aliento. Dio varios pasos atrás.


Pedro Alfonso estaba allí de pie… con un aspecto muy imponente. Tenía los ojos tan oscuros y sombríos como el cielo que se observaba detrás de él. Parecía que las predicciones meteorológicas habían acertado ya que estaban cayendo pequeños copos de nieve, algunos de los cuales le habían caído a él sobre la cabeza y brillaban como diamantes en contraste con su pelo negro.


—¡Pedro!


—Buenas tardes, señorita —contestó él, frunciendo el ceño.


Aquello destrozó los recuerdos de la devastadora sonrisa de la que ella había disfrutado durante tan poco tiempo la semana anterior.


Pero nada podía alterar el impacto que causaba aquel hombre. Incluso en aquel momento, bajo el abrigo azul oscuro que llevaba, seguía siendo el hombre más atractivo que ella jamás había visto. Y su piel dorada parecía incluso más exótica en contraste con los apagados tonos del invernal paisaje que les rodeaba.



—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, consciente de que parecía muy descortés. Pero la impresión de verlo en su puerta había provocado que aquellas palabras salieran de su boca.


El era la última persona que había esperado, o deseado, que fuera a visitarla. O por lo menos aquello era lo que su mente le permitía admitir. Pero la verdad era que un perverso e indeseado instinto había provocado que le diera un vuelco el corazón nada más verlo.


—He venido para devolverte algo de tu propiedad —contestó Pedro, levantando una mano para mostrarle la bolsa de plástico gris que llevaba.


—¿Mi…?¿Qué propiedad?


—Tus zapatos.


—¡Debes de estar bromeando! Si piensas que voy a creer que alguien vendría desde Sevilla para devolverme unos zapatos, es que…


Paula dejó de hablar al levantar Pedro aún más la bolsa y abrirla lo suficiente por la parte superior para que ella pudiera ver su contenido. Se ruborizó al ver el cuero rosa de los zapatos.


—¡Los has traído! ¡No había necesidad!


Pedro se encogió de hombros ante la protesta de ella.


—Quería devolverte lo que es tuyo, pero ésa no es la única razón por la que he venido.


—Hubiera sido suficiente con que los mandaras por correo.


Paula se percató tardíamente de que no había dejado que él terminara de hablar; había empezado a hablar mientras él todavía no había terminado la segunda parte de su frase. Pero al darse cuenta de lo que había dicho se quedó muy impresionada.


—¿No es la única razón por la que has venido? ¿Qué otros motivos tienes para estar aquí?


—Quizá si me dejaras entrar podríamos hablar, ¿no te parece?


Aquella sugerencia era obvia. O por lo menos lo hubiera sido si su relación con aquel hombre fuera normal. ¿Relación? Impactada, se dijo a sí misma que no tenía ningún tipo de relación con Alfonso. Pero no costaba nada ser educada y no podía dejarlo allí, de pie al otro lado de la puerta, con el tiempo tan malo que hacía. Por mucho que quizá deseara hacerlo.


—¿De qué tenemos que hablar?


—Sería más fácil si me dejaras entrar.


Si no lo dejaba entrar, era obvio que él no iba a decir nada. 


Resignada, suspiró y abrió la puerta de par en par.


—Pasa… —dijo, arrepintiéndose de haber abierto la puerta, ya que él era la última persona que quería que estuviera dentro de su casa.


Pero aun así le dio un vuelco el corazón al observar cómo Pedro entró en su pequeño vestíbulo. No comprendió cómo podía desear que él no estuviera allí, pero al mismo tiempo no podía dejar de mirarlo.


Su casa tenía los techos bajos, lo que le hacía parecer a él mucho más alto de lo que era. Cuando se dio la vuelta para mirarla, estaba esbozando una de aquellas devastadoras sonrisas suyas.


—¿Qué? —preguntó ella con dureza. Tenía el pulso revolucionado y sintió las piernas débiles—. ¿Qué es tan gracioso?


—No es gracioso, pero… —contestó Pedro, acercándose a Paula y acariciándole la mejilla.


Ella sintió como si repentinamente le dejara de latir el corazón.


—Tienes harina en la cara. Ahí… —continuó él, mostrándole la mano con los restos de harina que le había quitado de la mejilla.


Pero Paula sólo miró los dedos de él un instante, ya que no podía apartar la mirada de su hermosa cara.


Los recuerdos se apoderaron de su mente. Los recuerdos de una preciosa casa estilo árabe, de una habitación rosa y de la dulzura de unas caricias que en poco tiempo se habían transformado en algo más. Recuerdos que quería apartar de su mente.


—Gracias —ofreció, avergonzada.


Automáticamente se limpió la mejilla con la mano. Pero entonces, al ver la harina en sus dedos, agitó la cabeza.


—Sígueme —ordenó en un tono de voz innecesariamente enérgico para tratar de esconder lo confundida que estaba.


Se dirigió a abrir la puerta que daba a la sala de estar y oyó cómo Pedro cerraba la puerta de la calle. En ese momento la aprensión se apoderó de ella y se preguntó si había actuado de manera estúpida al invitarlo a entrar. Nunca antes había sido tan consciente de lo aislada que estaba su casa. Cuanto antes terminara con aquello y se marchara Alfonso, mejor. No le iba a ofrecer nada de beber ya que si lo hacía parecería que quería que estuviera allí.


—¿De qué va todo esto? —le preguntó, entrando en la sala de estar. Se colocó detrás de la mesa para que así ésta estuviera entre ambos—. Y no esperes que me crea que tiene algo que ver con los zapatos que has utilizado como excusa para venir aquí.


Pedro agitó la cabeza a modo de objeción ante la acusación de ella.


—Tenemos que hablar —contestó.


—¿Pero hablar de qué? ¿De por qué estás aquí?


—¿Por qué? Hubiera pensado que eso era obvio.


Él se había hecho a sí mismo esa misma pregunta casi cien veces durante su viaje desde España. Sabía qué le había llevado a viajar; había sido la decisión tomada bajo los efectos de la furia que se había apoderado de él cuando había regresado al dormitorio tras haber contestado a aquella llamada telefónica. Incluso había interrumpido a uno de sus gerentes para poder regresar con Paula.


Pero había encontrado la habitación vacía y la puerta abierta de par en par. No había encontrado rastro de la mujer que había tenido en sus brazos, la mujer que había respondido tan apasionadamente a sus besos, a sus caricias. La única evidencia de que ella había estado allí era el arrugado edredón y la marca que había dejado su cabeza en la almohada.


En aquel momento había comprendido lo que había ocurrido, aunque no había sido capaz de creérselo. Corroboró sus sospechas al preguntarles a los miembros del personal y se sintió embargado por la furia.


Paula había huido de él.


La primogénita de la familia Chaves había hecho lo mismo que su hermana. Toda la familia le había dado un navajazo a su orgullo y a su reputación… y se habían llevado el dinero que tan tontamente él les había dejado tomar al principio. Y alguien tenía que pagar por aquello.


Y ese alguien iba a ser Paula Chaves.


Por supuesto que también podía haber mandado al mentiroso padre de ésta a la cárcel por malversación de fondos, tal y como había planeado en un principio. Pero eso ya no le satisfacía. Lo único que había tenido claro había sido que iba a encontrar a Paula.


Había sido muy sencillo averiguar su dirección. A la bruja de su madrastra le había encantado ayudarle y su débil padre no se había opuesto. Su propia familia se la había ofrecido en bandeja.


En cuanto Paula le había abierto la puerta de su casa aquella tarde, había comprendido la razón por la que se había empeñado en que ella pagara. No se la había podido quitar de la cabeza. Desde que había desaparecido de su casa, su imagen se había apoderado de su mente, le había impedido pensar con claridad e incluso dormir.


De hecho, si tenía que ser sincero consigo mismo, había estado pensando en ella desde el primer momento en el que se habían conocido. Quizá Petra la había descrito como simple y sin estilo, pero había habido algo en ella que había captado su atención y se había apoderado de sus sentidos. Incluso cuando había pensado que era una mujer fría y calculadora, se había sentido intrigado por ella.


Paula no le había dejado dormir o, si se lo había permitido durante un momento, se había apoderado de sus sueños en forma de eróticas imágenes que susurraban su nombre y le ofrecían su boca para que la besara, así como su cuerpo para que lo acariciara.


Cuando agitado y tembloroso se despertaba, con el corazón latiéndole el doble de rápido de lo normal, se percataba de que su sexo estaba erecto y su cuerpo completamente excitado.


En el momento en el que ella había abierto la puerta de su casa había sabido por qué estaba allí. Los zapatos no eran una verdadera excusa; quizá la venganza fuera parte de ello, pero la intensa atracción física que sentía hacia aquella mujer era lo que le había llevado hasta Inglaterra. 


Verla como nunca antes la había visto, vestida con un jersey rojo y unos pantalones vaqueros ajustados que marcaban sus delicadas curvas, con el pelo suelto y ondulado, había provocado que el corazón le diera un vuelco. Se había visto invadido por unas intensas ganas de abrazarla y besarla.


—Estoy aquí para terminar lo que empezamos —declaró—. He venido a por ti.




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