sábado, 30 de septiembre de 2017

RUMORES: CAPITULO 11




Una semana más tarde, mientras miraba con nerviosismo el reloj de encima de la chimenea, Paula ya no se sentía tan capaz de manejar la absurda situación en la que se encontraba. Pero tenía el discurso preparado. Sería educada, pero firme.


-Eran las ocho y media y fuera estaba nevando. Fred Wilson, su vecino más próximo, que cuidaba de la granja mientras sus padres estaban fuera, había dejado un buen montón de leños al lado de la chimenea. Tenía una copa de vino tinto enfrente y el olor del guiso que su madre había dejado era delicioso. Debería sentirse relajada, pero estaba como un flan.


Tardó treinta segundos menos en llegar hasta la puerta. 


Tenía que darle a Pedro sensación de independencia, y aquellos pequeños detalles eran importantes.


No sabía por qué se estaba preocupando. Pedro se sentiría aliviado de saber que no lo necesitaba. ¿Qué no lo necesitaba? ¡Ojalá fuera verdad!


«Reconócelo, Paula. Tienes miedo de que en cuanto lo veas, todos esos admirables principios tuyos salgan volando por la ventana. Si intenta hacerte el amor, puede que aceptes lo que te quiera ofrecer incluso aunque no sea suficiente».


«Soy patética y débil», pensó frunciendo el ceño con disgusto. «¿Y si cree que todo esto lo he planeado yo con la ayuda de Ana?».


Aquella nueva idea la hizo incorporarse. La habitación, tenuemente iluminada, tomó otro aspecto ante sus ojos. ¿Y si él pensaba que la música, el fuego y la luz formaban parte del escenario para seducirlo?


Se levantó apresurada y se calzó las muletas bajo los brazos. La música desaparecería para empezar y la luz... 


Más luz, necesitaba mucha más luz.


El grito que lanzó hubiera despertado a un muerto.


Por supuesto que gritó. Cualquiera que tropezara con un torso de aquellas proporciones en una casa en la que estaba sola hubiera lanzado un grito.


-¡Vaya grito, mujer! ¡Casi me ha dado un infarto!


Pedro la tomó por los hombros y la miró como si se hubiera vuelto loca.


-¡Tú! -exclamó ella indignada- ¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué crees que estás haciendo merodeando por aquí así? ¿Y cómo has entrado?


-¿Entrar? Con la llave que me dio tu madre, por supuesto. 
Dios mío, si estás todavía temblando. Ana me dijo que estabas muy nerviosa por estar aquí sola, pero pensé que estaba exagerando.


-Ella no me contó que te había dado ninguna llave -dijo Paula con sensación de injusticia. Con una familia como aquella, ¿quién necesitaba enemigos?, pensó con amargura-. ¡Y no estoy nerviosa! Me has dado un susto, eso es todo.


-No tenía ni idea de que te asustaras con tanta facilidad.


-No soy un caballo ni tampoco tengo un carácter nervioso. No esperaba tropezarme con... -sus ojos se posaron un instante en sus enormes hombros-, con un obelisco en mi salón. Podrías haber llamado a la puerta.


-Lo hice. Varias veces, pero debías estar en trance con la música -las arrugas alrededor de sus ojos se cerraron más con una expresión de desdén-. ¿Te gusta este tipo de música?


La suave balada siguió inundando la habitación.


-Pues lo cierto es que sí. ¿Cuál es tu estilo, Pedro? ¿No me digas que te gusta más el rock and roll?


-Me gusta más la música clásica y cuando me entra la vena romántica, prefiero a Puccini. Pero en el contexto de nuestra relación, supongo que eso no es relevante.


No era fácil romper el contacto con aquellos retadores ojos grises. Había algo amenazador y atractivo en su mirada.


-Muy cierto, pero lo que me sorprende es que siquiera te pongas romántico. Tú lo reduces todo al mínimo común denominador.


-¿Y eso te ofende?


-Es irrelevante para mí. Y si no te importa, soy muy capaz de mantenerme de pie sin tu asistencia -miró con intensidad sus fuertes manos y sintió la oleada de impotencia habitual-. De paso, estás echando vapor -dijo para desviar su atención.


Se moriría de humillación si él adivinara lo que estaba sintiendo.


-Ya lo sé -la soltó y empezó a quitarse el grueso abrigo del que el vapor salía de forma visible. Sacudió la cabeza y una miríada de gotitas saltaron de su pelo-. Está nevando bastante.


-Entonces ha sido una estupidez que hayas venido hasta aquí -señaló Paula.


La granja estaba a bastante altura y el tiempo siempre era peor allí que en el pueblo.


-Dije que vendría y eso he hecho.


-¿Incluso aunque sea totalmente innecesario?


Pedro le dirigió una mirada especulativa.


-Colgaré esto para que se seque, ¿de acuerdo?


-¿Y por qué me lo preguntas a mí? Pareces estar como en tu casa.


Pedro volvió a los pocos segundos.


-No busques segundas intenciones, Paula -dijo él sin rodeos-. Tú has dejado tu posición bastante clara y yo no tengo la mínima intención de coaccionarte, así que deja de mirarme como si estuviera a punto de abalanzarme sobre ti.


-Eso es un alivio -respondió ella para ocultar los ambiguos sentimientos que le inspiraba.


Ya solo tendría que preocuparse de sus propios instintos básicos. ¡Vaya consuelo!


-Pareces cansado -las líneas de agotamiento de su cara la preocuparon. También tenía la piel un poco grisácea, como si no hubiera dormido mucho-. Siéntate.


¿Por qué habría dicho aquello? Debería estar acompañándolo a la puerta, no rodearlo de una atmósfera de bienvenida.


Pedro pareció preguntarse lo mismo, pero, para su sorpresa, siguió su sugerencia.


-He tenido una reunión en Birmingham esta mañana y hemos tenido que desviarnos en el viaje de vuelta. Como siempre, en cuanto aparece un copo de nieve, se colapsa toda la carretera. Encima tuvimos que cambiar una rueda, que fue la gota que colmó el vaso de un día cargado de frustraciones.


Trabajaba mucho, decidió Paula frunciendo el ceño. Y lo último que debía apetecerle después de un día duro sería ir a cumplir con una obligación que le desagradaba.


-Este es tu asiento -dijo Pedro con intención de moverse.


-No, no te preocupes. Me sentaré aquí -la parte trasera de su pierna rozó el sofá-. ¿Quieres una copa de vino?


Lo había ofrecido sin pensarlo y se maldijo en silencio por su vulnerabilidad. Pedro era la última persona en el mundo que necesitaba protección, se aseguró enfadada.


Él enarcó las cejas.


-¿Para celebrar nuestra tregua? Encantado.


-No tientes tu suerte, Alfonso -masculló ella sin verdadera convicción.


Cuando sus ojos sonreían estaba increíblemente atractivo.


Lo era y punto.


-Deja que vaya yo a buscar la copa -se ofreció Pedro cuando ella se acercó al armario.


-¡Ni te atrevas! Estoy harta de que la gente se crea que soy una inútil.


-No lo eres, pero estás vulnerable. Gracias -dijo Pedro cuando le pasó la copa-. ¿Cuántas veces se quedaron tus padres incomunicados el invierno pasado?


-No lo sé. No estaba aquí.


-Pero sabes que se quedaron, ¿verdad?


-Nos hemos quedado muchas veces -asintió a regañadientes Paula. 


-Entonces podrás entender la preocupación de tu madre. Me parece muy bien la independencia, pero no hasta el punto de la estupidez.


-¿Me estás llamando estúpida?


-No empecemos con los insultos -la miró por encima del borde del vaso y Paula sospechó de su actitud pacífica-. ¿Podemos dejarlo en que eres más terca que una mula? Yo soy el vecino más cercano que tienes y no me resulta inconveniente venir diez minutos al día a ver cómo te encuentras.


-Los Wilson están más cerca -señaló ella con pedantería.


-Ya, pero tienen que cruzar los campos si las carreteras están bloqueadas. Y ya tienen que cuidar a su ganado, ¿no? ¿Quieres darles más trabajo?


-Sigo pensando que es totalmente innecesario.


Pero Paula ya sabía que estaba librando una batalla perdida. Iba a verlo todos los días durante las siguientes tres semanas. Y cada día ella sería la obligación que le habían impuesto después de un trabajo agotador. Y cada día estaría ella en aquel estado de nervios y anticipación esperando su llegada. ¿Y todo para qué?


-Por suerte -prosiguió él cerrando los ojos-, a mí no me preocupa demasiado lo que tú pienses


Su gran cuerpo se desplomó en el sillón.


Paula había tenido una muñeca que podía hacer aquello: quedarse dormida sin previo aviso. Pero era la primera vez que lo veía en una persona.


-¡No te duermas!


El pánico la asaltó


-¿Qué? Dios, no... -Pedro se frotó los ojos con aspereza-. Lo siento. Debe ser el calor.


-No importa -respondió ella con voz ronca.


No pudo evitar la fascinación que le produjo la juvenil expresión de sus facciones cuando casi se había quedado dormido.


-Estoy segura de que tendrás cosas que hacer.


Como ir con tu banquera, pensó sombría.


-Dormir.


-Deberías comer algo. Estaba a punto de...


Se detuvo justo a tiempo. Paula no estaba acostumbrada a ser distante y desagradable. La calidez de su personalidad seguía aflorando en los momentos más inoportunos.


Pedro la estaba mirando con expresión de diversión.


-¿Qué estabas a punto de hacer?



-Comer -lanzó un suspiro de derrota-. Puedes tomar algo si te apetece. Hay mucha comida -de hecho, su madre había dejado comida preparada para un regimiento-. Si no lo comes tú, se lo tendré que echar a los perros.


-Tu hospitalidad tiene un encanto muy personal -respondió él con gravedad-. Me encantaría cenar contigo.


-Pero no esperes esto cada noche.


-Intentaré mantener mi apetito a raya.


-Buf -gruñó ella girando la cara para que no pudiera verla sonrojarse como una adolescente por el doble sentido.






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