sábado, 8 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 30





Volvieron a la granja en silencio. Paula deseó poder decir algo útil, pero no se le ocurría nada. Se preguntó si debía ofrecerse a marcharse de Savannah inmediatamente, y le sorprendió que la idea la desgarrase tanto.


Cuando por fin atravesaron las puertas de Savannah, se giró hacia Pedro.


—Gracias por haberme llevado al desfiladero. Es maravilloso.


—Ha sido un placer —contestó él en tono seco.


—Con respecto a la semana que viene, cuando tenga que ir al médico, puedo…


Él frenó de golpe.


—No vas a ir sola a Gidgee Springs. No lo permitiré.


—La carretera es segura.


—Paula, por Dios —dijo él, golpeando el volante—. Son más de cien kilómetros de monte, y no hay tiendas ni talleres. No hay policías que puedan acudir en tu ayuda si se te pincha una rueda. Podrías tener problemas.


Pau se dio cuenta de que estaba muy enfadado y le dio miedo pensar que había llevado al tranquilo Pedro hasta el límite.


—Yo te llevaré —insistió él muy serio.


—Gracias —le respondió ella—. Eres muy amable.



***


Pedro se apoyó en la valla del prado donde estaban los caballos mientras lidiaba con el golpe bajo que le había dado Paula.


Había experimentado muchas emociones fuertes ese día. 


Primero se había enfadado por cómo lo había estropeado todo, precipitándose, besándola. Paula había ido a ver el desfiladero para descansar de trabajar y él había intentado seducirla.


No le había dicho todo lo que había querido decirle: lo importante que era para él, cómo le hacía sentir, lo especial que era, los cientos de razones por las que estaba loco por ella.


Había vuelto decepcionado y desesperado, pero en esos momentos estaba empezando a calmarse, y sabía que no iba a tirar la toalla. Todavía no. No podía ceder, como lo había hecho cuando sus sueños de convertirse en piloto de caza no se habían hecho realidad.


Sin duda, Paula esperaba que aceptase su negativa y que se alejase de ella sin más.


«Pues no, cariño».


Pedro llevaba toda la tarde dándole vueltas y, cuánto más lo pensaba, más seguro estaba. Lo que sentía por Paula no se debía sólo a su físico, era diferente, única. Especial. Le daba igual que tuviese dieciocho o cincuenta años, seguía siendo la mujer a la que quería.


Tenía presencia. Era inteligente. Una mujer con clase.


Pero lo más importante, el motivo por el que no podía dejarla marchar, era la increíble química que había entre ambos. Así que no iba a apartarse de ella.


Aunque no tenía ni idea de cómo iba a conquistarla.


Una cosa estaba clara: eso no iba a ocurrir hasta que ella se diese cuenta de que lo necesitaba. Porque lo necesitaba, estaba muy claro. Pedro estaba seguro, así que lo único que debía hacer era tener paciencia.


Por desgracia, la paciencia no era una de sus virtudes.



* * *


Durante los siguientes días, Pedro la trató de manera educada, amable y distante. Era un perfecto caballero que la trataba como a una senadora que había sido invitada a pasar unos días allí. Respetaba su privacidad, se aseguraba de que tuviese todo lo que necesitaba y, cuando ella le hacía alguna pregunta, él respondía con amabilidad acerca del funcionamiento de la finca.


Paula odiaba aquella situación.


Quería que volviese el otro Pedro, el Pedro atrevido y alegre. 


Sobre todo, quería ver el fascinante brillo de sus ojos.


Se sintió muy alarmada al darse cuenta de que le había dicho que su aventura había terminado, pero en realidad se moría de ganas por volver con él. Al parecer, su integridad la había abandonado.


Lo peor era que, en vez de sentirse tranquila y aliviada, estaba más distraída que nunca, no era capaz de concentrarse en su trabajo, ni en sus libros. Por las noches, cuando apagaba la luz e intentaba dormir un poco, sólo podía pensar en él.


Estaba empezando a pensar que tendría que marcharse de Savannah antes de lo previsto.


Sola.






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