sábado, 25 de febrero de 2017

APUESTA: CAPITULO 20




Estados Unidos, seis años atrás


Pedro se presentó en San Francisco cinco días después de la huida de Paula. La joven no podía creer que hubiera ido detrás de ella, ni mucho menos esperaba que se enfadara tanto como se enfadó.


—¡Una nota! ¡Me dejaste una nota! ¿Qué soy para ti, un amigo o el lechero?


La joven contrajo el rostro, aguantando como podía el chaparrón.


—Si te hubiera dicho que me iba habrías tratado de detenerme —dijo intentando hacerlo comprender. Bajó la vista y se giró hacia la ventana del apartamento que había alquilado—. Lo siento de verdad. Pedro, siento haberme ido así, pero es que no podía aguantar seguir allí ni un segundo más.


Su voz sonaba temblorosa, y de pronto su amigo se sintió mal por haber llegado gritándole. Se quedó callado un buen rato, pero finalmente se acercó por detrás y le puso la mano en el hombro, apretándoselo ligeramente.


—Perdóname por haberme puesto así. Dime, ¿cómo te encuentras ahora?


La joven se volvió hacia él y sacudió la cabeza suavemente.


Pedro, podías haberme preguntado eso por teléfono, te habría salido más barato.


—Olvídate del dinero. Estaba preocupado por ti.


Paula lo miró conmovida e incrédula. Así era Pedro: había cruzado medio mundo únicamente para asegurarse de que estaba bien. Esbozó una pequeña sonrisa, pero, aunque quería abrazarlo, se quedó donde estaba, abrazándose a sí misma.


—Lo siento, no quería preocuparte. Es que necesitaba… alejarme de allí lo antes posible.


—¿Por Kieran?


La joven volvió a darle la espalda, contemplando cómo llovía fuera.


—En parte.


—¿Y por qué más?


—Porque necesito averiguar qué quiero hacer con mi vida —inspiró profundamente y se giró hacia él—. Necesito tiempo, tiempo para descubrir quién es en realidad Paula Chaves y qué es lo que espera de la vida. Hasta ahora he sido la pequeña Paula de papá y mamá, tu Paula, la Paula de Kieran, pero no estoy segura de saber quién soy para mí.


Los oscuros ojos de Pedro escrutaron los suyos.


—Pero… piensas volver a casa… ¿verdad? —inquirió esperanzado.


—Algún día.


—Prométemelo, Chaves.


—Te lo prometo.



****


Paula no podía dormir. No era que estuviera enfadada por aquella ridícula apuesta que le había propuesto Kieran. No, era más por el hecho de haberse sentido celosa ante la idea de imaginar a su mejor amigo con otra mujer, haciendo la clase de cosas que ella estaba ansiosa por hacer con él, la clase de cosas en las que no podía dejar de pensar. Eso era lo que estaba robándole el sueño.


Hacia las cuatro de la madrugada ya no lo aguantaba más. 


Haciendo el menor ruido posible, se bajó de la cama, abrió un cajón, sacó una camiseta, una sudadera, un par de calcetines y sus pantalones cortos de chándal. Correr un poco la cansaría y tal vez así podría dormir un poco. «Nunca hubiera pensado que la frustración sexual pudiera provocar insomnio», se dijo con ironía.



****


Entretanto, Pedro tampoco podía dormir. Se dio la vuelta en la cama y miró su reloj despertador: las tres y cincuenta de la madrugada. Volvió a darse la vuelta sobre el colchón, pensando en Paula, que no lo había mirado siquiera durante el resto de la noche. ¿Qué esperaba, que se disculpase? ¿Por qué? ¿Por haber salido un par de veces con una chica años atrás?


Al cabo de un rato miró otra vez la hora, pero solo habían pasado cinco minutos. Resoplando, se incorporó y apartó las sábanas. Hacía calor. ¿Y qué si Marie Donnelly le había parecido atractiva? Se sentía confundido, muy confundido, y tremendamente frustrado. La necesidad de besar una vez más a Paula era tan fuerte que casi parecía un dolor físico.


Encendió la luz de la mesilla de noche y empezó a caminar arriba y abajo por la habitación, sus pies descalzos haciendo crujir suavemente el suelo de madera. Tal vez si Paula se hubiera quedado en Estados Unidos él podría haber seguido llevando el estilo de vida tranquila y ordenada que había logrado alcanzar. ¡Qué tonterías estaba pensando! ¿A quién pretendía engañar? No cambiaría por nada todos los meses que Paula llevaba viviendo en su casa.


Siguió discutiendo consigo mismo hasta las cuatro… las cuatro y diez… las cuatro y veinte… Pero a las cuatro y media ya no aguantó más. Se puso las zapatillas y bajó las escaleras para hacer un poco de café.


Y, al entrar en la cocina, allí estaba ella. Debía de haber estado haciendo jogging, y seguramente había entrado en ese momento, ya que la encontró con la puerta trasera abierta, los brazos en cruz, apoyadas las manos en el marco, y la cabeza colgando, como intentando recobrar el aliento.


La luz anaranjada del porche recortaba su silueta y arrancaba destellos de sus cabellos rojizos. Pedro admiró sus piernas, brillantes por el sudor, observó como subían y bajaban sus senos, escuchó su respiración jadeante… 


¡Dios!, era casi como una prolongación de sus fantasías nocturnas. Tragó saliva y sintió que su cuerpo se tensaba. ¿Cómo se suponía que podía luchar contra aquella atracción cuando Paula lo excitaba hasta ese punto?


En ese momento ella advirtió su presencia y se incorporó, visiblemente sorprendida.


—Lo siento —balbució Pedro sin saber por qué se estaba disculpando.


La joven puso los brazos en jarras y lo miró con una ceja enarcada.


—¿Por qué, por hacer mi vida más difícil de lo que ya es?


Pedro sonrió.


—Supongo. Por cierto, respecto a esa absurda idea de Kieran de anoche…


La joven cerró la puerta y dio unos pasos hacia él.


—Lo sé, sé que mi reacción fue un poco desproporcionada.


Pedro no podía creer la facilidad con que se habían aclarado las cosas después de las vueltas que le había dado aquella noche. Dio un paso hacia ella y señaló la cafetera.


—Iba a hacer café. ¿Te apetece una taza?


¿Por qué de repente sentía como si tuviera un ejército de hormigas desfilando dentro de su estómago?


No estaba seguro de que le gustara perder de ese modo el control sobre sí mismo.


—No, gracias —se rió Paula—, lo último que necesito es algo que me quite todavía más el sueño.


Pedro tragó saliva de nuevo y dio otro paso hacia ella.


—Ya. La verdad es que yo tampoco podía dormir.


Paula suspiró.


—Yo… no puedo seguir así por más tiempo —dijo alzando los brazos y dejándolos caer—. No puedo seguir andando de puntillas a tu alrededor. Esto es tan frustrante, tan… horrible. Creo que no me había sentido peor en toda mi vida.


—Yo tampoco.


—Y lo peor es que… no sé, si se tratara de otra persona y no de ti me alejaría de ella, o haría algo, pero contigo… ni siquiera soy capaz de decidir qué debo hacer.


—Igual que yo.


—Y estoy asustada.


—Yo también.


—Si esto no funciona, las cosas no volverán a ser jamás como eran, Pedro, y tengo miedo de perderte como amigo.


—Eso jamás ocurrirá, Paula —le aseguró él


—Eso no es algo que puedas garantizarme —replicó la joven—. ¿Y sabes qué es peor aún? Que aunque no hago más que repetirme que nada merece arriesgar una amistad como la nuestra, no logro apagar el deseo que siento por ti.


—A mí me pasa lo mismo.


Paula sacudió suavemente la cabeza, sin despegar la mirada de los oscuros ojos de Pedro, y, aspirando temblorosa, se echó en sus brazos y lo besó.


Fue un beso frenético y ardiente, impulsado por la frustración que había ido acumulándose dentro de ellos. Aquella vez no hubo reservas ni dudas, y Paula se puso de puntillas, apretando su cuerpo contra el de él, queriendo sentirlo tan de cerca como le fuera posible, a pesar de las capas de ropa entre ellos.


Un gemido escapó de la garganta de Pedro mientras le rodeaba la estrecha cintura con los brazos. Sus labios respondieron al beso casi con desesperación.


De pronto Paula empujó suavemente las caderas hacia las suyas, y Pedro sintió que cierta parte de su anatomía reaccionaba al instante. La joven también lo notó, y sonrió contra sus labios, repitiendo el movimiento, y siendo recompensada con otro gemido más profundo. Pedro la deseaba tanto como ella a él.


La joven desenganchó las manos del cuello de Pedro y, sin separarse de él, introdujo sus brazos por debajo de los de él. 


Sus dedos encontraron el dobladillo de la camiseta de Pedro, y la empujó hacia arriba para poder poner las palmas abiertas contra la lisa piel de su estómago. Cuando sus pulgares se aproximaron al elástico del pantalón del pijama, lo notó tensarse, y Pedro despegó sus labios de los de ella para mirarla a la cara.


—Paula… —le susurró, levantando las manos hacia su rostro, y acariciándole las sonrosadas mejillas—, deberíamos ir más despacio… No hay prisas.


Una sonrisa seductora se dibujó en los labios de Paula.


—¿Eso crees? Habla por ti, Alfonso.


Pedro se rió suavemente.


—Dios. En todos estos años jamás imaginé que un día llegaríamos a hacer esto. Me estás volviendo loco. Lo sabes, ¿verdad? Nunca había deseado a una mujer hasta este punto.


—Eso espero, Alfonso, porque así al menos estamos empatados —murmuró Paula acariciándole el abdomen. La respiración de Pedro se tornó entrecortada.


—Pero no debemos hacerlo con Kieran y Nieves aquí, ¿recuerdas? Podrían oírnos —respondió él casi con fastidio.


—Lo sé —asintió ella, dibujando círculos en su estómago—, pero eso no significa que no podamos practicar un poco.


Pedro sabía que era una locura, pero todo su cuerpo le estaba gritando que la necesitaba. ¿Cómo podía negarse? Inclinándose hacia ella, sus labios volvieron a posarse sobre los de la joven en un beso lánguido y sensual. Después, alzó apenas un centímetro la cabeza, y murmuró:
—Bueno, supongo que podría intentar no hacer mucho ruido…


Paula sonrió.


—Alfonso, dudo que hagas más ruido que yo.


Él contuvo él aliento excitado, y recorrió la espalda de Paula con sus manos.


—Dios… y yo quiero que lo hagas, Paula, quiero que hagas muchísimo ruido…


Los latidos del corazón de la joven se dispararon.


Pedro


—Y por eso precisamente… vamos a esperar hasta estar a solas y tener… todo el tiempo del mundo —concluyó él.


A pesar de lo mucho que lo necesitaba, Paula sabía que tenía razón, que no era el momento. Ella misma lo había dicho, pero…


—¿Te das cuenta de que si posponemos esto mucho más estaremos tan frustrados que cuando al fin lo hagamos no duraremos ni cinco minutos?


Pedro la miró a los ojos y sonrió con picardía.


—Te aseguro, Chaves, que pienso tomarme mucho más de cinco minutos —le prometió.





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