sábado, 17 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 13




Poco después, el taxi los dejaba frente a una antigua nave industrial no muy distinta de otras que había en esa misma zona; la mayoría reconvertidas ahora en modernas y espaciosas viviendas de lujo, habitadas por personajes con ínfulas de bohemios, pero con la cuenta bancaria repleta de ceros.


En silencio, subieron en un antiguo montacargas que se detuvo al nivel de la puerta principal.


Adentro se escuchaba el ruido de voces, música y el sonido de platos y vasos entrechocando unos con otros. Aunque lo disimulaba a la perfección, Paula estaba bastante nerviosa; hacía más de tres años que no acudía a una velada de ese tipo. Con anterioridad, Álvaro y ella se habían movido a sus
anchas en los círculos de la jet set internacional. Durante mucho tiempo, Paula había considerado a muchas de aquellas personas amigos suyos y, en realidad, lo había pasado de maravilla con ellos hasta que las cosas se torcieron y, de pronto, todo el mundo empezó a rehuirla como si fuera portadora de un virus altamente contagioso. Inspiró con fuerza y, justo en ese momento, una mano grande y cálida envolvió la suya en un reconfortante apretón. Ella alzó la vista y notó que, por una vez, los ojos azules le sonreían sin rastro de burla y se vio obligada a devolverle la sonrisa.


—¿Te he dicho que estás preciosa? —La acariciadora voz de bajo resonó por encima del ruido de fondo.


—Gracias, Pedro, tú también estás impresionante. —Le guiñó un ojo—. Anaïs no te va a dejar tranquilo esta noche.


Él puso una cómica cara de horror que la hizo reír y prometió:
—¡Entonces no me separaré de ti!


La puerta se abrió en ese momento y su anfitriona los saludó con efusión. A Pedro le hizo gracia la forma en que la sonrisa, dulce y encantadora, de Paula se transformó en el acto en un gesto vacío y poco sincero.


—Me encantan tus accesorios, tesoro —dijo Anaïs después de examinarla de arriba abajo sin mucho disimulo—. ¿Has descubierto un nuevo diseñador?


—Podría decirse que sí… —respondió, misteriosa.


Justo en el taxi, Paula le había comentado a Pedro que ella misma se había encargado del diseño y la fabricación del collar y la pulsera que llevaba y, al escuchar las palabras de aquella mujer —quien siempre presumía de estar al cabo de la calle de las últimas tendencias—, le lanzó una mirada
cargada de picardía.


Como Paula había predicho, Anaïs trató por todos los medios de apartar a Pedro de su lado, a fin de poder someterlo sin cortapisas a sus poco sutiles métodos de seducción, pero el americano, sin perder en ningún momento aquella sonrisa ingenua que lo caracterizaba y que le hacía parecer completamente inofensivo, se mantuvo obstinadamente junto a Paula, así que la rubia se vio obligada a alejarse para atender al resto de los invitados.


Paula conocía a casi todos los presentes y fue de corrillo en corrillo, saludándolos y, de paso, introduciendo a Pedro en aquel círculo exclusivo. El americano no pudo evitar sentirse impresionado por los personajes que India le presentaba con toda naturalidad; el dueño de uno de los bancos más poderosos de Estados Unidos, el protagonista de la película más taquillera de los últimos meses, una poetisa a la que acababan de otorgarle el Nobel de Literatura… Se dio cuenta de que no había exagerado al decir que aquella noche se codearían con algunas de las personas más influyentes del planeta.


—¡Paula, querida, ¿dónde te has metido todo este tiempo?!


Paula se volvió a saludar a una mujer de unos cincuenta y cinco años cuya mayor aportación a la humanidad había sido casarse con tres multimillonarios y conseguir enviudar de los tres sin recurrir al veneno. Sus rasgos, sin movimiento debido al exceso de botox, semejaban una máscara mientras lanzaba un beso al aire a cada lado de sus mejillas.


—Ya ves, Samantha. —Una vez más, su boca se distendió con aquella vacía sonrisa social—. He estado muy ocupada trabajando.


—Ahora que lo dices, alguien me comentó que Álvaro te dejó en muy mala posición económica cuando murió. —La mujer la miró con fingida conmiseración, aunque se notaba a la legua que estaba saboreando el cotilleo con deleite.


—Figúrate si sería mala que durante días consideré muy seriamente vender mi cuerpo; sabes a lo que me refiero, ¿verdad, Sam? —replicó Paula, cortante, antes de agarrar a Pedro del brazo, dar media vuelta y dejarla con lo que, si la mujer hubiera sido capaz de mover alguno de sus músculos faciales, habría sido una expresión de sorpresa absoluta.


—Muy bien dicho, baby, la has dejado sin palabras. —El americano le dio un par de palmaditas de aprobación en la espalda.


—¡Chismosa entrometida! —masculló ella entre dientes.


Siguieron charlando con unos y con otros; la velada estaba resultando muy divertida, y el catering que pasaban de vez en cuando unos atentos camareros era excelente. Después de la segunda copa de Moët&Chandon Paula sintió que empezaba a reconciliarse con aquel mundillo. En realidad no eran malas personas, se dijo; simplemente, iban a lo suyo, como la mayoría de la gente.


Recordó una expresión latina que se le había quedado grabada cuando la leyó en algún lado, pocos días después de la muerte de su marido: «Cada día morimos, cada día cambiamos y, sin embargo, nos creemos eternos». Álvaro también se había creído eterno. En realidad, lo que ocurría era que ella era un molesto recordatorio de que las cosas podían cambiar de golpe. Para mal.


—Estás muy seria. —El comentario de Pedro la sacó de su abstracción.


Paula sacudió la cabeza y se recordó a sí misma por qué estaban allí.


—Perdona, por un momento me he puesto filosófica, pero ya pasó. Creo que les has caído muy bien a todos, aunque —le lanzó una mirada de reproche antes de proseguir— podías haber resistido el impulso de escupir el hueso de tu aceituna en el cenicero de la mesa cuando hablabas con una de las mujeres con más pedigrí de la aristocracia inglesa.


—¡Pero si lo he encestado a la primera! —replicó, herido.


Paula entornó los párpados y lo miró con severidad, pero, al instante, su expresión se suavizó y le guiñó un ojo con picardía:
—Anaïs está de los nervios, no te quita ojo. Mírala, viene hacia aquí con toda la artillería lista para el asalto.


En efecto, su anfitriona marchaba hacia ellos con expresión decidida. Al ver que Paula se apartaba de él, Alfonso rogó con expresión de pánico:
—¡No me dejes solo!


—Lo siento, Pedro—dijo con fingida lástima—, pero vas a tener que enfrentarte a esto tú solito, y te aviso que Anaïs no es de las que se rinden. Te deseo suerte y recuerda: nada de meterte los canapés en la boca de tres en tres o hacer lo que quiera que estés planeando.


—Eres cruel y no estoy planeando nada —la recriminó, ultrajado.


Paula se limitó a lanzarle una severa mirada de advertencia y se alejó en dirección al impresionante jardín-invernadero que era la característica más sensacional de aquella, ya de por sí, extraordinaria vivienda. El ambiente en el interior era húmedo y olía a selva. A lo lejos, oyó que el timbre sonaba una vez más y que alguien abría la puerta para recibir a los invitados más rezagados.


Agradecida de poder estar unos minutos a solas, se perdió por los estrechos senderos que discurrían serpenteando entre macizos de orquídeas, limoneros y naranjos fragantes.


Si la vida hubiera seguido el curso que parecía más lógico, ahora no estaría sintiéndose una extraña en aquel ambiente, se dijo, pensativa, al tiempo que arrancaba una flor de azahar, se la acercaba a la nariz y aspiraba con placer el delicioso aroma. Apenas reconocía a la Paula que había
sido antes; la India que vivía pendiente de qué se pondría para la fiesta siguiente y de adónde irían aquel año a pasar las vacaciones de verano o de Navidad; era como si aquella existencia, trivial y sin preocupaciones, tan solo hubiera sido un sueño.


—Hay que ver qué pequeño es el mundo, mi querida Paula…


Aquellas palabras, pronunciadas en un suave tono burlón, la sacaron de golpe de sus pensamientos y su corazón empezó a latir, desbocado. Sin pensar, aplastó la pequeña flor blanca en el puño, sintiendo la pegajosa humedad en su palma. Incapaz de pronunciar palabra, miró fijamente al apuesto
hombre de mediana edad, muy elegante con su chaqueta oscura y una camisa blanca que dejaba ver un trozo de cuello moreno, que se había detenido junto a ella. Nerviosa, echó una rápida ojeada a su alrededor, solo para comprobar que se había detenido detrás de un frondoso granado que impedía que alguien pudiera verlos desde la casa. Como si hubiera adivinado sus pensamientos, el recién llegado prosiguió, socarrón:
—Tranquila, nadie se ha dado cuenta de que estamos aquí, así podremos hablar tranquilos; hace tiempo que tenemos una conversación pendiente, querida mía.


Mientras hablaba, alargó la mano y retiró un mechón de pelo oscuro que había resbalado sobre el rostro femenino; aquel leve contacto la hizo reaccionar al fin y se apartó con brusquedad.


—¡No me toques! —Con gran esfuerzo, logró pronunciar las palabras que sus ojos habían gritado todo ese tiempo.


La sonrisa se borró en el acto de aquellos labios, finos y algo crueles, y los ojos oscuros brillaron, airados.


—Si sabes lo que te conviene, mi querida Paula, tendrás que ser un poco más amable conmigo. — A pesar del tono sedoso, la velada amenaza hizo que ella tragara saliva un par de veces.


—Ya le dije a tu gorila que tenía un nuevo trabajo. Le pedí que te transmitiera que en un mes te pagaría una buena cantidad de dinero. —Se mordió el labio inferior para ocultar su temblor; no deseaba que él se diera cuenta de lo asustada que estaba.


Él siguió su gesto con descarada apreciación, y las mejillas de Paula se tiñeron de rojo al notar la forma en que aquellas pupilas la desnudaban por completo.


—Mi querida Paula, sabes que solo tienes que decirlo y cancelaré tu deuda. Así.


Alzó la mano en el aire y chasqueó los dedos, pero, en vez de sentirse aliviada, aquel sonido se le antojó siniestro; sin embargo, trató de mantener la calma y contestó con aparente indiferencia:
—No es necesario. Te prometí que te pagaría y eso haré. Ya te he devuelto un montón de dinero…


El hombre alzó la mano una vez más y, si bien el gesto no resultó violento, Paula se calló en el acto. —Han pasado casi tres años, Paula, y ni siquiera has pagado la tercera parte de lo que me debes. Hasta ahora he sido muy paciente contigo, pero se acabó. O me das lo que quiero, o tendrás que pagarme el resto antes de septiembre.


—¡Pero eso son solo tres meses! ¡Sabes que no es posible, es mucho dinero! —Paula se llevó una mano a la garganta, como si le costara respirar.


—Siempre cabe la posibilidad de que te muestres más cariñosa conmigo… —Aquel tono acariciador le produjo un escalofrío que se convirtió en un leve temblor cuando su interlocutor colocó el índice bajo su barbilla y la obligó a alzar el rostro hacia él.


—¡Paula, baby, acabo de escaparme de las garras de Anaïs! ¿Qué haces aquí escondida? —Las pupilas de Pedro iban de uno al otro con curiosidad—. ¿Ocurre algo?


—No, nada, Pedro. —Paula dio un paso a atrás y se libró, al fin, de aquel indeseado contacto que parecía quemarla. En un vano intento de disimular su nerviosismo, empezó a hacer las presentaciones —: Pedro Alfonso, Antonio de Zúñiga, marqués de Aguilar.


—¡Ya decía yo que me sonaba tu cara, Pedro! ¡Eres el dueño de Alfonsoil! —El marqués le dio un cálido apretón de manos, muy sonriente, derrochando a raudales el indiscutible encanto por el que era famoso.


—En efecto —contestó Pedro, lacónico.


—¡Encantado de haberte conocido! Ha sido una coincidencia fantástica; hace tiempo que quería hablar contigo de unos asuntos que quizá te podrían interesar.


Paula se preguntó si su atractiva sonrisa, de dientes blancos y perfectos, que a ella le ponía la carne de gallina, conseguiría engañar al americano como solía hacer con el resto de la gente. Sin embargo, no llegó a ninguna conclusión; el rostro de Pedro Alfonso se mantuvo impenetrable.


—Me encantaría, Antonio, pero jamás hablo de negocios en una fiesta. Ahora, si me disculpas, Anaïs ha preguntado por Paula. Me temo que me veo obligado a privarte de su compañía.


Con otra de aquellas encantadoras sonrisas que no se reflejaban en sus ojos, el marqués se volvió hacia Paula, tomó su mano y, con un ademán rebuscado, se inclinó sobre el dorso para besarla. Ella la retiró lo más rápido que pudo, tratando que no se le notara la repulsión que el contacto le producía.


Al notar su rechazo, los ojos oscuros destellaron, amenazadores; sin embargo, se limitó a decir:
—No importa, Pedro. Seguramente, surgirán en breve otras oportunidades para que Paula y yo nos pongamos al día con nuestras respectivas vidas, ¿no es así, querida?


Ella esbozó apenas una sonrisa y se despidió sin mirarlo:
—Hasta luego, Antonio.


Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Pedro la miró y preguntó muy serio:
—Me ha parecido que no te gustaba hablar con ese hombre.


Paula soltó una carcajada que incluso a ella le sonó falsa.


—No digas tonterías, Pedro. Antonio de Zúñiga es un personaje habitual en este tipo de reuniones; lo conozco desde hace años. Su encanto es legendario. 


Pedro detectó un ligero matiz de ironía en su tono.—
Me pareció que estabas deseando alejarte de allí —insistió, al tiempo que se detenía junto a un limonero y la obligaba a hacer lo mismo.


Pero Paula no estaba dispuesta a satisfacer la curiosidad de aquel amable gigantón ni la de nadie.


Hasta ese momento se las había apañado sola y no le había ido del todo mal; aunque debía reconocer que las cosas acababan de complicarse un poco más aún.


—Qué tontería, lo que ocurre es que estoy algo cansada.


Durante unos segundos, los iris azules se clavaron en los suyos castaños con fijeza, como si tratara de averiguar qué era lo que ella le ocultaba, pero al final se vio obligado a desistir, así que lanzó un suspiro y propuso con aparente despreocupación:
—Creo que deberíamos irnos antes de que Anaïs ataque de nuevo. Deberías felicitarme por haber sido capaz de librarme de ella sin tener que recurrir a la violencia; he tenido que echar mano a todo mi savoir faire.


Lo dijo con aire orgulloso y un acento tan terrible que la hizo reír, y sus negras preocupaciones desaparecieron por el momento.


—Está bien; misión cumplida. Creo que ya te he presentado a todo el mundo y te han aceptado como a uno de ellos. ¡Vámonos pitando!


Corrieron a despedirse de su anfitriona y Pedro tuvo que emplearse a fondo con las excusas hasta que ella lo dejó marchar de mala gana.


—¡Adiós, Anaïs, ya nos veremos, guapetona!


El americano acompañó su enésima despedida con un guiño y una fuerte palmada en aquellas nalgas neumáticas, y la rubia se quedó petrificada con los ojos muy abiertos. Ya en el ascensor, Paula sucumbió a un incontenible ataque de risa.


—Eres increíble, Pedro… No me puedo creer que le hayas dado un azote en el trasero a Anaïs… Casi me muero al ver la cara que se le ha quedado. —Con el dorso de la mano se enjugó una lágrima que resbalaba por su mejilla—. Apuesto a que es la primera vez que alguien se atreve a hacerle algo
semejante a la reina sin corona de la isla de Manhattan. ¡Dios mío, soy la peor profesora de modales y etiqueta del mundo! Deberías despedirme.


—Perdona si te he avergonzado, Paula, baby. Ya te dije que son demasiadas reglas. —Se rascó la frente con gesto de agobio.


Al verlo, Paula se vio obligada a morderse los labios para dejar de reír. Con dificultad, recompuso su rostro para lograr una adecuada expresión de severidad y, apuntándole con el dedo índice para darle más énfasis a sus palabras, afirmó:
—Oye bien lo que te digo, Pedro Alfonso. Ese gen bromista en tu ADN va a ser tu perdición.


—Eso mismo me decía mi madre… —Pedro sacudió la cabeza con pesimismo y cambió de asunto —. ¿Quieres ir a casa ya o prefieres que te lleve a algún antro de perdición?


Paula comprendió que si se iba a la cama no haría más que darle vueltas a las amenazas de Antonio de Zúñiga, así que aceptó su proposición y juntos rompieron la noche neoyorkina entre risas y bromas. El americano la llevó a todos los sitios de moda, desde Cielo a Pink Elephant, y acabaron de madrugada en un garito cutre, de los que, en otros tiempos, apenas si habrían podido distinguir a los parroquianos a través de una densa nube de humo de tabaco, en el que tocaba una de las mejores bandas de jazz de la ciudad. El local estaba sumido en una relajante semipenumbra, y el hecho de que no estuviera lleno hasta los topes resultaba una ventaja.


—Voy a la barra, ¿qué quieres?


—Esta vez pídeme una tónica, si no, voy a acabar borracha perdida. —De hecho, Paula se sentía agradablemente mareada; el punto justo para olvidar los problemas durante unas horas.


Pedro se levantó y, al poco, volvió con dos copas llenas de un líquido transparente, hielo y sendas rodajas de limón.


—Tu tónica y mi gintonic —dijo y le dio un buen trago a su bebida; al verlo ella frunció un poco el ceño.


Pedro, creo que estás bebiendo demasiado.


—No te preocupes, el alcohol tarda mucho en subir al cerebro de un tipo tan grande como yo.


A pesar de que él se había pedido una copa en cada uno de los garitos en los que habían estado y resultaba casi milagroso que no fuera ya a cuatro patas, Paula decidió no insistir y disfrutaron de la música y del ambiente bohemio que se respiraba en aquel local sin dejar de hablar y reír.


En un momento dado, ella le echó una ojeada a su reloj y exclamó, alarmada:
—¡Será mejor que nos vayamos a acostar o mañana nos quedaremos dormidos y perderemos el avión!


—Me parece muy bien —aprobó Pedro, quien se tambaleó un poco al ponerse en pie y alzar su enésima copa en un brindis solitario—. Quiero disfrutar de mi precioso piso antes de irme.


Paula, a la que no le había pasado desapercibida aquella leve pérdida de equilibrio, sacudió la cabeza.


—Creo que vas como un general, apóyate en mí —ordenó.


Sin hacerse de rogar, el americano le pasó el brazo por los hombros y la apretó contra sí.


—¡Suave, Pedro, que me vas a ahogar! —protestó, medio asfixiada.


—Perdona, baby —respondió con voz pastosa.


Subieron como pudieron por la estrecha escalera del local y, una vez en la calle, Paula alzó un brazo para detener a un taxi que acertó a pasar por ahí en ese momento. No sin dificultad, ayudó a su jefe a introducirse en el vehículo, lo que cortó en seco la canción, picante y bastante desafinada, con la que él insistía en deleitarla.


—¡Shh! ¡Adentro, Pedro! A este paso va a venir la policía.


Sin dejar de refunfuñar por haberle cortado sus alas artísticas, Pedro se sentó por fin en la parte trasera del taxi y a Paula le dio la sensación de que apenas quedaba espacio para ella. El americano ocupaba la mayor parte del asiento y, como de costumbre, había colocado el brazo sobre sus hombros, lo que la hacía sentirse un poco agobiada.


Pedro, ahora no puedes caerte, así que, por favor, ¡que corra el aire! —Trató de levantar la manaza que colgaba de su hombro, pero no pudo con el peso, y él no hizo nada por ayudarla.


—¿Te he dicho que me encanta cómo ha quedado la casa, Paula, baby?


—Sí, Pedro, me lo has dicho al menos veinte veces —respondió con paciencia. Al menos, se dijo, aquel hombre cuando bebía de más no resultaba agresivo ni desagradable.


—Perdona, Paula, baby —suplicó en tono contrito, pero ella se limitó a apretar su mano y le dirigió una de sus dulces sonrisas.


Pocos minutos después el taxi se detenía frente a su edificio. 


Con habilidad, Paula sacó la billetera del bolsillo trasero del pantalón masculino y pagó la carrera. Luego le ayudó a salir del taxi y cuando, ya en el piso, Pedro se derrumbó, por fin, sobre uno de los sillones recién comprados del salón, respiró aliviada.


Muerta de sueño, se fue a su dormitorio, se puso el pijama, se desmaquilló y se lavó los dientes.


Estaba a punto de meterse en la cama cuando decidió echar un último vistazo. Allí seguía Pedro Alfonso, en el mismo sitio en el que había caído, con la cabeza apoyada sobre el respaldo del sillón y los ojos cerrados. Preocupada, se acercó a él y lo sacudió un poco.


Pedro, vete a tu cuarto. Si te duermes aquí mañana te dolerá todo el cuerpo.


El americano abrió los párpados con lentitud. Al ver la expresión alerta de sus ojos a Paula le pareció que estaba completamente lúcido, pero aquella impresión solo duró hasta que comenzó a hablar; lo hacía muy despacio y se trababa ligeramente con las palabras:
—Hola, hola. ¿Quién eres tú, baby? ¿Una bailarina exótica?


Un diablillo travieso la impulsó a contestar con su tono más insinuante:
—En efecto, amable caballero, Salomé la Sexy para servirle…


Pedro parpadeó un par de veces y pronunció su siguiente frase con dificultad:
—¡Genial! Baila para mí, Salomé.


Paula contuvo una carcajada; aunque no lo parecía, Pedro Alfonso estaba como una auténtica cuba.


—Lo siento, caballero, pero es la hora de cerrar. Me temo que tendrá que volver a su casa.


El americano frunció el ceño y sacudió la cabeza en una negativa:
—Quiero un último baile. Te pagaré bien —replicó con el mismo gesto de un niño obstinado.


Empezó a rebuscar en sus bolsillos hasta que dio con su cartera y, con dedos no muy firmes, sacó unos cuantos billetes de cincuenta dólares—. Mira, Salomón… digo Salomé, serán tuyos a cambio de un baile.


Aquella situación surrealista fue demasiado para Paula.


Llevaba demasiado tiempo comportándose como una persona responsable; reprimiendo su propia personalidad imprudente. Con una hija pequeña a la que mantener, una deuda desmedida a la que hacer frente y sin una preparación laboral adecuada, había tenido que reinventarse como había podido hasta que de su vida había desaparecido
cualquier vestigio de frivolidad. Y, de pronto, al escuchar la petición de aquel grandullón pasado de copas, se sintió tentada más allá de su capacidad de resistencia, y la Paula impetuosa y alocada, que hacía las delicias de sus compañeras de internado y sobre la que recaía la mayor parte de los castigos tomó posesión de ella.


—Está bien, cariño, pondré algo de música —dijo arrastrando mucho las eses y, con un provocativo contoneo de sus esbeltas caderas bajo los pantaloncillos de algodón del pijama, se dirigió hacia donde estaba el equipo de música y pulsó el botón de encendido.


Al instante empezó a sonar un rock que, a pesar de no ser lo más adecuado para un baile erótico, tenía mucho ritmo. Ni corta ni perezosa, Paula, con los brazos en jarras, se colocó frente a Pedro— quien con sus cortos cabellos muy despeinados, los ojos brillantes, y una enorme sonrisa en sus labios estaba irresistible— y anunció muy seria:
—Esta danza se llama Vas a perder la cabeza. Según la leyenda, es la misma que bailó Salomé ante su padrastro Herodes de Antipas.


El americano lanzó un agudo silbido y aplaudió con entusiasmo, encantado con la explicación.


Entonces, Paula empezó a moverse al ritmo endiablado de la música y se dejó arrastrar por esa vena payasa que estaba profundamente arraigada en su código genético. 


Aquel baile, delirante y disparatado, pero, al mismo tiempo, insinuante y muy tentador, habría hecho que Lucas y Candela acabaran tirados en el suelo llorando de risa; sin embargo, Pedro la observaba muy serio, aunque el fuego que chisporroteaba en sus iris azules habría podido fundir una tonelada de hierro.


La última nota de la canción se desvaneció en el aire y Salomé la Sexy, que había acabado rodilla en tierra con la larga melena tapándole el rostro, se apartó los mechones de su frente algo sudorosa y se levantó para saludar con una especie de reverencia mientras su exiguo público batía palmas y silbaba, enloquecido.


—¡Bravo! ¡Bravo! —vitoreó, enardecido.


Paula le dirigió una amplia sonrisa y se acercó a él con un nuevo e incitante balanceo de caderas; apoyó la planta del pie sobre el almohadón del sofá, junto al muslo masculino, tendió la mano y, con el mismo tono insinuante que había empleado antes, comentó:
—Espero que el caballero haya disfrutado con mi danza. No llevo liga para que me meta los billetes, pero creo que me he ganado la propina.


—Ya lo creo que sí —afirmó el americano con voz ronca—. Desde luego, baby, me has hecho perder la cabeza.


Sin más, agarró la mano que ella le tendía para que depositara ahí los billetes, tiró de ella y, sin esfuerzo aparente, la hizo sentarse sobre su regazo. Colocó otra de sus manazas en la nuca femenina, enredó sus fuertes dedos en la melena oscura y fragante y, antes de que una estupefacta Paula tuviera tiempo de reaccionar, pegó sus labios a los suyos con avidez.


Demasiado sorprendida para resistirse, Paula sintió cómo aquella boca suave, ardiente y experimentada exploraba la suya sin dejar ningún rincón por investigar. A la parte de su cerebro que seguía razonando le sorprendió que el aliento de Pedro no oliera a alcohol, pero, enseguida, aquel pensamiento se perdió entre la bruma de turbulentas emociones que aquella caricia inesperada había desatado.


Hacía años que nadie la besaba de esa manera; de hecho, le costaba recordar la última vez que un beso había desatado tal cúmulo de sensaciones. ¡Quién hubiera dicho que aquel americano con pinta de inocentón supiera besar así!


De pronto, el tacto de esos dedos, calientes y hábiles, sobre uno de sus senos le hizo recobrar la cordura. En el acto, colocó las palmas de las manos sobre aquel pecho inmenso y trató, infructuosamente, de apartarlo; pero, asustada, se dio cuenta de que no sería capaz de luchar contra aquel gigante si él no decidía soltarla primero. Con gran esfuerzo, apartó su boca y musitó con una voz áspera que le costó reconocer como suya:
—Para, Pedro. Por favor.


Notó como aquel corpachón temblaba bajo el suyo. Sus brazos poderosos la apretaron con fuerza contra sí cortándole la respiración, y cuando Paula empezaba a boquear, desesperada, se aflojaron de repente y la dejaron libre. La cabeza del americano cayó sobre el respaldo del asiento con los ojos cerrados y, sin apenas transición, empezó a roncar como un poseso.


Al verlo, Paula sintió un profundo alivio. Se bajó de su regazo con mucho cuidado sin apartar la mirada de aquella figura durmiente como si esperara que, de un momento a otro, fuera a saltar sobre ella y, de puntillas, salió del salón. 


Sin aliento, corrió hacia su dormitorio, se metió en la cama y se tapó la cabeza con las sábanas. Por suerte, a los pocos segundos se sumió en un sueño profundo





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