viernes, 16 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 12




Después de comer, regresaron al piso, que ya parecía otro. 


Al verlo nadie se habría creído que apenas unos días atrás era tan solo un espacio vacío de muebles, telas, cuadros y cualquier tipo de adorno. Ahora ni la mismísima ElleDecor habría desdeñado hacer un reportaje en aquellas amplias y
luminosas habitaciones, decoradas con muebles modernos, pero cómodos, en cuyas paredes se sucedían los lienzos, enormes y llenos de color, y en las que se respiraba una atmósfera acogedora por todos los rincones.


Paula se apresuró a desenvolver las últimas compras y a retirar el embalaje de un par de butacas y dos mesitas más que habían llegado durante su ausencia. Pedro la ayudó y, durante la siguiente media hora, estuvo trasladando muebles de un lado a otro, para que ella pudiera ver el efecto, sin protestar ni una sola vez.


—Da gusto contar con un tipo tan fuerte como tú para estos menesteres —afirmó, encantada, la enésima vez que él cambió de lugar una de las mesas.


—Tengo que hablar con mi abogado —masculló el americano en voz baja, aunque de forma bien audible—. Me parece que en la parte del contrato en la que se habla de esclavos hay un exceso de letra pequeña.


Paula echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada, aquel hombre siempre la hacía reír.


—Tranquilo, ya casi hemos terminado. Solo falta este toque y… —colocó la escultura que acababan de comprar, que según Paula era una alegoría de la libertad y según él reproducía un cerdo abierto en canal, sobre la inmensa mesa de centro del salón y dijo—: Voilà!


Pedro miró a su alrededor con aire satisfecho y comentó:
—Lucas tenía razón, Paula, tienes un gusto exquisito. A pesar de que yo no soy un buen juez en estos asuntos, es evidente que el piso, además de haber quedado espectacular, tiene eso que hasta ahora no había conseguido lograr en ninguno de los lugares en los que he vivido desde que dejé el pequeño apartamento de mi madre en Chicago: un intenso sabor a hogar. Me encanta, Paula, baby, de verdad.


Sus palabras la emocionaron profundamente y no pudo evitar que sus ojos se humedecieran al responder:


—Muchas gracias, Pedro, eso es lo más bonito que me podías decir. He decorado esta casa como si hubiera sido la mía propia y me llena de satisfacción pensar que estás contento con el resultado. Solo espero que tu prometida opine igual que tú.


Pedro se encogió de hombros y replicó con arrogancia:
—Si no lo hace, me temo que me veré obligado a cambiar de novia.


Al escuchar aquello, Paula pasó del llanto a la risa y lanzó una nueva carcajada.


—Ahora, si no te importa, iré a preparar mi equipaje y luego descansaré un poco antes de empezar a vestirme para la cena. Es increíble pensar que mañana regresaremos a España; eso de que el tiempo pasa volando es mucho más que un tópico. —De repente, notó que, por primera vez desde que lo conocía se había puesto serio de verdad y preguntó, preocupada—: ¿Te pasa algo, Pedro?


El americano hizo un gesto airoso con la mano y esbozó una sonrisa que a ella le pareció poco sincera.


—Qué va, qué va. Es que, de pronto, me ha dado por pensar que es una pena que tengamos que salir en nuestra última noche. El piso está tan bonito que lo que me apetece en realidad es cocinar algo de cena y quedarnos aquí charlando los dos.


—Definitivamente, he acertado con la decoración —afirmó, Paula muy satisfecha—. Que un hombre como tú, al que le gusta vivir en hoteles y que casi siempre come y cena, e incluso desayuna, en restaurantes, diga que le apetecería quedarse en su casa tranquilo, es un auténtico triunfo. ¡Bien
por mí!


Se la veía tan encantada consigo misma, que Pedro no pudo reprimirse y le dio uno de aquellos abrazos de oso que a India le hacían ver las estrellas.


—¡Ay, Pedro, un día de estos me vas a asfixiar! —protestó, al tiempo que se libraba de él con habilidad—. Ya verás como te lo pasas bien. Los amigos de Anaïs siempre resultan interesantes. Cuando termine de recoger y de arreglarme, te ayudaré a elegir la ropa que llevarás esta noche.


Ya en su cuarto, Paula se dedicó a la engorrosa tarea de volver a meter en la maleta toda la ropa que había llevado, salvo el modelo y los complementos que se pondría esa noche y lo que llevaría durante el viaje. Cuando terminó, calculó la diferencia horaria con Madrid y estuvo más de media hora hablando con Sol y con la Tata. Después, se quitó los zapatos y se tumbó en la cama para descansar un rato.


Esa vez, cuando sonó el despertador una hora más tarde lo oyó a la primera y, sintiéndose mucho más fresca, empezó a arreglarse. Sabía que a Anaïs le bastaría una mirada para calcular exactamente los años que tenía su vestido crudo de Armani, que era lo que le hubiera gustado llevar para una
ocasión como aquella, así que optó por ponerse una minifalda de pedrería de Zara, junto con una favorecedora blusa sin mangas que había comprado el verano anterior en un mercadillo. Las combinó con una serie de collares y pulseras de cerámica de vistosos colores que ella misma había diseñado después de asistir a uno de tantos cursos que había realizado durante su etapa de estudiante, y las
sandalias de Jimmy Choo que Álvaro le había regalado con ocasión de su penúltimo cumpleaños juntos.


Se maquilló con esmero, cepilló su melena oscura hasta que quedó reluciente y decidió que la ocasión merecía que se rociara con su perfume favorito, cuyas últimas gotas escatimaba con la tacañería de un avaro. Satisfecha con el reflejo que le devolvía el espejo, decidió ir a ver de qué se
había disfrazado su jefe.


Golpeó la puerta con los nudillos un par de veces, pero no recibió respuesta. Repitió la llamada una vez más, con el mismo resultado, así que decidió entrar y, en ese preciso instante, se abrió la puerta del baño y Pedro Alfonso, igual que un Adán, pero sin la oportuna hoja de parra, salió del baño con una toalla colgada del hombro por toda vestimenta.


—¡Ah!


Tan solo consiguió articular aquella escueta interjección antes de cubrirse el rostro ardiente con ambas manos; aunque fue incapaz de dejar de espiar por entre las rendijas de los dedos. A pesar de lo embarazoso de la situación, el americano echó mano de la toalla sin perder la calma y, con un rápido movimiento, envolvió con ella sus estrechas caderas.


Paralizada en el umbral de la puerta, el único pensamiento coherente de Paula durante aquellos tensos segundos fue preguntarse si alguna vez, antes de hacerse millonario, el dueño de aquel cuerpo espectacular habría hecho bolos en alguna película porno. Al percatarse de que empezaba a
desbariar, hizo un esfuerzo por rehacerse y, avergonzada por completo, balbuceó una disculpa:
—Pe… perdona, Pedro. Iba a sacar la ropa del… del armario. Creí… pensé que estabas en el cuarto de baño. Yo… yo… lo siento, de verdad. —Paula dio gracias a Dios por llevar una buena capa de maquillaje; al menos esperaba que disimulase el hecho de que varios vasos capilares
estaban a punto de estallar en sus mejillas.


—Bueno, Paula, no te preocupes. Imagino que no soy el primer hombre que ves desnudo.


Estaba tan tranquilo que ella empezó a sentirse ridícula. 


Enfadada consigo misma, se dijo que lo mejor sería hacer algún comentario jocoso para quitar hierro al asunto y salir de allí pitando; sin embargo, se sentía incapaz de hacer ninguna de las dos cosas.


—No, no… claro, qué tontería. Estuve… estuve casada más de tres años —soltó una risita como de alumna de colegio de monjas.


«¡Por Dios, Paula», se regañó, «reacciona de una vez, pareces una adolescente lerda!».


Saltaba a la vista que él no sentía la menor turbación, pues se acercó a ella con aplomo, la agarró de la mano y la arrastró hasta el armario sin que, al parecer, el hecho de estar completamente desnudo bajo aquella diminuta toalla le causara una especial preocupación.


—Venga, elige —ordenó.


Paula hizo un esfuerzo sobrehumano para apartar de su mente la visión de aquel espléndido conglomerado de músculos, tendones, carne morena y… ¡cielos! Sacudió la cabeza y trató de concentrarse en elegir algo adecuado para la ocasión.


—¡Esto es perfecto! —exclamó en un amañado tono festivo.


Con mano temblorosa sacó unos elegantes pantalones oscuros y una inmaculada camisa blanca de gemelos, los dejó encima de la cama y se volvió para salir de allí cuanto antes. Sin embargo, él no parecía estar por la labor de dejarla marchar todavía y la agarró por el brazo para detenerla.


—¿Qué cinturón, el marrón de cuero?


—Por supuesto que no, Pedro —Otro viaje al armario para coger el cinturón negro.


—Y los calcetines, ¿de rombos?


Rechinando los dientes, Paula sacó de un cajón unos calcetines de hilo negro de Escocia y los puso con todo lo demás. Aquel pecho imponente estaba demasiado cerca, se dijo, tenía que alejarse de allí cuanto antes. No recordaba haberse sentido tan sofocada jamás; a lo mejor estaba incubando otra gripe.


—Bueno, y ahora te dejo para que te sigas vistiendo. —Apenas se atrevió a mirarlo durante un breve segundo, pero en los impactantes ojos azules leyó el regocijo más absoluto.


¡Aquel hércules medio desnudo se lo estaba pasando de miedo a su costa!


Por fin logró escabullirse en dirección al salón y se derrumbó sobre uno de los sofás, al tiempo que se abanicaba el rostro congestionado con la mano. Diez minutos después, Pedro, impecablemente vestido, hizo su aparición. Paula agradeció que no hiciera ningún comentario, pero el alegre chisporroteo de sus pupilas no le pasó desapercibido; sin embargo, aquellos minutos le habían servido para recobrar la compostura, así que comentó con aparente indiferencia:
—Lo mejor será coger un taxi.


—Me parece muy bien —El americano se inclinó en una burlona reverencia—. Las damas primero.





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