sábado, 10 de septiembre de 2016
EL ANONIMATO: CAPITULO 8
Media hora más tarde, tenían los caballos ensillados.
Cuando Pedro le explicó que podrían ir a las montañas para ver si conseguían localizar algunos caballos salvajes de los que se le había informado, Paula abandonó su plan de ir a la ciudad. En vez de eso, decidió preparar un par de bocadillos de jamón y queso y un poco del extraordinario pastel de queso de Gina. Si Pedro iba a hacerle pasar una prueba, quería tener fuerzas para superar la experiencia.
—Tal vez, si eres tan buena como Esteban dice, puedas convencer a esos mustangs de que regresen con nosotros —dijo él, cuando Paula salió de la cocina con el almuerzo—. Yo siempre estoy buscando caballos nuevos a buen precio, con lo que si son gratis mucho mejor.
—Muy gracioso. Creo que Esteban ha exagerado un poco mis habilidades si te ha hecho creer que soy capaz de convencer a unos caballos salvajes para que vivan en un corral.
—Siempre podrías practicar conmigo para ver si puedes domarme —replicó él, mirándola de la cabeza a los pies.
—Algo me dice que eres más duro que cualquier caballo con el que yo me haya podido encontrar —contestó ella.
El corazón le latía aceleradamente.
—Probablemente sea así, pero eso es parte del desafío —afirmó, mientras se ponía un sombrero—. Vamos.
Empezó a un ritmo muy tranquilo que Paula no tuvo dificultad alguna en mantener. Sin embargo, en el instante en el que llegaron a campo abierto, animó a su caballo para que echara a galopar. «Como si esto fuera a intimidarme», pensó ella. Entonces, acicateó a su caballo y adelantó al de Pedro.
—Conque así va a ser, ¿eh? —gritó él, adelantándola a su vez.
Con el viento en el cabello, la excitación del desafío y el atractivo de aquel hombre, Paula se sintió presa de aquella deliciosa situación. Por primera vez en meses, se volvía a sentir viva. No, más bien en años.
Montar a caballo siempre le había producido aquella sensación, pero en aquella ocasión era aún más fuerte. Ver cómo las dudas de Pedro se transformaban en respeto, observar cómo la admiración reemplazaba al desdén, le hizo recordar el primer día que entró en un estudio cinematográfico. Desde aquel momento, en el que tuvo que enfrentarse a actores y a actrices de reconocimiento mundial, ningún éxito le había sabido tan dulce.
Por fin, Pedro tiró de las riendas e hizo que el caballo se detuviera.
—¿Lista para comer un poco? —preguntó, tan tranquilamente como si las últimas dos horas no hubieran sido más que un apacible paseo en el parque.
—Estoy muerta de hambre —admitió ella mientras desmontaba.
Después de poner a los dos caballos a la sombra para que se refrescaran y de darles un poco de agua, los dos se sentaron bajo la sombra de un árbol.
—¿Dónde aprendiste a montar de ese modo? —preguntó, mientras aceptaba uno de los dos bocadillos que ella había llevado.
—Mi padre insistió en que aprendiera prácticamente antes de que supiera andar. No teníamos muchos empleados en nuestro rancho, así que, cuando me hice un poco mayor, también insistió en que hiciera mi parte. Eso significaba que tenía que ser tan buena como los hombres.
—¿Cuántos años tenías cuando se esperaba de ti que hicieras las mismas tareas que los adultos?
—Empecé a ayudar cuando tenía ocho años, creo. Tardé un poco más en convencer a mi padre de que servía para algo.
—Parece que tu padre era un hombre muy duro —comentó Pedro, mirándola con simpatía.
Paula nunca había creído que fuera así. Solo era un hombre que trataba de mantener a su familia. Juan, el hermano mayor, se había llevado la peor parte. Había sido tan duro con él que se había marchado a los dieciséis para no regresar nunca. Incluso después de tantos años no sabía si Juan estaba vivo o muerto, aunque temía lo peor.
—Mi padre tuvo una vida muy dura, pero no era un hombre duro. No puedo explicarlo. A mí me gustaban los desafíos y siempre tenía la sensación de que él nunca me pedía más de lo que creía que yo podía conseguir. Creo que es bueno crecer de ese modo. Nunca me ha dado miedo el trabajo duro y siempre he creído que podría hacer cualquier cosa a la que me decidiera.
—Sin embargo, te marchaste de aquí. Al menos esa fue la impresión que me dio por lo que dijo Esteban.
Paula se puso muy rígida. Karen tenía razón. Mientras Pedro no la reconociera, sería muy agradable aferrarse a su anonimato un poco más y estar con un hombre que podría estar interesado en ella como mujer, no como ídolo.
—Sí, he estado fuera varios años.
—¿Dónde?
—En Los Ángeles.
—Eso está muy lejos. ¿Y por qué te fuiste allí?
—Me parecía un lugar excitante.
—¿Y lo fue tanto como habías esperado?
—Tuvo sus momentos.
—Pero, a pesar de todo, has regresado.
—Me cansé de todo aquello.
—¿Y tus padres? ¿Siguen por aquí? ¿Por qué no vives con ellos en vez de con los Blackhawk?
—Se marcharon de aquí.
—Entiendo. Y tú, ¿qué piensas hacer? ¿Piensas quedarte por aquí?
—Mientras tenga algo que hacer y mientras Esteban y Karen me quieran con ellos.
—¿Y entonces qué? ¿Volverás a huir otra vez?
—Yo no huí entonces. Solo estaba buscando algo.
—Que, aparentemente, no encontraste.
—Que decididamente no encontré —le corrigió ella—. ¿Y tú? ¿Cómo has terminado en Winding River? Sé que no eres de por aquí o te recordaría.
—¿Sí? ¿Por qué? ¿Acaso soy tan memorable?
—Claro que lo eres, pero es que, además, este es un lugar muy pequeño. Me acuerdo de todo el mundo, en especial de los hombres fastidiosos.
—¡Vaya! Un buen golpe —dijo.
Entonces, extendió la mano para agarrar la mitad del bocadillo que ella se había dejado a medias, pero ella lo apartó rápidamente.
—No. Al menos no hasta que me respondas.
—Se me ha olvidado.
—¡Qué triste que un hombre tan joven esté perdiendo ya la memoria! Entonces, ¿cómo es que terminaste trabajando para Esteban?
—Estaba trabajando en un rancho que estaba a unos trescientos kilómetros de aquí. No me gustaba cómo iban las cosas y alguien me dijo que Esteban estaba buscando un desbravador. Hablamos y me dio el trabajo.
—¿Vas y vienes con frecuencia?
—¿Qué es lo que quieres saber, Paula? —preguntó él, con una amenazante frialdad en los ojos—. ¿Me estás preguntando si soy de fiar? Esteban ya me ha entrevistado. Está satisfecho con mi pasado y con mi trabajo.
—Eso es lo que dice, pero no evita que yo quiera asegurarme de que no vayas a dejar plantados a mis amigos en el peor momento.
—Mientras las cosas vayan bien, no los dejaré plantados. ¿Satisfecha?
—En realidad, no. ¿Quién decide si las cosas van bien o mal?
—Yo, y Esteban.
—Me doy cuenta de quién va primero.
—¿En qué se diferencia eso en lo de dejar lo que tú estuvieras haciendo en California? ¿Acaso te despidieron y tuviste que regresar aquí con el rabo entre las piernas?
—Estás muy equivocado —replicó ella, sin querer dar explicaciones, pero tienes razón cuando dices que no hay ninguna diferencia, excepto que en tu caso están implicados mis amigos y nadie les hace daño sin vérselas conmigo.
—Creo que me voy a echar a temblar —bromeó él, agitándose exageradamente.
—Deberías hacerlo. Aunque no te lo creas, me has visto con mi mejor comportamiento. Cuando me enojo, te aseguro que un tornado parece una ligera brisa comparado conmigo. Si lo dudas, puedo darte una larga lista de testimonios.
—¿De verdad?
—Sí. Y si no me crees, solo tienes que ponerme a prueba.
Mientras se dirigía a su caballo, recordó que el día anterior habían terminado la conversación del mismo modo.
—Tal vez lo haga —murmuró él, repitiendo exactamente las palabras que ella había dicho.
Paula lo miró fijamente. Entonces, se volvió a montar en el caballo y regresó al rancho.
—Se helará el infierno antes de que un hombre tenga la oportunidad de comprobarlo —musitó, mientras cepillaba al caballo y le daba la comida.
Mientras regresaba a la casa, pensó que, por un momento, había parecido que Pedro Alfonso y ella podrían llevar una existencia pacífica. Sin embargo, no había bastado mucho para romper en pedazos aquella ilusión.
Se había enfrentado con aquellos hombres tan arrogantes a lo largo de los años. Era una pena que aquel fuera el más atractivo de todos.
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