sábado, 9 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 20





Dos días después, Paula tomaba el sol y sentía el viento acariciarle la piel. La vista del océano le calmaba los nervios y la intimidad era como un bálsamo. Era un regalo estar en la piscina privada de Teresa y Rico, encima del hotel. Allí podía bajar un poco la guardia. Seguía teniendo que hacerse pasar por la prometida de Pedro con Teresa, pero al menos sentía un respiro en la continua descarga de sensaciones que tenía que combatir cuando estaba con Pedro.


No había dormido ni una noche completa desde que empezara aquella aventura. Y la situación se había vuelto más difícil desde que habían llegado a Tesoro y empezado a compartir la suite.


Movió la cabeza y se dijo que debía ser fuerte. Podía hacerlo. Esa noche era el primer evento de la muestra de joyería. Diseñadores y clientes se reunirían para tomar cócteles y oír música durante la gran inauguración. Tres días después asistirían al bautizo del niño y, cuando terminara la muestra, Pedro y ella se marcharían a Mónaco a buscar a Jean Luc y el Contessa. Entonces terminaría todo aquello y ella podría volver a su vida aburrida.


–¿Qué es lo que pasa entre Pedro y tú?


Paula miró a Teresa sobresaltada. Estaban sentadas al lado de la piscina, compartiendo canapés y una bebida fría con sabor a melocotón. El bebé dormía dentro y estaban solas en la terraza.


–¿A qué te refieres?


Teresa soltó una risita y se subió las gafas de sol para mirarla.


–Oh, vamos. Sé que ocurre algo. Nunca he visto a Pedro tan nervioso. Para ser un hombre enamorado, parece un alma torturada cuando está a tu lado.


–¿En serio?


Teresa sonrió.


–Y tú también. ¿Qué es lo que ocurre?


Buena pregunta. Saber que Teresa recelaba algo anuló de golpe la presión que sentía Paula de mantener la farsa. Tal vez no debería decir nada, pero no pudo resistir la oportunidad de hablar con alguien de todo aquello.


Pensó en ello diez segundos y tomó la decisión de hablar. 


Mientras lo hacía, miraba las expresiones que cruzaban por el rostro de Teresa. Estas pasaron de la sorpresa al miedo, al regocijo y de nuevo al miedo, pero Paula siguió hablando.


–¿Tienes pruebas contra mi padre? –preguntó Teresa cuando terminó.


Paula se sonrojó.


–Sí. Pero no quiero usarlas.


Al oírse decir eso en voz alta, supo que era cierto. No quería hacer daño a la familia Alfonso. No quería entregar a un hombre mayor a la policía para que pasara el resto de su vida en la cárcel. Ya no era policía, no se lo debía a la sociedad. Pero al mismo tiempo, quería y necesitaba poder devolverle el collar a Abigail Wainwright. Por su sentido del deber y de la justicia.


–¿Pero chantajeaste a Pedro con eso?


–No tenía elección. Él jamás me habría ayudado si no.


–Sí, lo entiendo –Teresa respiró hondo–. Pero papá…


Paula intentó explicárselo.


–El robo en Nueva York fue culpa mía. Bajé la guardia y Jean Luc aprovechó para robarle a una anciana encantadora que no se lo merecía.


Teresa frunció el ceño.


–No, no se lo merecía. Y hasta puedo entender que Jean Luc te engatusara si no lo conocías –frunció el ceño–. No voy a decir que me guste que amenaces a mi padre, pero comprendo el sentido del honor que te impulsa.


–Gracias –musitó Paula, aliviada. Le gustaban aquellas personas. Sentía envidia de la vida de Teresa, no por su dinero, sino por el esposo cariñoso y el adorable bebé. Por
tener bien definido su lugar en el mundo y estar con la gente a la que amaba.


Paula no había tenido eso en mucho tiempo.


–Creo también que no quieres meter a mi padre en la cárcel, sino que has usado eso para conseguir lo que necesitabas.


–Exactamente. Y la verdad es que cuanto más conozco a Pedro y a los demás, menos me interesa ver a tu padre entre rejas. Pero no puedo parar ahora. Tengo que llevar esto hasta el final y, si le entregara las pruebas a Pedro, ¿por qué me iba a ayudar?


–Puede que te sorprendiera –repuso Teresa, pensativa–. ¿Pero qué pasará cuando encontréis a Jean Luc y recuperes la propiedad robada? ¿Qué pasará entre Pedro y tú?


–Volveremos a nuestras vidas –repuso Paula.


–¿Así de fácil? –Teresa movió la cabeza y le tomó una mano entre las suyas–. Me parece que no. Independientemente de cómo empezara esto, ahora hay más entre los dos de lo que ninguno estáis dispuestos a reconocer.


–Te equivocas –insistió Paula, aunque la chispa de deseo y calor seguía palpitando dentro de ella con la misma fuerza que en los últimos días.


–No estoy de acuerdo. Déjame contarte una historia –dijo Teresa, sin soltarle la mano–. Trata de Rico y de mí y de errores cometidos.


Paula la escuchó y le sorprendió que Rico y Teresa hubieran podido aclarar las cosas y construir un matrimonio y una familia fuertes. Su vida juntos había empezado con una mentira, pero habían encontrado el modo de superar eso.


–Sé lo que es tener una opinión tan alta del honor que pierdes de vista todo lo demás –dijo Teresa–. Para proteger a mi padre y a mis hermanos, renuncié a Rico y lo eché de menos durante cinco años. Me moría sin él. Y cuando por fin volvimos a reunirnos, el honor de mi familia estuvo a punto de separarnos una vez más –apretó la mano de Paula.


–La diferencia es que Rico y tú os amabais a pesar de todo –comentó esta.


–Y tú amas a mi hermano.


–¿Qué?


Paula soltó su mano y negó con la cabeza. Las palabras de Teresa fueron como una bofetada, pero ella no podía analizarlas. No podía examinar de cerca lo que llevaba días sintiendo.


–Te equivocas –dijo–. Apenas lo conozco. Y desde luego, no estoy enamorada de él.


–¿Crees que no reconozco los síntomas? –Teresa sonrió comprensiva–. Lo miras siempre que entra en una habitación. Tiemblas cuando te toca y te irrita tan fácilmente que ahí debe haber amor. Solo las personas que queremos pueden afectarnos de ese modo.


–Apreciar es una cosa –comentó Paula–. Y amar es otra. Esto no es amor –musitó–. Lujuria quizá sí, pero amor no.


La otra sonrió y Paula pensó que todos los Alfonso podían ser un poco irritantes.


–Conozco a mi hermano –dijo Teresa–. Es muy protector con nuestra familia. A pesar del chantaje, jamás te habría traído aquí a la isla si no sintiera…


–Estáis ahí –dijo Pedro en aquel momento.


Y Paula se quedó sin oír el resto de la frase. «¿Qué?», gritó para sus adentros. «¿Si no sintiera qué?».





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