sábado, 11 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 30






—¿Hola? ¿Roddson?


—Sí, Mateo al habla. ¿Quién es?


—Esto… Soy Simon Chaves… ¿Me recuerdas? —preguntó dudando.


—¡Simon! —exclamó Mateo, impaciente—. ¿Qué ha pasado? ¿Y tu hermana? Pedro me contó lo que había pasado y me quedé preocupado al no saber más del tema.


Simon se conmovió al ver la camaradería que aún existía entre los tres amigos. Él no guardaba ningún amigo de su infancia.


—Por eso te llamo. Me dijo Alfonso que le habías proporcionado una información acerca de Lindsay Schencil y me preguntaba si habías encontrado la dirección de su casa.


—Sí, claro, déjame ver un momento, no cuelgues. —Mateo fue a buscar los papeles que había impreso en el cuarto de estar. Estaba francamente preocupado por todo lo que estaba sucediendo. Pedro le había dicho que lo llamaría para tenerlo al tanto y no sabía nada de él. Simon tampoco le facilitaría mucha información—. Ya lo tengo. Toma nota de la dirección. —Simon apuntó y cuando acabó le dio las gracias amablemente.


—Simon, ¿qué pasa? ¿Y Paula?


—No lo sé. No conseguimos localizarla y nos tememos lo peor. —Estaba tan afectado que Mateo creyó que se pondría a llorar.


—¿Y Pedro? ¿Sabes algo de él? —preguntó Mateo turbado por las circunstancias.


—Hablé con él ayer. Me dijo que habías encontrado la información que nosotros ya teníamos sobre Linda. Quedamos en que llamaría cuando acabara la misión a la que se marchaba pero no he sabido nada de él ¿Tú sabes algo?


—No, no sé nada de él, por eso te pregunto. Es extraño —dijo Mateo empezando a sospechar lo peor.


—Roddson, tengo que dejarte. Tengo que encontrar a mi hermana como sea. —Había desesperación en su voz.


—Sí, sí, por supuesto —dijo y añadió—: Eh, Chaves, llámame para decirme cómo acaba esto y si te puedo echar una mano, no lo dudes, ¿de acuerdo, tío?


—Gracias.



* * * * *


Lo entendió de repente. Recordó el gesto familiar en el salón, los ojos fríos que la miraban, la estructura de la cara, el parecido era asombroso.


¿Podría ser esta su hermana? Desconocía que tuviera una, al menos no apareció en ningún momento del juicio, ni nadie le dijo que existiera alguien de su familia.


En ese momento, sin saber por qué, se acordó de Federico Matters.


—¿Dónde está Federico? ¿Qué le has hecho? Él no tiene nada que ver con todo esto, Linda. Él solo estaba investigando un caso…


—Sí, sí, un caso de chantaje, ¿crees que no lo sé? ¿Crees que ha sido agradable escuchar todo el rato «que si la ayudante del Fiscal esto», «que si la ayudante del Fiscal lo otro», «que si Paula me ha pedido…», «que si la señora Chaves quiere…»? Uf, estaba harta de esa palabrería. Estoy segura de que cuando follábamos veía tu cara en lugar de la mía. —Se había acercado de nuevo a la cama y la miraba con ojos amenazadores, llenos de rencor. Sin previo aviso, Linda le pegó una bofetada tan fuerte que se cortó el labio con los dientes y un hilillo de sangre se le deslizó por la comisura de la boca. Pau cerró los ojos para asimilar el dolor y controlar las lágrimas pues, en esos momentos, llorar solo conseguiría que Linda se regodease más en su triunfo.


Respiró hondo y abrió los ojos lentamente. Ella seguía allí, muy cerca de su rostro.


—Federico no tiene nada que ver con esto, él no te ha hecho nada, Linda.


—¿No? ¿Usted cree, «señora Importante»? —La miró y una de las comisuras de su boca se levantó a modo de sonrisa fingida, Luego, rápidamente, sin que Pau pudiera reaccionar de ninguna forma, Linda la cogió del pelo y le levantó la cabeza hacia su cara—. Escúchame bien, zorra. Yo soy la de los chantajes que estaba investigando. ¿Lo entiendes ahora? —Le zarandeó la cabeza como si fuera una muñeca y se la soltó violentamente contra la almohada, golpeando, en parte, sobre el cabezal de hierros. No pudo reprimir las lágrimas por más tiempo y un sollozo escapó de sus magullados labios.


Estaba aterrada, solo podía pensar que iba a morir, que no podría despedirse de nadie, ni de su padre, ni de Simon, ni de Carmen, ni de Pedro… «Dios mío, Pedro. ¿Dónde estás?», pensó abatida. Sollozó de nuevo, lo que provocó un estallido de carcajadas en Linda.


—Que patética eres —dijo mirándola desde la puerta. Pau cesó de llorar al instante. Alzó la dolorida cabeza y con unos ojos que destilaban furia, la miró sin acobardarse. Por un segundo, pudo contemplar la cara de estupefacción de Linda, no esperaba esa reacción a sus palabras. Luego, lentamente, Paula compuso una máscara de frialdad en su cara y su sonrisa perversa provocó un visible escalofrío en Linda.


—¿Sabes, Linda? Siempre has sido una cobarde, lo he sabido desde que te conocí. No sé qué vas a hacer conmigo pero ten por seguro que te encontrarán, y entonces lo que le pasó a tu hermano no será más que una etapa más. Sufrirás y, aunque yo ya no esté para verlo, estoy segura de que las personas que queden te harán la vida imposible allá donde te encierren. No eres más que un despojo sin sentido de la sociedad que no debería haber nacido.


—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate! —gritó Linda propinándole patadas en las piernas mientras se cubría los oídos con las manos. Estaba fuera de sí y, de inmediato, Pau pensó que quizás se había pasado de la raya y la mataría en ese momento.


Una certera patada en el costado le sacó el aire de los pulmones y la dejó viendo lucecitas de colores sobre un fondo negro. Iba a morir, lo sabía, pero quería estar segura de haber luchado hasta el final.


Intentó tomar aire varias veces boqueando sin parar hasta que el oxígeno llegó a sus pulmones y fue aliviando el dolor que sentía en el cuerpo.


Cuando su pulso se recompuso lo suficiente, abrió los ojos, y no vio a Linda en la habitación. Agudizó el oído por si estaba cerca, pero no escuchó nada.


Comenzó a retorcer las ataduras de las muñecas, palpando con los dedos la tela con el fin de encontrar algún roto del que poder tirar y destrozar aquellos trozos de sábana que la retenían.


Después de lo que le parecieron horas, sintió que la tela cedía un poco y oyó cómo se desgarraba ligeramente por algún lugar. Continuó, con más empeño, sintiendo el escozor de las heridas que le dejarían unas horribles marcas durante mucho tiempo.


Linda estaba en la cocina. El ruido de cacharros y del grifo abierto le dijo a Federico que estaba fregando y recogiendo la casa. Aprovechó ese momento para acabar su faena.


Había encontrado una pequeña protuberancia cortante en el barrote donde tenía atada una de sus manos, pero se encontraba muy arriba de su cabeza, y, atado como estaba también de pies, no llegaba con facilidad.


Todo el tiempo que Linda estuvo en la habitación del final del pasillo con Paula,


Federico puso sus fuerzas y la elasticidad necesaria para rasgar la tela y conseguir liberarse. El dolor en el hombro y en la muñeca ya era casi insoportable, pero sabía que no le quedaba casi nada.


Linda había sido lista. Le había hecho un nudo contra la piel y los extremos del nudo los había atado a los barrotes del cabezal. De esta manera, cuanto Federico más tiraba de las ataduras, más se cerraba el nudo de su muñeca, y más daño le hacía cuando intentaba soltarse. Vio algunas manchas rojas en la sábana, pero no podía desistir. Ella lo mataría simplemente por saber lo que sabía.


Escuchó los pasos de Linda en el pasillo pero se detuvo en la habitación donde permanecía retenida Paula. Ni siquiera había podido comunicarse con ella, no sabía si estaba bien, si se encontraba herida, si estaba consciente o si Linda ya había acabado con ella.


Pronto salió de dudas cuando oyó a Pau decir algo que enfureció a Linda. Federico sonrió a pesar de las punzadas que sentía en los labios agrietados y sangrientos.


Volvió a oír los pasos lentos de Linda por el pasillo. Iba a su habitación, estaba seguro. Dio un último tirón a la atadura de la mano derecha y la tela cedió del todo sin emitir ni un solo sonido.


A punto estuvo de lanzar una exclamación de victoria cuando ella entró por la puerta contorneándose como un pavo real en el cortejo.


—Querido, estás despierto, que alegría —dijo sin humor pero con brillo de deseo en los ojos. Federico se limitó a mirarla detenidamente mientras se agarraba a la barra de hierro con la mano suelta para que ella no se percatara de que se había soltado—. Quizás quieras que juguemos un ratito, ¿te apetece? —No esperó su respuesta. Linda se arremangó la falda vaquera que se había puesto y Federico vio, sorprendido, que no llevaba bragas. Después, ella se sentó a horcajadas sobre sus caderas y soltó un gemido gutural cuando su sexo rozó los pantalones del hombre.


Comenzó a moverse de forma sensual, dándose placer ella misma con su rozamiento, aunque, de vez en cuando, se llevaba un dedo húmedo hasta su clítoris para estimularse.


El cuerpo de Federico, traicionero, reaccionó al instante y su verga se puso dura con la fricción de ella. Pero Linda jugaba sola esa partida, y después de introducirse dos dedos en su vagina apretada, se corrió sin problemas delante de Federico. Luego se bajó de él, recompuso su falda y se acercó a su cara con un brillo de malicia en los ojos.


—Hubiera podido enamorarme de ti —le dijo pasando sus dedos con el rastro de su masturbación por los labios de él—. Hubiéramos sido tan felices juntos. —Le pasaba la mano por el pelo, por la cara, por el pecho, hasta dejarla inmóvil en su erección—. Pero tú y yo somos incompatibles, ¿sabes?  —dijo retirando la mano y llevándola, junto con la otra, a los lados de su cabeza. Luego compuso una expresión, que Federico juzgó de locura, y pegó los labios a su oreja—. Es una lástima que vayas a morir.



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