sábado, 11 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 31





Dos patrullas y un coche de la policía llegaron a la puerta del edificio de apartamentos donde vivía Linda.


Lester Morrison, el capitán, agarró a Simon del brazo cuando este ya se dirigía a la portería con un equipo de hombres.


—No, Simon, ni lo sueñes. Tú no entras. He permitido que vengas porque es tu hermana pero estás fuera de esto, ¿me oyes?


Simon lo miró como si estuviera loco pero sabía que era lo mejor. No atendería a razones tratándose de su hermana, y la ira lo cegaría en el momento decisivo para detener a Linda. Ella había demostrado ser muy lista y no debían subestimarla.


Asintió al capitán y se soltó lentamente de la garra que lo sujetaba.


Los policías acordonaron la calle para que no pasara ningún vehículo. Una ambulancia llegó silenciosamente, preparada por si había heridos. Un montón de curiosos comenzaron a acumularse en las aceras, detrás de las balizas policiales. 


Todos se preguntaban qué sucedía. Un silencio  extrañamente anormal reinaba en la calle, como si nadie quisiera hablar o decir una palabra más alta que otra para no alertar el ambiente.



* * * * *


Federico se había desatado por completo las manos y había comenzado con los pies cuando oyó el grito de Paula. No debería haber esperado tanto, pero tenía que estar seguro de que ella tardaría en volver a su habitación. No se podía arriesgar, si no todo habría sido en vano. Pero ahora la urgencia en ese grito le dijo que, si no se daba prisa, ella acabaría con la ayudante del Fiscal, y eso no se lo perdonaría nunca. Ya había sido demasiado tonto por toda su vida, creyéndose enamorado de esa despiadada mujer que tenía planeado acabar con ellos desde un principio.


Quizás él solo fuera un efecto colateral en su plan, pero era su caso, ella era culpable, y lo dejaría resuelto aunque le costase su vida. Y, por encima de todo, debía salvar a Paula. Linda había tenido razón en algo todo este tiempo: se sentía fuertemente atraído por aquella mujer, no podía negarlo, aunque sabía que no tenía posibilidad alguna.


Al principio le había parecido una bruja fría e insensible, pero conforme avanzaba su trabajo con ella, había descubierto a una persona delicada, con principios, capaz de muchas cosas pero sobre todo, había descubierto a una mujer con sentimientos, pasional, que se conmovía, que lloraba, que amaba.


No tardó en comenzar a componer sus sueños en torno a ella, a pesar de sospechar que su corazón estaba ocupado.


Luego conoció a Linda. Una chica fresca y divertida que le hacía sonreír muy a menudo y que le llenó un poquito el hueco que Paula se había hecho en su corazón. La pasión salvaje de Linda y su inagotable lujuria, pronto llenaron del todo el vacío, pero no se sentía embelesado por ella, no era lo mismo.


Otro grito lo sacó de su ensimismamiento. Esta vez sonó en el pasillo. Linda llevaba a Paula al salón. «¿Por qué?» Deshizo el último nudo en su pie izquierdo y se levantó tambaleante. 


Estiró los músculos de las piernas y los brazos. Llevaba cuarenta y ocho horas atado a esa cama. Las muñecas y los tobillos estaban desollados, en carne viva. Un doloroso hormigueo comenzaba a subirle por la columna vertebral hacia la nuca. Le ardía la cara y le dolía la boca. Sabía que tenía un ojo morado e hinchado porque apenas veía por él.


Después de un minuto estirándose y haciendo un breve reconocimiento de su situación física, buscó por la habitación sus cosas. Recordaba haber llegado allí, al apartamento, y haber dejado su bolsa en la habitación. Luego fue al salón donde Linda estaba preparando la cena, pero no llegaron a cenar, sino que volvieron a la habitación en seguida. Ella tenía que haber cogido su bolsa en la que guardaba su pistola.


Abrió y cerró el armario sin el menor ruido, buscó debajo de la cama, en el cesto de ropa debajo de la ventana. Por último, se fijó en el arcón de madera a los pies de la cama y lo abrió. Allí estaba, con su ropa y sus utensilios de aseo, pero ni rastro de la pistola.


Oyó sillas que se arrastraban por el suelo y no esperó. La sorprendería e intentaría reducirla como fuera. No lo creía difícil pero sí sabía que ella se defendería y no debía olvidar que era la culpable de romper el cuello, al menos, a dos personas, por lo que no debía subestimar su fuerza física. Ni su locura.


Salió al pasillo cuando escuchó cómo Linda le propinaba un golpe a Pau. La mataría si no intervenía pronto.


Se acercó sigilosamente por el largo corredor. Pasó por delante de la habitación donde había mantenido retenida a Paula y un escalofrío lo recorrió cuando vio el rastro de sangre que había por el suelo.


Continuó lentamente hasta situarse en un recoveco que la pared hacía al llegar a la puerta del salón. Desde allí no podía ver mucho, pero sí veía la sábana colgada de un gancho en el techo y la silla dispuesta debajo de ella. «Va a colgarla», pensó sobresaltado. De inmediato su cabeza comenzó a buscar algo en el salón con que detenerla. No había tiempo que perder. Ya no.


Tenía razón. Las intenciones de Linda era hacer pasar a Pau por lo mismo por lo que pasó su hermano en aquella estrecha y maloliente celda de la cárcel. Reconocía que no era la misma situación pero a ella le servía pues daría por concluida su venganza después de tres años aguantando las tonterías de ella.



* * * * *


Tras la muerte de su hermano, Lindsay se hundió por completo. Era injusto que la única persona que tenía en el mundo se hubiera quitado la vida sin pensar que ella quedaba abandonada. Él le había dicho que no se involucrara, que nadie debía saber que tenía una hermana porque la culparían por complicidad y también iría a dar con sus huesos en una celda. Esa conversación la tuvieron un día antes de que lo detuvieran por asesinato. Lindsay tenía veintiséis años y era inocente como una mariposa recién salida de su crisálida, pero se mantuvo firme a la promesa que le hizo a su querido y adorado hermano y se alejó del problema.


Cuando supo que su hermano había muerto, no lo soportó y pasó muchas semanas sumida en una desesperación y una depresión que podría haber acabado con ella.


Pero después de eso, comenzó a enfocar toda su ira y todo su dolor hacia la persona causante de aquella fatal historia. 


La había visto en la tele expresando su pesar por la muerte de su hermano. La veía a diario salir de los tribunales con su aire de persona importante, su mirada prepotente y su sonrisa deslumbrante que encandilaba a los periodistas. 


Pronto estuvo observando sus pasos, su manera de trabajar, sus ocupaciones en el tiempo libre, y en cuanto estuvo preparada y repleta de información sobre ella, se acercó a conocerla de la manera más vil y rastrera.


Fue una tarde que Paula estaba cenando con un amigo. Ella sabía que trabajaban juntos y que no mantenían ninguna relación íntima, por lo tanto, dedujo que sería una cena de trabajo.


Entró en el restaurante y se sentó en una mesa bastante alejada de la de ellos pero desde donde veía qué hacían exactamente.


Divisó a un camarero con una bandeja llena de copas y bebidas que se tambaleaba ligeramente y aprovechó para seguirlo. Cuando pasaban al lado de la mesa de Paula, Lindsay dio un traspié y empujó al camarero. Este cayó hacia delante, todo lo largo que era, y rompió todo el contenido del pedido que transportaba, derramando bebidas y cristales por todas partes.


Pronto reinó la confusión en el restaurante y Lindsay aprovechó el momento para robar la cartera del bolso de Paula y salir hacia el cuarto de baño sin que nadie reparara en ella. Escondida dentro de uno de los retretes, ojeó toda la documentación y encontró la dirección de ella. Luego salió cuando aún estaban recogiendo el estropicio causado y se marchó.


Si quería llevar a cabo su plan de forma adecuada, debía contar con un elemento indispensable en él: dinero. Su hermano le había enseñado cómo chantajear a la gente por unas buenas cantidades de dólares y pensó que no resultaría difícil conseguir dinero de esa forma. Y así empezó a reunir a sus víctimas y a almacenar dinero mientras hacía de voluntaria en diferentes residencias de ancianos y conseguía cuentas de ahorro de las personas mayores que fallecían o estaban a punto de hacerlo. Se aseguraba de que no tuvieran familia directa que se pudiera percatar de la apropiación de la cuenta y obraba sus milagros económicos sin ninguna dificultad.


El día después de robarle la cartera a Paula, a mediodía, se presentó en su casa para devolvérsela, inventando una historia sobre el lugar donde la había encontrado. Paula registró el contenido y confirmó que faltaban sus tarjetas y el dinero que llevaba, pero agradeció que su documentación permaneciera allí. Pero, por encima de todo, agradeció que aquella chica desconocida le devolviera la cartera que Simon le había regalado hacia unos años, por su cumpleaños. Era un modelo de piel roja de Carolina Herrera, con el que ella se había encaprichado una tarde de compras con su cuñada pero le pareció demasiado caro. Sin embargo, Carmen se lo había contado a Simon y en la fiesta de su veintisiete cumpleaños se lo habían regalado. Ya habían pasado tres años desde entonces, pero Pau seguía muy apegada a ese detalle y agradeció a Linda —ya se presentó entonces con ese nombre— que se la hubiera devuelto.


A partir de ese momento se hicieron bastante amigas, pero no fue hasta que Pau metió a Linda a trabajar en la oficina del Fiscal que su amistad se fortaleció. Linda montó un drama cuando le dijo a su amiga que la habían echado del trabajo de recepcionista en un hotel de carretera por reducción de plantilla y Pau no se lo pensó dos veces y propuso a Linda como chica del correo. Luego ella fue ascendiendo por méritos propios hasta convertirse en ayudante de uno de los abogados que trabajaban en la Fiscalía. Mientras, iba trazando un plan que se iba alargando con el tiempo y ya duraba tres años.


Se había creado un perfil perfecto, había falsificado documentación, tarjetas, cuentas bancarias y había creado a una nueva persona. Se había deshecho de la inocente y despechada Lindsay Schencil, para convertirse, a los ojos de la ley, nunca mejor dicho, en Linda Trent.


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