sábado, 30 de abril de 2016

MI CANCION: CAPITULO 16




Los días posteriores a esa velada mágica fueron días de duros ensayos y, aunque lo hubiera pasado muy bien, Paula no fue capaz de olvidar cómo se había distanciado de ella nada más dejarla en casa. Le había dado un beso furtivo en el último momento, no obstante; un beso apasionado e impaciente. Sin embargo, al día siguiente había empezado a comportarse como si nada de aquello hubiera ocurrido. Era fácil ver que su atención volvía a estar centrada en la banda y en lo que tenían por delante, pero Paula no podía evitar sentir que de alguna manera la estaba abandonando.


Dos noches más tarde, Pedro les sorprendió a todos dándoles un día libre. Habían tenido dos días más de duros ensayos y la oportunidad de relajarse un poco fue más que bienvenida. A pesar de ello, sin embargo, Paula ya había empezado a preocuparse por los conciertos, que cada vez estaban más cerca. La confianza en sí misma que había encontrado tras el espectáculo de burlesque se desvanecía por momentos.


Tomarse el día libre tampoco la ayudó mucho. Solo le sirvió para preocuparse aún más, y por eso terminó yendo a Pilgrim’s Inn esa noche. Albergaba la esperanza de ver a Pedro y poder contarle todo aquello que le preocupaba. 


Solo había unos pocos habituales en el área de la barra y Paula sintió un gran alivio. Le había hecho falta reunir mucho coraje para ir a hablar con Pedro.


Tina Stevens estaba limpiando la barra, mascando chicle sin parar. Sus uñas largas y rojas golpeaban la superficie de madera barnizada. Al ver a Paula la miró de arriba abajo con esos ojos marrones extravagantemente perfilados en negro.


–Disculpa…


–¿Qué te pongo, cielo? ¿Vienes sola o esperas a alguien?


Había una nota de desaprobación en su voz, como si creyera que las mujeres que entraban solas a un bar solo podían acarrear problemas.


Durante un momento de desconcierto, Paula se preguntó si Tina estaría trabajando allí aquella noche, cuando Sean se había puesto tan desagradable.


–No espero a nadie –se apartó el flequillo de la cara. Lo tenía empapado de lluvia–. Quería hablar con Pedro Alfonso. Se hospeda aquí, ¿no?


Tina dejó de limpiar automáticamente y la miró a los ojos. La canción que sonaba se terminó y comenzó otra que Paula recordaba de la infancia. Era la canción favorita de su madre.


La música siempre había sido la gran pasión de Teresa Chaves y solía poner esa canción una y otra vez cuando Paula era pequeña. Tomaba a su pequeña hija en brazos y bailaba por la habitación, acurrucándola contra su mejilla mientras cantaba suavemente. Daniel, su hermano mayor, se burlaba de ellas mientras tanto. Nunca le habían gustado mucho las «cosas de chicas».


–¡El típico chico! –decía su madre, y se reía, perdonándole de inmediato como si tuviera derecho de nacimiento a ello.


–Tú debes de ser Pau, la cantante.


Tina dejó de mascar el chicle de repente y cruzó los brazos.


–Paula –la corrección de su nombre le salió de manera automática.


Raul también había empezado a usar la forma abreviada y al parecer sentía debilidad por la explosiva rubia.


–Sí. Eso. Todo listo para mañana, ¿no?


–Eso espero. ¿Puedo ver a Pedro? –Paula intentó esbozar una sonrisa amigable.


–Habitación tres. Gira a la izquierda al final de las escaleras.


–Gracias.


–Un placer charlar contigo.


Paula pensó que, de ser así, se le daba muy bien aparentar lo contrario.


Se dirigió hacia la escalera cubierta por una gruesa moqueta con un desgastado estampado floral y fijó la mirada en el rellano superior. Había un imponente aparador de roble a un lado y una ostentosa lámpara victoriana. Las paredes estaban llenas fotos de vistas del pueblo en tono serpia. Al llegar al último escalón miró a su alrededor, cada vez más inquieta. Había una puerta a cada lado. Sin pensárselo mucho, no obstante, llamó a aquella que tenía el número tres y entonces oyó voces masculinas provenientes del otro lado. 


Eran Raul y Pedro. Debían de estar hablando del concierto del día siguiente.


No sabía si quedarse o marcharse, pero finalmente no tuvo que tomar ninguna decisión porque la puerta se abrió de improviso. Raul apareció en el umbral.


–Hola, preciosa –le dijo, ofreciéndole una de esas sonrisas pícaras–. ¿Quieres unirte a la fiesta?


La miró de arriba abajo.


–No. Quiero decir… He venido a ver a Pedro. ¿Puedo?


Miró por encima del hombro de Raul y le localizó. Estaba sentado en un butacón con una sonrisa de autosuficiencia en los labios. Parecía que esperaba su visita.


–Si he venido en un mal momento…


–Quédate ahí.


Pronunció las palabras con tanta autoridad que Paula se quedó inmóvil de inmediato. Suspirando, Raul se apartó y Pedro dio dos pasos hacia ella.


Tenía la mandíbula cubierta por una fina barba.


–Pensé que igual venías a verme esta noche.


–¿Ah, sí? –Paula se dio cuenta de que su voz ya no sonaba enérgica.


–Sí –se volvió hacia Raul–. Danos unos minutos, ¿quieres? Bueno, pensándolo bien, creo que vamos a necesitar algo más de tiempo. Ve y tómate algo con Tina.


Algo indeciso, Raul se encogió de hombros.


–Me gustaría complacerte, Pedro, pero ni siquiera sé si la señorita «fuego y hielo» va a querer servirme otra copa. 
Hemos tenido un pequeño malentendido.


–Tú te lo buscaste, Raul. Arréglalo.


–Por supuesto. Tú eres el jefe.


Claramente insatisfecho, Raul se calló y obedeció la orden. 


Al pasar junto a Paula, no obstante, le regaló otra de esas sonrisas y entonces cerró la puerta tras de sí.


Paula se estremeció al darse cuenta de que estaba a solas con Pedro. Una inquietud sin nombre se apoderaba de ella por momentos.


–¿Quieres algo de beber? –Pedro avanzó hacia otro aparador victoriano y sacó una botella de bourbon y dos vasos.


–No. Yo no. Gracias.


Pedro se sirvió un trago en un vaso de chupito y caminó lentamente hacia ella sin quitarle la vista de encima. Sus ojos azules brillaban como dos estrellas.


Se bebió el líquido de un trago y entonces habló.


–Bueno… ¿te importaría decirme por qué has venido esta noche a verme, Paula? Es evidente que no has venido para charlar un rato, ¿no? ¿Qué es lo que te preocupa? Desde
mi experiencia puedo decirte que solo hay una razón para que una mujer se presente en la habitación de un hombre a estas horas de la noche –añadió, y entonces la miró de arriba abajo como si la desnudara con la mirada.


–Bueno, no es esa la razón por la que he venido a verte, Pedro… por mucho que a tu ego le cueste encajarlo. He venido por razones puramente prácticas.


–¿Ah, sí? –dejó el vaso sobre una mesa cercana y se volvió hacia ella con una sonrisa perezosa en los labios–. Me rompes el corazón, Paula Chaves… pero creo que eso ya lo sabes, ¿no?


–¿Qué quieres decir? –Paula sintió que las piernas comenzaban a temblarle.


–Lo que me haces con esas miradas tuyas es… criminal.


Pedro tiró de ella y la rodeó con sus brazos.


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